Javier López
UNO
– Situación crítica
Su
negocio nunca había sido un negocio boyante. Pero era suyo. Era quizá lo único
suyo que de verdad había tenido hasta ahora en la vida.
Carlos repasaba los libros de cuentas en su escritorio.
Anotaciones en un cuaderno que usaba a diario, y al lado el ordenador, con
varias ventanas abiertas con hojas de cálculo y un programa de contabilidad.
Todo estaba perdido. La crisis había agravado su situación y sólo podría
ocurrir un milagro para que su negocio se salvara.
En pocos días tendría que hacer una serie de pagos
bancarios para los que no disponía de fondos. Él ya sabía cómo estaban actuando
los bancos: sin piedad. Ante cualquier impago lanzaban una orden de embargo al
juzgado. Y Carlos tenía muy claro que los bancos eran poderosos, tanto como
para que los jueces se vendaran los ojos, no de la manera que muestra la
alegoría que representa la imparcialidad, sino para no ver la situación en la
que dejaban a muchas familias ejecutando esas sentencias.
Su humor había cambiado en los últimos meses. De ser un
buen conversador y animador de tertulias de bar, ahora se había refugiado en su
desesperación y llevaba meses sin salir con sus amigos. Alguno iba a visitarle,
preocupado por su encierro y aspecto cada vez más desmejorado. Pero resultaba
difícil conversar con él.
DOS
– Patricia
Salía
de trabajar a las 13:30. Luego tenía que volver a las 3 de la tarde. Era el
tiempo justo para ir a casa, poner al microondas algo del gusto de Carlos —ella
se conformaba con una ensalada, una loncha de pavo y fruta—, mientras él ponía
la mesa y cortaba un poco de pan. Sólo disponían de una hora para estar juntos,
pero desde siempre había sido el mejor momento del día.
En la cocina también se cocinaban besos, achuchones y
carantoñas mientras se calentaba la comida. Ella tenía una preciosa sonrisa a
la que Carlos no se podía resistir, y él tenía una mirada algo lánguida pero
auténtica y que reflejaba el amor que sentía por ella. Eso bastaba a Patricia,
aunque en el carácter de él hubiera alguna laguna y ausencias un poco
inexplicables. Pero Carlos era especial, no era un hombre corriente ni en el
trato, ni en sus ideas, ni siquiera en sus conocimientos. Había leído todos los
libros de la casa, enciclopedias completas, y siempre tenía una historia que
contar, ya fuera real o ficticia. Mientras cortaba el pan podía narrar mil
anécdotas sobre el cultivo del trigo, los hornos de leña o los eléctricos; o
las mil variedades de pan que se consumían en el mundo. Sabía de todo, y eso a
ella le gustaba. Muchas veces Patricia no sabía cuándo Carlos contaba algo que
había leído o cuándo fantaseaba. Como el día que le habló sobre un famoso horno
de leña que hubo en Cartago en el siglo III, al que acudían navegantes de todas
partes del mundo sólo para probar su exquisito pan mojado con aceite de oliva.
Y era un buen amante, en el sentido de ser un hombre
cariñoso y respetuoso siempre con ella, de ser ocurrente y hacerla reír. Tanto
que muchas veces había sustituido un orgasmo por una carcajada, por alguna
frase que hubiera dicho él en ese oportuno momento… Lo quería, con todo su
corazón. Pero él estaba cambiando desde hacía un tiempo, obsesionado con la
crisis. Y ella le tenía paciencia, pero había momentos en los que necesitaba
escapar.
Como tantas veces Lina y Andrea le habían ofrecido
acompañarlas al snack que había frente a su oficina. Ellas no gastaban el
tiempo en volver a casa a almorzar, solían pedir un plato combinado y tomaban
café y charlaban hasta la hora de entrar de nuevo a su trabajo como telefonistas
en un servicio de atención al cliente. Pero Patricia siempre renunciaba. Carlos
la esperaba y ella era fiel a la cita.
Y sin embargo ese día aceptó la invitación. Era la primera
vez en años que no almorzarían juntos. Era incapaz de llamarlo y decírselo. Así
que decidió enviarle un mensaje al móvil: “como fuera, en el congelador hay
empanadas y algo de pollo. Lf+”. Lo último era su manera de decirle “te
quiero”, en un código que ellos sabían interpretar.
TRES
– El sorteo
Patricia
regresó pasadas las 7, como cada tarde. Siempre su regreso era un momento de
celebración, desde que ella metía la llave en el bombín de la puerta y él salía
a su encuentro en cuanto la escuchaba. Besos, abrazos, caricias, mientras
comentaban cómo había estado el día de cada uno de ellos.
Pero ese día Carlos no estaba esperándola en la puerta.
Entró en la casa, que estaba en silencio, pensando que no había nadie. Pero sí,
él estaba en la habitación que utilizaban como despacho y que siempre habían
previsto como futura habitación infantil, para esa hija que deseaban tener más
adelante, cuando hubieran disfrutado de su vida en pareja lo suficiente para
adquirir ese compromiso.
Apenas movió la cabeza cuando Patricia abrió la puerta.
—Hola, ¿cómo ha estado tu día? —preguntó Carlos sin ninguna
emoción.
—Bien, como siempre, nada nuevo.
En su tono había algo de frustración. Era doloroso ver cómo
el hombre al que amaba estaba cambiando y perdiendo su carácter espontáneo y
dulce. Pero no le culpaba. Había vivido momentos muy duros en los últimos meses
en su negocio. Pérdida de pedidos ya casi comprometidos, presupuestos que los
clientes nunca volvían para recoger, impagos que estaban minando su economía.
Él tenía una tienda pequeña, en la que se dedicaba a hacer proyectos de
decoración de cocinas. No tenía una gran exposición, pero era un genio montando
proyectos virtuales en el ordenador, que en otras épocas habían hecho las
delicias de los clientes, a los que regalaba un disco con la animación del
proyecto en 3D para que pudieran disfrutarlo cómodamente en el televisor de casa.
Pero eso había dejado de funcionar. Con la crisis
inmobiliaria, no había viviendas nuevas para las que vender cocinas. En todo
caso, alguna renovación que se hiciera en un apartamento usado, y eso iba
siendo cada vez menos frecuente. Además, los Grandes Almacenes se estaban
quedando con el poco negocio que había. Vendían muebles baratos con bonitos
revestimientos que cubrían su pésima calidad. Pero allí estaban, en exposición,
a la vista de todos, vendidos en cómodos plazos por comerciales sagaces.
Patricia lo invitó a darse una ducha juntos, pero él parecía
absorbido en la pantalla del ordenador, intentando cuadrar las cuentas del mes
que venía por delante. Era finales de mayo, comenzaba a hacer calor, y eso le
agobiaba aún más.
Ella desapareció tras la puerta sin que Carlos apenas se
inmutara. La radio sonaba, aunque él tampoco prestaba atención. Era una rutina,
la radio se había convertido en acompañamiento de fondo todas las horas que
pasaba entre libros y papeles.
—… el treinta y uno y el cuarenta —se oyó decir a una locutora
que anunciaba los números de algún sorteo.
—Treinta y uno, cuarenta… —repitió mentalmente Carlos,
sabiendo que esos dos números estaban, con total seguridad, en el boleto de
loto comprado unas horas antes en la administración de loterías de su barrio—.
Bah, sólo son dos números, seguro que no acerté más.
Siguió trabajando en lo que estaba, encendió el enésimo
cigarrillo sin saber por qué. La habitación apestaba ya lo suficiente a tabaco
como para poder tragar humo sin fumar. Pero lo hizo. Abrió la ventana, hacía
calor y resultaba difícil respirar. El aire y el ruido de la calle le llegaron
como un despertar, pues muchas veces cuando estaba en esa habitación se
olvidaba de que afuera estaba el mundo, los demás, el tráfico… la vida. Se
asomó y respiró profundamente. Pero le dio vértigo al mirar hacia abajo. Vivían
en un noveno piso.
Patricia volvió a aparecer en el vano de la puerta.
—Voy a cenar algo y me acuesto. ¿Por qué no dejas ya eso
por hoy y cenamos juntos y…? —no tuvo opción de terminar porque Carlos
interrumpió sus palabras.
—No puedo —dijo de manera tan tajante que a ella la
recorrió una ola de calor que empezó en los pies y llegó hasta la cabeza.
—Buenas noches, entonces —el tono de Patricia sonó a
corazón roto.
—Cariño, en un rato iré —contestó Carlos tratando de
suavizar el ambiente.
—Como quieras —dijo Patricia, y estas dos palabras sonaron
a un conformismo que ella misma jamás pensó que utilizaría con él. Pero acababa
de hacerlo, como dándolo todo por perdido.
CUATRO
— La noche
Miró
el reloj de sobremesa sin saber por qué, ya que tenía la hora en el ordenador.
Las once treinta. Hora de acostarse si no quería tener mañana un mal día y,
sobre todo, si no quería dejar a Patricia con esa tristeza que había percibido
en sus palabras. Charlar antes de dormir era algo que nunca les faltaba, por más
cansancio que tuvieran. Recordar anécdotas pasadas, analizar el presente, idear
el futuro. Y siempre acababan haciendo el amor. Nacía de la conversación, se
integraba en un todo del que ellos formaban parte. Sólo en los momentos de
sofoco callaban para entregarse al placer. Pero de igual modo después
continuaban la charla, hasta quedar dormidos.
Así había sido siempre, pero hasta eso estaba cambiando en
los últimos meses. Cuando Carlos abandonaba el estudio, la encontraba en muchas
ocasiones durmiendo, vuelta hacia el lado contrario al que él ocupaba, como
señal inequívoca de que algo no estaba funcionando.
De repente tuvo una intuición que se convirtió en
necesidad. ¿Y si no eran sólo dos números los aciertos de la loto? No es que
pensara en tener un pleno pero, quién sabe, cinco aciertos, hasta cuatro,
podrían reportarle unos cientos o miles de euros que en ese momento vendrían como
llovidos del cielo. Y con dos números ya estaba a mitad de camino.
Abrió una página de internet en la que había cuadrantes con
los sorteos del día. Le costó localizar el que se correspondía con su boleto,
pues entre tantos sorteos, tendría que ser especialista en juegos de azar para
tenerlo claro. Pero consiguió dar con él, y la visión del cuadrante se le hizo
borrosa y sintió un enorme mareo al ver, cifra por cifra, cada uno de los
números de la combinación ganadora.
—¡Joder, joder! —exclamó en un tono no lo suficientemente
alto para despertar a Patricia, que dormía al otro lado del pasillo, pero sí
para que el vecino de arriba golpeara en la pared a modo de advertencia. Los
tabiques de esa casa eran de papel.
Muchas veces había pensado en cómo reaccionaría una persona
a la que tocara un gran premio en un sorteo. Y también en cómo reaccionaría él
mismo. Gritar, dar saltos, hacer que todo el mundo se enterara, llamar a los
amigos, a los familiares, salir a la calle y buscar el primer bar abierto para
acabar con las existencias y, sobre todo, sentir una euforia y una alegría
desbordante. Poner fin a una vida de lucha y abrir paso a algo nuevo; un mundo
en el que los únicos problemas pasaban a ser qué modelo de coche elegir y qué
vivienda comprar. Lo demás quedaba atrás, las preocupaciones, las facturas, el
odiado banco que ahora se convertiría en el aliado que busca tu seguridad y
bienestar… Pero todos esos pensamientos que siempre tuvo quedaron en nada.
Carlos quedó sin reacción, y de repente sintió un miedo enorme a encontrarse
con aquella inmensa fortuna porque, aunque desconocía la cantidad exacta, en
ese momento ya sabía que su boleto era el único premiado. Y eso significaba
varios millones de euros.
No supo qué hacer. Era ya tarde como para tomar decisiones
ese día, tendría que dejar que amaneciera y plantearse las cosas a partir del
día siguiente. Hoy sólo debería dormir y esperar…
CINCO
— Haciendo planes
Se
acostó haciendo un poco de ruido, un par de toses al entrar en el dormitorio y
un pequeño golpe sobre la mesilla de noche, como si fuera accidental y debido a
la oscuridad. Quería comprobar si el sueño de Patricia era ligero y ella tenía
aún ganas de conversar.
Así fue, ella enseguida reaccionó y le preguntó, con voz
baja y de estar medio dormida:
—¿Qué tal te ha ido? —la pregunta era retórica, como si
ella no supiera que cada vez que él se enfrascaba en sus cuentas, era más
conocedor de que las cosas se agravaban.
—Bueno, quizá la situación no sea tan crítica como había
pensado.
—¿Y cómo es eso? ¿Has hecho algún negocio del que yo no
esté enterada?
—No, claro que no. Pero intentaré aplazar algunos pagos y
veremos qué se puede hacer.
Ella no dijo nada, pero la respuesta le sonó extraña.
Aplazando pagos lo único que Carlos conseguiría sería demorar la caída, pero
las perspectivas de negocio iban a la baja cada mes, y las consecuencias de ese
aplazamiento sólo empeorarían la situación.
—Deberías plantearte traspasar el negocio, buscar algún
trabajo de diseñador en unos Grandes Almacenes o en cualquier tienda de
muebles.
—¿Ahora, en este momento? Sabes que no contratan a nadie,
al contrario, están despidiendo a amigos míos cada día. Y sabes que soy
autodidacta, pero no obtuve ni siquiera el título de delineante. Nadie me
contratará.
—Sabes que vales mucho, y tu experiencia sería lo más
valioso de tu curriculum.
—Dejemos eso ya, soñemos un poco. Dime, ¿qué haríamos si
nos tocara un buen premio en la lotería? —el giro de Carlos lo sintió Patricia
como un cambio de tercio para no afrontar la situación.
—Sabes que lo hemos hablado muchas veces. Me encantaría
tener una vivienda unifamiliar con una enorme piscina y un buen garaje para dos
o tres coches. Ese deportivo rojo…
—Siempre he dicho que los descapotables nada más traen
problemas. Después los aparcas en cualquier lugar y un desaprensivo echa una
colilla dentro y quema la tapicería —mientras Carlos hablaba, la ciñó con su
cuerpo y sus brazos completamente por la espalda. Aunque era poca la luz, ahora
se había acostumbrado, y podía ver el brillo de la luna sobre la mejilla
derecha de Patricia, que se convertía en un destello al alcanzar la altura de
sus ojos. Era hermosa, y no pudo evitar apartarse un poco hacia atrás para ver
su cuerpo: la corta melena cobriza, la espalda recta y las nalgas redondeadas y
ligeramente prominentes.
—¿Y qué más da? Si echan una colilla dentro, cambiamos la
tapicería o compramos otro coche —dijo ella con voz más despierta y una risa.
—Y un chalé… ¿de veras sería la forma de vida que te
gustaría? Sabes que como están las cosas las viviendas aisladas se han
convertido en un lugar peligroso para vivir, te encuentras con tres
enmascarados dentro de la casa mientras estás durmiendo y al día siguiente aparece
tu cuerpo acribillado a balazos.
—No seas bobo —dijo Patricia en un tono cariñoso—. Eso sólo
pasa en las películas.
—¿Películas? —ahora el tono de Carlos se volvió un poco
agrio—, los telediarios no cuentan películas, los periódicos tampoco. Eso que
te digo ocurre, está ocurriendo cada día en nuestro país.
—Bueno basta ya, no te enojes. Dejémoslo así. Al fin y al
cabo estamos hablando de algo que nada tiene que ver con nuestras vidas.
—Cierto, amor —dijo riendo para dejar claro que todo era
una broma. Entonces la besó en la espalda y le deseó buenas noches.
SEIS
– La mañana
A
las ocho treinta y cinco desayunaron un café y tostadas hechas con pan de la
noche anterior. Con el calor se había resecado, así que apenas probaron un
bocado y salieron a tomar el ascensor. Una vez en la calle, Carlos y Patricia
tomaban caminos opuestos, pues el edificio de oficinas de ella estaba al norte
de la ciudad, y la tienda de Carlos a escasos cien metros de su casa, pero
hacia el sur.
—¿Vas a casa a comer? —preguntó Patricia, sabiendo que la
respuesta era afirmativa porque a él no le gustaba comer en la calle—. Yo
almuerzo con Lina y Andrea, en el snack de…
—Sí, lo sé. En ese antro donde te dan comida congelada y
frita en abundante grasa.
—Sabes que no, que yo sólo tomo ensaladas y verduras. Y que
ir a casa apenas me deja tiempo para llegar en hora por la tarde.
—Está bien, meteré algo en el microondas. No te preocupes.
Se dieron un beso casi de amigos, así solían hacer por las
mañanas cuando se despedían en la calle, y cada cuál tomó su camino hacia el
trabajo.
Durante la mañana no entró nadie en el negocio de Carlos,
así que estuvo frente al ordenador terminando algunos diseños y revisando
algunos presupuestos que le habían entrado por fax. Entonces se encontró con
una sorpresa. Una promotora de viviendas que un año atrás había paralizado un
pedido de equipamiento para cien cocinas en una urbanización a pie de playa,
ahora había retomado el proyecto después de haber obtenido las licencias municipales
para construir, y el pedido se hacía firme.
—Joder, joder… —murmuró entre dientes sin salir aún de su
asombro.
Pasó la mañana pensando en la charla con Patricia, en las ilusiones
de ella. Imaginaba una enorme casa con una enorme piscina y tres llamativos
vehículos. Igualmente imaginaba montones de malhechores enmascarados asaltando
su vivienda, aún repleta de medidas de seguridad que le asfixiaban. También en
las fiestas de derroche y desenfreno con sus nuevos amigos ricos, a los que aún
no conocía porque él nunca había tenido amigos ricos. Fiestas con champaña y
montones de idiotas borrachos entrando continuamente al baño a esnifar cocaína.
Odiaba que la gente se emborrachara y odiaba la cocaína. Odiaba la vida de los
ricos, y por su mente pasaron mil imágenes de una vida que no quería para él.
Pensó en la posibilidad de cobrar el premio y donar una
parte a entidades benéficas. Pero… ¿dónde estaría el límite? ¿Cuánto permitiría
Patricia que donara?
Durante la mañana había estado escuchando la radio.
Hablaban de un único boleto premiado sellado en Ribera, su ciudad. Y decían que
aún no se había localizado al acertante, pero todos los medios estaban al
acecho para descubrir quién era el afortunado.
A la una de la tarde echó la persiana metálica de su
negocio. Antes había hecho trizas el boleto y echado los trocitos dentro de un
paquete de tabaco vacío. Al pasar por delante de una papelera aplastó el
paquete y lo depositó dentro.
Se fue paseando, con las manos metidas en los bolsillos.
Rebuscando, encontró que aún tenía tres monedas de euro. Iría al snack donde
almorzaba Patricia y tomaría una buena cerveza fría mientras ella llegaba.
Luego le daría la buena noticia de los pedidos que había recibido esa mañana, y
almorzarían juntos. Ahora se sentía más dueño de su vida que nunca.
Javier López nació en 1964 en Ceuta, la ciudad autónoma española, situada en la península Tingitana, en la orilla africana del estrecho de Gibraltar. Actualmente reside en Marbella, Málaga. Estudió Magisterio, rama de Humanidades. Desde siempre ha sentido esa vocación humanística, que le ha llevado a aprender de todo sin especializarse en nada. Apasionado del arte, la historia, la música, la novela, el relato y, en pequeñas dosis, la poesía. Esa misma inquietud interdisciplinar le llevó a estudiar Ciencias Matemáticas, aunque nunca terminó la carrera. Pero al menos consiguió desvelar algunos misterios de la matemática, la física y la química, que era en definitiva lo que buscaba. Desde niño leyó, pero apenas había escrito antes de comenzar con la microliteratura textos que podrían considerarse de forma genérica dentro del ensayo. Crear el blog Cositas Buenas supuso el inicio de su actividad literaria. Gracias a ello tomó contacto con escritores de la talla de Olga Appiani de Linares y José Luis Zárate, que le dieron a conocer el microrrelato. Pero fue sobre todo el apoyo de Sergio Gaut vel Hartman y su ingreso en el grupo Heliconia Literaria lo que le hizo afianzarse en la tarea de escribir, habiendo publicado numerosos cuentos breves en los blogs Químicamente Impuro y Breves no tan Breves y, sobre todo, innumerables hiperbreves en Twitter. Ha participado en las antologías Grageas 2 (2010), Grageas 3 (2014), Minimalismos (2015) y Cien páginas de amor (2015).