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sábado, 8 de noviembre de 2025

DOCE HORAS

Claudia Isabel Lonfat

 

Abrió los ojos sin saber donde estaba. El pulso acelerado, la garganta seca, como si hubiese corrido sin parar durante mucho tiempo. Por un instante la confusión y el miedo lo habían sobrepasado. Respiró profundo varias veces, pero sintió que se ahogaba. Estaba hiperventilando. Tomó una bolsa, encerró su boca y nariz. Apretó bien para que no se fugara el aire. Después de un rato el ritmo cardíaco se normalizó. Enchufó la cafetera. Puso café y agua. Dos tazas de café con unas lágrimas de leche serían suficientes para arrancar el día. Mientras bebía de a sorbos, largos y ruidosos, se observaba las manos. Notó un leve temblor, incipiente, que luego sofocaría con una pastilla, la primera del día. Tenía las uñas largas y con una línea oscura debajo, los dedos índice y medio amarillentos por la nicotina. Hacía unos meses que fumaba uno tras otro sin parar, hasta llegar a los cuatro paquetes.  Antes fumaba uno que otro porro, y solo porque le convidaban. No quería quedar como un snob, como esos que predican el veganismo y están en contra de todo. Te clavan la mirada. Se horrorizan de los zapatos de cuero, del maquillaje testeado en animales. De todos los laboratorios. De las fábricas de animales de moda, de los circos, las corridas de toros, el tiro al pichón. Incluso de los plumeros, como si vieran al mismo diablo abrazado a un tapado de piel de leopardo.

Miró el reloj, uno grande y antiguo que había heredado de su abuela, y que tenía un martillito que golpeada y producía un sonido similar a las campanas. Le gustaba usarlo porque le recordaba lindos momentos de su infancia, quizás los únicos que valieron la pena. Todavía no había ido al baño, le fallaron los reflejos rutinarios más básicos. Entró esquivando el espejo. No quería ver su rostro deteriorado, prematuramente avejentado. Sabía que sus ojeras estaban más intensas. Sus labios, rojos y gruesos, como un pedazo de carne cruda con un tajo mal hecho, le daban esa expresión colgada, animal. Tenía las mejillas hundidas, las orejas pequeñas, de niño, que ocultaba con unos mechones de pelo raído que él mismo cortaba.

Salió del baño sin cepillarse los dientes. Ni siquiera se dio cuenta. Abrió el segundo cajón del chifonier y sacó un porta cosméticos de tela, deformado por su contenido. Lo guardó en su mochila. Luego lo volvió a sacar y esta vez corrió el cierre. Nunca había visto una de cerca, tampoco de lejos. No brillaba como en las películas, y olía feo. Un olor desconocido e indescriptible. Lo más rápido y seguro sería dejarla suelta en la mochila, para luego meter la mano y ya.

La logística había sido muy rudimentaria. Meses de observación, estudiar sus movimientos, cada rutina. Seguir en las redes sociales, entrar y salir en los perfiles activos de cientos de personas.  Leer cada publicación con mucho cuidado, abrir varios perfiles amistosos. Son muy desconfiados, no es fácil. Hay aliados en el mismo edificio, alguien que finge ser lo que no es. Se la da de vecina piola, de mujer de mundo, pero nada es lo que parece.

Se dio cuenta de que la mañana se hizo mediodía entre cavilaciones y pensamientos muertos. Se sirvió el segundo, tercero o cuarto café del día. Los nervios otra vez. Acidez, reflujo, nauseas.  Hay que salir, caminar entre la gente, fingir normalidad, alisar la mirada, el rictus amargo de la boca. Comportarse como un transeúnte más. Como un empleadito del montón.  Con esas ropas pobretonas, ¿qué otra cosa podría reflejar? Sueldo básico, fijo más comisiones, propinas. Vendedor de chucherías que nadie necesita. Alfajores, turrones, algodón de azúcar. Rifas para los bomberos o los ex combatientes de Malvinas. “ Tenés que jugarte. Tenés que salir a que te rompan la cara, que te maten, que te pisen…” tarareó por dentro. Moviendo los labios. Haciendo playback con sus pensamientos.”Tenés que amar a cualquiera. Tenés que odiar a cualquiera” La acidez empeoraba al ritmo mudo de la canción. Esa canción que su padre odiaba y que estaba en el único cassette que le había quedado de su hermano mayor. Hasta que un día lo rompió y ya no quedó nada porque su hermano nunca volvió.

Se metió en una librería. Revolvió la mesa de ofertas. Clásicos en ediciones baratas impresas en papel reciclado que se parece al papel higiénico berreta del supermercado chino.. Novelas de autores desconocidos que nadie compró, o saldos de otros tiempos que durmieron demasiado en sótanos polvorientos. Poetas suicidados de abandono y excesos. Militantes de la vida sana. Autobiografías que a nadie le interesa. Todo mezclado con revistas coleccionables de tejidos o manualidades con regalito incluido. Una tijerita con cabeza de colibrí para cortar hilo y lana. Un mini bastidor para bordar. Lentejuelas y canutillos transparentes. Imitación de relojes antiguos. Todos los relojes iguales. Revolvió cosa por cosa lo que había en la mesa. Ese remolino de ofertas. Un poco para hacer tiempo y otro poco por curiosidad.

En la calle todo empezaba a ser caótico. Gente apurada para volver a sus trabajos. Chicos saliendo de los restoranes de comidas rápidas con las papitas en las manos o una gaseosa. Excedidos de peso. Nada de actividad física y demasiado tiempo frente a la computadora o celular. Solos o mal acompañados. Chicos para ser responsables y  grandes para tener niñera.

Caminó hacia la plaza más cercana. Se sentó en un banco de piedra con las cagadas de paloma chorreando. Salpicadas como un brochazo en la tela. Un shot de mierda dulzona en tonos de grises. La caca seca es veneno para los asmáticos. Es una mezcla de ácido úrico y minerales. También de agua y comida.

Una mirada lisérgica de la realidad no estaría mal. Hay otra realidad y otra más. Infinitas realidades.  Todas son verdaderas o todas son falsas. Ahora mismo un viejito con mirada bonachona saca de una bolsa algo que les tira a las palomas. Será un simple alimento o quizás veneno. Tal vez su mirada no sea bonachona sino de burla. De una secreta satisfacción. Como si les dijera a las palomas “tengo el poder de joderte y te voy a joder”. Abrió la mochila y sacó el pastillero. Tomó la segunda, tercera o cuarta pastilla. Ya no recordaba. Como tampoco recordaba la cantidad de cafés que había bebido.

Cuando la vecina piola llame se termina todo. Un alboroto lo sacó de sus pensamientos. Justo en el momento que una respuesta asomaba y el vacío doloroso volvía a instalarse en su estómago. Las palomas aletearon ubicándose alrededor de un pan que tiró alguien al pasar. Se veían enojadas. Ninguna quería compartirlo. Se atacaban picoteándose unas a otras y el pan pasaba de una pata al pico de la atacante desmigajándose. Los pedazos salpicaban y las palomas que no participaban de la disputa terminaron por comerse casi todo el botín de guerra. Se rio. Quizás inconscientemente sabía que la vida era así. Siempre había alguien que se quedaba con la mejor parte.

Él había nacido para perder. Para no trascender, como millones de personas en el mundo. Vidas insignificantes. Innecesarias. Tal vez estaba frente a  la única oportunidad de romper con ese destino y no morir paloma. De pronto sintió náuseas. Asco por esos animales que la gente alimentaba pero también odiaban porque se habían adueñado de las plazas. De los monumentos y balcones. De los campanarios de las iglesias y los techos. Por eso les ponían trampas mortales donde sus patas quedaban ensartadas. Tironeaban tanto para zafar que se arrancaban los dedos. Tres dedos tienen. Tres dedos que se convirtieron en el símbolo de la paz. Elegido por los hippies. Vagos y roñosos. La escoria social que dio el puntapié inicial de la destrucción.

No sabía cuántas horas habían pasado. Ya estaba como anestesiado. Hasta las palomas se habían ido a sus provisorios refugios. Sintió vibrar el celular en sus costillas inferiores donde tenía apoyada la mochila. Era de noche pero estaba muy iluminado. Cruzó la plaza. Fue adquiriendo ritmo con cada zancada.

Cuando llegó a destino había mucha gente. Volvió a vibrar el celular. Era la señal de que lo tenían a la vista. La tercera vez que vibró significaba que debía avanzar. Se metió entre la gente que cantaba y repetía su nombre como un mantra. Algunos llevaban niños sobre los hombros que la querían tocar. Ella los abrazaba y les sonreía. Los niños se veían felices. Él no entendía ese sentimiento. Quería arrancar esa imagen de sus pupilas y comerse los ojos para que no quedara nada de ella. Quería odiarla más si es que fuera posible tanto.

Estaba bien cerca. Casi podía olerla. Abrió la mochila. Sacó el arma y le apunto a la cara. La bala se negó a salir. Volvió a gatillar en el preciso instante en el que ella se agachó para recoger algo. Tampoco salió. Algunos le saltaron encima y le quitaron el arma mientras murmuraba: “Malditas palomas”.

Claudia Isabel Lonfat es una narradora y poeta argentina, nacida en Caseros, provincia de Buenos Aires que actualmente reside en la localidad de Tortuguitas, de la misma provincia. Participó en antologías, tanto de narrativa como de poesía géneros, nacionales e internacionales, como Grageas 3Cuentos de terrorPrimera antología de escritores de Malvinas Argentinas, Sin fronteras y muchas otras. Es una de las fundadoras del grupo “EIMA” (escritores independientes de Malvinas Argentinas) que promovió la edición de una antología local. También colaboró como columnista en un diario digital, tocando temas sociales y políticos (México). Publicó Casi un libro de cuentos en coautoría con Luis Venosa y Los nombres que me nombran (cuentos, 2023). Además está terminando otro libro de relatos breves: La crueldad de las mariposas.

miércoles, 29 de mayo de 2024

EL ÚLTIMO PUNTO

Claudia Isabel Lonfat

 

En esos tiempos raros, mamá estaba siempre ocupada; lo suficiente para no realizar las tareas domésticas que se iban acumulando, o como para dejarnos a mis hermanos y a mí a nuestro libre albedrío. Tenía muchas amigas, y también personas desconocidas a quienes ayudar, y que le demandaban mucho de todo.

Era como si ella los buscara por las calles, mientras hacía las compras, pagaba los servicios, o simplemente se les pegaban en el trayecto, cual insectos en los radiadores de los autos. Entonces se sumergía en cada una de esas historias, siempre jodidas, y los llevaba a casa. Se pasaba horas escuchando sus lamentos, tratando de subsanar sus males con las herramientas que poseía; a veces era suficiente con un abrazo o con ponerles el hombro para llorar, otras, bastaba con alimentarlos, como la buena samaritana que siempre fue. Algunas de esas personas volvían por más, incluso se quedaban un tiempo viviendo en casa, para finalmente desaparecer de nuestras vidas.
 En una oportunidad la visitaron dos gitanas. Me asustaron con sus miradas oscuras y penetrantes. Cuando la vieron a mamá se les iluminó la cara y la abrazaron. Una de ellas se me acercó, quizás leyó en mi cierta desconfianza. Tenía un anillo enorme con una piedra roja.

—Niña —me dijo—, no me mires así que soy amiga de tu madre, un espíritu noble a quienes le auguramos larga vida. —Y luego agregó—: Sos muy inteligente, y por eso también dudas de todos. —Me tembló todo el cuerpo—. Aída —le dijo a mi madre mientras me apuntaba con su hermoso anillo—: tu niña es especial como vos, pero ella ve más allá…

No sé muy bien de qué hablaba la gitana, y su extraño acento lo complicaba, pero sabía que algo estaba ocurriendo, y no solo por las señales externas obviamente visibles, como el típico aislamiento de mi madre en la cocina, para conversar con algunas de esas visitas inesperadas y desconocidas, sino porque tenía sueños vívidos que me confundían, es decir, parecían muy reales porque no podía separar sueño realidad, ese instante intermedio se fundía entre ambos, entonces me quedaba enredada en esas imágenes pensando en qué había ocurrido.

A veces veía a la abuela Mecha, que había fallecido cuando yo era muy chica para recordar. Ella me hablaba de cosas incomprensibles para mí, como de su noviazgo con mi abuelo y de que él la había engañado. Otras veces me contaba que tuvo que huir de la casa de sus padres porque no aceptaban al abuelo, que era un peón de campo, y que ella era rebelde por naturaleza, por eso le gustaba, pero también dijo que se había equivocado y tuvo que pagar muy caro ser la oveja negra de la familia.

La primera vez que vi a la abuela se lo conté a mamá. Al principio se alarmó, pero luego le restó importancia, y dijo que se trataba de un sueño. Entonces decidí que esos sueños serían solo míos.

Algo pasó entre mamá y las gitanas. Empezaron a venir muy seguido y me querían llevar con ellas. La del anillo era la más insistente, incluso llegué a percibir cierta violencia en su mirada y aspereza en su acento. Mamá me dijo que si me las encontraba por ahí, me fuera corriendo o pidiera ayuda. Yo creo que ellas solo querían saber cosas. Las volví a ver, pero en mis sueños, muchos años después.

 
De todas las personas que transitaron por casa en esa década, la que más recuerdo es a Sonia. Antes solo venía a buscar a su hermano, amigo de los míos, pero solo lo hacía las pocas veces en que su madre no podía.

Sonia era adolescente. Estaba cursando el último año del comercial y además era muy buena alumna. Se estaba preparando para el ingreso a la universidad en la carrera de derecho, y todos estaban muy orgullosos de ella, hasta mamá, que soñaba lo mismo para mí. Su padre murió muy joven, cuando Sonia era chica y su hermanito solo un bebé. Un colectivo le pasó por encima mientras cruzaba, aparentemente distraído, la avenida San Martín. Sin embargo, le escuché decir a la mamá de Sonia, en una conversación, con nosotros presentes, que no fue un accidente, que su marido estaba deprimido y se arrojó bajo las ruedas, aunque nadie haya sido testigo de eso.

—Me dejó sola con dos criaturas —dijo, y mamá la consolaba tratando de convencerla de la versión del accidente, para que no fuera tan difícil de aceptar. Solía rematarla agregando frases como “la vida a veces nos pone a prueba” y si la persona era religiosa, cambiaba la palabra “vida” por “Dios”.

Esas tardes en las que venía Sonia, y se quedaba hablando con mamá hasta el anochecer, yo estaba demasiado ocupada con las tareas escolares. Había empezado el secundario, y tantas materias juntas me complicaban la existencia, sobre todo porque debía dejar de lado mis largas lecturas de novelas de aventuras por falta de tiempo.

—Vos tenés que ser como Sonia. —Y me lo decía delante de ella. Sonia sonreía un tanto avergonzada porque sus mejillas se coloreaban. Le insistía para que me diera una mano con el colegio, y yo le mostraba mis letras redondillas y góticas desprolijas, con las hojas cuadriculadas salpicadas, o con mis huellas dactilares impresas. Mi problema era la pluma cucharita, que nada tenía que ver con el plumín que usaba para calcar mapas. Un mínimo error y a empezar de nuevo, y ya había tirado cinco hojas.

Le comentaba a Sonia que cuando estaba a punto de concluir se me arruinaba. Ella se reía y me decía: “Si vos estás pensando que algo puede salir mal, entonces va a salir mal”.

 

Sonia me gustaba, sobre todo porque se vestía bien a la moda. En ese tiempo yo veía programas musicales donde los bailarines que hacían playback de las canciones beat parecían modelos. Y ella, como las chicas de la TV, lucía pantalones pata de elefante de piel de durazno, que era una tela suave al tacto, como si tuviera pelusita. Las camisas entalladas a la cintura, a veces con mangas amplias, otras ajustadas, de marca Valentino, seguramente un Valentino local, con bordados y vainillitas en la fila de los botones, las cuales combinaba también con polleras cortas o largas. Cuando se ponía minifaldas, completaba con unas sandalias chatas que tenían unas tiras largas que se iban cruzando en las piernas hasta debajo de la rodilla, como las que se veían en las ilustraciones de los griegos y los romanos de la antigüedad. Sonia era altísima, le llevaba una cabeza a mamá, y sus piernas infinitas, muy delgadas. Cuando la miraba yo sentía que algo grave le iba a ocurrir; quizá la gitana del anillo tenía razón.

Yo estaba del otro lado de la puerta. Trataba de estudiar, pero no podía concentrarme debido a la ansiedad que iba creciendo hasta dejarme totalmente angustiada. Apoyé la oreja en la puerta y escuché a Sonia llorando. Le estaba contando que su novio, Marcelo, no estaba, él y toda su familia se habían esfumado.

Una tristeza profunda me invadió. Sabía que esa gente volvería. En mi cabeza pasaban escenas tremendas. Vi a los tipos oscuros romper las paredes, los muebles, y apuntar con armas a los padres y a Marcelo, Luego dentro de mi cabeza sonó un disparo, tremendo, como si un trueno me hubiese atravesado. Grité. Al segundo mi mamá abrió la puerta y me abrazó, como si supiera que entendía todo, pero yo me solté y fui a abrazar a Sonia. No le dije lo que vi en mi cabeza, pero lloré con ella y sentí todo su dolor, y un sabor amargo que desde ese momento jamás me abandonaría.

Sonia le dijo a mamá que yo tenía edad para saber lo que ocurría, porque era algo que nos estaban haciendo a todos. Mamá negaba con la cabeza, no estaba de acuerdo para nada. Yo tenía casi trece años, pero no era la nena que ella creía. Si bien por fuera la vida parecía normal, habían pasado cosas que jamás conté, para evitar dramas y escándalos, y que con seguridad terminarían en discusiones con papá, o algo mucho peor. De alguna manera me habían robado parte de esa inocencia, que mamá creía intacta, pero cómo explicarle que uno de sus refugiados jugaba al doctor conmigo, y que luego me pedía que no se le contara a ella. Yo sabía que tenía que callar.

Mi mamá, muy gentilmente, dio por terminada la conversación. Quería que yo siguiera viviendo en una supuesta burbuja: colegio, club, amigos, vacaciones, proyecciones futuras.

La última tarde que vi a Sonia parecía un fantasma, con un vestido largo y blanco que la hacía ver más delgada y pálida de lo habitual. Sus ojos y su boca estaban hinchados, como si hubiera llorado durante horas. Solo me llegaban los murmullos.
Ella le dio algo a mamá y le pidió que se lo guardara, le dijo que había sido de su padre. Apenas alcancé a verla. Me dio un beso y un fuerte abrazo. Mamá le dijo que tenía que salir, y que no se preocupara tanto porque todo se iba a solucionar.

Pasaron días, que se hicieron meses, y Sonia no volvió. Le pregunté a mamá dónde estaba ella y su familia, y si era el mismo lugar donde estaba Marcelo. Ella no me respondió enseguida, estaba como buscando las palabras adecuadas, las que pudiera comprender, pero no las podía hallar, y yo creo que decidió ser práctica, solo dijo: “Desaparecieron… desaparecieron todos”.

Las palabras “desaparición y desaparecidos”, en esos momentos, y a mi edad, no eran palabras normales para asociarlas a las personas, es decir, desaparecían las medias, las galletitas de la alacena, solo objetos, cosas. No desaparecían personas como en un acto de magia, porque eso era una ilusión, la mano más rápida que la vista, simples trucos. Tampoco era un juego infantil donde nos escondíamos y desaparecíamos un rato, o algo que borráramos con la goma. Desaparecer es no estar. Luego el miedo, la incertidumbre, y esa expresión que empecé a ver en las caras de las personas y que se repetía en la TV.

Los años me dieron algunas respuestas. La vida sigue hasta que se corta en un punto. Es como si fuéramos una cámara de fotos; alguien apretará el obturador y el diafragma se irá cerrando hasta que no pueda penetrar la luz. Ese punto debe ser lo último que vemos; luego la nada. Entendí que todo se repite, todo muere y se convierte en tierra; las plantas, los animales, nosotros. Las personas que amamos se van en ese punto. El electroencefalograma da plano, una línea, y esa línea es una sucesión de puntos y el electrocardiograma con sus alteraciones sísmicas, termina también en una línea, como el horizonte, que nunca alcanzamos.


Claudia Isabel Lonfat es una narradora y poeta argentina, nacida en Caseros, provincia de Buenos Aires que actualmente reside en la localidad de Tortuguitas, de la misma provincia. Participó en antologías, tanto de narrativa como de poesía géneros, nacionales e internacionales, como Grageas 3Cuentos de terrorPrimera antología de escritores de Malvinas Argentinas, Sin fronteras y muchas otras. Es una de las fundadoras del grupo “EIMA” (escritores independientes de Malvinas Argentinas) que promovió la edición de una antología local. También colaboró como columnista en un diario digital, tocando temas sociales y políticos (México). Publicó Casi un libro de cuentos en coautoría con Luis Venosa y Los nombres que me nombran (cuentos, 2023). Además está terminando otro libro de relatos breves: La crueldad de las mariposas.

miércoles, 1 de mayo de 2024

JULIA

 Claudia Isabel Lonfat

 

Julia Parisi vivía con sus padres en una coqueta casita en un barrio de clase media del noreste de la provincia de Buenos Aires. Algunos llamaban al lugar “La pequeña Italia”, ya que el italiano era el segundo idioma, y se podía escuchar en una variedad de dialectos; al punto que ni siquiera se entendían entre ellos.

Julia llevaba una vida cuidada y tranquila como cualquier otra chica de su edad, al menos en apariencia. Cursaba su último año del comercial, y estaba a meses de recibirse de perito mercantil. No pudo viajar a Bariloche con sus compañeras para festejar el egreso debido a esa extraña fiebre que se había apoderado de sus tardes y no la abandonaba hasta la mañana siguiente. El médico de la familia dijo que era por el crecimiento, algo pasajero, y como Julia se había estirado hasta pasar el metro setenta, les pareció lógico.

La fiebre volvía cada tanto, y la dejaba sin fuerzas; entonces le medicaban vitaminas, reposo, analgésicos, antibióticos, como si fueran golosinas; pastillas de diversos colores y sabores fueron poblando su mesita de luz. Era primavera cuando un vómito de sangre espesa y oscura interrumpió la pálida calma de la siesta familiar, aunque el invierno parecía no querer irse y el gris de una neblina pegajosa cubría hasta las almas.

Conrado, el padre de Julia, escuchó el grito ahogado de su hija, interrumpido en la garganta por la urgencia de otro vómito sanguinolento. La vio desplomarse con su camisón rosado, salpicado de manchas rojas y coágulos oscuros. El miedo lo dejó estaqueado dentro de los límites de la baldosa donde lo detuvo el espanto, como si estuviera jugando con Julia a la rayuela o a la mancha inmóvil. La madre y el hermano, corrían nerviosos de un lado para otro, buscando cosas que se hacían liquidas en la memoria. Lloraban o se agarraban de los pelos, pero no se animaban a mirar lo que había salido del cuerpo de Julia.

Conrado reaccionó y la tomó en sus brazos. Salió de la casa en pantuflas, vestido con un viejo piyama de franela celeste a rayas. Apenas podía ver por dónde andaba. Se dio cuenta de lo frágil y liviano que era el cuerpo de Julia, cuando tuvo la sensación de cargar solo su camisón rosado, y hasta se escuchó a si mismo decir, sin detenerse en reflexiones, como si fuera un fantasma, ¿dónde está tu cuerpo, hija?

Encendió el auto y se marchó, dejando tras de sí al resto de su familia, que la neblina se encargó de borrar. Condujo directo al hospital. Allí, Julia fue rápidamente atendida, estabilizada con suero y oxígeno. Las placas mostraron la tuberculosis pulmonar, con el lado izquierdo afectado. No hacía falta ser médico para notar cierta ausencia, justo donde señalaba el médico. Ahora correspondía completar con un esputo y análisis de sangre.

Julia debía quedar internada, hasta que los bichos que le devoraban el pulmón sucumbieran a la medicación.

 Conrado consiguió que le dieran una habitación cuya cama daba a unos ventanales hermosos y muy iluminados. Una enfermera le contó que antiguamente ese sector era para los ricos, que tenía hasta música funcional, más otros lujos, como una capilla propia con su cura, que daba misa semanal y luego pasaba por cada habitación para dejar sus bendiciones y escuchar a los enfermos. Bastaba con seguir por el pasillo y doblar a la izquierda para encontrarse con imágenes de algunas vírgenes y santos, varias hileras de asientos y un hermoso altar adornado con flores de tela.

Los días eran interminables. Al principio, madre, padre y hermano, rodeaban su cama. Hablaban pavadas y chismes sin parar, o inventaban cosas graciosas para sacar esa tristeza tatuada en los ojos de Julia. Pero la tristeza de la joven era infinita, traspasaba la piel, los músculos, las arterias. Viajaba por su sangre donde todo estaba corrompido y olía a muerte.

Con el correr de los meses, las visitas diarias se fueron espaciando, hasta que empezaron a ser semanales. Julia fue cambiando imperceptiblemente, perdiendo sus características hasta quedar irreconocible. Los tratamientos no funcionaban. Su piel era cada vez más transparente y etérea. Ella miraba todo a su alrededor, no estaba desconectada de su entorno, veía la muerte rondar, sabía que estaba en la última estación de su recorrido; ahí donde los condenados ya no pueden volver, y en su cabeza tenía la forma de una pequeña isla con paredes altas; tan altas que no se podía ver nada más.

Un día, la parca se llevaba a alguien que alguna vez había sido fuerte, pero que de a poco se había ido deshilachando como un trapo viejo, hasta deshacerse entre las manos, y concluir en ínfimas hebras volátiles. Otro día, le tocaba a un niño; un ser que no conoció otro color que el gris ni otra condición que el dolor y la ausencia de aire. Entonces el miedo le subía por los pies para estallarle en el pecho. Tanto, que la electricidad le sacudía hasta las entrañas. Una fuerza desconocida la invadía, y los olores intensos del día la hacían danzar y reír. El miedo se esfumaba.




Julia, con esa energía nueva, era capaz de todo. Bajó corriendo las escaleras directo al parque trasero del edificio. Siguió corriendo entre los árboles. Se detuvo y abrazó uno, lo olió. Luego rozó lo áspero de su corteza, con la misma suavidad con que acariciaría la mejilla de un niño. Y fue de un árbol a otro, como si tuviera nariz de perfumista. Después rodó por el pastó, y vio que muchas personas surgidas de quién sabe dónde, que la miraban sonrientes; ella les devolvió la sonrisa. Parecían de otras épocas, de otras vidas.

Corrió o levitó por todos los pasillos del hospital. Vio dolor, pero también esperanza. Percibió el miedo mediante el olfato, como los perros. Se le agudizaron todos los sentidos y se dejó ir, como un pájaro más.


Claudia Isabel Lonfat es una narradora y poeta argentina, nacida en Caseros, provincia de Buenos Aires que actualmente reside en la localidad de Tortuguitas, de la misma provincia. Participó en antologías, tanto de narrativa como de poesía géneros, nacionales e internacionales, como Grageas 3Cuentos de terrorPrimera antología de escritores de Malvinas Argentinas, Sin fronteras y muchas otras. Es una de las fundadoras del grupo “EIMA” (escritores independientes de Malvinas Argentinas) que promovió la edición de una antología local. También colaboró como columnista en un diario digital, tocando temas sociales y políticos (México). Publicó Casi un libro de cuentos en coautoría con Luis Venosa y Los nombres que me nombran (cuentos, 2023). Además está terminando otro libro de relatos breves.

NADA PERSONAL

Claudia Isabel Lonfat

Estamos viviendo un extraño fenómeno. Hace algunos meses que no llueve y la tierra se fue agrietando. Al principio se produjo de manera imperceptible, pero no para los observadores de la naturaleza como yo.

Lo noté el día que un ciempiés se detuvo en mi camino y actuó de manera extraña; cambió de rumbo girando ciento ochenta grados. Quilópodo pero no boludo, pensé, mientras lo miraba ir hasta perderse posiblemente en su cueva, que quedaba del otro lado de la grieta. Antes de su periplo, hacia dónde quizás habría depositado los artrópodos que engulliría, o tal vez, si fuera hembra, sus huevos. De tratarse de un macho iniciaría una danza para dejar su esperma que sería retirado luego por la hembra. Por un instante, me pareció percibir sus ojos enfocados en los míos, o tal vez solo fueron esos pares primarios de patas que, en realidad, parecieran cumplir otra función. Pasaron solo unos segundos o quizás lo imaginé.

Las grietas se fueron agrandando y yo carecía de herramientas para el riego, que antes no hacían falta, bastaba la lluvia y el rocío matinal para que el césped se mantuviera verde. Ahora se veía seco en su totalidad, quemado, y los informativos ya estaban anunciando incendios por todas partes, incluso en lugares donde jamás habían ocurrido por su constante humedad. Las grietas no solo tenían un tamaño cercano a los cuatro centímetros, sino que casi podrían ser consideradas abismos para algunas especies de insectos y mamíferos pequeños.

Metí una varilla de dos metros en la misma grieta donde vi al quilópodo, y pasó de largo como si nada; eso me asustó, pero también me alarmó el hecho de ver al insecto saliendo de la grieta con una lombriz. Era imposible saber si se trataba del mismo bicho de antes, ya que son todos iguales. El espectáculo me pareció escalofriante, desconocía el comportamiento de esta especie, pero siempre se dice que son buenos para la naturaleza. No es que dudara de eso, pero lo que estaba viendo era horrible. Le clavaba ese primer par de patas y se la estaba comiendo viva. Otra vez tuve esa extraña sensación, de que el quilópodo me observaba directo a los ojos.

El pronóstico del tiempo no cambiaba, seguía sin anuncios de futuras lluvias. En los noticieros no solo se empezaban a ver imágenes apocalípticas de incendios a lo largo y ancho del país, sino de lagunas y lagos casi secos, repletos de esqueletos y de peces agónicos aleteando desesperados, abriendo sus bocas buscando una bocanada de aire, y sin la posibilidad de obtener oxígeno de un medio que no se los podía proporcionar. Incluso, las cataratas estaban sin agua; apenas hilos discontinuos de lo que alguna vez mostraba toda la potencia de la naturaleza.

Me desperté en el más absoluto silencio. No ladraban los perros, no cantaban los pájaros, ni se oían las chicharras. Desde la calle no llegaba ningún sonido. Alarmado me asomé a la ventana. Las grietas ya eran visibles de lejos. Salí desesperado y fui llamando a cada perro por su nombre, silbé, y me pareció escuchar un llanto lejano. Entré en pánico, me temblaban las manos, me dolía el estómago. Volví a entrar y me tomé dos miligramos del ansiolítico, el doble de la dosis acostumbrada durante la pandemia para aliviar mis ataques de pánico, y esperé a que bajaran las palpitaciones. No solo desaparecieron las palpitaciones, sino los temblores y el miedo de que el apocalipsis estuviera iniciándose.

El quilópodo estaba frente a mi cuando abrí los ojos. Por alguna razón que escapa a mi inteligencia observé el tamaño que había adquirido. Ahora sus patas se podían apreciar en detalle, también su cara. Le hablé.

—¿Vos sos el ciempiés con quién me crucé en la grieta? —le dije sorprendido de mi espontanea pregunta.

—Sí, soy el mismo, con algunas adaptaciones al medio, crecí bastante y puedo hablar —respondió con absoluta tranquilidad, como acostumbrado a las preguntas.

—Todavía no entiendo qué pasó —murmuré, pero me escuchó.

—Si le sirve de consuelo, no es la primera vez que pasa, seguro conoce muy bien el dicho de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.

—Estoy perplejo hablando con un insecto gigante y atemorizante, tampoco creo que se parezca a Gregor Samsa, usted tiene mucha personalidad y determinación.

—Sus palabras me enaltecen aunque no sepa quién es ese Gregor —dijo moviendo algunas de sus patas.

De pronto me asaltaron varias dudas, si antes comía lombrices, ahora, con ese tamaño, ¿de qué se alimentaría? No creo que sea herbario. Tampoco que coma otros insectos; tendría que juntar de a miles para mitigar su voraz apetito.

—No se preocupe, no me comí esos animales de cuatro patas —dijo con absoluta tranquilidad—, en realidad los ayudé a salir, y créame que les hice un favor, ya que ahora podrían formar parte de mi cadena alimentaria, pero como ellos nunca intentaron comerme cuando era pequeño, yo decidí hacer lo mismo —agregó algo agitado. Y antes de que pudiera entender la situación, con su primer par de patitas, me tomo del cuello. Sentí un leve pinchazo similar al de las agujas que usan los dentistas y luego se te duerme todo—. Lo siento, tenía que elegir, y los humanos me parecen más nutritivos, sepa disculpar, no es nada personal —agregó mientras mis extremidades se relajaban hasta desplomarme bajo sus patas, que no eran cien, sino muchas menos.


Claudia Isabel Lonfat es una narradora y poeta argentina, nacida en Caseros, provincia de Buenos Aires que actualmente reside en la localidad de Tortuguitas, de la misma provincia. Participó en antologías, tanto de narrativa como de poesía géneros, nacionales e internacionales, como Grageas 3Cuentos de terrorPrimera antología de escritores de Malvinas Argentinas, Sin fronteras y muchas otras. Es una de las fundadoras del grupo “EIMA” (escritores independientes de Malvinas Argentinas) que promovió la edición de una antología local. También colaboró como columnista en un diario digital, tocando temas sociales y políticos (México). Publicó Casi un libro de cuentos en coautoría con Luis Venosa y Los nombres que me nombran (cuentos, 2023). Además está terminando otro libro de relatos breves.

viernes, 26 de abril de 2024

CÓMO FABRICAR UNA BOMBA Y NO MORIR EN EL INTENTO

 Claudia Isabel Lonfat

 

Arismendi empujó la vieja puerta y fue directo a la mesa central, donde ya estaban instalados: Lorenzo, Igor y Reinaldo. El gallego lo saludó levantando la mano izquierda, en la cual sostenía un trapo mugriento que usaba tanto para repasar la vajilla como el mostrador; lugar donde retozaban sus dos gatos, Malatesta y Durruti.

—Hola viejos, ¿cómo están? —preguntó Arismendi sin esperar respuesta, mientras se sentaba en la silla de siempre, con el esterillado roto, y lanzaba una puteada—. Gallego, ¿cuándo vas a reparar estas sillas de mierda del siglo pasado? —agregó.

—Usted también es del siglo pasado, está roto, y nadie lo llama viejo de mierda —contestó el gallego riendo entre dientes, o entre los vestigios dentales que le quedaban.

—No vaya a creer —dijo Arismendi—, así me llama mi nuera en voz baja porque cree que no escucho bien, pero tengo el oído biónico —dijo, tocándose el audífono amplificador que le había regalado su nieto.

Igor levantó la vista del diario “El Violín” rojo de furia.

—¡Miren como titulan estos hijos de puta! —exclamó indignado, mientras asestaba un puñetazo en la mesa y volcaba el café recién servido—, no tiene derecho la basura de Imán.

—En la cocina hacen falta huevos, diría Mateos —sentenció Lorenzo.

—No puedo imaginar que Mateo haya expresado semejante cosa en la Biblia —dijo Reinaldo, indignado, y todos rieron.

—Ese Mateo, no —dijo Igor—. Hasta yo, que soy el más anciano, sé que hay un cantante que se llama Miguel Mateos.

—Será que no tengo descendencia, y solo escucho tangos y milongas —contestó enojado Reinaldo.

—¡Zas! —Y todos lo miraron al gallego sin entender—. Así se llama la banda, yo sí estoy en onda.

—Mejor volvamos al tema muchachos —pidió Igor con una mirada suplicante—: Imán, y su pasquín de mierda, sigue publicando sandeces que alejan a la gente de la verdad; fomentando la falta de interés en el otro y dividiendo al pueblo.

—Eso ya lo sabemos, pero el más joven de nosotros es el gallego, que tiene ochenta años, y además es anarquista —contestó Lorenzo.

—¡Y a mucha honra! —exclamó mientras le rascaba la cabeza a Durruti, el gato más viejo que alguien haya podido conocer y que rondaba los veinte años—. Ustedes hablan, gritan, se quejan, pero no van a quedar para semilla: hagan algo contundente contra Imán y su pasquín.

—Hay que ser muy hijo de puta como para ponerle “El Violín” a un diario, y encima tener esa runfla de periodistas despojados de ética y moral, que mienten, encubren, y gestan el odio —dijo Lorenzo.

Arismendi los interrumpió.

—Les cuento que desde hace un tiempo busco cómo fabricar una bomba casera en la computadora de mi nieto. —Todos lo miraron sorprendidos—. Sí, no se sorprendan tanto, hace años que hablamos de ese deseo de terminar con ellos, y no es broma.

Hubo un largo silencio. Sentimientos encontrados, y un recorrido mental sobre la historia, lo que era correcto y el deber, antes de que hablara el gallego.

—Somos impunes ya, y estamos más muertos que vivos, ¿Qué podemos perder?

—A mí me parece una locura—dijo Reinaldo—, y aclaro que me encantaría que vuelen por el aire en mil pedazos, pero hay que ser coherentes.

—Y valientes —agregó el gallego—. ¿Cómo es eso de la bomba casera?
—¿Pueden creer qué hay tutoriales…? Facundo, se dio cuenta de lo que buscaba porque dice que no borré el historial, y ni siquiera sé lo que es el historial, en fin… se ofreció a ayudarnos —dijo orgulloso.

—Estás loco, ¡si es un niño! —exclamó Igor horrorizado.

—Qué va a ser un niño, tiene treinta años y participa de todas las marchas contra Lorreta —dijo Arismendi—. Mi nieto cree que podemos pasar a la historia, y la verdad yo ya estoy grande y cansado. Me pasé la vida vendiendo boludeces, hice la guita en los ´70 y ´80 con los Tiki Taka y los Sea Monkeys, yendo por todo el país en mi Estanciera. Siempre me pregunté cómo un ex vendedor de baratijas puede contribuir a mejorar el sistema…

—Pará, Arismendi, tampoco te tirés tan abajo —dijo Lorenzo y el resto asintió—. Fuimos laburantes, nos jubilamos, y nos quedamos acá en los peores momentos. Ahora queremos hacer algo amparados en lo único que nos da la vejez: impunidad.

—El gallego nos hizo anarquistas —dijo Igor. Malatesta y Durruti huyeron asustados después de escuchar la carcajada del gallego, que luego se puso serio.

—Sacco era zapatero y Vanzetti vendedor de pescado —dijo el gallego—, y fue un juez quien los persiguió y les armó las causas, tal como le hicieron a Cristina, y entre gallos y madrugadas terminaron acusados y condenados a la silla eléctrica. Hagamos algo.

—Facundo dice que hay manuales que no solo te enseñan a hacer bombas, sino que también te explican cómo comportarte y hasta vestirte para no llamar la atención —dijo Arismendi.

—Estoy azorado —contestó Reinaldo—. Miremos el lado positivo: si nos agarran, no vamos a terminar electrocutados, a lo sumo nos cagan a tiros o a cachetazos, porque no podríamos correr, casi ni caminar.

—¡Vamos a por ello! —exclamó el gallego entusiasmado y agregó—. Arismendi, dígale a su nieto que consiga todos los materiales en el mercado negro, él debe saber bien. Su organización nos va a agradecer que le pongamos el pecho a las balas… ¡Por Sacco y Vanzetti! ¡Por Malatesta y Durruti! los verdaderos, y no estos gatos perezosos —agregó el gallego.

 

Unos días después, Arismendi, fue al bar con su nieto Facundo.

—Acá está todo gallego —dijo con una sonrisa triunfal—. Facundito y yo terminamos la tarea, pero no podemos tener esto en casa, quizás podamos guardarlo en la despensa o en el patio.

—Deme, deme que lo llevo…

—No toque nada —dijo Facundo—, es muy sensible.

 

Por suerte, cuando la bomba estalló no había forasteros en el bar, solo los tristes viejos de siempre. “El Violín” tituló: “Una explosión destruyó un histórico bar del bajo de la ciudad, mítico y legendario por sus historias de viejas cofradías anarquistas. Se cuenta que en 1885, Malatesta vivió en el mismo lugar durante su exilio, antes de que la vivienda terminara siendo el bar más antiguo de Buenos Aires. Aparentemente, el siniestro lo habría ocasionado un escape de gas. En el lugar se encontraban algunos parroquianos y el dueño. No hubo sobrevivientes, solo dos gatos que la vecina rescató mientras saltaban la medianera”.


Claudia Isabel Lonfat es una narradora y poeta argentina, nacida en Caseros, provincia de Buenos Aires que actualmente reside en la localidad de Tortuguitas, de la misma provincia. Desde temprana edad mostro una gran inclinación por la lectoescritura y el arte en general. Participó en antologías, tanto de narrativa como de poesía géneros, nacionales e internacionales, como Grageas 3, Cuentos de terror, Primera antología de escritores de Malvinas Aregentinas, Sin fronteras y muchas otras. Es una de las fundadoras del grupo “EIMA” (escritores independientes de Malvinas Argentinas) que promovió la edición de una antología local. También colaboró como columnista en un diario digital, tocando temas sociales y políticos (México). Publicó Casi un libro de cuentos en coautoría con Luis Venosa y en 2023 Ediciones Sinergia publicó su libro de cuentos Los nombre que me nombran. 


martes, 9 de abril de 2024

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO (UNO)

 ESTRUJANTES, GLÓBULOS Y FLUCSIOS

Daniel Alcoba, Patricio G. Bazán, Héctor Ranea



Siendo como soy un omnívoro radical, en Titán dudo entre comer glóbulos, naranjas de dos metros de diámetro sobre seis patas rodantes, o estrujantes, sus predadores, que cazan en los pantanos de las selvas sud ecuatoriales de P 3268 G Alpha Centauri con exprimidores mecánicos colosales que arrastran en carretas de treinta ruedas tiradas por flucsios dodecápodos corniveletos de pelaje overo rosado. Los flucsios, tienen
una carne excelente para guisar. Se asan los todavía jóvenes, con cuernos no más grandes de un jeme.
—¡Adelar!
—¡Adela’ar para ti, también, primo!
Estaba a punto de almorzar. Elegimos una mesa a la sombra de un phaat enano de lujuriantes inflorescencias. El denso y dulzón aroma estimulaba aún más nuestro insaciable apetito.
—¿Qué pensaste para la entrada, primo?
—Costeletas de flucsio, primo. Con salsa de marjantes.
—Buena elección, primo. No muy hechas.
El camarero octópodo nos trajo la carta (DIN A3, 400 páginas papel ilustración impresa a 4 colores), casi dos kilogramos de difíciles decisiones, así que ni la miré.
—Lo mismo que él, con pelo del flucsio y, por favor, que el jugo de corniveleto esté a punto, no hervido. —El primo me miró con curiosidad.
—No sabía que te gustaban los corniveletos.
—Si está pasado me hace montar en cólera.
Como era previsible, el octópodo entendió mal y el cuerno vino con ese sabor a leche quemada que parece gutapercha rancia y respondí por mí. Me comí al octópodo y dos metros de la cola de mi primo.




PERDIDA EN LAS PROFUNDIDADES

Claudia Isabel Lonfat, Juan Manuel Montes, Daniel Alcoba


Se internó en la red como cualquier día. Después de aburridas horas de videos y comentarios sin sentido, cayó dentro de una publicidad. La publicidad la llevó cibernéticamente hacia una puerta, pagó el onecoin que costaba el ingreso y bajó las escaleras. Jamás había descendido tanto por la red. A su alrededor emergieron pantallas ofreciéndole sexo exótico y planos de armas en 3D. Treinta pisos más abajo encontró que los pasillos estaban húmedos y poco actualizados. Avanzo igual, a pesar de cierta incertidumbre, un poco entregada a lo que pudiera ocurrir en ese desvío virtual, hacia dónde era arrastrada por la curiosidad y el morbo. Ahora el silencio era absoluto; no se escuchaba el sonido de las ventanas emergentes, ni a los locutores robotizados. Entró en una habitación oscura que olía a almizcle. En un rincón se condensó el rostro de un hombre atractivo que le sonrió con ternura y la insolencia de un amante inminente que parecía conocerla de toda la vida.
—¿Es posible hacer el amor con un holograma? —quiso saber.
—Claro —respondió el galán etéreo—, pero para que salga bien tienes que encontrar los algoritmos de tu deseo, que son únicos. Y usarlos como si fuesen íntima lencería.
Ella cerró los ojos. De inmediato se abrió una ventana emergente desde el punto G, irradiando un fuego desconocido que iba más allá de las entrañas; en segundos, se convirtió en polvo.




CONSECUENCIAS INESPERADAS

Alejandro Bentivoglio, Carlos Enrique Saldívar, 

Sergio Gaut vel Hartman


Al chocar contra la pared a una velocidad descomunal, el automóvil quedó reducido a una papilla humeante de metal indescifrable. Los restos fueron vidrios y ladrillos desparramados por todas partes. Sin embargo, Werner no se hizo ni un rasguño. Se levantó y miró el desastre. Esperaba no haber roto nada importante; ni siquiera conocía el pueblo en el que estaba y ya daba una mala impresión. Salió tambaleándose del vehículo para alejarse antes de que explotara y cayó de rodillas pocos metros más adelante. Una muchacha se acercó a él para auxiliarlo y un policía preguntó:
—¿Cómo es posible que no se hiciera ningún daño? —Werner reconoció que no había usado el cinturón de seguridad ni bolsas de aire.
—Es un caso de Impresión Demorada —dijo la chica—. Es raro pero sucede. —Aunque ella no lo conocía, lo rodeó con sus brazos y lloró. Werner entendió sus palabras un segundo antes de que su tórax se partiera y su cabeza reventara.
Las semillas de Werner se esparcieron por todo el pueblo, y a su debido tiempo, germinaron. La chica, que se hacía llamar Leticia Oxford desde que vivía en la Tierra, cultivó los pequeños Werner con dedicación y esmero. Como pertenecía a una especie que se caracterizaba por su longevidad, tuvo tiempo de ver crecer a sus retoños y tras un prolijo adoctrinamiento, los usó para conquistar el planeta.  

Los autores: Claudia Isabel Lonfat, Caseros, Buenos Aires, Argentina; Héctor Ranea, Salta, Argentina; Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Carlos Enrique Saldívar, Lima, Perú; Patricio Guillermo Bazán, Buenos Aires, Argentina; Daniel Alcoba, La Plata, Argentina; Juan Manuel Montes, Mendoza, Argentina; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.

BIFICCIONES (UNO)

 CINCUENTA MINUTOS

Carlos Enrique Saldívar & Alejandro Bentivoglio

Ilustración: óleo del pintor británico Stephen John Darbishire


La ventana se abre, puedo ver un mundo perfecto, repleto de jardines con flores, gente bondadosa que vive contenta, un cielo límpido y aire puro. Me encanta contemplar este espacio una y otra vez, suelo hacerlo casi todo el día. Lástima que solo sea un recuerdo pasado, de hace diez años. Hoy todo está podrido. Todo, excepto esta cúpula que me mantendrá vivo por los próximos… cincuenta minutos. Creo que pasaré mis últimos momentos mirando este hermoso paisaje.
—¿Limpiaste la casa? —me dice mi mujer.
—¡Vamos a morir en cincuenta minutos! —digo.
—Claro, para el señor, cualquier excusa es buena. Total, la que lava, plancha, cocina y barre soy yo mientras su alteza mira de lo más tranquilo unas tontas imágenes y espera, sentado, nuestro Apocalipsis.

Golpeo mi reloj. Dios, ¿es que el tiempo del fin del último hombre vivo no puede transcurrir más rápido?


SEA MONKEYS

Claudia Isabel Lonfat & Luciano Lara





Era finales de los ‘70 cuando mi hermano trajo el sobrecito mágico. Estaba alegre y lleno de expectativas. Si hasta le brillaban los ojos y sonreía excitado. Eso era algo muy raro en Juan, no solo por lo difícil de contentar, sino debido a su carácter parco, casi salvaje.
Las imágenes del sobre daban lugar a todas las fantasías. Se podían ver unas diminutas criaturas semejantes al ciempiés, de numerosas patas largas y transparentes, con antenitas de caracol y ojos redondos oscuros. Todo más cerca de mi imaginación, que lo que podía transmitir la pobre ilustración caricaturesca del sobre.
De pronto, mi casa, que por lo general era poco alegre y hasta sombría, se había llenado de esperanzas y nuevas expectativas en torno a esas pequeñas cosas en estado de suspensión, a quienes nosotros, como familia, debíamos cultivar, y por qué no decirlo; darles vida. Seguimos las instrucciones confusas, tal vez mal traducidas del sobre “al pie de la letra”, como decía mamá. Compramos la pecera, los chirimbolos de plástico Made in China que simulaban ser algas o algo parecido, el termómetro, y toda la parafernalia para que nuestros monitos nadadores tengan su vida y nos alegren la nuestra.
Y así fue, los monitos marinos nos alegraron la vida; recuerdo que volvíamos de la escuela y lo primero que hacíamos era sentarnos frente a la pecera para verlos nadar.
—¡Ahí va uno! ¿Lo viste? —gritaba Juan.
—¿A ver? ¿Dónde?
—Ahí, nena ahí —y me marcaba el lugar pasando el dedo por la pecera.
—Si ponés el dedo no me dejas ver nada —respondía yo presa de un fastidio absoluto.
—¿Ay, pero no los ves? —insistía mi hermano.
No, yo no veía nada; confieso que desde chica he sido bastante corta de vista y que serlo me llenaba de vergüenza. La escena se repitió durante todos los días de la primera semana del experimento hasta que, como si fuese producto de la mismísima creación, el séptimo día, me pareció que estaba viendo a uno. Esa tarde me quedé sola durante horas mirando la pecera, y sí; me pareció ver más.
La fantasía duró hasta que Leonel, el vecinito de enfrente, un pequeño intelectual del que yo estaba enamorada, nos pinchó el globo:
—Ahí no hay nada —dijo en un tono más bien seco—, ustedes son pequeños pichones de esta sociedad; solo ven lo que el sistema quiere que vean.
Las palabras de Leonel fueron como puñales. Me dieron ganas de llorar, pero me la banqué. No iba a mostrar debilidad frente a ese hombrecito mandón y con entrecejo fruncido. Así que estaba dispuesta a seguir hasta las últimas consecuencias.
Mi hermano lo miraba furioso desde un rincón, y hasta me pareció que le brillaban los ojos; le tenía ganas desde hace rato:
—¿Qué te pasa, cuatro ojos! —exclamó—. Andá a visitar al oculista, o mejor cambialo por otro —agregó con una carcajada. Leonel se puso rojo, pero enseguida recobró su postura de superado.
—Qué se puede esperar de un burro como vos que compra todo lo que la publicidad vende…
No alcanzó a terminar la frase, cuando mi hermano se le tiró encima y lo empujó con tanta fuerza, que vi como Leonel se doblaba y salía expulsado hacia atrás, mientras que sus anteojos, gruesos como culo de botella, quedaban separados de su cuerpo y caían dentro de la pecera al chocar contra el brazo de Juan.
Leonel se tocó los ojos y se puso más rojo todavía. Empezó a caminar a los tumbos hacía la pecera con la idea de meter una mano adentro; Juan se abalanzó sobre él y ambos cayeron encima de la pecera que estalló en mil pedazos. Junto con el agua se desvanecieron los sea monkeys, la esperanza y la alegría de los días previos. Todo arruinado; los filósofos tienen eso: lo arruinan todo con su búsqueda de la verdad; si lo sabré yo que llevo cincuenta años al lado de Leonel. Atraída por su conocimiento como si fuese una droga necesaria para la vida y a la vez, experimentando la ruina absoluta de todos mis sueños.


Es una bella tarde primaveral; Leonel y yo tomamos mate a orillas del río:
—Sabés, viejo —le dije —; estaba pensando algo.
—A ver…
—La acumulación de conocimientos no implica sabiduría.
Leonel me miró extrañado, detrás de sus anteojos culo de botella y sonrió; no era tonto y sabía que una vez más lo estaba probando. No me respondió.
—¿Hay vida después de la muerte? —le pregunté aterrorizada; no quería que también me lo arruine. Entonces el viejo filósofo; mi marido “arruina esperanzas”, el hombre más sabio que he conocido, sonrió y me tomó de la cintura.
—¿Te acordás de los sea monkeys? —preguntó y yo asentí—, tengo que pedirte disculpas, estaba muerto de amor por vos y no soportaba al pelotudo de tu hermano. Te confieso que me parece haber visto alguno…


LOGÍSTICA INCORRECTA

Patricia K. Olivera & Sergio Gaut vel Hartman





Cruzamos el portón de entrada a la fábrica en medio de jirones de niebla que se filtraban por los intersticios de las tablas de madera mal cortadas. La visibilidad era muy pobre, aunque no tardamos en ver el costado del sendero sembrado de cadáveres vestidos con pijamas rayados, cubiertos de lodo y sangre. La primera impresión fue que llevaban muchos días y noches en aquel lugar. Sin embargo, Nikki observó que no podían ser más de dos, habida cuenta de que los orzos se habían retirado en desorden cuando nuestra artillería los diezmó entre lunes y martes de esa misma semana.
—No los entiendo —dijo Karter—. Invadir otro planeta con una logística tan débil. Los recursos insumidos deben haber sido cuantiosos, pero sus armas son una porquería.
—Nadie entiende, amigo —le dije—. Pero no fue gratis, te recuerdo.
—Nada comparado con lo que predijeron las historias de invasiones alienígenas —insistió Karter.
—¡Estupideces! —dijo Elssie, tan cáustica como siempre—. La realidad supera a la ficción.
—Te recuerdo que en este caso ha sido al revés —replicó Nikki con una sonrisa.
—La realidad superó a la ficción —insistió la bióloga, obstinada—. La ficción es un remedo torpe de la realidad, y los poderes predictivos de los escritores no valen nada —murmuró, sin dejar de observar con detenimiento uno de los cadáveres.
—No se entiende tu aguda observación —acotó Karter, burlón.
—En las historias que mencionaste, los alienígenas son más avanzados que nosotros y, de acuerdo con lo que hemos visto, este no sería el caso —finalizó, concentrándose en la información que el escáner desplegó en la pantalla, después de deslizarlo sobre uno de los cuerpos.
—Entonces… —La animé a seguir.
—Los orzos tratan de desentrañar nuestra logística. Solo que no saben aún cómo afrontar el desafío... —Elssie interrumpió su perorata por unos breves segundos—. ¿Qué significan estos cadáveres? —murmuró ensimismada—. ¿Quiénes eran estas personas?
—¿Eso significa que la última avanzada de los orzos fue una estrategia? —preguntó Nikki sorprendido—. ¿Los crees tan inteligentes?
—Escanearemos los iris; los registros nos dirán quiénes son —anunció Karter, pero nadie le prestó atención.
—Creo que los están subestimando—continuó Elssie, en respuesta a la pregunta de Nikki—. Sus armas serán una porquería, pero algo o alguien fue la causa de que esto sucediera.
—¿Los cadáveres? —intervino Ruth, la psicóloga, bastante preocupada—. ¿Acaso vas a informarnos qué le sucedió a estas personas?
—No lo puedo confirmar hasta no estudiar los cuerpos en el laboratorio, pero algo fuera de lo común provocó ese avanzado estado de descomposición —respondió Elssie, yendo hacía el vehículo, y dejándonos con la palabra en la boca.
Nos mantuvimos en silencio un rato, la conversación que acabábamos de tener quedó dando vueltas en nuestras cabezas.
—Bien. Peinemos la fábrica y los alrededores—ordenó Nikki—. Seamos minuciosos, cualquier elemento que encontremos será fundamental para dilucidar lo que ocurrió.
De no haber sido por los comentarios antipáticos de la bióloga, ninguno de nosotros se hubiera tomado la tarea tan en serio. Si habíamos sobreestimado el poderío de nuestra fuerza militar, al punto de no detectar una posible filtración, debíamos solucionarlo lo antes posible.
—Ya tenemos el listado con los nombres de esas personas —anuncié cuando entramos al laboratorio—. Eran pacientes en uno de los refugios psiquiátricos de la zona central.  Todos ocupaban la misma barraca; desaparecieron hará cosa de un mes.
—¿Y cómo no estábamos al tanto? —preguntó Karter sorprendido.
—Lo mismo le pregunté a la médica encargada de la barraca —respondí extendiendo las manos en un gesto que revelaba perplejidad—. Dijo que ya había pasado otras veces, pero explicó que desistieron de hacer las denuncias porque los militares no los tomaron en serio. Piensa que fueron discriminados por ser pacientes psiquiátricos.
—Entonces entran de lleno en mi campo —dijo Karter—. Los orzos están usando un truco de prestidigitador. Nos hacen creer que son torpes, que su logística es deficiente; han perdido demasiadas unidades de combate, instalando la idea de que desprecian la vida de sus efectivos. Pero mientras operan en esa dirección, distrayéndonos, preparan una ofensiva que nos destruirá por completo.
Corroborando la especulación de Karter, Elssie regresó pálida y demacrada.
—Las autopsias —dijo con un hilo de voz— demuestran que los cadáveres carecen de sistema nervioso. Les extirparon el cerebro y todo lo demás cuando aún estaban vivos.
Como respuesta inmediata a las noticias traídas por Elssie, Ruth empezó a vomitar y Karter se aferró a una viga de acero para no caerse. Pero eso no fue todo. Simultáneamente se precipitaron sobre nosotros un par de eventos asombrosos. El más avasallante fue que cientos de orzos irrumpieron en la fábrica abandonada en medio de un vendaval de sonidos estridentes. Aquellos seres diminutos, erizados de espinas, cuya apariencia nunca pudimos asimilar a ninguna criatura natural de nuestro mundo, presente o pretérita, se desplazaban a nuestro alrededor de un modo errático, caótico, produciendo más confusión que daño. Pero no puede calificarse de menor la consecuencia directa de ese desorden. Llegó a mi mente un concepto claro y definido. Los orzos habían, por fin, encontrado una logística correcta para derrotarnos, o por lo menos eso creyeron al apropiarse de los sistemas nerviosos de los internos del psiquiátrico: pretendían sumirnos en la locura, fabricar una suerte de desorganización mental, obligándonos a perder el rumbo de nuestros actos, desbaratando la estrategia defensiva que creamos cuando fuimos invadidos.
Lo que los orzos ignoran es que la demencia es el estado natural de la especie humana y que la única diferencia entre los que están afuera y adentro de las instituciones psiquiátricas es el mayor o menor talento para disimular las perturbaciones.

Los autores: Claudia Isabel Lonfat, Caseros, Buenos Aires, Argentina; Patricia K. Olivera, Montevideo, Uruguay; Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Luciano Lara, Quilmes, Buenos Aires, Argentina; Carlos Enrique Saldívar, Lima, Perú; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.

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