Hernán Bortondello
—¡Dame la guita, viejo de mierda! —gritó el muchacho.
—¡No apuntés pibe! ¿Podés bajar el arma, por favor? —suplicó
el carnicero.
—¡No bajo un carajo infeliz! ¡No te lo repito viejo, larga
la mosca!
—No me hagas esto, mirá... —dijo el hombre atragantándose
con saliva— si me llevás todo me arruinás, no me hagas...—no alcanzó a terminar
la frase porque ya no tenía cara, se la había borrado el primero de tres
balazos que lo empujaron contra la pared. Pesadamente se fue deslizando hasta el
piso dejando un rayón de sangre sobre los azulejos blancos.
—¡Pelotudo! ¡Ves lo que ganaste idiota! —aullaba y
manoteaba alocadamente el fajo de billetes grasientos que el muerto guardaba en
una cajita de metal azul—. ¡Imbécil! ¡Jodé ahora si podés, boludo! —ya no podía
gritar y las palabras roncas se le ahogaban entre jadeos, sintiendo que la
cabeza le ardía a punto de explotar.
—¡Federico! ¡Dios del Cielo! —aulló una mujer gorda a su
derecha, asomando casi enredada en la cortina de cintas plásticas que separaba
el negocio de la casa de familia.
Sobresaltado, el mocoso giró como un muñeco eléctrico gatillando
histérico, incluso después de vaciar el cargador del revólver Colt 38. La
matrona, bañada en sangre, siguió caminando con los ojos desencajados. Uno,
dos, tres, cuatro pasos alcanzó a dar y se derrumbó sobre el asesino, que
atropellado por semejante humanidad perdió pie y cayó bajo el peso de su
víctima.
—¡Ay! ¡Salí de encima, vieja asquerosa! —Fuera de sí, el
asaltante pataleaba, empujando con sus flacos brazos el gran bulto tibio que lo
asfixiaba. Finalmente, resbalando en la sangre, se incorporó a medias para
volver a caer y luego levantarse preso de temblores casi epilépticos. Rebotando
sobre sí mismo, sin decidir si huía saltando o corriendo, desapareció por el
soleado agujero de la puerta.
Adentro, en la carnicería, el silencio era perfecto, como
en un templo. Hasta las moscas zumbonas se habían acallado, posándose sobre lo
que había en el piso.
—¡Dios,
qué horror! ¿Viste lo que pasó en la carnicería de calle Francia? —Las hojas
del periódico se estremecían en las cuidadas manos de la esposa del intendente.
—¡Obvio, Adriana! Esas cosas las sé antes que salgan
publicadas. No quise contártelo porque es espantoso. ¡Pobre el gordo Toniollo y
la señora! Lo que pasa, querida, es que no es fácil impedir esos actos de
barbarie. Estos negritos salen hasta debajo de las baldosas y desaparecen en
los rancheríos donde viven. Para colmos, cada día hay más armas en la calle.
¿Sabías que los narcos se las regalan a los pibes que trafican? ¡Así qué
querés! —dijo él, exagerando el fastidio ya que todo le importaba tres carajos.
—¡Horacio, habrá alguna forma! Esta masacre ocurrió a
cuatro cuadras de casa… ¡A cuatro cuadras de donde duermen nuestros hijos!
Sabés muy bien que esto no lo podemos tolerar —sentenció clavándole esa mirada
fanática que tanto temía su esposo.
—A ver, mi amor… ¿Dije yo que no hay una forma? —se atajó
dramáticamente el político—. Dije que no es fácil, no que no haya una forma. La
hay, claro que la hay.
Tendré que hacer algo o
me va a enloquecer con este tema, renegó para sus adentros. ¡Me tiene
repodrido!
—No
hagan ruido, pelotudos. Quintana, vos te llevás a los dos agentes. Eso sí,
tranquilizálos un poco que son muy pendejos y están cagadísimos. Rodeen los
ranchos de ahí enfrente y me cubren el lado izquierdo. Vos, Müller, con Ferrero
se quedan acá conmigo con las itakas bien
cargaditas. El resto se manda con los patrulleros por la cortadita, entran con
el ariete y atropellan metiendo tiro a lo que se mueva. Y a lo que no, también.
¿Entendido?
—¡Sí, comisario! —respondieron a coro los policías, con las
miradas inquietas.
—Y cuidado con la casa de Navajita, no vaya a ser que me revienten a quién no tienen que
reventar. ¿Me explico?
—¡Sí, comisario! —repitieron.
¿Para qué hace la
recomendación el viejo choto? pensó Müller. Todos sabemos que esa basura de Navajita
es intocable. De rompe bolas nomás...
—¿Bueno, qué esperan? ¡Ahora, mierda! ¡Y no lo quiero a
este herido, entendieron! —estaba furioso, no le gustaba generarse odios en esa
barriada.
¡Es mi puto territorio,
joder!, se quejó amargamente para sí mismo.
Esa noche, en la villa todo pareció estallar. Las frenadas
de los coches celulares y las horribles sirenas que parecían gritar en el oído
de cada uno. Gritos bestiales, crujidos de puertas destrozadas. Las situaciones
dentro de las precarias viviendas se sucedían vertiginosamente:
—¡Negro, rápido!
¡Manoteá los fierros y salgamos cagando que somos boleta! —gritaba uno sin saber que el asunto no era para ellos.
—¡Chicos! ¡Todos debajo de las camas! Y no se muevan, por
la Virgen Santísima. —Las madres hacían lo que podían.
—...que estás en los cielos, santificado sea... —apuraban
una oración todos los demás.
Y en una de las raras casitas de ladrillo se desarrollaba un
diálogo frenético.
—¡Te van a matar Mencho! ¡Dios mío, vienen a matarte!
—¡No grites, boluda! ¡Vení conmigo, hacéme caso!
—¡No! ¡Tengo miedo! ¡No quiero morir! —aullaba ella.
—¡No grités Lucía! ¡Te digo que dejés de gritar! ¡No
grités! —dijo Mencho soltándole un feroz cachetazo que le cerró la boca.
Desmayada por el golpe y con el labio partido, cayó de
espaldas sobre la cama desvencijada, con las piernas abiertas y el babydoll
rojo mal acomodado, mostrando su pubis desnudo e indefenso. Él saltó en
calzoncillos por el ventanuco con su inseparable Colt en mano. Corrió a ciegas
por los laberínticos pasillos del ranchaje, flaco y ágil como perro mestizo.
El Gordo Quintana
pateó la puertita de chapa y se cubrió a un lado de la abertura. Obedeciendo a la
orden de su mirada, los dos novatos se zambulleron adentro disparando sus armas
como dementes, locos de miedo. Dos balazos, al menos, recibió la muchacha
desmayada. Ya no se iba a despertar nunca más y el babydoll seguía sin
taparla.
—¡Mierda! —dijo agitado el Gordo—. ¡Qué
desperdicio de pendeja!
Los tres se quedaron mirando a Lucía, pensando que por
arrebatados se habían perdido una fiestita.
Parapetados tras la camioneta 4x4 del jefe, Ferrero y
Müller, apuntaban por sobre el capot, con los índices crispados sobre los
gatillos. Dos pasos atrás, el comisario apuraba un cigarrillo deseando que todo
termine.
Esto es como cazar
perdices, pensó Müller, recordando sus cacerías en el
pueblo gringo donde nació. Ferrero, por su parte, no pensaba en nada. Era un
morocho, sólido y casi sin cuello, que entrecerraba los ojos achinados para
entrever en la oscuridad. El hijo de
puta va a salir disparando como liebre, pero no se me va a escapar, siguió
pensando torvamente.
Y la liebre salió nomás. Una sombra delgada corrió descalza
como futbolista de potrero, atravesando
el callejón en diagonal.
—¡A meter fierro que se escapa, carajo! —gritó Müller
mientras el comisario apuntaba con una linterna de alto poder.
Las escopetas estallaron en sendos fogonazos escupiendo
muerte. El Mencho Sosa huyó desesperado hacia la esquina opuesta a las
llamaradas.
—Si alcanzo la
esquina, si alcanzo la esquina... —repetía como un rosario. Y la alcanzó
nomás, pero ayudado por varios impactos que le pegaron de lleno en la espalda.
La fuerza de choque de los proyectiles lo hicieron volar hacia delante con los
brazos abiertos, como un Cristo. Agonizó
con la cara hundida en el barrial de la calle, y mientras moría, tuvo tiempo para
pensar algunas cosas más.
¿Por qué me vengo a
acordar ahora de los viejos de la carnicería? Fue un día estaba dado vuelta por
la falopa… ¡Qué al pedo los cociné! En el barrio se deben estar cagando de risa
ahora y dirán. ¡Te tocó, Mencho! ¡Te tocó el turno a vos también! Pero… ¿y este
rati que hace? ¡Ah, claro! Me viene a rematar... El idiota va a gastar una bala
inútilmente, no sabe que ya estoy muerto y que ahora floto a tres metros de sus
lomos. ¡Pero si yo mismo me veo ahí tirado! Ay, Lucía... Qué mala leche, Lucía,
qué mala leche... ¡Justo cuando íbamos a estrenar la ropita hot que te había
regalado!
Hernán Ernesto Bortondello nació el 7 de setiembre de 1960 en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, donde actualmente vive. Ha desarrollado su vida laboral en la Informática desde 1975. Le gusta expresarse desde lo artístico: escribe, dibuja y pinta, tanto analógica como digitalmente, le gusta la fotografía de vida silvestre, crea artesanías con material de reciclaje y es fanático del cine y de la lectura desde niño. Ha publicado poesías y cuentos en grupos digitales de literatura como Escritores Independientes; Escritos, insomnio y café; Poetas y escritores del Mundo; etc., y sus relatos han sido publicados en revistas literarias como Sinergia y Cronopio. Trata de perfeccionar sus recursos y herramientas en distintos talleres literarios y, desde hace dos años, ancló en el TALLER 9, del que es un destacado animador.

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