Hernán Bortondello
Luis, con sólo doce
años, fue quién lo descubrió sentado en su silla de ruedas ante el escritorio.
Ariel, su hermano mayor, parecía dormir con la mejilla izquierda descansando
sobre los brazos cruzados. Recién al acercársele, descubrió sobresaltado que sus
ojos, completamente abiertos, no parpadeaban. Estremeciéndose, sintió que esa
mirada congelada lo atravesaba buscando a alguien en la distancia. Supo
entonces, con absoluta certeza, que su amado modelo a seguir, su protector y
confidente, estaba muerto. Y en el momento que comenzaba a preguntarse por qué,
se percató de que delante de aquella querida cabeza, sobre el viejo tablero de
roble en el que tres generaciones de Andrades habían estudiado medicina, yacía
una jeringa vacía encima de un sobre blanco. El niño entendió con claridad lo
que eso significaba. Estirando una mano temblorosa, retiró cuidadosamente la
carta por debajo de la aguja asesina. Lleno de congoja, titubeó antes de
extraer su contenido: leerlo perfeccionaría lo definitivo. Sin embargo, tomó
aliento y lo hizo. A través de una niebla de lágrimas, recorrió las palabras
escritas con una caligrafía cuidada; inequívoco símbolo de la firmeza de la
decisión. No era una misiva, era una esquela fúnebre, un aviso de defunción
impreso por anticipado. Allí, su hermano contaba que su gran amor, Julia, la
joven enfermera que les presentara a sus padres dos años atrás, le había
confesado haberse enlistado como voluntaria para atender a los heridos en
Puerto Argentino y que partiría en dos días. Aquel acto secreto del que había
sido excluido, la pronta lejanía física y el peligro mortal que correría la
muchacha tras las líneas de combate, consiguieron hacerle perder la cabeza.
Desesperado, fuera de sí, no pudo evitar gritarle con furia todo tipo de
amargos reproches, y, a ellos, siguieron insultos tan hirientes que la muchacha
decidió terminar con el noviazgo.
Pese a la ruptura, él creyó que
podría remediarlo. Poseyendo estudios médicos avanzados, se enrolaría también
como personal sanitario. Una vez en las islas no tardaría en ubicarla; sabía
que obtendría su perdón y lograrían reconciliarse. Esperanzado, intentó llevar
a cabo su plan, pero el ejército no lo admitió: la invalidez de sus piernas fue
el obstáculo fatal, su condena. El texto transmitía fielmente toda la amarga
impotencia que ensombrecía su vida. Para Ariel, que la última puerta se le
cerrara en sus narices, había sido devastador. Enloqueció imaginando que su
ángel, su razón de vivir, no volvería de aquel infierno. No podría soportarlo, era el fin… Llegó
entonces ese domingo fatal, a un mes de que Julia volara a la isla Soledad en
un Hércules C-130 y a él se le muriera el corazón.
Las primeras luces de la mañana
comenzaban a filtrarse por la ventana del dormitorio cuando se despertó.
Sentándose en el borde de la cama fue más consciente que nunca de que ya nada
latía en su pecho y que había llegado la hora de oficializarlo. La confesión
concluía con una última frase en la que les pedía perdón a su familia y a Dios,
explicándoles que no soportaría un día más temiendo recibir la noticia de que
la habían asesinado. Luego nada más, sólo un estremecedor punto final.
A nadie extrañó que la tragedia
despertara en Luis una apasionada vocación por la psicología, y que doce años
más tarde se recibiera como profesional de esa disciplina. El tiempo siguió
pasando, como es su costumbre, y al atardecer de un primaveral día del año dos
mil trece, el licenciado Luis Andrade aprovechaba una hora muerta para
reflexionar sobre uno de sus pacientes más enigmáticos.
Castañeda era un hombre cuya
problemática, inicialmente, no le había parecido muy distinta a la de otros que
fueron estigmatizados por los horrores de Malvinas. A lo largo de los años,
unos cuantos de ellos habían traspasado la puerta de su consultorio buscando
ayuda. Aún décadas después de finalizada aquella guerra desigual, el estrés
postraumático seguía atormentando a muchos de sus compatriotas, y, aunque al
psicólogo lo alentaba una gran vocación, sentía por estos casos un especial
compromiso: el conflicto bélico en el remoto archipiélago austral se vinculaba
estrechamente al drama que enlutó la vida de sus padres hasta el último
instante de sus vidas. Solo él quedaba para mantener encendido el dolor, y
ninguna de sus fórmulas profesionales había podido apagarlo.
David Castañeda había luchado como
cabo primero en la sangrienta batalla del Monte Longdon, y por su desempeño
allí fue condecorado con la medalla “La Nación Argentina al Herido en Combate”.
Luego de que finalizaran las hostilidades, tras regresar al continente junto a
sus camaradas, decidió retirarse del ejército ante el estupor de quienes
cursaran con él la escuela militar. Conocedor de algunos oficios y siendo un
tipo muy trabajador, no le faltó trabajo en el ámbito civil. Sin embargo, no
duraba mucho en los empleos debido a su mal carácter. Lamentablemente, la
secuela más negativa que le dejara la guerra no era la renguera de su pierna
izquierda, sino su dificultad para controlar la ira.
Andrade no recordaba cuándo empezó
a notar que David era un caso atípico. Quizás, pensó, fuese en aquella sesión,
días previos al último año nuevo, en la que unos adolescentes hicieron estallar
una bomba de estruendo en la calle. Luis, sobresaltado, dio un respingo en su
silla, pero, extrañamente, la única reacción de Castañeda fue la de dirigir una
mirada curiosa hacia la ventana. La mayoría de los excombatientes, incluso
quienes no sufrían de estrés, hubiesen amagado un cuerpo a tierra como reflejo
automático ante lo que bien podrían haber interpretado como la explosión de una
granada. También había registrado, que, si bien el ex suboficial relataba los
mismos horrores y experiencias vividas por otros soldados, carecía de la
inconfundible mirada de los dos mil metros; ese síntoma postraumático
caracterizado por una expresión ausente, como si se observara un horizonte más
allá de las paredes. Muy por el contrario, la mirada de Castañeda era enfocada,
intensa y parecía clavarse en los ojos del psicólogo como si quisiera
transmitirle un mensaje que no podía, o no se atrevía, a expresar con palabras.
Por un tiempo estos fueron los únicos apuntes destacados en la libreta del
médico y, cuando comenzaba a perder las esperanzas de ahondar en su
problemática, David empezó a evidenciar un cambio. En las últimas sesiones,
Luis había descubierto en el veterano de guerra una apatía que iba in
crescendo. Paralelamente, su
paciente le manifestaba que sus episodios de ira se estaban agravando. Tras
preguntarle por qué pensaba que le ocurría eso, el paciente dirigió la vista
hacia la alfombra bajo sus pies y pareció reflexionar por unos instantes.
Luego, irguiéndose en el diván con expresión algo sorprendida, dijo creer que
sus arrebatos eran en alguna medida conscientes. Andrade, tenaz como un
sabueso, pidió entonces que le intentase explicar por qué buscaría perder el
control. La respuesta se hizo esperar; el veterano, con la cabeza gacha otra
vez, parecía explorar sus íntimas motivaciones. Finalmente, tras el largo
silencio, alzó el rostro y respondió que quizás lo hacía para intentar sentir
algo. Ante la mirada interrogativa del terapeuta, el hombre murmuró que cada
vez le resultaba más insoportable su propia insensibilidad, revelando que pese
a todas las horribles experiencias que le relatara, en realidad no
experimentaba que lo hubiesen afectado en lo más mínimo. Sus recuerdos le
parecían los de otro, y cada vez le eran más indiferentes. Luis, que tomaba
notas del repentino aluvión de información, se dio cuenta que su paciente
hablaba tan bajo que casi se tornaba inaudible. Entendiendo el inmenso esfuerzo
espiritual que aquella persona había necesitado para penetrar su propio
inconsciente, apresuró el fin de la sesión. Luego de despedir a Castañeda con
un cálido apretón de manos, cerró la puerta de su consultorio y se dejó caer en
el mismo sillón que acababa de ocupar su paciente. Se sentía una bestia; lo
había forzado demasiado a enfrentar sus demonios. No volvería a hacer algo así
jamás, se prometió.
Una semana después volvían a estar
frente a frente. Aún no habían dicho más palabras que las del saludo inicial.
Andrade aguardaba en silencio, tratando de no evidenciar ansiedad; no deseaba
que su interlocutor se sintiese obligado a hablar antes de estar plenamente
dispuesto para hacerlo. Pese a la presunta insensibilidad de la que le hablara
en la sesión anterior el ex cabo primero, el psicólogo no pudo dejar de notar
que ese día sus ojos transmitían todo lo contrario. Algo ardía en el fondo de
ellos y a Luis se le hacía difícil enfrentar aquella mirada: ese fuego lo
quemaba también a él. Finalmente, no tuvo más remedio que desviar la vista,
simulando que consultaba la hora en su reloj pulsera. Fue entonces cuando
reparó en que aquel cincuentón, anclado todavía en sus veinticinco años, estaba
apretando tanto el puño derecho que los nudillos mostraban el blanco de los
huesos. David Castañeda se dio cuenta que el terapista miraba su mano pero, sin
dejar de observarlo, pareció apretarla aún más. Sorprendido, el terapeuta pudo
ver filtrase sangre de entre los dedos del hombre. La imagen lo hipnotizó por
unos segundos y solo pudo reaccionar cuando las oscuras gotas comenzaron a caer
al piso. Abandonando su asiento, como impulsado por un resorte, se sentó al
lado de David aferrándole el puño con ambas manos, y, tras gran esfuerzo, logró
abrirle la garra. En el medio de la palma ensangrentada había una medalla de
plata con el escudo argentino, la cinta celeste y blanca manchada de rojo, y el
broche bien hundido en la carne. Castañeda, tapándose los ojos con la otra
mano, rompió en un llanto ronco y las palabras brotaron de su boca,
atropellándose unas a otras. Quebrado, al fin, dijo que esa condecoración era
una burla. Que cuando los ingleses finalmente acabaron con la defensa
argentina, el soldado Carlos Méndez y él, ya sin municiones, se habían ocultado
entre unas rocas para no ser aniquilados. Que era de madrugada, todo estaba oscuro
aún, y por sobre los ayes de dolor de los caídos de ambos bandos, se escuchaban
cada vez más cerca conversaciones y órdenes de mando de las tropas inglesas,
que avanzaban cuesta arriba para tomar la altura que habían ganado.
Esporádicamente, sonaban breves ráfagas de armas automáticas. Que entonces el
pibe Méndez entró en pánico. ¡Están rematando a los heridos los hijos de puta!,
sollozó con voz ahogada y, loco de terror, lo había empujado a un lado para
salir corriendo del escondite... Llegado a ese punto del relato, Castañeda
pareció tomar aliento, como juntando fuerzas para lo que iba a decir. Haciendo
un evidente acopio de valor, continúo su confesión con un énfasis que rozaba el
delirio: ¿Que qué iba a hacer él? Que se espantó también, que no podía permitir
que el mocoso delatara la posición, que le había pasado un brazo bajo el cuello
para inmovilizarlo al tiempo que le tapaba la boca, y... Aquí Castañeda,
agitado, consiguió frenar la verborragia que había escapado después de años de
bloqueo mental. Luis aprovechó la pausa y se incorporó para ir hasta el
dispensador. Llenó un vaso con agua fría y se apuró a entregárselo al hombre
cuya consciencia acababa de hacer erupción. Éste, con su pecho aun subiendo y
bajando, intercaló descansos entre trago y trago. Luego, con el vaso aún en la
mano, prosiguió con una voz en la que se mezclaban el alivio y el agotamiento
extremo. Admitió que su propio miedo a ser asesinado le impidió medir la fuerza
con la que apretaba la garganta del conscripto, Desesperado por la falta de
oxígeno, el muchacho alcanzó a tomar su bayoneta y apuñalarle varias veces el
muslo derecho. Ciego de dolor y aterrorizado por ser descubierto, el cabo
primero terminó estrangulando a Méndez. En ese preciso momento percibió el
susurro de correajes y apagados ruidos metálicos. El enemigo los había
alcanzado. Solo atinó a ocultarse bajo el cuerpo tibio del soldado, haciéndose
un ovillo mientras le rogaba a la Virgen María que lo salvara. Escuchó entonces
el sordo ruido, como de matraca, de un subfusil abriendo fuego, y los paf paf
de las balas impactando en su escudo humano. Creyó a reconocer un sorry, boy,
dicho por lo bajo, y, poco después, nada; los invasores los habían dejado
atrás. Sin perder tiempo, huyo entre las últimas sombras; justo antes del
delator amanecer.
—La ironía más insoportable, licenciado,
fue que más tarde me dieran esta medalla por heridas recibidas en combate…
—cerró con amargura el veterano.
Terminada la sesión, David
Castañeda se dirigió a la comisaría más cercana y confesó su crimen. Hasta el
día de hoy, recibe tratamiento ambulatorio en el Hospital de Salud Mental
“Evita” de Villa de Mayo, provincia de Buenos Aires. Pero durante los primeros
tiempos, cuando su expaciente debió permanecer internado allí, el licenciado
Andrade fue a verlo varias veces, De esas visitas que le hizo, jamás pudo
olvidar la primera. En aquella oportunidad, le presentaron a la psiquiatra que
atendía a David: la doctora Julia Varela. Al estrecharse las manos, se
reconocieron con estupor. A ambos se les inundaron los ojos de lágrimas y de
inmediato se estrecharon en un fuerte abrazo que les pareció eterno.
Hernán Ernesto Bortondello nació el 7 de setiembre de 1960 en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, donde actualmente vive. Ha desarrollado su vida laboral en la Informática desde 1975. Le gusta expresarse desde lo artístico: escribe, dibuja y pinta, tanto analógica como digitalmente, le gusta la fotografía de vida silvestre, crea artesanías con material de reciclaje y es fanático del cine y de la lectura desde niño. Ha publicado poesías y cuentos en grupos digitales de literatura como Escritores Independientes; Escritos, insomnio y café; Poetas y escritores del Mundo; etc., y sus relatos han sido publicados en revistas literarias como Sinergia y Cronopio. Trata de perfeccionar sus recursos y herramientas en distintos talleres literarios y, desde hace dos años, ancló en el TALLER 9, del que es un destacado animador.







