Claudia Isabel Lonfat
En esos tiempos
raros, mamá estaba siempre ocupada; lo suficiente para no realizar las tareas
domésticas que se iban acumulando, o como para dejarnos a mis hermanos y a mí a
nuestro libre albedrío. Tenía muchas amigas, y también personas desconocidas a
quienes ayudar, y que le demandaban mucho de todo.
Era
como si ella los buscara por las calles, mientras hacía las compras, pagaba los
servicios, o simplemente se les pegaban en el trayecto, cual insectos en los radiadores
de los autos. Entonces se sumergía en cada una de esas historias, siempre
jodidas, y los llevaba a casa. Se pasaba horas escuchando sus lamentos, tratando
de subsanar sus males con las herramientas que poseía; a veces era suficiente
con un abrazo o con ponerles el hombro para llorar, otras, bastaba con alimentarlos,
como la buena samaritana que siempre fue. Algunas de esas personas volvían por
más, incluso se quedaban un tiempo viviendo en casa, para finalmente
desaparecer de nuestras vidas.
En una oportunidad la visitaron dos
gitanas. Me asustaron con sus miradas oscuras y penetrantes. Cuando la vieron a
mamá se les iluminó la cara y la abrazaron. Una de ellas se me acercó, quizás leyó
en mi cierta desconfianza. Tenía un anillo enorme con una piedra roja.
—Niña
—me dijo—, no me mires así que soy amiga de tu madre, un espíritu noble a
quienes le auguramos larga vida. —Y luego agregó—: Sos muy inteligente, y por
eso también dudas de todos. —Me tembló todo el cuerpo—. Aída —le dijo a mi
madre mientras me apuntaba con su hermoso anillo—: tu niña es especial como vos,
pero ella ve más allá…
No
sé muy bien de qué hablaba la gitana, y su extraño acento lo complicaba, pero
sabía que algo estaba ocurriendo, y no solo por las señales externas obviamente
visibles, como el típico aislamiento de mi madre en la cocina, para conversar
con algunas de esas visitas inesperadas y desconocidas, sino porque tenía
sueños vívidos que me confundían, es decir, parecían muy reales porque no podía
separar sueño realidad, ese instante intermedio se fundía entre ambos, entonces
me quedaba enredada en esas imágenes pensando en qué había ocurrido.
A
veces veía a la abuela Mecha, que había fallecido cuando yo era muy chica para recordar.
Ella me hablaba de cosas incomprensibles para mí, como de su noviazgo con mi
abuelo y de que él la había engañado. Otras veces me contaba que tuvo que huir
de la casa de sus padres porque no aceptaban al abuelo, que era un peón de campo,
y que ella era rebelde por naturaleza, por eso le gustaba, pero también dijo
que se había equivocado y tuvo que pagar muy caro ser la oveja negra de la
familia.
La
primera vez que vi a la abuela se lo conté a mamá. Al principio se alarmó, pero
luego le restó importancia, y dijo que se trataba de un sueño. Entonces decidí
que esos sueños serían solo míos.
Algo
pasó entre mamá y las gitanas. Empezaron a venir muy seguido y me querían
llevar con ellas. La del anillo era la más insistente, incluso llegué a
percibir cierta violencia en su mirada y aspereza en su acento. Mamá me dijo
que si me las encontraba por ahí, me fuera corriendo o pidiera ayuda. Yo creo
que ellas solo querían saber cosas. Las volví a ver, pero en mis sueños, muchos
años después.
De todas las personas que transitaron por casa en esa década, la que más
recuerdo es a Sonia. Antes solo venía a buscar a su hermano, amigo de los míos,
pero solo lo hacía las pocas veces en que su madre no podía.
Sonia
era adolescente. Estaba cursando el último año del comercial y además era muy
buena alumna. Se estaba preparando para el ingreso a la universidad en la
carrera de derecho, y todos estaban muy orgullosos de ella, hasta mamá, que
soñaba lo mismo para mí. Su padre murió muy joven, cuando Sonia era chica y su
hermanito solo un bebé. Un colectivo le pasó por encima mientras cruzaba,
aparentemente distraído, la avenida San Martín. Sin embargo, le escuché decir a
la mamá de Sonia, en una conversación, con nosotros presentes, que no fue un
accidente, que su marido estaba deprimido y se arrojó bajo las ruedas, aunque
nadie haya sido testigo de eso.
—Me
dejó sola con dos criaturas —dijo, y mamá la consolaba tratando de convencerla
de la versión del accidente, para que no fuera tan difícil de aceptar. Solía
rematarla agregando frases como “la vida a veces nos pone a prueba” y si la
persona era religiosa, cambiaba la palabra “vida” por “Dios”.
Esas
tardes en las que venía Sonia, y se quedaba hablando con mamá hasta el
anochecer, yo estaba demasiado ocupada con las tareas escolares. Había empezado
el secundario, y tantas materias juntas me complicaban la existencia, sobre
todo porque debía dejar de lado mis largas lecturas de novelas de aventuras por
falta de tiempo.
—Vos
tenés que ser como Sonia. —Y me lo decía delante de ella. Sonia sonreía un
tanto avergonzada porque sus mejillas se coloreaban. Le insistía para que me
diera una mano con el colegio, y yo le mostraba mis letras redondillas y
góticas desprolijas, con las hojas cuadriculadas salpicadas, o con mis huellas
dactilares impresas. Mi problema era la pluma cucharita, que nada tenía que ver
con el plumín que usaba para calcar mapas. Un mínimo error y a empezar de
nuevo, y ya había tirado cinco hojas.
Le
comentaba a Sonia que cuando estaba a punto de concluir se me arruinaba. Ella se
reía y me decía: “Si vos estás pensando que algo puede salir mal, entonces va a
salir mal”.
Sonia me gustaba,
sobre todo porque se vestía bien a la moda. En ese tiempo yo veía programas
musicales donde los bailarines que hacían playback de las canciones beat
parecían modelos. Y ella, como las chicas de la TV, lucía pantalones pata
de elefante de piel de durazno, que era una tela suave al tacto, como si
tuviera pelusita. Las camisas entalladas a la cintura, a veces con mangas
amplias, otras ajustadas, de marca Valentino, seguramente un Valentino local, con
bordados y vainillitas en la fila de los botones, las cuales combinaba también
con polleras cortas o largas. Cuando se ponía minifaldas, completaba con unas
sandalias chatas que tenían unas tiras largas que se iban cruzando en las
piernas hasta debajo de la rodilla, como las que se veían en las ilustraciones
de los griegos y los romanos de la antigüedad. Sonia era altísima, le llevaba
una cabeza a mamá, y sus piernas infinitas, muy delgadas. Cuando la miraba yo
sentía que algo grave le iba a ocurrir; quizá la gitana del anillo tenía razón.
Yo
estaba del otro lado de la puerta. Trataba de estudiar, pero no podía
concentrarme debido a la ansiedad que iba creciendo hasta dejarme totalmente
angustiada. Apoyé la oreja en la puerta y escuché a Sonia llorando. Le estaba contando
que su novio, Marcelo, no estaba, él y toda su familia se habían esfumado.
Una
tristeza profunda me invadió. Sabía que esa gente volvería. En mi cabeza
pasaban escenas tremendas. Vi a los tipos oscuros romper las paredes, los
muebles, y apuntar con armas a los padres y a Marcelo, Luego dentro de mi cabeza
sonó un disparo, tremendo, como si un trueno me hubiese atravesado. Grité. Al
segundo mi mamá abrió la puerta y me abrazó, como si supiera que entendía todo,
pero yo me solté y fui a abrazar a Sonia. No le dije lo que vi en mi cabeza,
pero lloré con ella y sentí todo su dolor, y un sabor amargo que desde ese
momento jamás me abandonaría.
Sonia
le dijo a mamá que yo tenía edad para saber lo que ocurría, porque era algo que
nos estaban haciendo a todos. Mamá negaba con la cabeza, no estaba de acuerdo
para nada. Yo tenía casi trece años, pero no era la nena que ella creía. Si
bien por fuera la vida parecía normal, habían pasado cosas que jamás conté,
para evitar dramas y escándalos, y que con seguridad terminarían en discusiones
con papá, o algo mucho peor. De alguna manera me habían robado parte de esa
inocencia, que mamá creía intacta, pero cómo explicarle que uno de sus
refugiados jugaba al doctor conmigo, y que luego me pedía que no se le contara
a ella. Yo sabía que tenía que callar.
Mi
mamá, muy gentilmente, dio por terminada la conversación. Quería que yo
siguiera viviendo en una supuesta burbuja: colegio, club, amigos, vacaciones,
proyecciones futuras.
La
última tarde que vi a Sonia parecía un fantasma, con un vestido largo y blanco
que la hacía ver más delgada y pálida de lo habitual. Sus ojos y su boca
estaban hinchados, como si hubiera llorado durante horas. Solo me llegaban los
murmullos.
Ella le dio algo a mamá y le pidió que se lo guardara, le dijo que había sido
de su padre. Apenas alcancé a verla. Me dio un beso y un fuerte abrazo. Mamá le
dijo que tenía que salir, y que no se preocupara tanto porque todo se iba a
solucionar.
Pasaron
días, que se hicieron meses, y Sonia no volvió. Le pregunté a mamá dónde estaba
ella y su familia, y si era el mismo lugar donde estaba Marcelo. Ella no me
respondió enseguida, estaba como buscando las palabras adecuadas, las que
pudiera comprender, pero no las podía hallar, y yo creo que decidió ser práctica,
solo dijo: “Desaparecieron… desaparecieron todos”.
Las
palabras “desaparición y desaparecidos”, en esos momentos, y a mi edad, no eran
palabras normales para asociarlas a las personas, es decir, desaparecían las
medias, las galletitas de la alacena, solo objetos, cosas. No desaparecían
personas como en un acto de magia, porque eso era una ilusión, la mano más
rápida que la vista, simples trucos. Tampoco era un juego infantil donde nos
escondíamos y desaparecíamos un rato, o algo que borráramos con la goma.
Desaparecer es no estar. Luego el miedo, la incertidumbre, y esa expresión que
empecé a ver en las caras de las personas y que se repetía en la TV.
Los
años me dieron algunas respuestas. La vida sigue hasta que se corta en un
punto. Es como si fuéramos una cámara de fotos; alguien apretará el obturador y
el diafragma se irá cerrando hasta que no pueda penetrar la luz. Ese punto debe
ser lo último que vemos; luego la nada. Entendí que todo se repite, todo muere
y se convierte en tierra; las plantas, los animales, nosotros. Las personas que
amamos se van en ese punto. El electroencefalograma da plano, una línea, y esa
línea es una sucesión de puntos y el electrocardiograma con sus alteraciones
sísmicas, termina también en una línea, como el horizonte, que nunca
alcanzamos.
Claudia Isabel Lonfat es una narradora y poeta argentina, nacida en Caseros, provincia de Buenos Aires que actualmente reside en la localidad de Tortuguitas, de la misma provincia. Participó en antologías, tanto de narrativa como de poesía géneros, nacionales e internacionales, como Grageas 3, Cuentos de terror, Primera antología de escritores de Malvinas Argentinas, Sin fronteras y muchas otras. Es una de las fundadoras del grupo “EIMA” (escritores independientes de Malvinas Argentinas) que promovió la edición de una antología local. También colaboró como columnista en un diario digital, tocando temas sociales y políticos (México). Publicó Casi un libro de cuentos en coautoría con Luis Venosa y Los nombres que me nombran (cuentos, 2023). Además está terminando otro libro de relatos breves: La crueldad de las mariposas.