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martes, 11 de noviembre de 2025

LO INCONFESABLE

Hernán Bortondello

 

Luis, con sólo doce años, fue quién lo descubrió sentado en su silla de ruedas ante el escritorio. Ariel, su hermano mayor, parecía dormir con la mejilla izquierda descansando sobre los brazos cruzados. Recién al acercársele, descubrió sobresaltado que sus ojos, completamente abiertos, no parpadeaban. Estremeciéndose, sintió que esa mirada congelada lo atravesaba buscando a alguien en la distancia. Supo entonces, con absoluta certeza, que su amado modelo a seguir, su protector y confidente, estaba muerto. Y en el momento que comenzaba a preguntarse por qué, se percató de que delante de aquella querida cabeza, sobre el viejo tablero de roble en el que tres generaciones de Andrades habían estudiado medicina, yacía una jeringa vacía encima de un sobre blanco. El niño entendió con claridad lo que eso significaba. Estirando una mano temblorosa, retiró cuidadosamente la carta por debajo de la aguja asesina. Lleno de congoja, titubeó antes de extraer su contenido: leerlo perfeccionaría lo definitivo. Sin embargo, tomó aliento y lo hizo. A través de una niebla de lágrimas, recorrió las palabras escritas con una caligrafía cuidada; inequívoco símbolo de la firmeza de la decisión. No era una misiva, era una esquela fúnebre, un aviso de defunción impreso por anticipado. Allí, su hermano contaba que su gran amor, Julia, la joven enfermera que les presentara a sus padres dos años atrás, le había confesado haberse enlistado como voluntaria para atender a los heridos en Puerto Argentino y que partiría en dos días. Aquel acto secreto del que había sido excluido, la pronta lejanía física y el peligro mortal que correría la muchacha tras las líneas de combate, consiguieron hacerle perder la cabeza. Desesperado, fuera de sí, no pudo evitar gritarle con furia todo tipo de amargos reproches, y, a ellos, siguieron insultos tan hirientes que la muchacha decidió terminar con el noviazgo.

Pese a la ruptura, él creyó que podría remediarlo. Poseyendo estudios médicos avanzados, se enrolaría también como personal sanitario. Una vez en las islas no tardaría en ubicarla; sabía que obtendría su perdón y lograrían reconciliarse. Esperanzado, intentó llevar a cabo su plan, pero el ejército no lo admitió: la invalidez de sus piernas fue el obstáculo fatal, su condena. El texto transmitía fielmente toda la amarga impotencia que ensombrecía su vida. Para Ariel, que la última puerta se le cerrara en sus narices, había sido devastador. Enloqueció imaginando que su ángel, su razón de vivir, no volvería de aquel infierno.  No podría soportarlo, era el fin… Llegó entonces ese domingo fatal, a un mes de que Julia volara a la isla Soledad en un Hércules C-130 y a él se le muriera el corazón.

Las primeras luces de la mañana comenzaban a filtrarse por la ventana del dormitorio cuando se despertó. Sentándose en el borde de la cama fue más consciente que nunca de que ya nada latía en su pecho y que había llegado la hora de oficializarlo. La confesión concluía con una última frase en la que les pedía perdón a su familia y a Dios, explicándoles que no soportaría un día más temiendo recibir la noticia de que la habían asesinado. Luego nada más, sólo un estremecedor punto final.

A nadie extrañó que la tragedia despertara en Luis una apasionada vocación por la psicología, y que doce años más tarde se recibiera como profesional de esa disciplina. El tiempo siguió pasando, como es su costumbre, y al atardecer de un primaveral día del año dos mil trece, el licenciado Luis Andrade aprovechaba una hora muerta para reflexionar sobre uno de sus pacientes más enigmáticos.

Castañeda era un hombre cuya problemática, inicialmente, no le había parecido muy distinta a la de otros que fueron estigmatizados por los horrores de Malvinas. A lo largo de los años, unos cuantos de ellos habían traspasado la puerta de su consultorio buscando ayuda. Aún décadas después de finalizada aquella guerra desigual, el estrés postraumático seguía atormentando a muchos de sus compatriotas, y, aunque al psicólogo lo alentaba una gran vocación, sentía por estos casos un especial compromiso: el conflicto bélico en el remoto archipiélago austral se vinculaba estrechamente al drama que enlutó la vida de sus padres hasta el último instante de sus vidas. Solo él quedaba para mantener encendido el dolor, y ninguna de sus fórmulas profesionales había podido apagarlo.

David Castañeda había luchado como cabo primero en la sangrienta batalla del Monte Longdon, y por su desempeño allí fue condecorado con la medalla “La Nación Argentina al Herido en Combate”. Luego de que finalizaran las hostilidades, tras regresar al continente junto a sus camaradas, decidió retirarse del ejército ante el estupor de quienes cursaran con él la escuela militar. Conocedor de algunos oficios y siendo un tipo muy trabajador, no le faltó trabajo en el ámbito civil. Sin embargo, no duraba mucho en los empleos debido a su mal carácter. Lamentablemente, la secuela más negativa que le dejara la guerra no era la renguera de su pierna izquierda, sino su dificultad para controlar la ira.

Andrade no recordaba cuándo empezó a notar que David era un caso atípico. Quizás, pensó, fuese en aquella sesión, días previos al último año nuevo, en la que unos adolescentes hicieron estallar una bomba de estruendo en la calle. Luis, sobresaltado, dio un respingo en su silla, pero, extrañamente, la única reacción de Castañeda fue la de dirigir una mirada curiosa hacia la ventana. La mayoría de los excombatientes, incluso quienes no sufrían de estrés, hubiesen amagado un cuerpo a tierra como reflejo automático ante lo que bien podrían haber interpretado como la explosión de una granada. También había registrado, que, si bien el ex suboficial relataba los mismos horrores y experiencias vividas por otros soldados, carecía de la inconfundible mirada de los dos mil metros; ese síntoma postraumático caracterizado por una expresión ausente, como si se observara un horizonte más allá de las paredes. Muy por el contrario, la mirada de Castañeda era enfocada, intensa y parecía clavarse en los ojos del psicólogo como si quisiera transmitirle un mensaje que no podía, o no se atrevía, a expresar con palabras. Por un tiempo estos fueron los únicos apuntes destacados en la libreta del médico y, cuando comenzaba a perder las esperanzas de ahondar en su problemática, David empezó a evidenciar un cambio. En las últimas sesiones, Luis había descubierto en el veterano de guerra una apatía que iba in crescendo.  Paralelamente, su paciente le manifestaba que sus episodios de ira se estaban agravando. Tras preguntarle por qué pensaba que le ocurría eso, el paciente dirigió la vista hacia la alfombra bajo sus pies y pareció reflexionar por unos instantes. Luego, irguiéndose en el diván con expresión algo sorprendida, dijo creer que sus arrebatos eran en alguna medida conscientes. Andrade, tenaz como un sabueso, pidió entonces que le intentase explicar por qué buscaría perder el control. La respuesta se hizo esperar; el veterano, con la cabeza gacha otra vez, parecía explorar sus íntimas motivaciones. Finalmente, tras el largo silencio, alzó el rostro y respondió que quizás lo hacía para intentar sentir algo. Ante la mirada interrogativa del terapeuta, el hombre murmuró que cada vez le resultaba más insoportable su propia insensibilidad, revelando que pese a todas las horribles experiencias que le relatara, en realidad no experimentaba que lo hubiesen afectado en lo más mínimo. Sus recuerdos le parecían los de otro, y cada vez le eran más indiferentes. Luis, que tomaba notas del repentino aluvión de información, se dio cuenta que su paciente hablaba tan bajo que casi se tornaba inaudible. Entendiendo el inmenso esfuerzo espiritual que aquella persona había necesitado para penetrar su propio inconsciente, apresuró el fin de la sesión. Luego de despedir a Castañeda con un cálido apretón de manos, cerró la puerta de su consultorio y se dejó caer en el mismo sillón que acababa de ocupar su paciente. Se sentía una bestia; lo había forzado demasiado a enfrentar sus demonios. No volvería a hacer algo así jamás, se prometió.

Una semana después volvían a estar frente a frente. Aún no habían dicho más palabras que las del saludo inicial. Andrade aguardaba en silencio, tratando de no evidenciar ansiedad; no deseaba que su interlocutor se sintiese obligado a hablar antes de estar plenamente dispuesto para hacerlo. Pese a la presunta insensibilidad de la que le hablara en la sesión anterior el ex cabo primero, el psicólogo no pudo dejar de notar que ese día sus ojos transmitían todo lo contrario. Algo ardía en el fondo de ellos y a Luis se le hacía difícil enfrentar aquella mirada: ese fuego lo quemaba también a él. Finalmente, no tuvo más remedio que desviar la vista, simulando que consultaba la hora en su reloj pulsera. Fue entonces cuando reparó en que aquel cincuentón, anclado todavía en sus veinticinco años, estaba apretando tanto el puño derecho que los nudillos mostraban el blanco de los huesos. David Castañeda se dio cuenta que el terapista miraba su mano pero, sin dejar de observarlo, pareció apretarla aún más. Sorprendido, el terapeuta pudo ver filtrase sangre de entre los dedos del hombre. La imagen lo hipnotizó por unos segundos y solo pudo reaccionar cuando las oscuras gotas comenzaron a caer al piso. Abandonando su asiento, como impulsado por un resorte, se sentó al lado de David aferrándole el puño con ambas manos, y, tras gran esfuerzo, logró abrirle la garra. En el medio de la palma ensangrentada había una medalla de plata con el escudo argentino, la cinta celeste y blanca manchada de rojo, y el broche bien hundido en la carne. Castañeda, tapándose los ojos con la otra mano, rompió en un llanto ronco y las palabras brotaron de su boca, atropellándose unas a otras. Quebrado, al fin, dijo que esa condecoración era una burla. Que cuando los ingleses finalmente acabaron con la defensa argentina, el soldado Carlos Méndez y él, ya sin municiones, se habían ocultado entre unas rocas para no ser aniquilados. Que era de madrugada, todo estaba oscuro aún, y por sobre los ayes de dolor de los caídos de ambos bandos, se escuchaban cada vez más cerca conversaciones y órdenes de mando de las tropas inglesas, que avanzaban cuesta arriba para tomar la altura que habían ganado. Esporádicamente, sonaban breves ráfagas de armas automáticas. Que entonces el pibe Méndez entró en pánico. ¡Están rematando a los heridos los hijos de puta!, sollozó con voz ahogada y, loco de terror, lo había empujado a un lado para salir corriendo del escondite... Llegado a ese punto del relato, Castañeda pareció tomar aliento, como juntando fuerzas para lo que iba a decir. Haciendo un evidente acopio de valor, continúo su confesión con un énfasis que rozaba el delirio: ¿Que qué iba a hacer él? Que se espantó también, que no podía permitir que el mocoso delatara la posición, que le había pasado un brazo bajo el cuello para inmovilizarlo al tiempo que le tapaba la boca, y... Aquí Castañeda, agitado, consiguió frenar la verborragia que había escapado después de años de bloqueo mental. Luis aprovechó la pausa y se incorporó para ir hasta el dispensador. Llenó un vaso con agua fría y se apuró a entregárselo al hombre cuya consciencia acababa de hacer erupción. Éste, con su pecho aun subiendo y bajando, intercaló descansos entre trago y trago. Luego, con el vaso aún en la mano, prosiguió con una voz en la que se mezclaban el alivio y el agotamiento extremo. Admitió que su propio miedo a ser asesinado le impidió medir la fuerza con la que apretaba la garganta del conscripto, Desesperado por la falta de oxígeno, el muchacho alcanzó a tomar su bayoneta y apuñalarle varias veces el muslo derecho. Ciego de dolor y aterrorizado por ser descubierto, el cabo primero terminó estrangulando a Méndez. En ese preciso momento percibió el susurro de correajes y apagados ruidos metálicos. El enemigo los había alcanzado. Solo atinó a ocultarse bajo el cuerpo tibio del soldado, haciéndose un ovillo mientras le rogaba a la Virgen María que lo salvara. Escuchó entonces el sordo ruido, como de matraca, de un subfusil abriendo fuego, y los paf paf de las balas impactando en su escudo humano. Creyó a reconocer un sorry, boy, dicho por lo bajo, y, poco después, nada; los invasores los habían dejado atrás. Sin perder tiempo, huyo entre las últimas sombras; justo antes del delator amanecer. 

—La ironía más insoportable, licenciado, fue que más tarde me dieran esta medalla por heridas recibidas en combate… —cerró con amargura el veterano.

Terminada la sesión, David Castañeda se dirigió a la comisaría más cercana y confesó su crimen. Hasta el día de hoy, recibe tratamiento ambulatorio en el Hospital de Salud Mental “Evita” de Villa de Mayo, provincia de Buenos Aires. Pero durante los primeros tiempos, cuando su expaciente debió permanecer internado allí, el licenciado Andrade fue a verlo varias veces, De esas visitas que le hizo, jamás pudo olvidar la primera. En aquella oportunidad, le presentaron a la psiquiatra que atendía a David: la doctora Julia Varela. Al estrecharse las manos, se reconocieron con estupor. A ambos se les inundaron los ojos de lágrimas y de inmediato se estrecharon en un fuerte abrazo que les pareció eterno.

Hernán Ernesto Bortondello nació el 7 de setiembre de 1960 en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, donde actualmente vive. Ha desarrollado su vida laboral en la Informática desde 1975. Le gusta expresarse desde lo artístico: escribe, dibuja y pinta, tanto analógica como digitalmente, le gusta la fotografía de vida silvestre, crea artesanías con material de reciclaje y es fanático del cine y de la lectura desde niño. Ha publicado poesías y cuentos en grupos digitales de literatura como Escritores Independientes; Escritos, insomnio y café; Poetas y escritores del Mundo; etc., y sus  relatos han sido publicados en revistas literarias como Sinergia y Cronopio. Trata de perfeccionar sus recursos y herramientas en distintos talleres literarios y, desde hace dos años, ancló en el TALLER 9, del que es un destacado animador.

sábado, 8 de noviembre de 2025

IMPIEDAD

Hernán Bortondello

 —¡Dame la guita, viejo de mierda! —gritó el muchacho.

—¡No apuntés pibe! ¿Podés bajar el arma, por favor? —suplicó el carnicero.

—¡No bajo un carajo infeliz! ¡No te lo repito viejo, larga la mosca!

—No me hagas esto, mirá... —dijo el hombre atragantándose con saliva— si me llevás todo me arruinás, no me hagas...—no alcanzó a terminar la frase porque ya no tenía cara, se la había borrado el primero de tres balazos que lo empujaron contra la pared. Pesadamente se fue deslizando hasta el piso dejando un rayón de sangre sobre los azulejos blancos.

—¡Pelotudo! ¡Ves lo que ganaste idiota! —aullaba y manoteaba alocadamente el fajo de billetes grasientos que el muerto guardaba en una cajita de metal azul—. ¡Imbécil! ¡Jodé ahora si podés, boludo! —ya no podía gritar y las palabras roncas se le ahogaban entre jadeos, sintiendo que la cabeza le ardía a punto de explotar.

—¡Federico! ¡Dios del Cielo! —aulló una mujer gorda a su derecha, asomando casi enredada en la cortina de cintas plásticas que separaba el negocio de la casa de familia.

Sobresaltado, el mocoso giró como un muñeco eléctrico gatillando histérico, incluso después de vaciar el cargador del revólver Colt 38. La matrona, bañada en sangre, siguió caminando con los ojos desencajados. Uno, dos, tres, cuatro pasos alcanzó a dar y se derrumbó sobre el asesino, que atropellado por semejante humanidad perdió pie y cayó bajo el peso de su víctima.

—¡Ay! ¡Salí de encima, vieja asquerosa! —Fuera de sí, el asaltante pataleaba, empujando con sus flacos brazos el gran bulto tibio que lo asfixiaba. Finalmente, resbalando en la sangre, se incorporó a medias para volver a caer y luego levantarse preso de temblores casi epilépticos. Rebotando sobre sí mismo, sin decidir si huía saltando o corriendo, desapareció por el soleado agujero de la puerta.

Adentro, en la carnicería, el silencio era perfecto, como en un templo. Hasta las moscas zumbonas se habían acallado, posándose sobre lo que había en el piso.

 

—¡Dios, qué horror! ¿Viste lo que pasó en la carnicería de calle Francia? —Las hojas del periódico se estremecían en las cuidadas manos de la esposa del intendente.

—¡Obvio, Adriana! Esas cosas las sé antes que salgan publicadas. No quise contártelo porque es espantoso. ¡Pobre el gordo Toniollo y la señora! Lo que pasa, querida, es que no es fácil impedir esos actos de barbarie. Estos negritos salen hasta debajo de las baldosas y desaparecen en los rancheríos donde viven. Para colmos, cada día hay más armas en la calle. ¿Sabías que los narcos se las regalan a los pibes que trafican? ¡Así qué querés! —dijo él, exagerando el fastidio ya que todo le importaba tres carajos.

—¡Horacio, habrá alguna forma! Esta masacre ocurrió a cuatro cuadras de casa… ¡A cuatro cuadras de donde duermen nuestros hijos! Sabés muy bien que esto no lo podemos tolerar —sentenció clavándole esa mirada fanática que tanto temía su esposo.

­—A ver, mi amor… ¿Dije yo que no hay una forma? —se atajó dramáticamente el político—. Dije que no es fácil, no que no haya una forma. La hay, claro que la hay.

Tendré que hacer algo o me va a enloquecer con este tema, renegó para sus adentros. ¡Me tiene repodrido!

 

—No hagan ruido, pelotudos. Quintana, vos te llevás a los dos agentes. Eso sí, tranquilizálos un poco que son muy pendejos y están cagadísimos. Rodeen los ranchos de ahí enfrente y me cubren el lado izquierdo. Vos, Müller, con Ferrero se quedan acá conmigo con las itakas bien cargaditas. El resto se manda con los patrulleros por la cortadita, entran con el ariete y atropellan metiendo tiro a lo que se mueva. Y a lo que no, también. ¿Entendido?

—¡Sí, comisario! —respondieron a coro los policías, con las miradas inquietas.

—Y cuidado con la casa de Navajita, no vaya a ser que me revienten a quién no tienen que reventar. ¿Me explico?

—¡Sí, comisario! —repitieron.

¿Para qué hace la recomendación el viejo choto? pensó Müller. Todos sabemos que esa basura de Navajita es intocable. De rompe bolas nomás...

—¿Bueno, qué esperan? ¡Ahora, mierda! ¡Y no lo quiero a este herido, entendieron! —estaba furioso, no le gustaba generarse odios en esa barriada.

¡Es mi puto territorio, joder!, se quejó amargamente para sí mismo.

Esa noche, en la villa todo pareció estallar. Las frenadas de los coches celulares y las horribles sirenas que parecían gritar en el oído de cada uno. Gritos bestiales, crujidos de puertas destrozadas. Las situaciones dentro de las precarias viviendas se sucedían vertiginosamente:

—¡Negro, rápido! ¡Manoteá los fierros y salgamos cagando que somos boleta! —gritaba uno sin saber que el asunto no era para ellos.

—¡Chicos! ¡Todos debajo de las camas! Y no se muevan, por la Virgen Santísima. —Las madres hacían lo que podían.

—...que estás en los cielos, santificado sea... ­—apuraban una oración todos los demás.

 

Y en una de las raras casitas de ladrillo se desarrollaba un diálogo frenético.

—¡Te van a matar Mencho! ¡Dios mío, vienen a matarte!

—¡No grites, boluda! ¡Vení conmigo, hacéme caso!

—¡No! ¡Tengo miedo! ¡No quiero morir! —aullaba ella.

—¡No grités Lucía! ¡Te digo que dejés de gritar! ¡No grités! —dijo Mencho soltándole un feroz cachetazo que le cerró la boca.

Desmayada por el golpe y con el labio partido, cayó de espaldas sobre la cama desvencijada, con las piernas abiertas y el babydoll rojo mal acomodado, mostrando su pubis desnudo e indefenso. Él saltó en calzoncillos por el ventanuco con su inseparable Colt en mano. Corrió a ciegas por los laberínticos pasillos del ranchaje, flaco y ágil como perro mestizo.

El Gordo Quintana pateó la puertita de chapa y se cubrió a un lado de la abertura. Obedeciendo a la orden de su mirada, los dos novatos se zambulleron adentro disparando sus armas como dementes, locos de miedo. Dos balazos, al menos, recibió la muchacha desmayada. Ya no se iba a despertar nunca más y el babydoll seguía sin taparla.

—¡Mierda! —dijo agitado el Gordo—. ¡Qué desperdicio de pendeja!

Los tres se quedaron mirando a Lucía, pensando que por arrebatados se habían perdido una fiestita.

Parapetados tras la camioneta 4x4 del jefe, Ferrero y Müller, apuntaban por sobre el capot, con los índices crispados sobre los gatillos. Dos pasos atrás, el comisario apuraba un cigarrillo deseando que todo termine.

Esto es como cazar perdices, pensó Müller, recordando sus cacerías en el pueblo gringo donde nació. Ferrero, por su parte, no pensaba en nada. Era un morocho, sólido y casi sin cuello, que entrecerraba los ojos achinados para entrever en la oscuridad. El hijo de puta va a salir disparando como liebre, pero no se me va a escapar, siguió pensando torvamente.

Y la liebre salió nomás. Una sombra delgada corrió descalza como futbolista de potrero, atravesando el callejón en diagonal.

—¡A meter fierro que se escapa, carajo! —gritó Müller mientras el comisario apuntaba con una linterna de alto poder.

Las escopetas estallaron en sendos fogonazos escupiendo muerte. El Mencho Sosa huyó desesperado hacia la esquina opuesta a las llamaradas.

—Si alcanzo la esquina, si alcanzo la esquina... —repetía como un rosario. Y la alcanzó nomás, pero ayudado por varios impactos que le pegaron de lleno en la espalda. La fuerza de choque de los proyectiles lo hicieron volar hacia delante con los brazos abiertos, como un Cristo.  Agonizó con la cara hundida en el barrial de la calle, y mientras moría, tuvo tiempo para pensar algunas cosas más.

¿Por qué me vengo a acordar ahora de los viejos de la carnicería? Fue un día estaba dado vuelta por la falopa… ¡Qué al pedo los cociné! En el barrio se deben estar cagando de risa ahora y dirán. ¡Te tocó, Mencho! ¡Te tocó el turno a vos también! Pero… ¿y este rati que hace? ¡Ah, claro! Me viene a rematar... El idiota va a gastar una bala inútilmente, no sabe que ya estoy muerto y que ahora floto a tres metros de sus lomos. ¡Pero si yo mismo me veo ahí tirado! Ay, Lucía... Qué mala leche, Lucía, qué mala leche... ¡Justo cuando íbamos a estrenar la ropita hot que te había regalado!


Hernán Ernesto Bortondello nació el 7 de setiembre de 1960 en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, donde actualmente vive. Ha desarrollado su vida laboral en la Informática desde 1975. Le gusta expresarse desde lo artístico: escribe, dibuja y pinta, tanto analógica como digitalmente, le gusta la fotografía de vida silvestre, crea artesanías con material de reciclaje y es fanático del cine y de la lectura desde niño. Ha publicado poesías y cuentos en grupos digitales de literatura como Escritores Independientes; Escritos, insomnio y café; Poetas y escritores del Mundo; etc., y sus  relatos han sido publicados en revistas literarias como Sinergia y Cronopio. Trata de perfeccionar sus recursos y herramientas en distintos talleres literarios y, desde hace dos años, ancló en el TALLER 9, del que es un destacado animador.


 

miércoles, 26 de febrero de 2025

ÁFRICA SIN MELENAS


Hernán Bortondello

 


Esa noche, Bimani no pudo acompañarme: había entrado en latencia debido a una actualización de software.  Sin alternativas, tuve que abandonar nuestro módulo base para lo que sería una larga y solitaria ronda de vigilancia.

Me había adentrado por media hora o poco más en la estepa arbustiva cuando empecé a oír que se quebraban algunas ramitas a mis espaldas, seguramente las de acacia que tanto abundan en estas tierras africanas. En un principio, supuse que se trataba de alguna bestia con la que nos habíamos cruzado circunstancialmente, pero esos crujidos parecían acompañarme, y calculé que provenían de unos diez metros atrás.

Después de recorrer un buen trecho, no tuve dudas de que algo grande y bastante pesado me seguía de cerca, y parecía no importarle que lo escuchara. Se me heló la sangre y me maldije por no tener apoyo. Sin embargo, no debía dejar que el terror controlara mi mente: si entraba en pánico, podría ser el fin.

Cada vello de mi piel se erizaba como respuesta instintiva al peligro inminente. Con un esfuerzo sobrehumano, mantuve relajados los músculos para poder usar el arma con eficacia si era atacado. De alguna manera, percibía el cosquilleo interno de la electricidad que recorría mi cuerpo, lista para desencadenar respuestas defensivas.

Fueron muchas las veces que me di vuelta pero, pese a usar casco con visión nocturna, solo pude ver cómo huían los pequeños grupos de cebras, ñus y búfalos que estaban a nuestro cuidado. Era extrañísimo que algo los asustase.  Ya no relacionaban nuestro olor con el peligro, y los predadores naturales de estos herbívoros llevaban medio siglo extintos; en parte por la caza ilegal y mayormente por un virus mutante que se ensañó particularmente con los grandes carnívoros.

No parecía haber cazadores furtivos, pero eran el único motivo que podría haber espantado a los animales; debía cerciorarme. Detuve la marcha, extraje de mi mochila las estacas láser y me apresuré a clavarlas. Inmediatamente activé el perímetro de seguridad: ya nada podría acercarse a mí en un radio de quince metros sin ser quemado.

De pronto me di cuenta de que ya no escuchaba ruidos que me indicaran que el misterioso perseguidor se estuviera acercando. Pensé entre aliviado y divertido que no le convenía atravesar mi cerca invisible. Recordando a los posibles intrusos, desprendí la minicámara dron y la tableta monitor que llevaba adheridas a mi chaleco protector. Tras encender los instrumentos, lancé al aire el ojo volador. De inmediato comencé a recibir imágenes térmicas, pero solo pude detectar algunos búfalos enormes, de los que no temen a nada, ni a nadie. No había infiltrados en la reserva, ni tampoco rastros de algo que pudiera haberme acechado. Me burlé mentalmente por dejar que mi imaginación me volviera paranoico. El frío despiadado de la sabana alcanzó su mínimo y decidí armar mi carpa para guarecerme y descansar unas dos horas. Ya dentro de ella, disfruté una sopa caliente de mi ración de campaña. Mientras levantaba la cuchara para beber otro sorbo, un tremendo rugido me sobresaltó y todo el líquido se volcó sobre el pantalón. Desesperado, me arrojé sobre mi fusil activando el modo aturdidor. Lo que había escuchado, por increíble que pareciera, provenía de un león macho y no sería justamente yo quien matara a un extraordinario superviviente. De un tirón, abrí el cierre de la tienda y me zambullí afuera. Tras rodar varias veces sobre el polvoriento suelo rojo, logré hincar una rodilla en tierra apuntando mi arma hacia donde calculé que estaba el gran gato. Nada, absolutamente nada se veía a través de la mira de visión nocturna. ¡Era demasiado para mí! ¿Había sido acaso el fantasma de un león lo que me había estado acosando? Entonces, un gran chispazo refulgió en la oscuridad. ¡Algo quiere atravesar el perímetro!, exclamé en mi mente. Sin embargo, el visor de mi casco no mostraba ningún ser a la vista. Me negué a enloquecer y activé el modo letal del fusil. Usando vertiginosamente la más pura lógica, deduje que si el láser había sido interferido, no cabía otra posibilidad que allí hubiese realmente algo, aunque fuera invisible... ¡Invisible!, aullé con toda mi furia y empecé a descargar pulso tras pulso electromagnético. Aún estaba disparando cuando comencé a darme cuenta de que a mis espaldas sonaba un aplauso.

—¡Bravo, camarada ¡Finalmente tu pequeño cerebro humano dio en la tecla! —escuché, y esa voz era inconfundible...

—¡Bimani! —grité sin comprender nada. Por un instante, no pude distinguirlo, pero lentamente su cuerpo de tungsteno se fue revelando.

—Cuidado, cuidado, cuidado... Por favor, mi querido Andor, baja el cañón de ese artilugio. Tu corral ya le dispensó una buena quemada a mi exoesqueleto —pidió con su tradicional ironía mientras señalaba una mancha oscura a un costado de su tórax.

—Pero... —solo atiné a decir.

—¿Sabes? Mi última actualización incluyó los planos de un minúsculo gran milagro. ¡Un micromecanismo que puede invisibilizar en todos los espectros de onda! —exclamó entusiasta.

—Pero... —repetí estúpidamente.

—Solo tardé quince minutos en fabricarlo utilizando mis nanoherramientas —informó con su tono insoportablemente vanidoso.

—Pedazo de chatarra, eres un... —comencé a gruñir.

—¡Ja, ja, ja! —rio con ganas Bimani—. Disculpa, pero no resistí la tentación ¡Hoy es veintiocho de diciembre! ¡Feliz día, homínido! 


Hernán Ernesto Bortondello, escritor argentino, nació el 7 de setiembre de 1960 en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, donde actualmente vive. Su narrativa, generalmente especulativa, se desarrolla desde una mirada existencial. Cuando escribe poesía, esta es despojada y minimalista, muy influenciada por el arte japonés. Gusta, además, de expresarse a través del dibujo, la pintura y la fotografía. Ha publicado poesías y cuentos en grupos literarios digitales como "Escritores Independientes", "Escritos, Insomnio y Café", "Poetas y Escritores del Mundo, etc., y sus relatos pueden leerse en revistas literarias digitales como "Sinergia", "Cronopio" y "Microficciones y Cuentos".

jueves, 9 de mayo de 2024

EMPATÍA

Hernán Bortondello

 

—¿Sí...? —inquiere adormilada a través del portero eléctrico.

—Señora... ¿Margua o Margaux? Es que no leo bien su nombre en la encomienda —me disculpo y acto seguido me presento como empleado de una empresa de correo.

—Mi apellido es Margaux. ¿Dice que es una encomienda para mí? —interroga con una mezcla de incredulidad y esperanza.

—Sí, señora. ¿Desea bajar al hall para que se la entregue o prefiere que suba? —pregunto con intención pues la torre aquella dejaría enana a la de Babel y la mujer vivía en el piso 150.

—Antes que nada… ¿Podría decirme quién es el remitente? —pide con mal disimulada ansiedad.

—Puedo decírselo, la legislación no prohíbe comunicarlo. Pero sólo figuran las iniciales A. S. —informo con un tono neutro.

­­­—¡Oh, sí! Efectivamente es para mí —exclama entusiasmada, como yo lo esperaba—. La recibirá un encargado de seguridad, el pagará el despacho y me la acercará.

—Imposible, señora. Debe ser entregada rigurosamente en mano del destinatario previa constatación con documentación personal. Pero no debe abonar nada, ya está pago —aclaro con firme amabilidad.

—Okey, entonces pase nomás, el custodio lo acompañará. Buenos días y gracias, señor —dice completamente espabilada.

Estoy ascendiendo ahora por un velocísimo ascensor junto a un africano que parece un mastodonte embutido en un traje negro. Para ser más preciso, un mastodonte bobo al que le inyecté suero hipnótico. Su mirada se pierde en la nada y un delgado hilo de saliva le cae de la comisura de los labios. Con un pañuelo le seco la boca. Lo cortés no quita lo valiente, me digo divertido.

—Me acompañarás hasta el departamento 16 —le digo al atontado tipo cuando el tablero luminoso indica que casi llegábamos—, y luego que veas a la dama volverás de inmediato a tu puesto en planta baja. Allí reaccionarás pero olvidarás haber subido conmigo y todo lo que a mí refiera.  

Ahora estoy presionando el llamador. La anciana abre la puerta y el gorila gira obediente sobre los talones y se encamina de vuelta al ascensor. No doy tiempo a nada, empujo a la periodista hacia adentro colocándole en la frente el caño de la pistola impresa en 3D. Le cierro la boca con una cinta de embalar y arrastrándola de un brazo  la arrojo sobre la cama de su dormitorio. Ella se revuelve y se sienta. Es tan menuda que le quedan colgando los pies. Tiembla como una hoja y sus ojos desorbitados reflejan un terror indescriptible. Debe tener casi ochenta esta vieja. Es tan estúpido matarla, no le debe faltar mucho. Pero un trabajo es un trabajo, me contesto. Y hablando de eso, no debo olvidar seguir los pasos que encargó mi enlace. Guardo la pistola en la cintura. Tomo la encomienda y me arrodillo frente a ella. La miro un rato y ella queda tan petrificada que deja de temblar. Luego con parsimonia desenvuelvo el paquete, dejando ver una caja de cartón de las que se usan en los archivos de oficinas. Tomo la tapa y la coloco a mi derecha sobre el lustrado parquet de madera lustrada. Con lentitud calculada extraigo de entre bollos de papel de embalar una pequeña cajita de acero inoxidable. La abro, observo su interior con teatral interés científico y le dirijo una mirada como de sorprendido. Acto seguido elevo el recipiente con ambas manos presentándoselo a unos treinta centímetros de su rostro. Congelada como está solo atina a inclinar un poco la cabeza hacia adelante para ayudar a su mala vista. Ahora puede verla y su piel adquiere una palidez ligeramente verdosa. Toda la cara parece retorcérsele ante la lengua amputada que descansa entre algodones enrojecidos. Empieza a gritar pero la boca amordazada apenas deja escapar unos gemidos desesperados.

—No te aloques y escuchá, que transmitiré el mensaje que te envía una persona que conocés mucho. ­—Ella no para de emitir lo que ahora parecen gruñidos.

Saco un papel de un bolsillo de mi uniforme de cartero y comienzo a leerle. “Querida Dorothy, lamentablemente desoíste mis reiterados consejos. Respeto tu trayectoria periodística, pero cruzaste la línea. La lengua de la cajita es la de August Sanders, el secretario del senador Garrison. Tu informante. Pero no te angusties, primero fue el tiro en la sien. Ahora me despido, Madame. Espero que en tu próxima reencarnación no seas tan necia.”

—Bueno, Doro, se terminaron las formalidades ­—digo con impaciencia. Mi reloj marca las 16:10 y el conductor no esperará más allá de lo planeado.

Ignoro su expresión de horror y agarrándola de los hombros la pongo de rodillas sobre el piso. El vejestorio ya no tiembla y ha callado. Sabe qué va a pasar y sinceramente no quiero torturarla con la espera. Me coloco a sus espaldas, enrollo con firmeza en las manos dos extremos del pañuelo que usé con el negro y lo paso por sobre su cabellera canosa. Lo ajusto bajo su mentón y con un violento tirón hacia arriba empiezo a ahorcarla con todas mis fuerzas. Un terrible agarrotamiento en mi garganta me estremece, no puedo tragar saliva y los ojos parecen querer salirse de mis cuencas. Se me nubla la vista mientras boqueo desesperada como un pez fuera del agua. Pienso en medio de la conmoción del final que debería haber creído en Dios y no haber rechazado a Noah Miller cuarenta años atrás. Se aflojan mis piernas y caigo sobre mi víctima. Caigo, sobre mí.

No sé cuanto permanecí desmayado. En el cuello siento un dolor tremendo y me cuesta tragar. Entonces descubro anonadado que llevo puesto el vestido de la vieja y casi grito de espanto al ver mis manos arrugadísimas. Poniéndome de pie, asustado y tambaleante, me asaltan las náuseas al descubrir que estoy parado sobre un par de piernas raquíticas que terminan en piececillos calzados con delicadas sandalias rosa. Corro enloquecido hasta el espejo que cuelga en el living y me enfrento a la viva imagen de la afamada y vetusta Dorothy Odette Margaux. Abofeteo mis mejillas salvajemente para intentar reaccionar, pero es inútil. No lo soporto más y me derrumbo en un pequeño sofá que, gracias a la virgen de los sicarios, no es rosado. Esto es una bizarra locura, pero de ninguna manera estoy loco. Madre mía, estoy tan abatido que soy incapaz de mover un músculo, lamento mientras mi mirada vaga por el amplio pero sobrio espacio. No, definitivamente esto no es un sueño, no, señor. Reparo entonces en un costoso reloj dorado que cuelga en la pared frente a mí. ¡Marca las 15:45! ¿Qué? Observo rápidamente la hora en mi muñeca de momia. Lapidariamente, muestra las 15:44. Junto fuerzas y me levanto dirigiéndome de prisa hasta una ventana desde la que se observa una panorámica de la ciudad. ¡Maldita sea! Allí está la perra torre de la catedral. Un poco más abajo de la cúspide, una gran luna resplandeciendo bajo los rayos del sol, exhibe grandes agujas que decretan fatalmente las 15:45 y las campanas, sentenciosas, repican comunicando que otros quince minutos han desaparecido. ¡El tiempo ha retrocedido de la misma puta manera en que ahora tengo un par de tetas caídas!

Entonces, preso del más absoluto terror, me doy cuenta que en menos de dos minutos, yo, el asesino, volvería a golpear la puerta acompañado por el gigantón de seguridad.


Hernán Ernesto Bortondello nació el 7 de setiembre de 1960 en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, donde actualmente vive. Ha desarrollado su vida laboral en la Informática desde 1975. Le gusta expresarse desde lo artístico: escribe, dibuja y pinta, tanto analógica como digitalmente, le gusta la fotografía de vida silvestre, crea artesanías con material de reciclaje y es fanático del cine y de la lectura desde niño. Ha publicado poesías y cuentos en grupos digitales de literatura como Escritores Independientes; Escritos, insomnio y café; Poetas y escritores del Mundo; etc., y sus  relatos han sido publicados en revistas literarias como Sinergia y Cronopio. Trata de perfeccionar sus recursos y herramientas en distintos talleres literarios y, desde hace dos años, ancló en el TALLER 9, del que es un destacado animador.

 

miércoles, 24 de abril de 2024

CALIDEZ

 Hernán Bortondello


 

Si bien tenía fija mi mirada en la pantalla de la computadora, no la estaba observando, abstraído totalmente en divagaciones que se hacían menos significativas a medida que crecía mi modorra. En ese entonces trabajaba horario corrido en la administración del Country Club “Los Palos”, un complejo que incluía un condominio de lujosas propiedades y una cancha de golf de cuatro estrellas. Eran ya las 14:10, habían transcurrido seis horas de mi jornada laboral y no había almorzado nada. Si no me tomaba un café urgente me adormecería y la gerente podría descubrirme con los ojos cerrados, razón suficiente para que me hiciera la vida insufrible una semana. Fue entonces cuando por el rabillo del ojo izquierdo capté un reflejo a través del ventanal que daba a la soleada playa de estacionamiento. Seguramente había llegado o partido algún automóvil… pero no, ningún nuevo coche había aparecido y ninguno se alejaba. Me quedé observando la explanada de tierra y ripio. Más allá de ella, hacia la izquierda y lindando con la cancha de golf, un ecléctico bosquecito de robles australianos, ibirás pitá y cipreses parecía cobijar y dar reparo a una solitaria cancha de paddle, semioculta a mi vista por el follaje bajo. Pese a ello, alcancé a divisar un objeto brillante sobre su piso de cemento, a mitad del área de juego y muy cerca de la red. Calculé que mediría no menos de cuarenta centímetros. Miré a mí alrededor y noté que milagrosamente estaba solo en la oficina, o casi, pues mis dos compañeros no contaban. Es que cuando hablamos de estar solos en el empleo, y lo sabrán quienes sean o hayan sido empleados, queremos referirnos más precisamente a la ausencia de personas con jerarquía superior. Es decir, sin rodeos, que podemos hacer lo que nos plazca sin que puedan importunarnos.  Y pese a que no tenía ganas de hacer nada, la curiosidad pudo más. Levanté mi trasero de donde se estacionaba más tiempo del que deseaba y abrí la puerta de la oficina, recorrí unos metros y deslizando una mampara vidriada abandoné el Club House. El exterior me sorprendió con una brisa ligeramente fresca, algo muy raro en nuestros diciembres de infierno. La resina de coníferas y grevilleas inundaba el aire con una fragancia que por algún motivo me hacía sentir pleno y algo eufórico. Quizás fue por eso que me invadieron unas ganas locas de evadirme de aquel predio. Si pudiera, pensé, volaría hacia mi hogar para compartir unos mates con mi hermosa esposa y, ¿porqué no?, convencerla de hacer el amor. ¡Qué hermosa idea! Amarnos entre semana y a la hora de la siesta… Suspiré profundamente porque no era capaz de seguir el llamado de la libertad. ¡Qué esclavo me sentía! Mientras tanto había empezado a atravesar el solar que me separaba de aquella cancha olvidada; su red floja y las paredes despintadas denunciaban un deporte que había pasado de moda. Dejé atrás la grava y ni bien mis pies pisaron la hierba de las estribaciones de un fairway me asaltó esa sensación. Es que cuando por cualquier motivo me desplazaba en solitario por el verdor de un campo arbolado –ni hablar si se tratara de un bosque– me sentía una especie de indio mohicano y me encantaba imaginarme así. Ya estaba a unos veinte metros de aquello que había llamado mi atención y era claro ahora que se trataba de una cosa alargada y probablemente metálica. De improviso, sobresaltándome,  se cruzó en mi camino un empleado de maestranza al que conocía bastante. Casualmente lo identificaba entre sus muchos compañeros por poseer tres dotes admirables: el de la inoportunidad extrema; la incomprensible habilidad de manifestarse de la nada, y, por último, su magnífica capacidad de lograr despertar, hasta en el más pacífico, al primitivo asesino que anida en lo profundo de todo varón que se precie.

—¡Hernán! ¿Cómo andamos? —interpeló con la voz fuerte y bien modulada que yo no quería oír ni en sueños.

—Bueno… hasta ahora me iba bastante bien. —Cada vez se me dificultaba más ocultar lo mucho que me fastidiaba su pegajosa compañía. No es que el tipo fuera malo, simplemente era la mar de pesado y parecía faltarle varios tornillos. Es más, creo que en el fondo todos le teníamos afecto por sus locuras aniñadas y falta absoluta de cabeza. Sin embargo, esto no lo hacía ni un segundo más soportable.

—Después voy a pasar por la administración para hacerte algunas consultas sobre mi sueldo. Es que hay algunas cosas que no entiendo en mi última liquidación… —Era capaz de preguntarme sobre asuntos que ya le había explicado mil veces, otras mil veces más.

—Sí, bueno… okey,  pero ni hoy ni mañana. —Siempre difería los encuentros con él hasta el límite—. Ahora estoy súper ocupado con los balances contables… ¡Nos vemos pronto!

—¡Sí, sí, sí! ¡No hay problema! Quedamos de acuerdo para pasado mañana… —Empecé a recriminarme por no haberle dicho de verlo en una semana.

—Bueno, bueno, te espero… ¡Chau!

—¿Sabías que me compré un teléfono celular que emite una haz laser que puede reflejar mi nombre en la pared y que puedo transformarlo en un autito a control remoto?

—Sí… Digo, no, no… ¡Qué bien! ¡Te felicito! ¡Nos vemos! —Me desesperaba la idea de que él también descubriera la llamativa cosa que me había traído hasta allí. ¡Precisamente él!

Esquivándolo, di algunos pasos más en la dirección que seguía, pero algo me decía que el asunto no había terminado. Conocía muy bien el modus operandi de aquel loco.

—¡Ah, olvidé contarte algo, Hernán! —escuché sin sorprenderme a mis espaldas.

—¡Después, después! ¡Estoy apurado ahora! —contesté fastidiado y sin darme vuelta siquiera.

—¡Okey, okey, okey! Pasado mañana te lo cuento, porque…

—¡Bárbaro, bárbaro, nos vemos! —y lo dejé groseramente con la palabra en la boca. No había otra manera con Sergio, me obligaba a despacharlo de manera muy hija de puta, y como siempre, yo me quedaba con un desagradable cargo de consciencia. De todas maneras la culpa no me impidió –otra vez, como siempre– cerciorarme de que se hubiese alejado lo suficiente y que no existía el mínimo riesgo de que volviera al ataque. No quería que nadie me molestara en aquel momento.

Me detuve a dos pasos de la puerta de alambre por la que se accedía a la cancha. Era inconfundible lo que se encontraba sobre su pavimento verde. Inconfundible y para nada posible.

No es fácil describir la sorpresa de entonces. Fue como si me dieran un inesperado baño de agua helada. Sí, como eso fue. Me recorrió un escalofrío de la cabeza a los pies, y en ese orden. Con mi corazón latiendo demasiado rápido y una ansiedad que crecía segundo a segundo, ingresé al pequeño court y me acuclillé a escaso medio metro de aquello. Aunque mis ojos y mi consciencia me dijeran que lo que estaba tendido allí era una mano con la palma hacia abajo, unida a un antebrazo que surgía del mismísimo suelo y que todo parecía de algún tipo de metal, eso no quería decir que mi mente lo estuviera aceptando. Máxime cuando sus dedos –que eran cinco– se extendían y contraían como si rascaran agónicamente el asfalto, produciendo una especie de susurro apagado que enfatizaba el tétrico espectáculo.

—¡Mierda! —dije, sin reparar que lo decía en voz alta, totalmente maravillado. ¿Y ahora?, pensé vertiginosamente. ¿Cómo me llevo esto? Había decidido sin dudar que fuera lo que fuese me lo quedaría, por el simple y dudoso derecho que suelen arrogarse los descubridores de cualquier cosa. He soñado con aventuras y hallazgos fantásticos casi desde que tengo uso de razón, me dije, justificándome nervioso, así que nadie puede decir que no merezco este misterioso premio.  Lamentablemente, una segunda voz interior sentenció con amargo desaliento: Ni lo pienses, es imposible. Con gran tristeza entendí que ciertamente lo era. ¿Extraería la misteriosa mano cavando un cráter alrededor? ¿A la vista de golfistas, residentes del condominio y empleados? Con espanto, imaginé a Sergio llamando a todos a los gritos para que vinieran a ver, y eso fue suficiente; debía resignarme y abandonar mi delirante idea. Pero, claro, yo no sabía que el Destino iba a decidir por mí y que las cosas se iban a poner más locas aún. Por empezar, los dedos de acero –o lo que fueran–lograron lo que al parecer estaban intentando: cerrarse en un puño apretado. Luego los movimientos se detuvieron. Inquieto, giré la cabeza sobre un hombro y luego sobre el otro. No había moros en la costa, pero no faltaría mucho para que comenzara un partido de golf y el lugar se pondría fatalmente concurrido. Preocupado, y cuando me volvía para observar ese miembro inverosímil, un gran fogonazo verde, como el de un relámpago, se produjo justo donde el antebrazo metálico se unía al piso. Fue tal mi sobresalto que me eché hacia atrás instintivamente, y como estaba en cuclillas, caí sobre mis nalgas con las piernas abiertas de par en par. La extremidad se había desprendido y rodado a un lado, quedando ahora la palma hacia arriba con los dedos abiertos, como si mendigara. Atontado, me dí cuenta que alguien me estaba llamando. Era mi gerente, Norma. Me ruboricé como un chiquilín, y aunque ella se encontraba tan lejos que no distinguía sus rasgos, la imaginé de mal talante. ¡Qué diablos estabas haciendo allá en la canchita de paddle!, la imaginé diciendo, como si la escuchara. Sin siquiera pensarlo tomé el objeto de un manotazo y lo coloqué a mis espaldas, entre el cinto del pantalón y mi camisa. Si alguien me hubiese visto desde atrás habría pensado, anonadado, que la mano de alguien saludaba desde mis fondillos. Tracé rápidamente un plan mientras me dirigía con paso apresurado hacia los umbrales del club house, donde con los brazos en jarra esperaba la malhumorada mujer.

—¡Qué diablos estabas haciendo allá en la canchita de paddle! —fue lo primero que dijo, con el ceño fruncido. Sonreí. Pero salvé la situación con fluidez. Argumenté que el presidente del club me había pedido que lo acompañara hasta allí. Le dije que él quería indicarme las fotografías que debía tomar del estado deplorable de las instalaciones para incluirlas en la revista mensual del country –yo era  responsable de su diseño y edición– ya que deseaba promocionar las prontas reparaciones y volver a impulsar el juego de la paleta. Luego de la explicación, caballerosa y convenientemente, cedí el paso a la dama y la seguí a la oficina. Disimuladamente no le dí la espalda y logré escurrirme en mi box de trabajo. Presuroso, introduje en mi mochila urbana el portento que cargaba en mi cintura. No lo podía creer, me había transformado en el personaje de uno de esos relatos de ciencia ficción que tanto me apasionaban en la adolescencia. Algo en mi pecho latía desbocadamente, como una batucada en el sambódromo de Río.

 

Al fin, el reloj indicaba que habían transcurrido las dos horas que me restaban trabajar después del hallazgo de aquel día inolvidable. Obviamente no pude concentrarme en ninguna de mis tareas pendientes y me limité a hacer ruido con el teclado de mi computadora para fingir actividad.  Perdí la cuenta de las tazas de café que tragué, más que bebí, tratando de apurar esos ciento veinte malditos minutos. Luego de despedirme de los compañeros, y antes de dirigirme a la salida del predio, hice una escala en la cancha de paddle. Para mi asombro, no existía ningún agujero en el piso de cemento, ningún rastro de que algo hubiese salido de allí. Mientras cavilaba en cómo podía ser posible aquello, me percaté que estaba ya casi llegando a la portería principal. No había tenido en cuenta que los guardias de seguridad que vigilaban las entradas y salidas solían revisar al azar los bolsos de los empleados. Ya no tenía tiempo de nada, solo recé para que no estuviera de turno el mal nacido de Gutiérrez, porque él disfrutaba importunando con las requisas.

—Buenas, Hanglin… Ábrame la mochila, por favor. —Y unos ojitos chiquitos, de cerdo taimado, se clavaron en mí brillando con necia satisfacción.

¡Perra suerte! Es Gutiérrez nomás, estoy frito, pensé. Tragando saliva abrí el cierre relámpago para mostrarle lo que llevaba dentro. Ya estaba por ensayar alguna peregrina explicación cuando milagrosamente sonó el teléfono dentro de la garita. El tipo no alcanzó a revisar, giró sobre los talones y fue a atender la llamada. Me quedé allí plantado y sudando frío. Pero tuve suerte, lo había llamado su novia. Durante un rato tuve que escucharlo rebuscando palabras melosas en su limitado vocabulario. Finalmente, cuando su mirada reparó en mí, hizo un gesto con la mano habilitándome a pasar. ¡Gracias a Dios!, me dije, mientras dejaba atrás al aristocrático “Los Palos”, repleto de ricachones y de miserias de pueblo chico.

 

Ha pasado el tiempo y aún sigo tratando de comunicarme con aquella cosa, celosamente oculta en un
rincón del humilde taller, atestado por mil trastos para proyectos que nunca se concretarán.

Sé que llegará el día en que esa mano me transmita algo más que la indescriptible calidez que me entrega cada noche, cuando la estrecho para que no se sienta tan sola.

 


Hernán Ernesto Bortondello nació el 7 de setiembre de 1960 en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, donde actualmente vive. Ha desarrollado su vida laboral en la Informática desde 1975. Le gusta expresarse desde lo artístico: escribe, dibuja y pinta, tanto analógica como digitalmente, le gusta la fotografía de vida silvestre, crea artesanías con material de reciclaje y es fanático del cine y de la lectura desde niño. Ha publicado poesías y cuentos en grupos digitales de literatura como Escritores Independientes; Escritos, insomnio y café; Poetas y escritores del Mundo; etc., y sus  relatos han sido publicados en revistas literarias como Sinergia y Cronopio. Trata de perfeccionar sus recursos y herramientas en distintos talleres literarios y, desde hace dos años, ancló en el TALLER 9, del que es un destacado animador.

 

viernes, 12 de abril de 2024

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO (DOS)

 CORIANNA

Gastón Caglia, Sergio Gaut vel Hartman & Hernán Bortondello

 


Habían pasado muchos años desde que Murgo, en un sorprendente relámpago de agudeza y embeleso, creara a la bella Corianna. No obstante, recuerdo con extraordinaria complacencia las horas de conversación compartidas en el jardín de la mansión del hechicero. Aquella evocación estaba empapada por la llovizna de abril, de la que nunca nos tratamos de guarecer, y condimentada con el agrio sabor de los pepinillos en vinagre, a los que los tres éramos afectos. Corianna, cuya humanidad solo podía verificarse en gestos como los mencionados o en su afición a beber la tinta de calamar hervido, solía derrotarnos en casi todas las conversaciones. Murgo, más allá de su talento cabalístico era un absoluto imbécil, y juro que mi amistad solo estaba atada a la enorme cantidad de dinero que poseía y, por qué no admitirlo, al hecho de que me enamoré de Corianna en el mismo instante en que la vi por primera vez. Es justo decirlo: Murgo había obtenido el caldo básico en el que forjó la sustancia de la que forjaría a su creatura licuando una cantidad de frutos en estado de putrefacción encontrados en el fondo del frigorífico. Ignoro qué mezcló y cuál fue el ingrediente final y secreto, el que le permitió transformar a una gallina en Corianna, pero jamás dudé de que el resultado fue producto de la más pura casualidad.

Y allí estábamos de nuevo, en el mismo jardín, los mismos tres, aunque un poco más viejos, claro.

La misma llovizna de abril se depositaba sobre nuestras espaldas. Dejé entrever que mejor sería seguir con la conversación dentro de la mansión, pero Murgo se negó con una evasiva propia de su imbecilidad y sus aires de superioridad.

—El motivo no es ningún secreto, quiero un hijo, nos amamos —le dije a quemarropa.

—Eso no es ningún inconveniente –dijo Murgo mientras sorbía de su vaso el Martini aguado por la persistente llovizna y masticaba su pepinillo.

Confieso que mi primera impresión era que íbamos a ser echados a patadas por el alquimista. Huir con su producto tampoco fue un hecho digno de mi persona. Tenía el discurso preparado en la mente para debatir con ese idiota, sin embargo, creo, el castigo que nos propinó fue atendernos bajo la llovizna.

—He hecho algunos avances en torno al tema que los convoca —prosiguió el mago mientras observaba algún punto fijo del jardín.

Corianna se mantenía impertérrita con su postura tan erguida, casi imposible para un ser humano corriente.

Lo acompañamos hasta el frigorífico sin dirigirnos palabra alguna mientras daba pasos agigantados y marciales con las manos cruzadas en su espalda. Una vez dentro, nuestros ojos tardaron unos segundos en aclimatarse a la penumbra en que mantenía el frío espacio. Lo que por fuera era una simple construcción de ladrillos, por dentro era un laboratorio lleno de tubos, frascos, probetas y elementos químicos.

En una esquina, la más alejada de la única puerta, estaba el corral en donde cinco o seis gallinas empollaban plácidamente pese al frío reinante.

—Eché el primer conjuro a estas regordetas aves —murmuró Murgo— volviéndolas aptas para vuestro deseo. Ernesto, cortarás la cabeza de una, tomarás su huevo y escogerás otra para empollarlo. Corianna, estrangularás el pollo al nacer, arrancarás su minúsculo corazón y lo tragarás. Así aplicarán el segundo conjuro. Para el último, esperaremos siete noches. Bajo la higuera de las brujas escupiré tres veces tu rostro, traidor, y luego de besar tres veces a mi criatura, ella concebirá un varón.

Aceptamos el hechizo de aquel maldito, ignorando la pronta tragedia. Gradualmente, las etapas fueron cumpliéndose hasta que, fatalmente, mi amor debió matar la avecilla recién nacida, devorando su músculo vital.

Juntos esperamos, tensos, el paso de las noches estipuladas hasta que, llegada la séptima, el mago millonario nos franqueó las puertas de su palacete, invitándonos a pasar. Una túnica blanca lo cubría hasta los pies y su capucha le ocultaba la cabeza. Seguimos su paso ridículamente redoblado hasta el gran patio en sombras, apenas iluminado por una luna creciente. Murgo nos dispuso, ceremonioso, uno frente al otro bajo la higuera, colocándose entre ambos. Tras mascullar un breve hechizo en arameo, escupió mi rostro con ferocidad, giró sobre sus talones desembarazándose de la túnica y estrechó a Corianna contra sí. Totalmente desnudo, comenzó a besarla con obscena lujuria. Loco de asco, extraje mi navaja y pasándole un brazo bajo el mentón, lo apuñalé con saña en el corazón.

—¡Me besó tres veces! —aullaba victoriosa Corianna, ajena a todo—. ¡Tres veces!

Ocho años después, al abandonar la prisión, Corianna y mi hijo me esperan luciendo sus maravillosos plumajes.



EL FIN DE LOS HÉROES

Alejandro Bentivoglio, Laura Irene Ludueña & Joyce Barker

 

No sé si estaba muerto o qué. Solo sé que el tipo estaba tirado en el piso, boca abajo, quieto, con las manos crispadas.

—¡Hay que llamar una ambulancia! —exclamé.

—¿Estás loco? —dijo Cecilia—. Van a decir que lo maté yo, o que lo mataste vos.

—Pero si no hicimos nada, lo encontramos así.

—Eso lo sabemos nosotros, pero la policía siempre quiere meter a alguien adentro. Tienen estadísticas que llenar, gente que satisfacer.

El razonamiento de Cecilia parecía tener lógica, pero sin embargo, me parecía extraño actuar como si no pasara nada, como si encontrarse un tipo tirado en la calle fuese algo de todos los días.

—Al menos asegúrate de que esté muerto —dije. Cecilia se agachó y le tomó el pulso.

—Sí, está muerto —dijo—. Lo que no entiendo es por qué está vestido así. —El traje era ridículo. De látex. Con colores extraños y una capa. El suelo alrededor parecía hundido, como si se hubiese estrellado desde una altura considerable. En la capa había una letra, pero no se veía bien porque estaba empapada en sangre. Quizás la de él, quizás la de otra persona. Cecilia y yo no éramos de aquella ciudad y cómo saber quién era aquel tipo o si era común vestirse así.

—Lo que menos me importa es su ropa… ¿Que no te das cuenta que estamos frente a un muerto? ¡Debemos hacer algo!

—Llevémoslo. Después de congelarlo, veremos qué hacer.

—¡Qué estupidez, Cecilia! ¿Llevarlo al hotel? ¿Congelarlo? —reí con nerviosismo. Su tono de voz estaba distinto—. Qué humor más siniestro… Mejor llamo a la policía.

Al sacar el teléfono, Cecilia me lo quitó de las manos y lo apretó hasta quebrarlo.

—No te preocupes: Te regalaré uno mejor cuando todo esto acabe. Pero no me puedo arriesgar a que llames…

—¿Por qué? —No me respondió; y miré, atónito, mi teléfono roto en la calle, cerca de la sangre de ese personaje que, lamentablemente, se había cruzado en nuestro camino. Por suerte no había gente a la vista; parece que tenían una celebración a la que todos acudían.


Conocí a Cecilia en una fiesta de disfraces el año pasado. Fui de Batman —no pude conseguir otra cosa—, y ella de algo parecido a un hada con casco y armadura blanca, que cambiaba de colores cuando alguien se acercaba. Conmigo casi siempre estaba amarilla. Los chinos tienen de todo, dijo esa vez, mirando mi roñoso y apretado disfraz. El nombre de su personaje, inventado por ella, era algo casi tan extraño como su atuendo. Nos enamoramos flash, creo. Si bien bromeábamos conque éramos los personajes cuyos disfraces usamos cuando nos conocimos, yo no era el multimillonario filántropo que juró luchar por la justicia. Tampoco contaba con un baticoche que tan bien nos hubiera venido en ese momento. Menos aún era Ceci la encarnación mortal de la diosa Hylia, Zelda.   Éramos simples mortales en una situación confusa en una ciudad desconocida. Y queríamos hacer honor a los personajes que habíamos encarnado, resolviendo lo que estábamos viviendo. Aunque, frizar un cadáver en la suite de un hotel no condecía con un héroe ¿o sí? A Cecilia, parecía gustarle la idea, pero a mí no me entusiasmaba nada eso de llevarnos un muerto como si fuese un souvenir.

 —Agárralo por debajo de los brazos que yo lo agarro de los pies —dijo Ceci imperativamente, como solía hablarme—. ¡Menos mal que no pesa tanto!

 Casi en la esquina nos detuvimos. La gente consolaba a una joven que lloraba. Dejamos nuestro paquete en un rincón y acercándonos, la escuchamos relatar que su amado, despechado por su traición, había salido volando al infinito y más allá como si fuera Buzz.

Decidimos entregárselo. Cecilia garabateó una nota que puso en la mano del muerto y llamamos a la muchacha que leyó: la sangre que me cubre no proviene de la herida que hiciste en mi corazón, solo me enfrenté con la Mujer Maravilla que quiso devolverme a tus brazos.



EL VUELO DE LAS MARIPOSAS

Laura Irene Ludueña, Rafael Martínez Liriano & Sergio Gaut vel Hartman

 

Ruperto Gordon tenía una obsesión. Bueno, no tenía una sino varias, pero la que más lo exaltaba era descubrir las razones por las que el vuelo de las mariposas era irregular, quebrado, zigzagueante. Anacleto Estigarribia, en cambio, era un hombre sencillo y sin complicaciones. Había aprendido a respetar las chifladuras de Ruperto y las acompañaba con serenidad, sin hacer preguntas ni cuestionar lo que no lograba entender. Por lo general, cuando salían fuera de la ciudad y se internaban por los campos en los que las mariposas volaban sin impedimentos, Ruperto seguía las irregulares trayectorias moviendo la cabeza espasmódicamente y Anacleto pateaba las flores silvestres con la resignación de los mártires.

A esta altura del relato ustedes se estarán preguntando por qué Anacleto seguía obediente a Ruperto y por qué este mantenía con fanática obstinación una actividad a todas luces inútil, improductiva, absurda. No tengo una respuesta; tal vez no la haya por más que me empeñe siguiendo a esos dos en sus recorridas. Pero de lo que sí puedo hablar con propiedad es de las razones por las que el vuelo de las mariposas es irregular, quebrado, zigzagueante. Alguien o algo, en algún lugar o ninguno, ha elaborado un complejo código que sirve para indicarle la ruta de acceso al planeta Tierra a una especie que tiene intenciones de quedarse con las ruinas cuando nosotros, finalmente, hayamos logrado destruir el ecosistema por completo. Yo lo sé, y Ruperto empezaba a sospecharlo. Pero a ellas eso no les preocupa, ya que se proponen rediseñarlo para que les sirva de vivienda permanente, tal como hacemos los humanos cuando compramos una casa. Y Ruperto estaba a punto de desentrañar el secreto de las invasoras. Lo que no sabía, era que vecinos de pueblos del litoral habían observado una proliferación de pequeñas y extrañas mariposas blancas y peludas. Comían las hojas de los árboles e interferían en las tareas agrícolas de la temporada. Se decía que no provocaban ningún daño a la salud de las personas y era cierto. Lo que ignoraban era que las atrevidas estaban reconociendo cuál sería su nuevo hábitat cuando los humanos finalmente desapareciéramos. Durante la noche, causaban un gran impacto visual, porque sus alitas se hacían fosforescentes. Pese a lo atractivo del espectáculo, la gente comenzó a combatirlas porque las confundió con polillas de la ropa. Sin embargo, ningún plaguicida las espantaba. Ruperto se enteró de la invasión cuando las autoridades decidieron tomar cartas en el asunto. La primera medida fue impedir el uso de aerosoles porque afectaban el medio ambiente. En realidad, no es que les preocupara mucho el tema, sino que pronto habría elecciones y nadie quería que lo tilden de destructor del ecosistema o algo semejante. 

Mientras tanto, y para beneplácito de las invasoras, las poblaciones humanas seguían creciendo y no se detenían cuando llegaban al límite de sus recursos. Al contrario, desarrollaban nuevas tecnologías para ayudar a sostener la explosión demográfica. Y así continuaba la amenaza a la biodiversidad porque, mientas más actividad humana haya, más cambia la atmósfera de la Tierra con todas las consecuencias que ello conlleva. Si se preguntan por Ruperto Gordon y Anacleto Estigarribia les cuento que siguen tras el vuelo irregular, quebrado, zigzagueante de las felices invasoras.

Un día por la mañana Anacleto fue despertado por la voz eufórica de su amigo Ruperto.

—¡Lo he descubierto! —le dijo el extraño investigador a su amigo con gran alegría. Anacleto no terminaba de entender y Ruperto le explicó que había descubierto el porqué de que las mariposas tuvieran aquel vuelo irregular, quebrado y zigzagueante. Ese vuelo tan errático y azaroso, no era más que un complejo sistema de comunicación diseñado para coordinar milimétricamente cada paso de una cada vez más cercana invasión extraterrestre. 

Anacleto, claro está, quedó estupefacto ante aquella revelación. ¿Cómo seres tan hermosos y delicados podían ser artífices de una invasión a escala planetaria? 

Ruperto Gordon mostró a su amigo los argumentos que según el confirmaban su teoría, y aunque parecía una historia de película de ciencia ficción de los sesenta, Anacleto creyó la historia que su amigo contaba; él sabía que Ruperto podía ser muchas cosas, excepto un mentiroso. A partir de este punto a nuestros amigos se les presentaba un nuevo problema. ¿Cómo hacer consciente a la humanidad del camino autodestructivo que llevaba con su manera de manejar el planeta? Era absurdo pensar que no lo sabían y aún así no hacían nada.

Ruperto y Anacleto advirtieron que se encontraban en una delicada situación. Habían visto muchas veces el espectáculo deprimente de un científico que advierte al mundo sobre algún peligro inminente, y como este es ignorado a pesar de que su advertencia se respalda en los más confiables estudios. Si algo así sucedía con científicos de gran reputación, ¿qué sería de dos hombres sencillos ante la opinión pública tan escéptica en algunos temas?

Ruperto contempló a Anacleto, se encogió de hombros y declaró:

—Después de pensarlo mucho he llegado a la conclusión de que tal vez un cambio no le vendría mal a la Tierra; es posible que los próximos inquilinos sean más conscientes de la importancia de su entorno. No voy a revelar este secreto.

Anacleto sonrió, como siempre lo hacía, y se volvió a encoger de hombros. 



Los autores: Laura Irene Ludueña, Rafaela, Santa Fe, Argentina; Joyce Barker Bucat, Santiago, Chile; Gastón Caglia, Reconquista, Santa fe, Argentina; Hernán Bortondello, Santa Fe, Santa Fe, Argentina; Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Rafael Martínez Liriano, Santo Domingo, República Dominicana; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.



 

 





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