Gretchen Karr Anderson
El doctor
Emeric Ross siempre vio la biología como una máquina desmontable. Cuando la
escasez de órganos colapsó los sistemas de salud, su solución fue la ingeniería
genética más radical: el proyecto "Cirse". No buscaba un ser, sino
cuerpos vivos, estables, diseñados como bioreactores para cultivar tejidos
humanos perfectos. El cerdo, por su compatibilidad fisiológica, fue la base.
Pero Ross no quería cerdos modificados. Quería eficiencia pura.
Sus “Adanes” eran aberraciones de pragmatismo. La piel era rosada y
lampiña, sí, pero demasiado tersa, sin folículos pilosos, con una suave capa de
sebo que relucía bajo las luces LED. Los brazos eran muñones cortos, terminados
en una especie de pezuñas blandas y prensiles, útiles solo para agarrar el tubo
de alimentación. Las piernas, atrofiadas y dobladas bajo el torso, nunca
tocarían el suelo.
Pero lo más horripilante eran los rostros: carentes de orejas externas
(solo orificios), con hocicos aplanados que no gruñían, y ojos grandes,
marrones y húmedos como los de un cerdo, pero ubicados frontalmente, dotados de
un párpado humano que parpadeaba con lentitud anormal. No había cuello. La
cabeza, de un tamaño desproporcionado, se asentaba directamente sobre los
hombros redondeados, como un espantoso feto a término.
—Eficiencia pura —explicaba Ross a los inversores, pasando la mano sobre
el cráneo cálido y pulsátil de Adán-7. Un gruñido bajo, casi un ronroneo,
emanaba de su pecho—. El cerebro es una glándula reguladora, no un centro de
pensamiento. No hay corteza prefrontal significativa. No hay sueños, no hay
anhelos. Solo hay… homeostasis. Son incubadoras de alta gama. Sus órganos
internos, sin embargo, son humanoides al 99.8%. Un hígado Adán es, para todos
los efectos, un hígado humano que nunca bebió alcohol ni conoció el estrés.
El éxito fue rotundo. El riñón de Adán-3 integró sin rechazo en un
anciano. El corazón de Adán-5 latía ahora en el pecho de una adolescente. Ross
acumuló premios y dormía el sueño de los justos, acompañado solo por el suave
zumbido de los sistemas de soporte vital.
Hasta la Noche de los Mucosidades. Un sonido lo arrancó del sueño. No
era un llanto. Era algo más profundo, más físico: un gorgoteo húmedo, un
sollozo ahogado en flema, que surgía del establo-laboratorio. Parecía el sonido
de un pulmón tratando de llorar.
Ross entró en la sala climatizada. El aire, siempre esterilizado, olía
ahora a saliva seca y a algo dulzón, como leche agria. Los doce Adanes yacían
en sus camas de gel, conectados a las máquinas. Sus cuerpos se elevaban y
descendían al unísono con el ritmo de los ventiladores. Pero de sus bocas
entreabiertas, de labios finos y pálidos, colgaban hebras de una baba espesa y
nacarada que se acumulaba en charcos sobre el gel. Los ojos, aquellos ojos
marrones y húmedos, estaban inyectados en sangre, y seguían a Ross por la
habitación con una lentitud aterradora. No era mirada de reconocimiento. Era la
mirada de un órgano inflamado.
—Efecto secundario —murmuró Ross, con los nudillos blancos agarrando la
puerta—. Una reacción al nuevo nutriente. Hipersecreción mucosa.
Pero su estómago se retorció. Vio, no criaturas, sino interiores
expuestos. La carne viva que él cosía y descosía. Las noches siguientes
trajeron nuevas… expresiones. Adán-9 desarrolló un temblor constante en su
muñón izquierdo, un espasmo que hacía golpear la pezuña blanda contra la
barandilla de la cama con un tap-tap-tap monótono. Adán-2 comenzó a rechazar el
alimento, dejando que la papilla nutritiva le escurriera por la barbilla,
mientras sus ojos permanecían fijos en el techo. Y siempre, el gorgoteo. El
sonido de una tráquea llena de un llanto que no podía tomar forma.
La gota que quebró el cristal de su racionalidad fue durante una
ecografía de rutina de Adán-12. Ross deslizó el transductor sobre el torso
rosado, observando en la pantalla el hígado perfecto, simétrico, listo para la
cosecha. Entonces, Adán-12 giró su pesada cabeza. Sus ojos se posaron no en
Ross, sino en la pantalla, en la imagen gris y negra de su propio hígado. Un
gruñido escapó de su garganta, diferente a los demás: corto, agudo, como un
chillido sofocado. Luego, de la comisura de su ojo izquierdo, brotó no una
lágrima, sino una secreción sanguinolenta y espesa que trazó un camino rojo
sobre su mejilla, cayendo sobre la sábana de papel.
Ross retrocedió, tropezando con el carro de instrumentos. El metal cayó
con estruendo. En el suelo, jadeando, vio la mancha roja expandirse. No era
sangre pura. Era serosidad, pus y tal vez algo más. El olor a infección, dulce
y podrido, llenó la sala. Y supo, con certeza visceral, que el dolor tenía mil
formas, y que sus criaturas estaban explorando todas.
Algo dentro de él se partió y se reconfiguró en una piedad retorcida.
Desconectó los sistemas de extracción programada. Comenzó a inyectarlos no con
nutrientes, sino con analgésicos y sedantes de alta potencia. Les hablaba, les
leía tratados de filosofía en voz alta, como si el lenguaje pudiera redimir la
carne. Les puso nombres de mártires: San Sebastián (por los tubos que los
penetraban), San Lorenzo (por el calor de los foco quirúrgicos), Santa Lucía
(por los ojos que todo lo veían y nada comprendían). Los llamaba sus “santos
inocentes”, mientras limpiaba con torpeza sus secreciones.
Cuando los inversores irrumpieron, exigiendo su propiedad biológica,
encontraron a Ross acurrucado en un rincón del establo, abrazando el torso
inmóvil de Adán-1, canturreando una nana. Los Adanes, sedados en exceso,
respiraban con estertores húmedos. El olor a enfermedad y desinfección era
insoportable.
—¡Están podridos por dentro! —gritó el jefe de seguridad, tapándose la
nariz—. ¡Los órganos son inservibles!
Ross alzó la vista. Sus ojos brillaban con una lucidez demente.
—No. No están podridos. Están consagrados. El dolor los ha santificado.
No se pueden tocar.
Mientras lo arrastraban fuera, Ross forcejeó y gritó. Su último vistazo
al establo lo mostró iluminado por las luces rojas de emergencia que alguien
había activado. Bajo ese resplandor escarlata, los cuerpos rosados de los
Adanes parecían recién desollados. Y de la boca de Adán-12, aún conectado a la
máquina de ecografía abandonada, un último y largo gorgoteo surgió, seguido de
un flujo oscuro y denso que manchó la pantalla, borrando para siempre la imagen
del hígado perfecto.
Ahora Ross está aquí, en esta celda blanca y suave. No repite que eran
plantas. Susurra, acariciando las cicatrices de sus propias muñecas (intento
fallido de donar sangre, dice): “Los santos sangran. Los santos supuran. Es la
única oración que conocían.” Y cuando el silencio es total, acerca el oído a la
pared fría, y sonríe. Porque desde el hormigón, cree escuchar, muy débil, el
familiar y húmedo tap-tap-tap de una pezuña blanda, llamando a su creador en la
única lengua que les fue permitida: el morse de la carne sufriente.
Gretchen Kerr Anderson nació en Mayarí,
Holguín, Cuba en 1998. Es narradora, poeta y editora. Miembro de la AHS. Licenciada
en Lenguas Extranjeras por la Uho Universidad de Holguín. Máster en Didáctica
de las Lenguas Extranjeras por la Universidad de Ciencias Pedagógicas Enrique
José Varona de La Habana. Editora de la revista El Babujal. Especialista de
Literatura, crítica e investigación en la Asociación Hermanos Saíz de La
Habana. Actualmente cursa el Curso de Técnicas Narrativas del Centro de
Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Entre otras distinciones fue la ganadora
del certamen de publicación de la revista digital Novum de la UBIK-USB
Universidad de Bolivia con el relato “La Hechicera” (2020); mención de honor en
el Concurso de Minicuentos de Cubaliteraria con la obra “El arcoíris”(2024); tercer
premio en el concurso nacional de literatura erótica Farraluque 2024; mención
en el concurso nacional de narrativa Ernest Hemingway con el cuento "El
enjambre" (2025); mención en el concurso nacional de Ciencia Ficción y
Fantasía Oscar Hurtado con el cuento "Arena Virtual"; finalista en el
IX Certamen Internacional de poesía erótica de la editorial española Diversidad
Literaria (2025). Ha publicado el poemario Enajenación (2018) y cuentos
en antologías y revistas.
