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viernes, 14 de marzo de 2025

EL PREMIO

Javier López 

 

UNO – Situación crítica

 

Su negocio nunca había sido un negocio boyante. Pero era suyo. Era quizá lo único suyo que de verdad había tenido hasta ahora en la vida.

Carlos repasaba los libros de cuentas en su escritorio. Anotaciones en un cuaderno que usaba a diario, y al lado el ordenador, con varias ventanas abiertas con hojas de cálculo y un programa de contabilidad. Todo estaba perdido. La crisis había agravado su situación y sólo podría ocurrir un milagro para que su negocio se salvara.

En pocos días tendría que hacer una serie de pagos bancarios para los que no disponía de fondos. Él ya sabía cómo estaban actuando los bancos: sin piedad. Ante cualquier impago lanzaban una orden de embargo al juzgado. Y Carlos tenía muy claro que los bancos eran poderosos, tanto como para que los jueces se vendaran los ojos, no de la manera que muestra la alegoría que representa la imparcialidad, sino para no ver la situación en la que dejaban a muchas familias ejecutando esas sentencias.

Su humor había cambiado en los últimos meses. De ser un buen conversador y animador de tertulias de bar, ahora se había refugiado en su desesperación y llevaba meses sin salir con sus amigos. Alguno iba a visitarle, preocupado por su encierro y aspecto cada vez más desmejorado. Pero resultaba difícil conversar con él.

 

DOS – Patricia

 

Salía de trabajar a las 13:30. Luego tenía que volver a las 3 de la tarde. Era el tiempo justo para ir a casa, poner al microondas algo del gusto de Carlos —ella se conformaba con una ensalada, una loncha de pavo y fruta—, mientras él ponía la mesa y cortaba un poco de pan. Sólo disponían de una hora para estar juntos, pero desde siempre había sido el mejor momento del día.

En la cocina también se cocinaban besos, achuchones y carantoñas mientras se calentaba la comida. Ella tenía una preciosa sonrisa a la que Carlos no se podía resistir, y él tenía una mirada algo lánguida pero auténtica y que reflejaba el amor que sentía por ella. Eso bastaba a Patricia, aunque en el carácter de él hubiera alguna laguna y ausencias un poco inexplicables. Pero Carlos era especial, no era un hombre corriente ni en el trato, ni en sus ideas, ni siquiera en sus conocimientos. Había leído todos los libros de la casa, enciclopedias completas, y siempre tenía una historia que contar, ya fuera real o ficticia. Mientras cortaba el pan podía narrar mil anécdotas sobre el cultivo del trigo, los hornos de leña o los eléctricos; o las mil variedades de pan que se consumían en el mundo. Sabía de todo, y eso a ella le gustaba. Muchas veces Patricia no sabía cuándo Carlos contaba algo que había leído o cuándo fantaseaba. Como el día que le habló sobre un famoso horno de leña que hubo en Cartago en el siglo III, al que acudían navegantes de todas partes del mundo sólo para probar su exquisito pan mojado con aceite de oliva.

Y era un buen amante, en el sentido de ser un hombre cariñoso y respetuoso siempre con ella, de ser ocurrente y hacerla reír. Tanto que muchas veces había sustituido un orgasmo por una carcajada, por alguna frase que hubiera dicho él en ese oportuno momento… Lo quería, con todo su corazón. Pero él estaba cambiando desde hacía un tiempo, obsesionado con la crisis. Y ella le tenía paciencia, pero había momentos en los que necesitaba escapar.

Como tantas veces Lina y Andrea le habían ofrecido acompañarlas al snack que había frente a su oficina. Ellas no gastaban el tiempo en volver a casa a almorzar, solían pedir un plato combinado y tomaban café y charlaban hasta la hora de entrar de nuevo a su trabajo como telefonistas en un servicio de atención al cliente. Pero Patricia siempre renunciaba. Carlos la esperaba y ella era fiel a la cita.

Y sin embargo ese día aceptó la invitación. Era la primera vez en años que no almorzarían juntos. Era incapaz de llamarlo y decírselo. Así que decidió enviarle un mensaje al móvil: “como fuera, en el congelador hay empanadas y algo de pollo. Lf+”. Lo último era su manera de decirle “te quiero”, en un código que ellos sabían interpretar.

 

TRES – El sorteo

 

Patricia regresó pasadas las 7, como cada tarde. Siempre su regreso era un momento de celebración, desde que ella metía la llave en el bombín de la puerta y él salía a su encuentro en cuanto la escuchaba. Besos, abrazos, caricias, mientras comentaban cómo había estado el día de cada uno de ellos.

Pero ese día Carlos no estaba esperándola en la puerta. Entró en la casa, que estaba en silencio, pensando que no había nadie. Pero sí, él estaba en la habitación que utilizaban como despacho y que siempre habían previsto como futura habitación infantil, para esa hija que deseaban tener más adelante, cuando hubieran disfrutado de su vida en pareja lo suficiente para adquirir ese compromiso.

Apenas movió la cabeza cuando Patricia abrió la puerta.

—Hola, ¿cómo ha estado tu día? —preguntó Carlos sin ninguna emoción.

—Bien, como siempre, nada nuevo.

En su tono había algo de frustración. Era doloroso ver cómo el hombre al que amaba estaba cambiando y perdiendo su carácter espontáneo y dulce. Pero no le culpaba. Había vivido momentos muy duros en los últimos meses en su negocio. Pérdida de pedidos ya casi comprometidos, presupuestos que los clientes nunca volvían para recoger, impagos que estaban minando su economía. Él tenía una tienda pequeña, en la que se dedicaba a hacer proyectos de decoración de cocinas. No tenía una gran exposición, pero era un genio montando proyectos virtuales en el ordenador, que en otras épocas habían hecho las delicias de los clientes, a los que regalaba un disco con la animación del proyecto en 3D para que pudieran disfrutarlo cómodamente en el televisor de casa.

Pero eso había dejado de funcionar. Con la crisis inmobiliaria, no había viviendas nuevas para las que vender cocinas. En todo caso, alguna renovación que se hiciera en un apartamento usado, y eso iba siendo cada vez menos frecuente. Además, los Grandes Almacenes se estaban quedando con el poco negocio que había. Vendían muebles baratos con bonitos revestimientos que cubrían su pésima calidad. Pero allí estaban, en exposición, a la vista de todos, vendidos en cómodos plazos por comerciales sagaces.

Patricia lo invitó a darse una ducha juntos, pero él parecía absorbido en la pantalla del ordenador, intentando cuadrar las cuentas del mes que venía por delante. Era finales de mayo, comenzaba a hacer calor, y eso le agobiaba aún más.

Ella desapareció tras la puerta sin que Carlos apenas se inmutara. La radio sonaba, aunque él tampoco prestaba atención. Era una rutina, la radio se había convertido en acompañamiento de fondo todas las horas que pasaba entre libros y papeles.

—… el treinta y uno y el cuarenta —se oyó decir a una locutora que anunciaba los números de algún sorteo.

—Treinta y uno, cuarenta… —repitió mentalmente Carlos, sabiendo que esos dos números estaban, con total seguridad, en el boleto de loto comprado unas horas antes en la administración de loterías de su barrio—. Bah, sólo son dos números, seguro que no acerté más.

Siguió trabajando en lo que estaba, encendió el enésimo cigarrillo sin saber por qué. La habitación apestaba ya lo suficiente a tabaco como para poder tragar humo sin fumar. Pero lo hizo. Abrió la ventana, hacía calor y resultaba difícil respirar. El aire y el ruido de la calle le llegaron como un despertar, pues muchas veces cuando estaba en esa habitación se olvidaba de que afuera estaba el mundo, los demás, el tráfico… la vida. Se asomó y respiró profundamente. Pero le dio vértigo al mirar hacia abajo. Vivían en un noveno piso.

Patricia volvió a aparecer en el vano de la puerta.

—Voy a cenar algo y me acuesto. ¿Por qué no dejas ya eso por hoy y cenamos juntos y…? —no tuvo opción de terminar porque Carlos interrumpió sus palabras.

—No puedo —dijo de manera tan tajante que a ella la recorrió una ola de calor que empezó en los pies y llegó hasta la cabeza.

—Buenas noches, entonces —el tono de Patricia sonó a corazón roto.

—Cariño, en un rato iré —contestó Carlos tratando de suavizar el ambiente.

—Como quieras —dijo Patricia, y estas dos palabras sonaron a un conformismo que ella misma jamás pensó que utilizaría con él. Pero acababa de hacerlo, como dándolo todo por perdido.

 

CUATRO — La noche

 

Miró el reloj de sobremesa sin saber por qué, ya que tenía la hora en el ordenador. Las once treinta. Hora de acostarse si no quería tener mañana un mal día y, sobre todo, si no quería dejar a Patricia con esa tristeza que había percibido en sus palabras. Charlar antes de dormir era algo que nunca les faltaba, por más cansancio que tuvieran. Recordar anécdotas pasadas, analizar el presente, idear el futuro. Y siempre acababan haciendo el amor. Nacía de la conversación, se integraba en un todo del que ellos formaban parte. Sólo en los momentos de sofoco callaban para entregarse al placer. Pero de igual modo después continuaban la charla, hasta quedar dormidos.

Así había sido siempre, pero hasta eso estaba cambiando en los últimos meses. Cuando Carlos abandonaba el estudio, la encontraba en muchas ocasiones durmiendo, vuelta hacia el lado contrario al que él ocupaba, como señal inequívoca de que algo no estaba funcionando.

De repente tuvo una intuición que se convirtió en necesidad. ¿Y si no eran sólo dos números los aciertos de la loto? No es que pensara en tener un pleno pero, quién sabe, cinco aciertos, hasta cuatro, podrían reportarle unos cientos o miles de euros que en ese momento vendrían como llovidos del cielo. Y con dos números ya estaba a mitad de camino.

Abrió una página de internet en la que había cuadrantes con los sorteos del día. Le costó localizar el que se correspondía con su boleto, pues entre tantos sorteos, tendría que ser especialista en juegos de azar para tenerlo claro. Pero consiguió dar con él, y la visión del cuadrante se le hizo borrosa y sintió un enorme mareo al ver, cifra por cifra, cada uno de los números de la combinación ganadora.

—¡Joder, joder! —exclamó en un tono no lo suficientemente alto para despertar a Patricia, que dormía al otro lado del pasillo, pero sí para que el vecino de arriba golpeara en la pared a modo de advertencia. Los tabiques de esa casa eran de papel.

Muchas veces había pensado en cómo reaccionaría una persona a la que tocara un gran premio en un sorteo. Y también en cómo reaccionaría él mismo. Gritar, dar saltos, hacer que todo el mundo se enterara, llamar a los amigos, a los familiares, salir a la calle y buscar el primer bar abierto para acabar con las existencias y, sobre todo, sentir una euforia y una alegría desbordante. Poner fin a una vida de lucha y abrir paso a algo nuevo; un mundo en el que los únicos problemas pasaban a ser qué modelo de coche elegir y qué vivienda comprar. Lo demás quedaba atrás, las preocupaciones, las facturas, el odiado banco que ahora se convertiría en el aliado que busca tu seguridad y bienestar… Pero todos esos pensamientos que siempre tuvo quedaron en nada. Carlos quedó sin reacción, y de repente sintió un miedo enorme a encontrarse con aquella inmensa fortuna porque, aunque desconocía la cantidad exacta, en ese momento ya sabía que su boleto era el único premiado. Y eso significaba varios millones de euros.

No supo qué hacer. Era ya tarde como para tomar decisiones ese día, tendría que dejar que amaneciera y plantearse las cosas a partir del día siguiente. Hoy sólo debería dormir y esperar…

 

CINCO — Haciendo planes

 

Se acostó haciendo un poco de ruido, un par de toses al entrar en el dormitorio y un pequeño golpe sobre la mesilla de noche, como si fuera accidental y debido a la oscuridad. Quería comprobar si el sueño de Patricia era ligero y ella tenía aún ganas de conversar.

Así fue, ella enseguida reaccionó y le preguntó, con voz baja y de estar medio dormida:

—¿Qué tal te ha ido? —la pregunta era retórica, como si ella no supiera que cada vez que él se enfrascaba en sus cuentas, era más conocedor de que las cosas se agravaban.

—Bueno, quizá la situación no sea tan crítica como había pensado.

—¿Y cómo es eso? ¿Has hecho algún negocio del que yo no esté enterada?

—No, claro que no. Pero intentaré aplazar algunos pagos y veremos qué se puede hacer.

Ella no dijo nada, pero la respuesta le sonó extraña. Aplazando pagos lo único que Carlos conseguiría sería demorar la caída, pero las perspectivas de negocio iban a la baja cada mes, y las consecuencias de ese aplazamiento sólo empeorarían la situación.

—Deberías plantearte traspasar el negocio, buscar algún trabajo de diseñador en unos Grandes Almacenes o en cualquier tienda de muebles.

—¿Ahora, en este momento? Sabes que no contratan a nadie, al contrario, están despidiendo a amigos míos cada día. Y sabes que soy autodidacta, pero no obtuve ni siquiera el título de delineante. Nadie me contratará.

—Sabes que vales mucho, y tu experiencia sería lo más valioso de tu curriculum.

—Dejemos eso ya, soñemos un poco. Dime, ¿qué haríamos si nos tocara un buen premio en la lotería? —el giro de Carlos lo sintió Patricia como un cambio de tercio para no afrontar la situación.

—Sabes que lo hemos hablado muchas veces. Me encantaría tener una vivienda unifamiliar con una enorme piscina y un buen garaje para dos o tres coches. Ese deportivo rojo…

—Siempre he dicho que los descapotables nada más traen problemas. Después los aparcas en cualquier lugar y un desaprensivo echa una colilla dentro y quema la tapicería —mientras Carlos hablaba, la ciñó con su cuerpo y sus brazos completamente por la espalda. Aunque era poca la luz, ahora se había acostumbrado, y podía ver el brillo de la luna sobre la mejilla derecha de Patricia, que se convertía en un destello al alcanzar la altura de sus ojos. Era hermosa, y no pudo evitar apartarse un poco hacia atrás para ver su cuerpo: la corta melena cobriza, la espalda recta y las nalgas redondeadas y ligeramente prominentes.

—¿Y qué más da? Si echan una colilla dentro, cambiamos la tapicería o compramos otro coche —dijo ella con voz más despierta y una risa.

—Y un chalé… ¿de veras sería la forma de vida que te gustaría? Sabes que como están las cosas las viviendas aisladas se han convertido en un lugar peligroso para vivir, te encuentras con tres enmascarados dentro de la casa mientras estás durmiendo y al día siguiente aparece tu cuerpo acribillado a balazos.

—No seas bobo —dijo Patricia en un tono cariñoso—. Eso sólo pasa en las películas.

—¿Películas? —ahora el tono de Carlos se volvió un poco agrio—, los telediarios no cuentan películas, los periódicos tampoco. Eso que te digo ocurre, está ocurriendo cada día en nuestro país.

—Bueno basta ya, no te enojes. Dejémoslo así. Al fin y al cabo estamos hablando de algo que nada tiene que ver con nuestras vidas.

—Cierto, amor —dijo riendo para dejar claro que todo era una broma. Entonces la besó en la espalda y le deseó buenas noches.

 

SEIS – La mañana

 

A las ocho treinta y cinco desayunaron un café y tostadas hechas con pan de la noche anterior. Con el calor se había resecado, así que apenas probaron un bocado y salieron a tomar el ascensor. Una vez en la calle, Carlos y Patricia tomaban caminos opuestos, pues el edificio de oficinas de ella estaba al norte de la ciudad, y la tienda de Carlos a escasos cien metros de su casa, pero hacia el sur.

—¿Vas a casa a comer? —preguntó Patricia, sabiendo que la respuesta era afirmativa porque a él no le gustaba comer en la calle—. Yo almuerzo con Lina y Andrea, en el snack de…

—Sí, lo sé. En ese antro donde te dan comida congelada y frita en abundante grasa.

—Sabes que no, que yo sólo tomo ensaladas y verduras. Y que ir a casa apenas me deja tiempo para llegar en hora por la tarde.

—Está bien, meteré algo en el microondas. No te preocupes.

Se dieron un beso casi de amigos, así solían hacer por las mañanas cuando se despedían en la calle, y cada cuál tomó su camino hacia el trabajo.

Durante la mañana no entró nadie en el negocio de Carlos, así que estuvo frente al ordenador terminando algunos diseños y revisando algunos presupuestos que le habían entrado por fax. Entonces se encontró con una sorpresa. Una promotora de viviendas que un año atrás había paralizado un pedido de equipamiento para cien cocinas en una urbanización a pie de playa, ahora había retomado el proyecto después de haber obtenido las licencias municipales para construir, y el pedido se hacía firme.

—Joder, joder… —murmuró entre dientes sin salir aún de su asombro.

Pasó la mañana pensando en la charla con Patricia, en las ilusiones de ella. Imaginaba una enorme casa con una enorme piscina y tres llamativos vehículos. Igualmente imaginaba montones de malhechores enmascarados asaltando su vivienda, aún repleta de medidas de seguridad que le asfixiaban. También en las fiestas de derroche y desenfreno con sus nuevos amigos ricos, a los que aún no conocía porque él nunca había tenido amigos ricos. Fiestas con champaña y montones de idiotas borrachos entrando continuamente al baño a esnifar cocaína. Odiaba que la gente se emborrachara y odiaba la cocaína. Odiaba la vida de los ricos, y por su mente pasaron mil imágenes de una vida que no quería para él.

Pensó en la posibilidad de cobrar el premio y donar una parte a entidades benéficas. Pero… ¿dónde estaría el límite? ¿Cuánto permitiría Patricia que donara?

Durante la mañana había estado escuchando la radio. Hablaban de un único boleto premiado sellado en Ribera, su ciudad. Y decían que aún no se había localizado al acertante, pero todos los medios estaban al acecho para descubrir quién era el afortunado.

A la una de la tarde echó la persiana metálica de su negocio. Antes había hecho trizas el boleto y echado los trocitos dentro de un paquete de tabaco vacío. Al pasar por delante de una papelera aplastó el paquete y lo depositó dentro.

Se fue paseando, con las manos metidas en los bolsillos. Rebuscando, encontró que aún tenía tres monedas de euro. Iría al snack donde almorzaba Patricia y tomaría una buena cerveza fría mientras ella llegaba. Luego le daría la buena noticia de los pedidos que había recibido esa mañana, y almorzarían juntos. Ahora se sentía más dueño de su vida que nunca.


Javier López nació en 1964 en Ceuta, la ciudad autónoma española, situada en la península Tingitana, en la orilla africana del estrecho de Gibraltar. Actualmente reside en Marbella, Málaga. Estudió Magisterio, rama de Humanidades. Desde siempre ha sentido esa vocación humanística, que le ha llevado a aprender de todo sin especializarse en nada. Apasionado del arte, la historia, la música, la novela, el relato y, en pequeñas dosis, la poesía. Esa misma inquietud interdisciplinar le llevó a estudiar Ciencias Matemáticas, aunque nunca terminó la carrera. Pero al menos consiguió desvelar algunos misterios de la matemática, la física y la química, que era en definitiva lo que buscaba. Desde niño leyó, pero apenas había escrito antes de comenzar con la microliteratura textos que podrían considerarse de forma genérica dentro del ensayo. Crear el blog Cositas Buenas supuso el inicio de su actividad literaria. Gracias a ello tomó contacto con escritores de la talla de Olga Appiani de Linares y José Luis Zárate, que le dieron a conocer el microrrelato. Pero fue sobre todo el apoyo de Sergio Gaut vel Hartman y su ingreso en el grupo Heliconia Literaria lo que le hizo afianzarse en la tarea de escribir, habiendo publicado numerosos cuentos breves en los blogs Químicamente Impuro y Breves no tan Breves y, sobre todo, innumerables hiperbreves en Twitter. Ha participado en las antologías Grageas 2 (2010), Grageas 3 (2014), Minimalismos (2015) y Cien páginas de amor (2015).

 

 

 

jueves, 25 de abril de 2024

CULPABLE

 Javier López




Mi madre murió al nacer yo. Creo que eso debió marcar mi vida para siempre: nací siendo culpable.

Desde muy pequeño siempre sentí que las acusaciones por todo aquello malo que ocurría a mi alrededor, recaían sobre mí: ha sido Juan, él lo rompió, él lo ha estropeado. Eso se convirtió en una constante durante mi infancia. Además, mi padre me odiaba. Nunca lo decía pero yo estaba seguro de ello. Él no se daba cuenta de que yo no había matado a mi madre. Fue un accidente, y seguro que ella para mí hubiera sido tan necesaria como para él. Todos perdimos con su muerte.

Cuando me hice adolescente las cosas no fueron mejor. En lo estudios nunca fui bueno, aunque me esforzaba. Pero el hecho de que todos en clase me echaran la culpa de cualquier incidente, ponía a los profesores en mi contra. No valoraban mi trabajo y me evaluaban en función de las acusaciones de los demás. Que alguien se reía en clase... "ha sido Juan", que alguien lanzaba una tiza a la profesora mientras estaba de vuelta en la pizarra... que alguien emitía un sonoro eructo... todos los dedos apuntaban hacia mi.

Terminé los estudios porque ya tenía edad para dejar el instituto. Pero en realidad no había acabado nada, no obtuve ninguna titulación o certificado. Parecía que todo se había conjurado para que fuera de esa manera; que todos, desde el director del colegio, los profesores, mis tutores, mis compañeros, se conjuraron para que nunca me graduara. Así que me tocaba buscar empleo en cualquiera de esos trabajos en los que apenas piden requisitos. En cualquier caso, pensar que podía ganar algo de dinero e independizarme parecía prometer un gran cambio en mi vida. Realmente no iba a ser así.

Mi primer empleo fue como aprendiz en una panadería. Me enseñaron a meter la masa en un horno eléctrico y programar el tiempo de cocción. Tenía que hacer eso y preparar las bandejas para sacar el pan de la trastienda, cosa que hacía hasta que escuchaba el timbre que avisaba de que el pan ya estaba horneado. Pero por alguna razón, un día el programador se averió y el horno siguió encendido. No me di cuenta, el pan se quemó y se produjo un pequeño incendio. Me despidieron sin escucharme siquiera o investigar cuál había sido la causa. El dueño solo decía que yo era culpable de aquello.

Tuve otros empleos que no tardaba mucho en encontrar. Pero todo iba saliendo igual. Fui mensajero por unos meses, haciendo entregas con un ciclomotor por toda la ciudad. Hasta que una mañana un tipo se cruzó en mi camino con su potente automóvil y provocó un accidente. Más tarde la policía llegó a hacer el informe de lo sucedido. Sin siquiera preocuparse de mis heridas y de las circunstancias del accidente, me señalaron como culpable y perdí mi licencia para manejar el ciclomotor, y en consecuencia mi trabajo. 

Lo intenté como camarero y empezaba a sentir que sería bueno trabajando en eso. Llevaba bien la bandeja, era rápido y bastante eficaz atendiendo a los clientes. Cuando llevaba apenas dos meses en ese empleo, un cliente que se levantaba apresuradamente golpeó con su codo la bandeja que llevaba, derramándola sobre unas señoras muy elegantes y bien vestidas. Cuando vieron sus ropajes arruinados por el café y el vino que llevaba, dejaron de ser elegantes, y exigieron al jefe que echaran al camarero patoso si es que quería seguir viéndolas por allí.

Más tarde trabajé como mozo de almacén en una farmacia. Creo que el hijo de la dueña entraba por las noches y se llevaba algunos medicamentos. Ese chico llevaba una motocicleta de gran cilindrada, parecía vivir desahogadamente y también frecuentar malas compañías. No tenía empleo y vagaba a todas horas. Sin embargo su madre, mi jefa, pareció no tener dudas de que era yo quien cometía los robos. Me ofreció pedir la baja para no tener que despedirme y provocar un escándalo, pero a cambio yo nunca hablaría sobre lo que en realidad había ocurrido.

Tres años después de terminar el instituto, cuando ya nadie me contrataba y mi padre no me quería en su casa, mi mente pareció enfermar. Me sentía un buen chico, con ganas de trabajar no solo por ganar dinero, sino también por ser útil a los demás. Pero ese sentido de culpabilidad que me acompañaba desde que vi por primera vez la luz, definitivamente se estaba apoderando de mi yo, de mis pensamientos y de mis sentimientos. 

Comencé a dormir en la calle. Tampoco tenía ya amigos o familiares que quisieran saber de mí. Y durante esas noches de frío a la intemperie, de soledad y de amargura, fui tramando algo que mentalmente me liberaba de toda aquella injusticia que recaía sobre mi persona. 

Era algo que en principio solo imaginaba como una fantasía, aunque trataba de descartar rápidamente porque, como he dicho y creo que cualquiera que escuche mi historia comprenderá, no me siento una mala persona. Pero con el tiempo fue tomando forma, fue convirtiéndose en un proyecto, en una meta, quizá la única meta que mi vida podía tener ya: la venganza contra todos aquellos que se habían cebado en mí y me habían desterrado del mundo de las personas normales, para convertirme en un vagabundo que estaba perdiendo la razón y el alma.

Entonces empecé a cometer pequeños robos hasta que obtuve el dinero suficiente para comprar un arma. En el submundo al que había llegado no era difícil conseguirla teniendo un poco de dinero. El arma era una automática capaz de realizar quince disparos en poco menos de diez segundos. 

Durante un tiempo estuve internándome en el bosque y ensayando punto por punto todo aquello que tenía planeado. Unas sandías que cogí de un huerto cercano me sirvieron para afinar la puntería. Al principio me resultó desagradable, pero pronto descubrí el placer que me daba ver esos guiñapos rojos que saltaban en chorros, sabiendo que eso ocurriría con las cabezas de todo aquel desdichado con el que me cruzara el día que ya tenía marcado en el calendario. Mi única duda por entonces era ya si volver al restaurante de las señoras bien vestidas, a la panadería incendiada o al instituto. Me decidí por lo último. Desde luego ya no estarían los alumnos que fueron mis compañeros, ni quizá algunos profesores que conocí ni posiblemente el director que decidió mi expulsión. Pero esa cuestión carecía de importancia.

El día de los hechos llegué al instituto temprano, antes de que el timbre anunciara la primera hora de clases. Era el momento en el que por los pasillos se formaba una marea de alumnos y profesores dirigiéndose a sus aulas o a sus despachos. No podía escuchar lo que decían, mis oídos sólo percibían un zumbido y mi vista estaba algo nublada, de manera que no podía distinguir bien los rostros. Todos parecían iguales, como si fuesen el rostro de un único enemigo. Yo llevaba un sobretodo quizá demasiado grueso para esa época del año, y creo que por eso muchos me miraban. No creo que llamara la atención por otra cosa, puesto que iba limpio y aseado, y mi edad era la de cualquier alumno de los últimos grados. Sin embargo esas miradas que parecían detenerse sobre mí me hacían sentir cada vez una mayor angustia. No podía demorarlo más. Llevé mi mano derecha al bolsillo interior de la chaqueta y extraje el arma. Comencé a disparar y entonces el estruendo de los disparos se mezcló con aquel zumbido de miles de abejas que era lo único que había ya en mis oídos y mi mente. La escena me resultaba familiar, parecida a la explosión de las sandías, solo que aquí se producía como si yo viera una película en la que se proyectaran los fotogramas a muy baja velocidad. Conforme avanzaba sentía que iba perdiendo el equilibrio, en parte debido a mi estado y en parte a la sangre que iba poniendo el suelo resbaladizo. Ahí todo pareció volverse negro y ya no podría contar qué ocurrió desde ese momento, porque no recuerdo más.

Esa tarde me enteré de que había matado a ocho personas y herido a otras diez. La policía me detuvo allí mismo. No fui capaz de huir, me quedé sin apenas esconderme, aterrorizado, en el salón de actos, donde habían caído mis últimas víctimas.

Ahora sé que no hice bien. Lo sabía incluso antes. Pero si siento que me liberé, que tomé justa venganza contra un mundo que me lo había negado todo desde que llegué a él. Y por fin, por una vez en mi vida, durante los cerca de once meses que duró mi proceso, desde que me detuvieron hasta que le tribunal me declaró culpable, mi abogado me dijo que la ley establecía que yo era, presuntamente, inocente.


Javier López nació en 1964 en Ceuta, la ciudad autónoma española, situada en la península Tingitana, en la orilla africana del estrecho de Gibraltar. Actualmente reside en Marbella, Málaga. Estudió Magisterio, rama de Humanidades. Desde siempre ha sentido esa vocación humanística, que le ha llevado a aprender de todo sin especializarse en nada. Apasionado del arte, la historia, la música, la novela, el relato y, en pequeñas dosis, la poesía. Esa misma inquietud interdisciplinar le llevó a estudiar Ciencias Matemáticas, aunque nunca terminó la carrera. Pero al menos consiguió desvelar algunos misterios de la matemática, la física y la química, que era en definitiva lo que buscaba. Desde niño leyó, pero apenas había escrito antes de comenzar con la microliteratura textos que podrían considerarse de forma genérica dentro del ensayo. Crear el blog Cositas Buenas supuso el inicio de su actividad literaria. Gracias a ello tomó contacto con escritores de la talla de Olga Appiani de Linares y José Luis Zárate, que le dieron a conocer el microrrelato. Pero fue sobre todo el apoyo de Sergio Gaut vel Hartman y su ingreso en el grupo Heliconia Literaria lo que le hizo afianzarse en la tarea de escribir, habiendo publicado numerosos cuentos breves en los blogs Químicamente Impuro y Breves no tan Breves y, sobre todo, innumerables hiperbreves en Twitter. Ha participado en las antologías Grageas 2 (2010), Grageas 3 (2014), Minimalismos (2015) y Cien páginas de amor (2015).


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