miércoles, 1 de mayo de 2024

LA PASTILLA QUE BRILLABA COMO UNA LUCIÉRNAGA

 Gustavo Borga

 


Ayer a las cuatro de la mañana me pararon dos policías.

—Viejo, ¿qué haces a esta hora?

—Salgo del trabajo.

—¿Dónde trabajás?

—En el ferrocarril.

—A ver, mostrame el permiso.

—Mirame. Tengo puesta la ropa de laburo. ¿Para qué querés que te lo muestre?

—Vos mostrame.

Le mostré el papel donde dice que yo, Gustavo Borga, trabajo en una empresa de carga y que me encuentro exceptuado de la medida de aislamiento por el Coronavirus etcétera, etcétera, etcétera...

—¿Qué edad tenés?

—Cincuenta y nueve

—Mostrame el documento.

Se lo mostré. Miró el documento un rato y después me miró a mí.

—¿Qué llevas en la mochila?

—Nada, boludeces, un libro.

—Mostrame.

Abrí la mochila y se la mostré.

—Tirátodo al suelo.

—¿Para qué?

—Hacé lo que te digo.

Di vuelta la mochila y todo lo que había cayó al suelo.

Los milicos se arrodillaron.

—¿Estas pastillas para qué son?

—Para la gastritis.

—¿Y estas?

—Para la tensión.

—¿Y estas?

—Para la artritis

—¿Y estas?

—Para el colesterol

—¿Y estas?

—Para la diabetes.

—Viejo, o estás muy enfermo o sos un falopero hijo de puta.

Me encogí de hombros.

Agarró el libro y leyó en vos alta:

—Philip K Dick. Cuentos completos. Tomo 5.

—Ese sí que tomaba pastillas. Más que yo, seguro.

—Bueno, te vamos a meter adentro. Vamos a analizar que pastillas son. Subí al patrullero.

—Tengo una pastilla más.

—¿Una pastilla? ¿Dónde?

Saqué un frasco de vidrio muy pequeño del bolsillo de la camisa. La pastilla adentro brillaba como una luciérnaga. Lo abrí y me la tomé. Mis pies se despegaron del suelo. Abrí los brazos. Comencé a volar. Alto, muy alto. Cada vez más alto. Rápidamente llegué al espacio exterior. Miré mi planeta.

Una mancha enorme y negra lo estaba cubriendo todo.

 

Gustavo Borga nació el 7 de diciembre de 1960 en Villa Nueva, provincia de Córdoba. Publicó los siguientes libros: Patitos degollados (Edición de autor, 2002), Hermoso niño rubio (Xión Ediciones, 2006), Poesía reunida (Ediciones llantodemudo, 2008), Para vos NO (Editorial llantodemudo, 2010), Un puntito negro (Editorial Cartografía, 2013), Como un corazón (Borde Perdido Editora, 2016), Pozo de luz (Eduvim, 2018). La patilla que brillaba como luciérnaga (Borde Perdido Editora, 2021), Alitas de pollo congeladas (Mascarón de proa, 2022) Tiene una obra de teatro inédita: Los superhéroes no cortan yuyos. Es ferroviario.

 

 

DETRÁS DE ASTOLFO

 Gerardo Horacio Porcayo


Otro de esos días. Primero es el aroma. Los aromas, debería decir; alegres, impertinentes, danzando vaporosos sobre la olla. Si no me gustara tanto ver las burbujas, la agitación de la superficie, creo que jamás volvería a la cocina. Odio el aceite. Las manchas de aceite, la textura del aceite. Por eso prefiero el agua hirviendo. La prefiero cuando está sola, inmaculada. La prefería antes de ponerle las especies. Ahora todo huele a ajos, cebollas, orégano. Y quiero decir todo. Todo, todo. Mis manos, mi cabello, mi vestido...

Es inútil, pero de todas formas le coloco la tapa.

Ahora hay dos sonidos que me acrecientan las náuseas. La tapa en su indeciso ascenso, la tapa vibrando al impulso de esas burbujas que ya no veo reventar. Y el maldito tic-tac del reloj. No sé por qué no he comprado un cronómetro digital. Uno de esos con alarma. Ellos se saben callar cuando no importa el tiempo. Ahora no importa. Tengo el manojo de espaguetis aún en la mano...

El tiempo no importa. No debería ser importante.

Ahora llega otro sonido. Las breves uñas de Astolfo pidiéndome que lo deje entrar; rasguñando una y otra vez la puerta. No sé qué tanto se imagine. O recuerde. Quizás puede verme en su mente, sentada aquí, con los espaguetis en una mano y la otra devastándome el peinado. Una y otra vez.

Quizá es así.

Por la ventana se filtran apagados los sonidos del tráfico, la lenta marcha que también ocurre allá afuera. No sé por qué aún no le abro. A veces es como si me encantara seguir macerándome en esta soledad. O siempre.

Astolfo no tiene puertas de gato. Siempre ha de pedir ayuda. Siempre tratando de franquear las barreras que le pongo. Ahora es peor. Porque sé. Porque sabe.

Me paro a regañadientes y lo dejo pasar. Se aprieta apenas contra mis pantorrillas en una caricia de formulario. A él le interesan los aromas. A mi cada vez me vuelven más loca.

Destapo la olla, dejo caer el puñado de pasta. Y la sensación es semejante a lo que veo, algo hierve esófago abajo, algo que pugna por salir. Me vuelvo a sentar en el banco y sostengo mi cabeza entre las manos. De mi peinado no queda nada y los mechones aumentan las náuseas al rozar mi nariz, al adherirse a toda mi cara.

Astolfo tira la coladera y suicidamente ronda la olla, camina hasta el fregadero. Y se queda ahí, extasiado en su abstracción de gato. Mirando algo que no son las cortinas.

El latir mecánico me hace acudir a su lado. Quizá sólo mira el cristal. A veces es así, con sus cosas de gato parece dispuesto a brindar ayuda. Abro la ventana y el aroma no es mejor; sólo más frío.

Astolfo se cuela por debajo de la cortina y pierde los iris amarillos en un punto. Uno que está más allá del encaje, de la manija.

Tic-tac. Tic-tac.

Vuelvo a caer en su hechizo. Otra vez estoy tratando de distinguir lo que sus ojos persiguen. La tela es succionada, por efecto del viento, hasta el marco. Y en ese instante los miro. O creo mirarlos.

Astolfo no hace el intento de perseguirlos. Sólo se queda ahí como vigilante de piedra, como efigie egipcia, ajeno al tejido que se restriega en su lomo antes de volver a la inmovilidad. Están en el patio, a lo que llaman tiro de piedra. Y Astolfo no les quita de encima los atentos, desmesurados ojos.

Bajo los párpados y cuando los levanto, me extravío en las rayas grises y paralelas de su pelaje. Después busco en la ventana. Siguen ahí y me pregunto si cada vez que Astolfo se pone en esa actitud, los mira a ellos. Cuando estamos en la recámara, cuando leo en la sala o sólo espero frente a la tele a que acabe el día.

Destapo el vino, sin dejar de observarlos. Y no lo uso para el espagueti. No he empezado la salsa. Lo tomo directo de la amplia boca. Es frío, dulce y pésimo. Me siento en el banco y masajeo otra vez mi cuero cabelludo.

Tic-tac. Tic-tac.

Media botella y Astolfo se echa atrás, tira el sartén y los grandes tenedores al fregadero. Están casi en la ventana.             Y no sé qué hacer.

Me concentro en los músculos felinos, en toda esa estrategia de caza que no ejercita, excepto cuando se meten las cucarachas.

Tic-tac. Tic-tac.

Me pego la botella en la frente. Es tarde. Apenas alcanzo a llegar al fregadero y vomito las tres tazas de café y las pocas galletas que por la mañana pude obligarme a tragar. El aroma es horrible pero más soportable que el guiso.

Miro el reloj. Y destapo la olla sin prisas. Hace mucho que no hay textura al dente. Hace mucho que ese líquido empezó a parecer gelatina.

Apago la hornilla y Astolfo me maúlla con hambre.

Se fueron como llegaron. En el momento en que yo no veía nada.

Suspiro y arrojo el paquete de carne molida, con todo y charola de unicel, al piso. Los gatos no sonríen. Eso dice la gente, pero siempre, en estos momentos, los ojos amarillos parecen hacerlo.

Vacío la olla y dejo que el desastre crezca en el fregadero.

Camino con cansancio y la botella de vino colgando con la mano izquierda.

Basta una tecla para llamar a las pizzas. El largo sonido de enlace, la grabación de espera.

Astolfo sale corriendo de la cocina, se para frente a la puerta, se sienta sobre sus cuartos traseros y pone otra vez esa mirada.

Los cristales son esmerilados, sólo translucidos y tampoco me interesa verlos.

No ahora.

No otra vez.

Cuelgo la bocina, justo cuando una señorita trata de atenderme. Sigo bebiendo el poco vino que resta. De cualquier manera no sé para quién cocinaba. Supongo que sólo es un pretexto para darle de comer bien a Astolfo.

Repito, no alcanzo a ver nada. Pero los sé afuera. Interminables, imprevisibles.

Y me sé cansada. Demasiado cansada para hacer nada, para incluso arriesgarme a abrir la puerta para recibir comida que apenas pellizcaré. No hay radios lejanas. Sólo Astolfo mirándolos.

Y el tic-tac perenne del reloj.


Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledadCiudad Espejo, Ciudad NieblaSombras sin tiempoSueños sin ventanasEl cuerpo del delirio y Plasma exprés.

LAS RATAS EN CIUDAD DE MÉXICO

  

Jorge Etcheverry



(Según Sergio Chávez)

 

Siempre le he tenido miedo a las ratas. Pero un momento. No exactamente miedo. Más bien me provocan inquietud. Los animales tienen su propia manera de ser. A nosotros, los humanos, nos gustaría pensar que son unos animales estúpidos, pero si usted se pone a caminar por una de esas calles en la noche, cuando no anda casi nadie, va a sentir de repente que algo le pasa corriendo junto a la pierna: Zzzzzmmmm. Luego otra. Entonces, con la luz del poste de alumbrado o la primera luz del alba (a veces me toca trabajar toda la noche), usted va a ver un movimiento en la calle. Luego se va a dar cuenta de que todos esos puntos más oscuros que el pavimento que se mueven son ratas. Salen de las bocas del alcantarillado y de las grietas en las paredes y van de acá para allá en oleadas, sin motivo, por las calles. Usted se apura para llegar a su casa o donde sea que tiene que ir, casi corriendo, porque ha pasado más de una vez, en esa ciudad contaminada, con tantos millones de personas, que algún borracho que estaba acurrucado durmiendo en la calle haya sido devorado por las ratas. No es raro por ejemplo en Chile, que una que otra guagua en las poblaciones sea mordida o incluso comida por las ratas ya mencionadas, pero no es nada si se compara con lo que pasa en la Ciudad de México. También me contaron unos amigos chilenos que los perros salvajes que viven en el desierto han ocasionado la desaparición de más de un conductor de camión, y es seguro que usted me va a preguntar y entonces porqué se ponen a dormir en el suelo en lugar de en la cabina. ¡Qué sé yo! ¡No me pregunte a mí! Pero como he dicho las cosas en Ciudad de México son incluso peores. La mayoría de la gente parece que ni siquiera sabe y se ríe o se ofende si uno le llega a preguntar. Los mexicanos simplemente se encogen de hombros, ignoran todo el asunto, así como algunas otras cosas mucho más graves que pasan y que todos sabemos. En aquella época yo trabajaba como cuidador en una gasolinera que quedaba cerca del centro. Siempre andaba con mi rifle 22 y tan pronto como veía un movimiento en la calle, de esos animales a los que me refiero, hacía la puntería y disparaba. Era una manera de mantenerme despierto. Entonces colgaba los cuerpos de las ratas de un alambre, como la ropa que se pone a secar. Cuando llegaba la gente del turno de día había que verle la cara, sobre todo a los nuevos. Mataba una o dos a por hora, lo que quiere decir entre ocho y dieciséis ratas por noche. Con el tiempo me obsesioné. Podía ver en la noche o en los rincones oscuros esos ojitos pequeños, rojos, que me miraban con odio, y sabía que me seguían, que me miraban. Se dice que hay dieciséis ratas por cada ser humano pero si tomamos en cuenta el tamaño de las ratas, eso no representa mucho volumen.

 

Una noche me acuerdo que estaba mirando medio distraído un restaurante que había al otro lado de la calle, cuando me di cuenta de que al irse no habían cerrado bien la puerta, la habían dejado abierta como unos veinte centímetros. Ése era el restaurante en que desayunaba la gente del turno de día antes de empezar a trabajar. A veces yo comía ahí también después de terminar mi turno. Crucé la calle apurado después de cerrar bien la puerta de mi cabina de guardia y de sacar del bolsillo mi encendedor. Tan pronto como llegué al boliche me metí como pude para adentro con bastante dificultad, eso que estaba bastante más delgado que ahora. Apenas entré sentí formas rápidas que me pasaban por encima de los zapatos, me rozaban las piernas, se me puso la carne de gallina y oí una cantidad de pasitos, roces y rasguños casi inaudibles. Me aterroricé y anduve a tropezones varios segundos, tratando de encontrar el interruptor de la luz. Cuando la prendí pude ver todo tipo de formas pequeñas que escapaban. Salían hasta de dentro del refrigerador, de las bolsas plásticas con la comida. Cómo se las habían arreglado para meterse ahí no se va a saber nunca. Me bajaban y me subían escalofríos por la espalda y sentía las piernas como de lana. Cuando don Eusebio, el dueño, vino abrir su restaurante y le dije lo que había pasado, parece que no me creyó. Ni siquiera me dejó terminar lo que le estaba diciendo.

—Los muchachos dejan siempre dejan todo tan desordenado —me dijo, y me daba unas palmaditas en el hombro. Le dije que las ratas se habían metido hasta en el refrigerador—. ¿Cómo se va a meter una rata adentro de un refrigerador cerrado? —me preguntó. Y me empezó a embromar, me dijo—: parece que se está pasando la mano con el tequila, búscate una mujer, los tipos jóvenes se vuelven locos sin una mujer. Pero al rato cuando llegaron sus empleados, noté que cortaban con cuidado los pedazos de jamón, de pan y de queso donde había marcas de dientes de las ratas.

—Usted no puede usar esta comida, don Eusebio. La gente se puede enfermar —le dije, pero siguieron hablando entre ellos, como si yo no estuviera.

—Para mañana no me van a dejar otra vez este desorden, niños —les dijo don Eusebio, medio en broma y riéndose. “Seguro patrón”, los fulanos le contestaron, medio riéndose de mí. No iban a botar toda esa comida por unas cuantas ratas. Pero pueden pasar las cosas más increíbles y si alguien se va a beneficiar con eso, nadie levanta un dedo. Después los tipos del restaurante me embromaban, pero ellos y yo sabíamos la verdad.

 

Por ese entonces se encontraba a muchos perros vagos heridos, muertos o mutilados cerca del mercado. En la Ciudad de México los perros van y vienen como se les da la gana y pelean y en general arman escándalo, pero la gente decía que esas no eran las peleas corrientes de perros. No señor. Y de pura casualidad yo andaba caminando esa mañana por el mercado cuando se derrumbó una pared vieja y apareció una especie de cueva. Inmediatamente se juntó mucha gente a mirar y todos los perros que andaban cerca corrieron para allá. Un joven, seguramente uno de los vendedores ambulantes, prendió su encendedor y estaba a punto de meter la cabeza por el agujero cuando echó para atrás la cabeza gritando:

—¡Madre de Dios! —Una rata enorme, o un animal que parecía una rata enorme, salió del hoyo, saltó sobre un cajón de madera que había tirado por ahí y se estuvo un rato, los pelos erizados, los ojitos rojos brillantes de miedo y rabia. Los perros no dejaban tranquilo al animal y una mujer que estaba parada al frente no podía parar de gritar y apuntaba al animal con el dedo que le temblaba. Como usted debe saber, a la Ciudad de México la construyeron encima de una ciudad antigua de los indios. Por eso es que hay siempre buena ocasión para descubrir cuevas. Más de una vez se han encontrado tesoros arqueológicos, incluso huesos del dinosaurio. Pero le puedo decir con absoluta seguridad que ese animal no era una rata. Era demasiado grande. Incluso esas ratas grandes de río que hay en El Salvador son pequeñas, casi enanas, si las comparamos con esta bestia. Hay muchas cuevas y ruinas antiguas debajo de la ciudad. Una vez se derrumbó una sección entera de la carretera y se tragó varios coches. La arena porosa llenó casi inmediatamente el agujero y ni con excavación ni sonido se encontró nunca a ninguno de esos coches ni a la gente que había adentro. Pero volvamos a la rata. Los funcionarios del museo nacional pusieron al animal en una jaula y lo tuvieron en exhibición por un tiempo. En los diarios se dijo que el animal era definitivamente un cierto tipo de roedor, pero todos podían ver que no se trataba de una rata, sino de un nuevo (o viejo) tipo de animal. Y de repente, la rata o lo que fuera, ya no estuvo más en exhibición. A nadie le interesaba hablar más de eso y hasta la gente del mercado parece que se olvidó de lo que había pasado. Pero así es como es la gente por allá, siempre pretende que no ha pasado nada, que no pasa nada, que las cosas están bien. Y no había porqué esperar otra cosa ahora. Si me cree o no me cree es cosa suya.


Jorge Etcheverry Arcaya es un poeta, editor, editor y traductor nacido en Chile. Vive en Canadá. En Chile fue miembro de los colectivos de poesía Grupo América y Escuela de Santiago. Sus textos han sido publicados en varios países, incluyendo poesía, crítica, ficción literaria, ensayo y ciencia ficción. Sus últimos libros son Clorodiaxepóxido (Chile 2017), Canadografía: antología de prosa hispanocanadiense (Chile 2017), Los herederos (2018), Samarkanda (Canadá 2019), Outsiders (2020). Recientemente ha contribuido a las antologías Wurlitzer. Cantantes en la memoria de la poesía chilena (Chile 2018), Antología de la poesía chilena de la última década (Chile 2018), Antología mundial: la papa, seguridad alimentaria (Bolivia 2019), y Anthologie de la poésie chilienne, 26 poètes d 'aujourd'hui (Francia 2021). Entre sus últimas publicaciones en revistas se cuentan textos en La Pluma del Ganso (México 2018) y Entre Paréntesis (Chile 2022).

BIFICCIONES (NUEVE)

 


HOGAR, DULCE HOGAR

Fernando Andrés Puga & Carmen Belzún

 

Cuando Ulises ingresó al salón, lo que hasta entonces era algarabía ensordecedora se tornó murmullo apenas perceptible. No hubo quien no corriera en busca de refugio, temiendo por su vida. Penélope se cubrió con lo primero que encontró y corrió presurosa a los robustos brazos de su hombre, intentando contener lo que parecía inevitable, pero para sorpresa de todos él, luego de un breve instante de desconcierto, lanzó una sonora carcajada, se arrancó la túnica y sin más trámite se sumó al juego. Cuando consideró que todos estaban distraídos, se escabulló hasta el patio. Sacó de entre unas matas una bolsa informe que antes había escondido con cuidado y vació su contenido en el estanque. Una mirada lánguida acompañada de un parpadeo fue todo el saludo que le dedicó la sirena antes de hundir su cola en las oscuras aguas.




LA NIEBLA

Luciano Doti & Lucila Adela Guzmán

 

Ese día presagiaba algo diferente. Ya desde el amanecer, que se había retrasado más de lo habitual en esa época del año, el sol se ocultaba tras un manto de nubes y niebla, reduciendo el campo visual a solo un par de metros delante de nuestras narices. Estábamos inmersos en una suerte de espacio atemporal y surrealista, en el cual se intuía un acontecimiento inminente. Nuestras voces retumbaban como si el aire estuviese encapsulado y un silencio devastador se apoderó del viento. Nuestros ojos delataban un miedo ancestral y colectivo. No puedo contarles más porque no existen palabras para describir lo ocurrido

¿La inclinación del eje de la tierra? ¿El agujero de la capa de ozono? ¿Explosión en cadena de todas las bombas atómicas guardadas?

Lo último que recuerdo es mirar hacia el cielo del silencio y quedar aturdido por las trompetas, los ángeles desafinaban tanto que preferí morir.




INVESTIGACIÓN ESQUIZOIDE

José Luis Velarde & Javier López

 

Retuerzo letras. Las exprimo para que suelten significados más amplios. Machaco frases enteras hasta que surgen connotaciones inimaginables. Escribo con espinas, piedras y cuanto encuentro para dejar trazos relevantes más allá del simple papel. Mi meta es renovar las palabras y crear nuevos símbolos y significados. Cuando deba destruir intentos fallidos no dudaré en reventarlos a martillazos o con un simple borrador situado en el extremo de un lápiz aguzado como aguja hipodérmica.

La decisión no está exenta de riesgos. Esa nueva forma de ver las palabras da mayor carga y sentido a mis microficciones. Pero también soy poeta, y ahora el aire del amanecer es una amenaza química, los atardeceres son sombríos y de tonalidades tenebrosas. El canto de los pájaros se ha vuelto hostil, insoportable. Las rosas solo tienen espinas. Tu sonrisa es presagio de la muerte. Y, lo peor de todo: el amor es una mierda.

 

CADÁVERES MIMOSOS

Daniel Alcoba & Carlos Enrique Saldívar

 

Los embalsamadores profesionales siempre han sido los mayores necrófilos. De viejos, suelen coleccionar novias y esposas disecadas que ocultan tras una doble pared de su alcoba, dentro de una heladera con dimensiones de ataúd refrigerado. Esta tecnología nos sitúa en el siglo XX y en la actualidad de grandes frigoríficos y de posibilidades de ocultar amantes muertas y toda clase de fetiches al socaire de los falsos tabiques de pladur; en esta época vive el más importante embalsamador necrófilo de la historia: Amador Secada, de origen argentino-peruano, que radica en Berlín. Tiene una casa enorme repleta de cadáveres. Sus familiares fallecidos (más de un centenar) descansan ahí, también una treintena de hijos adoptivos y una veintena de esposas. Sus vecinos y parientes vivos sostienen que Amador está loco. Pero los paseantes ocasionales dicen que escuchan múltiples risas desde el interior de la vivienda, como de una gran familia pasándola bonito.



 ARTE, ARTE, ARTE

Alejandro Bentivoglio & José Manuel Ortiz Soto

 

—Señor Duchamp —dijo el curador—, algo terrible ha sucedido.

—¿De qué habla? —preguntó Marcel, que estaba clavando una maceta sobre un pedazo de cemento para crear la obra perfecta.

—Alguien orinó sobre su trabajo. Creyó que era el baño.

—¿Está seguro que no era un happening? ¿Una reacción de un intelectual ante el impacto del ready made?

—No, me parece que se había tomado unas cervezas de más.

Marcel Duchamp continuó clavando la maceta. A cada golpe pensaba en la infinidad de caminos que pueden conducir al arte. Caminos que, no lo dudaba, podrían terminar en laberinto. El detalle estriba, se decía, en la capacidad de diferenciar un orinal de un ready made, sin que importe cuántas cervezas hayas bebido.

Esa misma noche, el velador hizo de la maceta un cenicero y un gato negro cagó en ella. La crítica especializada consideraría más tarde aquellos detalles sublimes y significativos.




 



 EL PERRO DE ARNALDO

Rolando José di Lorenzo & Patricio G. Bazán

 

El perro miraba todo lo que hacía el viejo Arnaldo, seguía sus pasos como podía, porque los dos eran antiquísimos, nadie imaginaba cual era más viejo. Parecía que el viejo estaba cumpliendo una misión y no de los últimos tiempos, eso le venía de lejos, aunque nadie sabía de dónde ni qué era. Solo el perro parecía saberlo, pero no decía nada, o no le entendían. Josito, un niño que vivía en la casa de al lado, era el único que parecía entender al perro, de tanto jugar con él, o tal vez por las condiciones especiales que el niño tenía. Una tarde, a pedido de su padre, se sentó en la vereda e interrogó al perro:

—¿Qué hacen ustedes dos?

El perro lo miró a los ojos antes de contestar.

—El viejo purga sus penas, aunque le quedan pocas.

Josito entendió —en ese idioma que solo emplean los puros— que Arnaldo debía enmendarse antes de partir.

—¿Y vos?

—Lo cuido, para eso vinimos a este mundo. Vos y yo.

Josito asintió. Lo mismo pensaba de su padre: todo el día con la botella, repitiendo: “¿por qué a mí?”.

—Los seres como nosotros tampoco duramos mucho, así que volvé con tu padre y abrazalo fuerte. ¿Entendiste?

Desde entonces, Josito cuidó a su papá, apartándole la ginebra y mirándolo con ojos de perro, hasta que dejó de beber y lo aceptó como hijo.

Quiso contárselo al perro, pero este había desaparecido cuando murió Arnaldo.

 



EL PRESO

María Jesús Valenzuela & Ada Inés Lerner

 

De un empujón entró a la celda. Lo recibieron las risotadas burlonas de los compañeros que gritaban barbaridades. Cerró los ojos y se tapó los oídos. Recibió puntapiés por todo el cuerpo y adolorido quedó allí tirado. Su conciencia empezó a rebobinar. ¿Cómo había llegado a ese infierno de demonios hacinados?, se preguntó

—¿Quién es ese chico? ¿De dónde lo conoces? —preguntaba la madre.

—¡Basta mamá! ¡Dejame crecer! —Había respondido exaltado. Si hubiera dudado al menos. Agustín era su ídolo y estaba dispuesto a jugarse por él, como aquella vez que le había dicho que llevara la mochila con ropa a su hermano que se iba al sur ese mismo día. —Y él, confiado, había obedecido.

En la bolsa había casi un kilo de coca. Lo paró la poli. Ahí estaba ahora preso y acusado de dealer, vendedor, y unas cuantas más que ni entendió. Los otros eran como él, pobres, víctimas de su miseria, ladrones de gallinas; todos contaban la misma historia con diferencias de detalle, diferencias insignificantes.

—Mi vieja cocina la pasta y el patrón me dio laburo —decían unos.

—Un amigo me traicionó —dijo él.

—Trabajito fácil por unos mangos, sin fierro —dijeron otros Los buenos laburos no eran para ellos, que habían largado la escuela demasiado rápido. No todos eran del pueblo y eso hacía la diferencia. Se agrupaban según el lugar donde habían nacido y claro, las villas de pertenencia y con qué se daban, esa mierda en la que iban dejando la vida.

—Mañana salís, pibe, sos menor y tu patrón… tu patrón te va a sacar —le aclaró un veterano imberbe.

Tenía razón la vieja, después de todo, y ya estaba fichado.




LAPA

Víctor Lowenstein & Lu Evans

 

De pie sobre la plataforma petrolífera y con las manos embutidas en los bolsillos de su impermeable, el ingeniero en jefe Belinsky supervisaba las tareas de la torre de perforación, a pocos metros de distancia. A su lado, el cadete Parsons era testigo de los desvelos de su superior.

—Solo Dios sabrá por qué nos mandan a un mar tan remoto para perforar un lecho marino que no da indicios de albergar yacimiento alguno, Parsons. Hace semanas que taladramos el fondo, a casi mil metros de profundidad; quién sabe que encontremos allí debajo.

—Son profundidades abismales —acotó el cadete.

—Abisales, Parsons. No conoces mucho de oceanografía.

En ese momento emergía la barrena rotatoria, arrastrando en su ascenso carradas de barro y roca partida. Sobre su superficie había quedado adherida una sustancia extraña, de color blanco y del tamaño de una lapa. Probablemente un molusco.

Sobrepasando la franja de seguridad, el cadete se aventuró hasta la torre y palpó con los dedos la piel de la pequeña criatura, que notó palpitante.

—¡Parsons, regrese inmediatamente! —bramó Belinsky. El cadete obedeció y volvió a su lado debiendo soportar una reprimenda—. ¡Pudiste sufrir un accidente en las bombas de succión! Tocaste un espécimen desconocido, que bien podría ser venenoso. Desinféctate las manos y vete. No quiero verte por varias horas.

Humillado, Parsons fue al “búnker” dormitorio compartido por la tripulación, y se arrojó vestido sobre su litera sin haberse lavado las manos siquiera. Cayó en un sueño ligero…

A menos de una hora lo despertó un hormigueo en su mano izquierda, aquella con la que había palpado esa cosa. Le restó importancia. A las dos horas el hormigueo se había vuelto comezón, y poco después era un principio de parálisis a lo largo del brazo. Parsons intentó levantarse, pero su visión se oscureció, poniéndole tan nervioso que su corazón se aceleró. Un mareo se apoderó de él y se desplomó sobre la cama, con la respiración entrecortada, gimiendo.

—Parsons, idiota. Queremos dormir. ¿Qué demonios haces en esa cama? Búscate un sitio más discreto —dijo el cadete que ocupaba la litera de arriba.

Y otro, desde la cama de al lado, se rió, sin volverse siquiera.

—Todos echamos de menos a nuestras novias, Parsons, pero no despertamos a los demás en mitad de la noche. ¡A dormir, hombre!

Parsons incluso quiso pedir ayuda, pero se le atascó la voz en la garganta. De hecho, era como si ya no tuviera voz. Intentó levantar el brazo herido para llamar la atención de su colega, pero se dio cuenta de que seguía paralizado. En realidad, no se trataba tanto de parálisis como de debilidad, de falta de movimientos. Era como si no hubiera huesos dentro de la carne. La única solución era utilizar el otro brazo. Sin embargo, para su desgracia, su brazo derecho tampoco obedecía las órdenes de su cerebro.

¡Mis piernas! Intentó usar la parte inferior de su cuerpo, sacudir las piernas, pero todo estaba tan flácido como sus brazos. ¿Qué me está pasando?, se preguntó, presa del pánico. Fue la lapa que toqué. ¿Qué otra cosa podría ser? Belinsky tenía razón. El bicho debe tener algún tipo de toxina que me está afectando. ¿Podría ser que los efectos fueran temporales? Prestó atención y se dio cuenta de que lo único que podía hacer era respirar y pensar. Todo lo demás estaba comprometido. No podía hablar, ver, ni moverse. Sus síntomas no hacían más que empeorar, ya que ni siquiera sentía que tuviera cuerpo. Era imposible podía pedir ayuda a los demás.

Deseó seguir durmiendo. Si la situación no era más que un sueño, se despertaría y se reiría a carcajadas. Intentó concentrarse en despertar del supuesto sueño. Esto solía funcionar cuando era pequeño y tenía una pesadilla, y sabía que también funcionaba con otras personas. Hizo un gran esfuerzo por despertarse, pero finalmente se vio obligado a rendirse a la evidencia. Lo que le estaba ocurriendo era la realidad.

Quería llorar. Ni siquiera pudo hacerlo. Su frustración no era rival para su miedo, un miedo brutal a que le ocurriera algo terrible.

A su alrededor, sus compañeros dormían y roncaban.

Él también quería dormir. No tenía sentido seguir despierto, sufriendo. Si iba a morir, prefería que fuera estando inconsciente y, a decir verdad, se sentía mentalmente agotado.

Entonces intentó calmar sus nervios agitados, buscando en su memoria momentos agradables de la infancia con su familia y sus amigos del barrio y del colegio. Su respiración, antes irregular, empezó a ralentizarse.

Pocos minutos después, cayó en un profundo sueño, que en cualquier otra ocasión habría sido muy reparador.

Al día siguiente, a Belinsky le pareció extraña la ausencia del cadete. De hecho, se dio cuenta de que todos los hombres que compartían dormitorio con Parsons no habían aparecido. Entonces tuvo un mal presentimiento y corrió al dormitorio. Cuando abrió la puerta, fue abrazado y aplastado por un tentáculo blanco y viscoso.




 CELESTE Y EL MONSTRUO

Claudia Lonfat & Juan Pablo Goñi Capurro

 

La niña insistió. Los deditos aferrados a mi mano me forzaron a echar un nuevo vistazo.  Decrepitud y abandono, en cantidad; monstruos, ninguno, a menos que contáramos las ratas que debían cobijarse en el yuyal. La maleza ocultaba en parte el cerco de maderas heridas por la intemperie; cerraba por tres lados el terreno, dejando libre el frente ante el cual estábamos. A modo de un relator, mencioné en alta voz las cosas que veía; ella me interrumpió.

—¡Ahí, ahí! —gritó, apuntando al centro del erial.

Según ella, el monstruo era un animal grande, oscuro y peludo; afirmó que estaba tendido, durmiendo, en el medio del terreno. Impotente, cometí el error de subir el tono de voz; hombre poco habituado a los niños, me comporté como si discutiera con un adulto empecinado en sostener un error grosero.

—¡No hay ningún monstruo!

—¿Por qué no vas hasta ahí? Total, no hay nada —me desafió. No tenía opciones tratándose de Celeste.

Además de la maleza seca por las continuas sequías, y de vehículos abandonados cubiertos de óxido, se veían algunos montículos indescifrables. Me fui aproximando con la mano en la frente, como para protegerme del sol y poder ver bien de lejos, fingiendo cautela para crear un clima más interesante para Celeste, que esperaba un poco de aventura. Cuando estaba a unos metros, me di cuenta que uno de los montículos no era solo un montón de objetos en desuso y plantas secas; un olor a podrido empezó a invadir mis fosas nasales hasta provocarme arcadas.

—¡La puta madre! ¿Qué es esa apestosidad? —dije asqueado

—Es el monstruo que está morido —contestó Celeste, corriendo hasta donde yo estaba.

—¡Stop niña! Además, no se dice morido, se dice muerto… te quedás ahí, ni un solo paso más, voy a tener que decirle a tu madre que controle lo que ves por TV.

Mi sobrina obedeció. Se puso en puntas de pie, como si con ello lograra una mejor perspectiva. Pocas ganas tenía de ir junto a la fuente de tamaña pestilencia; apreté mi nariz, aparté con cuidado unas pajas de hojas filosas y di tres pasos lentos. Entonces, la mole se sacudió. Retrocedí, por instinto, y sentí la aguda voz de Celeste.

—¡Te lo dije, es un monstruo!

La cosa no cambió de postura, me resultaba imposible ver si tenía cabeza o patas. Prestando más atención, advertí que se inflaba y desinflaba; deduje que era la respiración. La conclusión no me tranquilizó; esa cosa estaba viva. Tomé la mano de Celeste y, pese a sus protestas, la conduje conmigo a la vereda.  La niña hizo un berrinche, dio patadas y simuló llorar. La dejé, estaba pensando a quién llamar para que vinieran a comprobar qué sucedía; la opción más lógica era la policía, pero temí que se rieran de mí si terminaba siendo algún animal pacífico. Aprovechando mi concentración, la pequeña se introdujo en el erial.

Había llegado a llamar a la policía y hacerles un relato muy breve de la situación, cuando la vi aproximarse a la bestia. No quise gritar por temor a la reacción de ambas, así es que me fui arrimando en silencio. La manito de Celeste se acercaba al bulto palpitante y un sinfín de situaciones pasaron ante mis azorados ojos, y en todas, la bestia se comía a la niña. Fueron apenas segundos que sentí horas. Pensé en mi hermana preparando el almuerzo, esperando que volviéramos de la exploración con Celeste, y yo regresando solo.

—¡Tío! —exclamó Celeste, sonriente —. Mirá, dale, vení rápido, también hay un mostrito y no están moridos… ufff… digo mu-er-tos —completó, entusiasmada.

—No toques nada que ya llego —le dije con cierto alivio.

Al rato llegó la policía y una camioneta de zoonosis.

Para Celeste seguirá siendo un mostro y su mostrito, y yo seguiré alimentando esa fantasía en cada reunión familiar, cuando recordemos nuestra aventura de exploradores.

Nunca contaré que, el monstruo, era una jabalina salvaje con su jabato, y que el olor a podrido no provenía de ella, sino de un gato salvaje que, aparentemente, la madre había matado defendiendo a su cría. Eso se pudo deducir de las heridas infectadas, de allí que la jabalina estuviera tirada y con mucha fiebre. Según lo que me transmitieron de zoonosis, ambas ya estaban en perfecto estado y serían trasladadas a un lugar seguro.

—Tío, ¿sabés dónde están la mostra y el mostrito? —preguntó la pequeña en la cena de Nochebuena, haciendo un pucherito.

—En la cueva, Celeste… en la cueva.



 IDONEIDAD 

EN RECURSOS HUMANOS

Sebastián Fontanarrosa & Oscar De Los Ríos

 

El lungo recibió el currículo. Después de leerlo lo hizo un bollo y logró encestarlo en la papelera, ubicada en la otra punta de la oficina.

—Un fenómeno, ¿no? —le pregunté.

—Yo, de pibe, la rompía jugando al básquet. Lástima que mis viejos me metieron en esta empresa de mierda.

—No sabía que jugabas al básquet, es más no sé nada de tu vida. Siempre estás metido en tu laburo y ni siquiera levantás la vista de la computadora.

—Vengo con tanta bronca a trabajar, que prefiero no relacionarme con nadie; pero ya no me queda mucho tiempo aquí, lo tengo decidido.

Lo miré extrañado, sin saber que contestar. Hacía diez años que trabajaba en el departamento de cobranzas y el lungo ni siquiera me dirigía el saludo. Y entonces, de la nada, me dijo que iba a dejar la empresa. Seguro que me estaba agarrando para la joda. Ya me iba, cuando me hizo un gesto para que me acercara.

—¿Querés saber por qué soy incomunicativo, de cutis aporcelanado y con un corte de pelo perfecto? —Su cara exhibió una dualidad expresiva desconcertante—. Dentro de este estuche hay un pibe alegre que juega al básquet y disfruta la vida; también está el que proyectaron mis viejos, serio y cabizbajo, que se esconde para pasar desapercibido.

—Claro: los padres, la escuela y la sociedad nos van cambiando. Nos moldean a su antojo, somos arcilla en sus manos. Por suerte llega la adolescencia y la rebelión; pero no te preocupes, nunca es tarde para cambiar.

—Ya veo que no entendés nada. No sé por qué sigo hablando con vos. No importa, escuchame bien: recién, cuando me viste encestar, tus palabras sonaron como un conjuro, pude aflorar entre los dos, y me voy a quedar. Esto se termina esta noche.

—¡Qué decís, Fabio?  ¿Qué vas a hacer? ―lo llamé por su nombre para demostrar mayor empatía.

Sin esperar respuesta me acerqué despacio.

—Relajate —le dije.

 Cuando vi su perfil enjuto y afilado, practicando una sonrisita, extendí la trincheta que siempre llevaba en el bolsillo. Cara a cara apoyé una mano en su hombro. Con la otra mano espanté de derecha a izquierda y viceversa una maldita mosca que rondaba a la altura de su pronunciado cuello.

—Ayudame... —dijo con voz adolorida. Tal vez algo estaba sucediendo con su garganta.  Luego ladeó la cabeza quedándose como dormido.

Al instante la oficina quedó en penumbras. Prendí el celular para alumbrarme, descolgué mi mochila de la silla y comencé a correr. Había una línea de luz bajo la puerta, pero estaba cerrada. Dando gritos y patadas tampoco logré abrirla. Escuchaba el picar de una pelota de básquet aproximándose. Volví sobre mis pasos y lo increpé al lungo.

―De una forma u otra vendrás conmigo. 

Nunca pensé que de golpe la realidad se transformaría en un laberinto inexplicable, adonde había entrado, pero no podía salir. El ruido de la pelota me perseguía, y yo corría cada vez más rápido. Pude abrir una ventana y bajé por la escalera de incendio hacia la planta baja, con la esperanza, una vez en la calle, de poder escapar entre tanta gente que salía de las oficinas a almorzar. Parecía que de golpe todos a mí alrededor perdían sus rostros, y sus brazos se transformaban en tentáculos. Todo me era hostil. Cuanto más corría más cerca escuchaba el tac, tac de la pelota. Y la cara del lungo se desdoblaba. De golpe eran dos, tres, cuatro en uno. Ya no lo soportaba, si seguía así me arrojaría debajo de un auto; me detuve y, asombrado, me encontré frente a la puerta de la empresa. Miré a un lado y a otro, solo veía el rostro del lungo acercándose cada vez más. Debía huir a como diera lugar y el único refugio era el edificio que había dejado. Entré y no había nadie, la luz tampoco había regresado, sin mucha convicción intenté ganar la terraza, pero los ascensores no funcionaban. Entré en pánico y comencé a subir por las escaleras, de pronto la batería del celular se agotó y quedé a oscuras. Tanteando las paredes encontré una puerta y la abrí. Se hizo el silencio. Lo sentí como una bofetada en la cara. Hice veinticinco pasos y me detuve. De repente las luces se encendieron y me encontré en el gimnasio de la empresa, en medio de la cancha de básquet en la cual había un empleado de limpieza festejando la vuelta del suministro eléctrico, para después huir aterrorizado por mí presencia. Mi ropa estaba ensangrentada. Libré un suspiro al comprobar que la sangre no era mía.  Abrí la mochila… Avancé hasta el área, medí, arrojé, pero no encesté. Levanté la cabeza... la del lungo, la de Fabio, por los pelos, y la puse frente a mi cara.

  —¡¿Entonces?! —le pregunté llorando—. ¡¿Por qué está pasándome todo esto, Fabio?! ¡Contestame, mirame cuando te hablo!

La cabeza del lungo se sacudió entre mis manos, abrió los ojos… y escuché su voz.

 “Media hora antes, te confesé mi problema, pero vos corroído por una envidia de años, encendido por tú espíritu demencial ultra competitivo, no toleraste que tuviera dos personalidades; a diferencia de la tuya, programada solo para cumplir y mantener los 365 días del año esa intachable idoneidad en recursos humanos”.


 

GASTON, SOFÍA, JULIA Y UNO MÁS

Alejandro Aguirre & Guillermo Corte

 

Gastón aumentaba cada vez más la velocidad de la cinta, procurando olvidar el mensaje que había recibido unos minutos antes. Se había prometido a sí mismo que aquel encuentro con Julia había sido el último; sin embargo, no podía quitársela de la cabeza.

De pronto, su móvil volvió a vibrar:

 

JULY32_18:22

¿Pasa algo? No me respondés...

Estoy pensando en vos.

 

Gastón se mordió los labios. Una épica batalla se desarrollaba en su interior: por un lado, la culpa de haber traicionado a Sofía le carcomía el corazón; y, por el otro, los recuerdos de aquellas noches de pasión irrefrenable le causaban un poderoso vértigo en el estómago. La química con Julia había sido tal, que revivir cada recuerdo le generaba una especie de goce tardío que se multiplicaba infinitamente, haciendo que sus pensamientos sobre la muchacha se tornasen recurrentes.

Entreverado en sus dudas, súbitamente, recordó el consejo de Mateo:

—Salí un par de veces, pero después córtala... si seguís, vas a arruinar lo de Sofí.

La última visita había sido la cuarta, sobrepasando el límite establecido por la filosofía de su amigo. Su razón dominó por unos breves instantes:

 

YO_18:33

No puedo, charlamos la otra semana.

 

JULY32_18:34

Buaaaa. ¡Estoy llorando!

 

Parecía que Julia no iba a ponérselo fácil, a pesar de que sabía perfectamente acerca de la relación que mantenía con Sofía:

 

JULY32_18:38

Pensando en vos...

 

Junto con el mensaje, contempló una foto. No se veía su rosto, pero se trataba claramente del cuerpo de su amante, bañándose, con la espuma cubriendo parcialmente su físico, dejando ver únicamente sus pechos. El joven respiró hondo. Intentó, en vano, distraerse con el partido de fútbol que podía verse en el televisor del gimnasio. Luego, otro más:

 

JULY32_18:42

Hoy quiero ver las estrellas...

 

En este caso, era una selfie Julia en la cama, con un sugerente body. La imagen tenía un filtro blanco y negro, que impedía identificar fácilmente a la muchacha. Pero Gastón no tenía dudas: conocía perfectamente esa mueca característica. La última vez que la había visto estaba haciéndole el amor. Recordó su rostro, su cabello rubio, sus grandes ojos y su boca perfecta. Revivió el encantador orgasmo de ella y también sus palabras posteriores:

—Wow, esto sí que es acabar.

Embobado por su propio recuerdo, pisó en falso y casi es arrastrado por la cinta, que se movía ya a toda velocidad.

Recibió entonces un nuevo mensaje, pero esta vez de Sofía:

 

AMOR_18:57

¿Hoy pizza? Tengo antojo...

¿Podemos abrir el vinito que guardas?

La vida es hoy, ¿no es verdad, bebé?

 

El remordimiento recorrió todo su cuerpo fue como un vendaval pesado y oscuro. Desde que había conocido a Julia no había sido sino una fábrica de falsedades, elaboradas cuidadosamente. Se sentía sucio, hipócrita.

 

YO _ 18: 59

Hola amor, lo que quieras.

 

Desperdiciar un Chañar Punco 2015 en comida chatarra era casi un sacrilegio, pero la culpa le impedía negarse.

 

AMOR_ 19:01

Eres un amor. Te espero, no te demores. 

 

YO_19:02

En un rato voy para allá.

 

Gastón dejó el aparato y se dirigió al vestuario. Se desvistió para bañarse. El agua fría aclaró sus pensamientos: toda la situación se estaba saliendo de control, debía reunirse con Julia y terminar todo cuanto antes. Concluyó que había tenido suerte: Sofía no sospechaba nada, a pesar de ser muy inteligente y haber sufrido numerosos desengaños amorosos en el pasado.

Mantuvo la cara un buen rato bajo de la ducha, intentando domar las malévolas y excitantes imágenes que cada tanto aparecían ante su conciencia sin pedir permiso. La doma incluía una serie de insultos proferidos hacia sí mismo: evidentemente su superyó, forjado en el seno de una familia ultraconservadora, tenía cuentas pendientes con sus conductas libertinas.

El maltrato hacia sí mismo se vio forzado a cesar cuando notó que otro sujeto, enorme y musculoso, lo observaba con cara de pocos amigos.

—¿Qué mirás? —le dijo Gastón, desafiante. No tuvo respuesta.

Mientras se secaba, el móvil vibró de nuevo. «Tengo que cortar esto ya», pensó.

 

JULY32_ 19: 12

Estoy muerta por vos.

 

La foto estaba borrosa, la señal en el vestuario era mala y no se había cargado la imagen. Presionó con su dedo húmedo una y otra vez hasta que finalmente se descargó. Lo que vio lo perturbó hasta el último de sus huesos: el cuerpo de Julia, pálida, con una soga alrededor de su cuello.

Comenzaron a temblarle las piernas. Al advertir esto, el otro sujeto se acercó hacia él.

—Estoy bien, estoy bien —ensayó Gastón, lo mejor que pudo.

—No, no estás bien —dijo el grandote.

Luego, tomó su móvil e inició una videollamada, mientras lo colocaba, prolijamente sobre el banco, en forma vertical.

—No, no hace falta que llames a emergencias, estoy bien.

De pronto, contempló atónito cómo la imagen de Sofía aparecía en el móvil del sujeto.

—¡Hola Bebé! Muy rico el vinito... justo para celebrar esta ocasión especial —dijo ella, con tono irónico.

Asombrado y espantado, intentó salir de ahí. Pero era muy tarde: la soga se contrajo alrededor de su cuello con una fuerza tremenda, insuperable. Instintivamente, intentó tomarla, mientras su cuerpo se sacudía caóticamente. El espanto que sintió no tuvo límites.

Antes de quedar inconsciente, alcanzó a escuchar a Sofía, que observaba impasible su agonía:

—Listo, ya lo vi, gracias. Proceda.

Y tras recibir la orden, el sicario apretó la cuerda con todas sus fuerzas.



LA CUEVA

Chelo Torres & Gastón Caglia

 

Llevaban varias horas caminando bajo un sol abrasador para poder acceder a la entrada de aquella cueva. Un agujero en la roca dejaba pasar un rayo de luz hasta el fondo, donde se vislumbraba un pequeño altar tallado en la piedra.

La misión consistía en averiguar todo lo que estuviese al alcance de los especialistas sobre aquel hallazgo: en qué época había sido construido, quiénes fueron los posibles usuarios y con qué finalidad se realizó.

Se observaba un banco de piedra que podía ser utilizado para sentarse o como altar y un hueco de medio metro a la altura de la vista. Hasta ahí todo bastante normal. Ya lo habían estudiado en otras cuevas. Lo sorprendente de aquella era el material que rodeaba al hueco de la pared. Les habían dicho que tras los análisis realizados no respondía a ningún mineral conocido hasta el momento, por eso los habían llamado.

—Saca la cámara, Carmen —le propuso Luis a su compañera—, empezaremos con las fotos antes de que el rayo desaparezca.

—Espero que tarde un rato —contestó Carmen—, tengo que desempaquetar el equipo, ya sabes que me gusta llevarlo bien protegido.

—¿Has traído el objetivo para macro? Fíjate en estas señales, parecen símbolos, pero apenas se aprecian a simple vista.

—Déjame ver. Tienes razón. Son muy pequeños pero parecen tallados adrede. No te preocupes, llevo todos los objetivos. Sabes que soy previsora con este tema.

Luis está convencido que el material era extraterrestre, como casi todas las cosas que no tienen explicación racional. Carmen, que durante el trayecto a la cueva manifestó que estaba plenamente convencida de que aquello era un bluf, una broma pesada de algún antropólogo resentido, al cabo de unos minutos comenzó a tomar fotos desde distintos ángulos, alturas y distancias. Eran imágenes de rutina, semejantes a las que se toman en otros lugares.

Luis, ocioso mientras Carmen disparaba el flash sin descansar un segundo, recorrió el recinto a espaldas de ella para no interponerse y aparecer en las imágenes. Uno de los símbolos, un asterisco o quizás una estrella, lo atrajo con fuerza, como si ese diminuto objeto tallado en la piedra hiciera conexión con él. Sin pensarlo dos veces, y contra lo que dicta el protocolo de actuación, se retiró el guante y acercó sus finos y delicados dedos hacia la estrella. Ya no cabía duda en él: era una estrella, tosca o desgastada por el paso del tiempo, pero una estrella al fin. La tocó y, como si estuviese en un trance, los minúsculos símbolos aledaños a la representación de la estrella comenzaron a generar pequeñas descargas eléctricas, a interconectarse. Pese a ello, a ese insistente cosquilleo, no pudo retirar la mano, algo más fuerte que él se lo impedía. El lugar comenzó a dar vueltas, pero todo ocurría dentro de Luis, pues este podía observar a Carmen que estaba impresionada con una sección del altar. El flash de su máquina pareció haber quedado trabado, ya que el fogonazo quedó suspendido en el aire y se negaba a desaparecer. Un instante de silencio y luz le permitió percatarse de que el tiempo se había detenido.

—Hijo —una voz metálica sonó en su mente—, somos tus padres, los padres de esta civilización. Te hemos elegido porque entiendes nuestro mensaje.

—No entiendo. —Luis advirtió que estaba hablando desde su mente, sin advertir que tenía los labios sellados.

—No importa eso ahora; Enós, Gilgamesh, Noé, Dasharatha y Matusalén fueron algunos de los que recibieron nuestro mensaje, que es el siguiente: “Y dijo Shreyansanath.No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne; mas serán sus días cien mil año". Ve y aguarda a que otros Viajeros te contacten, hijo.

—Luis, ¿estás bien? —dijo inquieta Carmen— ¿Por qué tienes esa cara?

Su compañero se recompuso al instante y sonrió. Habían estado un par de horas en esa cueva, lapso durante el cual su mente vagó por las estrellas. Ese tiempo le pareció una eternidad pero también un instante.

—Estoy bien, recoge tus cosas y vámonos, en este lugar no hay nada de importancia, sellemos la entrada. —Y dándole la espalda a su compañera comenzó a desandar el camino de regreso.



MALOS DISFRACES

Joyce Barker Bucat & Sergio Gaut vel Hartman

 

Se les había hecho tarde entre pequeñas discusiones y malentendidos, pero ya estaban en camino al recital por la avenida, que ese día y a esa hora, estaba casi vacía. Caminando en contra venía una mujer madura, de pelo rojo, crespo y corto; y una mirada inusual: era turnia. La mujer fijó sus ojos en ella; y ella, por curiosidad, no quitó la vista. Siguieron mirándose a medida que se acercaban, y pronto llegó el momento de cruzarse en el camino. La mujer, al pasar, se dio vuelta; y ella también. Quedaron de frente, pero dando la espalda a sus respectivos trayectos.

—¡Tú, esa pelota! —dijo la mujer, sin quitarle la vista y apuntando algo arriba de su cabeza. Luego levantó el puño y exclamó—: ¡Venceremos! —Dio media vuelta y se fue con paso lento.

La pareja, que no se hablaba desde el almuerzo, siguió caminando.

—¿Te fijaste en lo que me dijo esa loca?

—¿Quién?

—¡La mujer turnia! ¡Hasta giramos mirándonos!

—Bueno, vi a una persona caminando en contra, ¿Te diste vuelta para mirarla? Qué estupidez. No escuché ni vi nada. ¿Nos apuramos? Estamos sobre la hora del recital.

No hablaron más y continuaron la marcha; sus amigos los esperaban con las entradas.

Acostado en la vereda y apoyado contra un muro dormía un mendigo que, al verlos pasar, olvidó su letargo y levantó la cabeza. Los observó: primero a ella, a quien miró ligeramente para luego detenerse en él. Fue ahí donde su cara de alcohólico destruido cambió a la de un hombre furioso y violento en cosa de segundos.

—¡Tú, asqueroso! —exclamó apuntando con el dedo y sin levantarse de la vereda—. ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —concluyó escupiéndolo.

La pareja se alejó rápidamente.

—¿Qué fue eso? —dijo el hombre.

—Están todos locos —insistió la mujer—. ¿Qué les hicimos para que nos agredan así?

—¿Acaso…? —El hombre se arrepintió de haber iniciado la frase con esa palabra.

—¡No es posible! —replicó ella—. Nuestro disfraz es perfecto.

Alcanzaron la posición en la que los esperaban los tres amigos con las entradas en la mano.

—¿Por qué demoraron tanto? —preguntó uno de ellos, la mujer, que había tomado el nombre de Narda.

—Una turnia, me miró y me insultó. No es posible que se haya dado cuenta —insistió Geneva, repitiéndose.

—Pero, ¿y el mendigo que me agredió y escupió? —El hombre, Lokix, buscó la mirada de los amigos en busca de aprobación.

—¿Los insultaron? —Una turbulenta perplejidad empezó a crecer en el grupo.

—La turnia levantó el puño y exclamó: “¡Venceremos!”.

—Tenemos que analizar esto con detenimiento y en profundidad —dijo Narda—. Tal vez nuestros disfraces no son absolutamente efectivos. Es posible que el estrabismo permita una mirada de soslayo que detecta las incongruencias de nuestras máscaras.

—Y una dosis desmedida de alcohol —agregó Kalender, otro de los del grupo—, puede ser también efectiva para revelar fallas que nosotros no somos capaces de descubrir.

—Tendremos que informar esto —concluyó Fuzzal, el jefe del comando de los invasores ju’iz—. No podemos correr el riesgo de que los gobiernos de la Tierra activen las defensas antes de tiempo.

—El recital puede esperar. —Narda rompió las entradas en cientos de minúsculos fragmentos y las dejó caer como una lluvia de maliciosas estrellas.


Los autores: Ada Inés Lerner (Argentina), Alejandro Aguirre (Argentina), Alejandro Bentivoglio (Argentina), Carlos Enrique Saldívar (Perú), Carmen Belzún (Argentina), Chelo Torres (España), Claudia Isabel Lonfat (Argentina), Daniel Alcoba (Argentina/España), Fernando Andrés Puga (Argentina), Gastón Caglia (Argentina), Guillermo Corte (Argentina), Javier López  (España), José Luis Velarde (México), José Manuel Ortiz Soto (México), Joyce Barker Bucat (Chile), Juan Pablo Goñi Capurro (Argentina), Lu Evans (Brasil), Luciano Doti (Argentina), Lucila Adela Guzmán (Argentina), María Jesús Valenzuela (Argentina), Oscar De Los Ríos (Argentina), Patricio G. Bazán (Argentina), Rolando José di Lorenzo (Argentina), Sebastián Fontanarrosa (Argentina), Víctor Lowenstein (Argentina) y Sergio Gaut vel Hartman (Argentina). 


LA PASTILLA QUE BRILLABA COMO UNA LUCIÉRNAGA

  Gustavo Borga   Ayer a las cuatro de la mañana me pararon dos policías. —Viejo, ¿qué haces a esta hora? —Salgo del trabajo. —¿Dónde trabaj...