Ana Lúcia Merege
Este es el diario de a bordo de la
nave espacial Drakar, contando lo que ocurrió después de que aterrizáramos en
este planeta azul. No doy las coordenadas, no tengo por qué cambiar las reglas
que seguí durante toda mi vida. Y menos aun habiendo tan pocas posibilidades de
que alguien encuentre este registro.
Si lo improbable sucede, aquí está
el motivo de mi reserva: la Drakar es, o era, una nave pirata. Ni los
científicos ni el gobierno de Asgaard tuvieron jamás noticia de nuestros
viajes. Todo lo que descubrimos se mantuvo siempre en secreto, para nuestro provecho
exclusivo. Esto significa que nos enriquecimos vendiendo por nuestra cuenta
gemas, metales, semillas, esclavos, cualquier cosa o ser valioso que pudiéramos
poner en nuestras manos. Por otro lado, significa que estamos solos. Nadie
conoce nuestras rutas, nadie vendrá a buscarnos, pasaremos el resto de nuestras
vidas en el planeta azul. ¿Por qué, en nombre del Fuego, soy incapaz de
conformarme con ese destino?
Por una gran ironía, este viaje
comenzó precisamente como una misión de rescate. No involucraba al gobierno,
claro está. Veníamos por uno de los nuestros, uno de los más importantes, el
brazo derecho del Comandante Wothen, que varias veces salvó su vida y las
nuestras. La mía, incluso, pese a las muchas peleas y discusiones. Porque en el
fondo, lo admito, Donar´r es generoso, un protector, un valiente combatiente.
Su coraje está reforzado por la posesión de un arma de rayos supersónicos,
robada de un laboratorio oficial del Aglomerado. Fue esa hazaña la que lo
convirtió en un fuera de la ley; por causa de ella se unió a nosotros, los
piratas de Wothen, bajo la bandera con la lanza y el par de cuervos. Es él
quien más contribuye a nuestro botín, además de su actuación siempre decisiva
en las batallas. Y cuando, durante la última, su módulo de combate fue
alcanzado, obligándolo a un aterrizaje forzoso en el planeta azul, el
Comandante no dudó en prometer que vendríamos a buscarlo tan pronto como la
vieja y buena Drakar estuviera en condiciones.
Dudo que lo hiciera por mí.
Algún tiempo después, tras hacer
las reparaciones necesarias, aterrizamos, por nuestra parte, en el lugar
indicado por el comunicador del módulo de combate. Las señales se emitieron en
los primeros días; después se extinguieron, como todos los medios posibles de
contacto. Aun así, estábamos seguros de que Donar´r había sobrevivido, pese al
clima inhóspito que encontró: picos cubiertos de nieve, mares helados, una
temperatura que obligaba al uso constante de su vestimenta más abrigada. Pero
había un bosque, él había hecho una fogata y pensaba construir un refugio; en
la última transmisión contó que saldría tras la pista de un animal de grandes
astas. Ocultamos la nave en una caverna y fuimos a buscarlo, las botas
hundiéndose en la nieve, ojos y oídos bien abiertos, atentos a cualquier
sorpresa del camino.
Y, poco después, la vimos. En ese
planeta hasta entonces desconocido, mundos y mundos distante de Asgaard, vimos
aparecer a una persona, una mujer de cabellos largos, que vestía un manto hecho
con la piel de un animal peludo. No teníamos idea de cómo había ido a parar
allí, pero era como nosotros; incluso se parecía a algunas mujeres de la
tripulación, salvo por la ropa y por no llevar el escudo de fuerza que ellas
casi siempre cargan.
Nos adelantamos, unos bajando las
armas, otros levantando las manos vacías para mostrar que no había nada que
temer. Dijimos nuestros nombres, de dónde veníamos, e hicimos preguntas, pero
la mujer no entendió. Insistimos, ella apenas sacudió la cabeza y replicó en
una lengua incomprensible. Entonces, cuando todos estaban exasperados, tuve la
idea de preguntar si había encontrado a un viajero de gran barba que se hacía
llamar Donar´r.
Bastó oír el nombre para que los
ojos de la mujer brillaran. Lo repitió, pronunció un montón de palabras
extrañas y gesticuló para que la siguiéramos. Caminamos y caminamos, y al
llegar al borde del bosque nos encontramos con una aldea de chozas de madera,
entre las cuales había estructuras de varas con carne de caza y peces puestos a
secar. El olor era fuerte, no desagradable, pero un aroma orgánico, salvaje,
que me puso inquieto.
La misma sensación me sobrevino
ante los habitantes de la aldea. En nuestros viajes ya habíamos encontrado
especies inteligentes, pero todas eran diferentes a nosotros, mientras que los
del planeta azul se parecían en todo al pueblo de Asgaard. No era solo el mismo
tipo de cuerpo, era el color de la piel, el iris de los ojos, la textura del
cabello. Vinieron a hablar con nosotros en esa torrente de frases sin sentido,
y nos preguntábamos qué hacer cuando, entre sus voces, estalló una especie de
trueno.
Y sí, allí estaba él. Donar´r, el
de las largas barbas, Donar´r del martillo implacable, bien vivo y, por lo que
parecía, muy feliz. Yo también, igual que los otros, me alegré al verlo; no me
privé de abrazarlo y de ser casi aplastado contra aquel pecho fuerte, cubierto
por una ropa de piel maloliente. Nos invitó a comer, y nos sentamos en un
espacio abierto, alrededor de un fuego que quemaba madera y excrementos de
animal.
Entre mordiscos de carne de caza y
puñados de gachas de cereales, Donar´r nos contó cómo había sobrevivido la
larga espera en el planeta azul. Larga, porque aquí pasaron tres ciclos de
estaciones antes de que regresáramos; sin embargo, no solitaria, como temía. No
tardó en encontrar la aldea de los nativos, se entendió con ellos y los fascinó
con su fuerza, su poder de lucha –que probó varias veces contra enemigos
venidos de las montañas– y claro, los rayos de su martillo. Se recargaban en
las frecuentes tormentas, pero los lugareños creían que estaba dotado de magia.
Y fue así como Donar´r, un simple
pirata del Aglomerado de Asgaard, pasó a ser visto como un héroe. Con el
tiempo, se convencieron de que era más que eso. Ahora todos lo veneraban,
cosían sus ropas de piel, traían las mejores partes de la caza y los frutos de
la tierra como ofrenda a quien consideraban un poderoso Dios del Trueno.
Mientras narraba, los nativos se
mantenían a distancia, los ojos azules muy abiertos, fijos en nosotros. Estaban
curiosos, pero percibí que iba más allá: parecía reverencia, como si, por ser
compañeros de Donar´r, el Comandante, yo y todos los demás fuésemos también
divinidades. Externé esa opinión, y Wothen rio, dijo que hasta le gustaría ser
un dios y no solo un viejo pirata tuerto.
Yo también reí, pero ya en ese
momento algo me alertaba para tener cautela, y la sensación incómoda aumentó
cuando el Comandante anunció que pasaríamos unos días en la aldea antes de
partir. No había razón para eso. No teníamos reparaciones que hacer en la
Drakar, ni había nada que pudiéramos llevar de allí, salvo esclavos. Nunca
esclavizamos a nuestra propia especie, aunque al principio dudé de si ellos
eran o no como nosotros. Todo hacía pensar que sí, pero ¿cómo y cuándo habían
llegado?
Después de mucho reflexionar y
observar, llegué a la conclusión de que teníamos ancestros en común. Los mismos
pueblos que colonizaron el Aglomerado deben de haber estado en este sistema y
dejado aquí a algunos de los suyos, que durante eras y más eras viviendo entre
hielo y nieve se transformaron en esa tribu de cazadores vestidos con pieles. Y
lo mismo estaba ocurriendo con Donar´r, tras unas pocas estaciones. Comprendía
que, en su caso, la adaptación había sido necesaria, pero no veía por qué
prolongar nuestra estadía cuando tantas jornadas y tesoros nos aguardaban en
las rutas espaciales.
Solo que mi Comandante no estaba de
acuerdo.
Hay en el universo una única
fascinación mayor que la riqueza: es el brillo del poder. Unos pocos son
indiferentes a él, y esos son los realmente libres, los verdaderos fuera de la
ley. La mayoría quiere hacer sus propias leyes y verlas obedecidas, quiere ser
admirada y aclamada. Y si Donar´r expresaba su vanidad siendo un héroe a los
ojos de la aldea, ¿qué decir de Wothen? Pasaron a adorarlo, a verlo como
omnipotente, pues era evidente que se encontraba por encima del propio Dios del
Trueno. Al final, lo apodaron Padre de los Dioses. Ningún botín, ninguna
fortuna aún por conquistar sería más satisfactoria. Y así, para mi sorpresa e
inmediata indignación, Wothen terminó anunciando su intención de permanecer en
el planeta azul.
De inmediato pedí la palabra y usé
toda mi elocuencia intentando disuadirlo. Este planeta era salvaje, áspero; si
nos imponíamos a los elementos era por el uso de artefactos que no tendríamos
cómo reponer cuando se estropearan.
—Quizá no sea para siempre —dijo el
Comandante; pero percibí en ello un intento de silenciarme, de impedir que
influyera en mis compañeros hasta que fuese demasiado tarde. Sabía de lo que
era capaz, por eso me amenazó, diciendo que sería expulsado de la aldea y de la
tripulación si lo desafiaba.
Queriendo ganar tiempo, callé y
fingí acatar su decisión. Mi propósito era hablar con los demás miembros del
grupo, saber cuántos pensaban como yo y a cuántos, entre los otros, podría
convencer de pasarse a mi lado. Si fueran suficientes para operar la nave, aún
podríamos partir. Ya fuera a las claras o en una fuga sigilosa, si era
necesario, desearíamos buena suerte al Comandante y a Donar´r y los dejaríamos
atrás con su lanza, su martillo y sus adoradores.
Uno a uno, los compañeros con los
que hablé frustraron mis planes. Ellos también se habían dejado encantar por la
ilusión de ser dioses, se habían acostumbrado a las ofrendas de comida y a los
cuerpos fuertes y bellos de las nativas que compartían sus pieles de dormir. No
deseaban volver a nuestra antigua vida, por más llena de aventura y emoción que
fuera. Intentaron convencerme de lo mismo, pero yo estaba decidido a partir,
por eso emprendí un viaje a la caverna donde habíamos dejado la Drakar. Quería
ver cómo estaba, si teníamos combustible, si el módulo de combate restante
podría usarse para una fuga solitaria hacia el entrepuesto conocido más
cercano.
Sí, esos eran mis planes. Pero las
cosas salieron mal.
Las cosas salieron muy mal.
En lo alto de la montaña, sobre las
cavernas donde estaba la nave, vivía una gente de elevada estatura y cabellos
de nieve. Hablaban la misma lengua que los de la aldea, pero eran aún más
primitivos, violentos y mucho más fuertes. Para mi desgracia, algunos de esos
gigantes me sorprendieron cuando me dirigía a la nave, y solo no me
pulverizaron los huesos con sus hachas de piedra porque juré entregarles el
martillo de Donar´r. Lo habían visto en batalla, y tanto lo codiciaban como lo
temían.
Viendo con qué facilidad prometía
aquello, el líder del grupo exigió también una mujer de la aldea para ser su
esposa, y eso me ayudó a pensar en una solución. En lugar de la mujer, quien
llevé ante él fue el propio Donar´r, cubierto con un velo que ocultaba sus
barbas y los ojos teñidos de rabia. Juntos exterminamos a aquellos gigantes
albinos, una hazaña más que notable; pero, mientras él volvió a recibir
aplausos, a mí, en cambio, se me señaló como traidor y cobarde.
No sirvió argumentar, decir que mi
vida estaba en juego y que la estrategia que llevó a la victoria había sido
idea mía. No, ahora era un paria, o al menos mirado con desconfianza, el
insidioso cuyos planes resultaban en desastre. Así convenía a Wothen que me
vieran, pues de ese modo nadie me seguiría, él mantendría a la tripulación de
su lado mientras jugaba a ser dios. Y todos parecían felices de tomar parte en
la farsa.
Entonces comprendí el papel que me
correspondía. Y lo acepté. Durante algunas estaciones, dejé que los ánimos se
calmaran, que la masacre de los albinos se convirtiera en otra leyenda sobre
las hazañas del Dios del Trueno. Mientras tanto, me acostumbré a estar solo, y
todos se habituaron a mis ausencias cada vez más prolongadas. Hoy es solsticio
de invierno, la ocasión que elegí para iniciar una gran jornada, comenzando por
esta caverna donde la Drakar ya se ha convertido en un montón de metal inútil.
Dejo a su lado el diario de a bordo; en él conté mi última historia verdadera
antes de echarme el manto sobre los hombros y partir sin mirar atrás.
Sé a dónde debo ir. Lejos de aquí
se levantan otras montañas; oí decir que allí viven gigantes de cabello rojo,
algunos de los cuales son hechiceros y adivinos. Tal vez uno de ellos me hable
sobre el futuro, y así decidiré mis próximos pasos. Ya que no puedo partir, al
menos elegiré mi camino, lejos de la sed de poder de quienes se dicen dioses.
Y, en nombre del Fuego, juro: en las eras que vendrán, mi nombre será recordado en todas las leyendas contadas por los ancianos de este planeta azul.
Ana Lúcia Merege nació en 1969 en
Río de Janeiro. Es licenciada en Bibliotecología y maestría en Ciencias de la
Información. Es autora de varios libros de fantasía, como O Caçador, O
Castelo das Águias y Os Pilares de Melkart, todos ellos publicados
por la editorial Draco. Organiza y participa en eventos de literatura
fantástica. Como investigadora, ha publicado varios artículos y los libros Histórias
de Fada: orígenes, história e permanência no mundo moderno (Editorial
Claridade) e História do Livro: molduras e transformações (Fundación
Biblioteca Nacional). Vive en Niterói, Río de Janeiro, con su marido y sus
hijos, trabaja con manuscritos de la Biblioteca Nacional y tiene pasión por los
viajes, la mitología y los cuentos de hadas.
