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jueves, 11 de diciembre de 2025

QUEMADO Y CALLADO

Sadık Yemni

 

Para Mohammed Abu Khdeir y su familia enlutada

 

Eliza miró con desasosiego la puerta del restaurante que daba a la terraza. Estaba sentada en una mesa para dos. Tenía el rostro vuelto hacia la entrada. Cuando estaba sola, casi nunca se sentaba de espaldas a la calle, pero por alguna razón esta vez había decidido hacerlo así. Las demás mesas de la amplia terraza estaban repletas. A su derecha, en una mesa para cuatro, dos niños estaban sentados junto a su madre y su padre. Los pequeños, uno de ocho y el otro de unos diez años, llevaban camisetas rojas anaranjadas del mismo modelo. En sus espaldas, de cara a Eliza, se leía en grandes letras blancas: “QUEMADO y CALLADO”.

En la mesa de delante había cuatro muchachos. Permanecían inmóviles, con la cabeza ligeramente inclinada, como si estuvieran meditando o rezando antes de comer. Detrás de la familia con niños, dos mesas habían sido unidas. Un grupo mixto de jóvenes observaba en silencio sus platos de pizza sin moverse.

Poco a poco, la joven comenzó a percibir la presencia de algo inquietante. La inmovilidad y el silencio dominaban el ambiente. En la terraza había, contando a Eliza, trece personas. Excepto ella, todos tenían una pizza servida en sus platos. Nadie la comía. Nadie bebía sus bebidas. Todos permanecían quietos, cabezas inclinadas, mirando los platos. No cruzaban ni una palabra entre ellos.

Eliza había sido la última en llegar. Como todos habían sido atendidos, le tocaba a ella, pero hasta ese momento no había visto ni a un solo camarero. El cielo estaba nublado. Cuando los fragmentos de nubes, empujados por el viento, pasaban sobre ellos, los colores se apagaban y, al salir el sol, volvían a cobrar vida. No se escuchaba ningún coche ni bocina desde la calle. Aquello era un punto de alarma. Las personas, inmóviles, que seguían mirando sus pizzas, ya eran un estímulo suficientemente inquietante, pero la calle era otra cosa.

Decidió no volverse hacia la calle. Su intuición le decía: “No mires, o no entenderás el secreto de todo esto”. Una parte de ella quería alejarse del contenido de lo oculto, que podía descarrilar su vida cotidiana, pero la otra parte era más fuerte. Estaba decidida a dar el paso final.

Ignorando la voz que susurraba: “Mira a la calle, ¿por qué está tan silenciosa?”, se incorporó y caminó hacia la puerta. Al pasar entre las mesas, nadie la siguió con la mirada. Era como si no percibieran su presencia. Eliza era una persona de intuición fuerte, y el sentimiento familiar que crecía en su interior lo tomaba muy en serio.

Sabes perfectamente qué es todo esto.

No es un sueño.

No despertarás en tu cama.

El lugar es real, el tiempo está torcido.

Mientras empujaba la puerta de grueso cristal –que no dejaba ver el interior– vio reflejada su propia figura y parte de los clientes detrás. Seguían allí, inmóviles. Empujó la puerta y entró.

Se encontraba en un espacio cúbico, blanco, de diez metros por diez metros. El techo parecía altísimo.

En un pasado invierno, la joven había estado varias veces en aquella pizzería. El interior era totalmente distinto: solía haber diez o doce mesas, sillas, plantas decorativas en enormes macetas, un horno, clientes paseando y camareros circulando. Quizá estaban en reformas, pensó. Pero entonces, ¿de dónde venían las pizzas que llegaron a la terraza? No olía a masa horneada por ningún lado.

De pronto, vio en la pared de enfrente, justo al centro, un televisor LCD montado allí. Aquel televisor gigantesco había surgido como una boya que emerge desde el fondo del agua. Mientras lo miraba con asombro, los brotes del miedo en su pecho florecieron. Sus pies quisieron volverse hacia la salida, pero se contuvo. Había nadado demasiado para echarse atrás. No saldría de allí sin entender qué estaba ocurriendo.

Mientras pensaba qué hacer, sintió un movimiento a su izquierda y se sobresaltó. Parecía haberse acostumbrado demasiado a ser el único ser en movimiento en aquel espacio abstracto.

—Hola. Espero no haberla asustado.

Era un muchacho de unos quince años, de cabello castaño oscuro y ojos grandes. Llevaba pantalón negro y camisa blanca, con un chaleco rojo encima. Sobre el pecho había un emblema circular. En el fondo rojo anaranjado, las letras blancas decían: QUEMADO y CALLADO.

¿Qué significaba aquello? ¿Era el emblema de un club?

Eliza sonrió al muchacho de ojos brillantes y tristes.

—No, en absoluto. Esto… ¿Qué ha pasado aquí? ¿Hay reformas?

El chico estaba a punto de responder cuando la pantalla cobró vida. Apareció una mujer de labios carnosos, ojos grandes y cabello castaño oscuro, vestida con chaqueta azul marino y camiseta negra. El rostro de Eliza la reconoció al instante: era Ayelet Shaked, diputada de extrema derecha del parlamento israelí.

—Debemos matar a todas las madres palestinas y a sus bebés aún no nacidos. Solo así podremos detener el terrorismo. Derramar sangre árabe es un acto meritorio.

Cuando la imagen se congeló, Eliza soltó el aliento que había estado conteniendo y miró al muchacho.

—Ayelet Shaked.

—¿La conoces, entonces?

—A esa gente la conozco muy bien.

El sistema nervioso de Eliza estaba alterado. Recordó que era lunes 14 de julio. Año 2014. Año islámico 1435. Tiempo de sietes. Había salido de casa a hacer compras y, al sentir hambre, había entrado allí a comer. Si aquello no era un sueño, ¿qué era entonces? La mirada triste del muchacho le resultaba familiar. ¿Dónde lo había visto tan recientemente? No aquí. Allí trabajaban más mujeres, y jamás había visto a un empleado de su edad.

—¿Cómo te llamas?

—Mohammed Abu Khdeir.

A Eliza se le volcó el estómago.

—¿El joven palestino…?

Él asintió.

Mohammed Abu Khdeir había sido secuestrado días antes por soldados israelíes. Tenía dieciséis años. Fue torturado y luego obligado a beber gasolina, y quemado vivo. Un asesinato espantoso. Eliza, judía de Turquía, había sufrido una crisis al enterarse. Había llorado y sentido una profunda vergüenza. Aquello era una crueldad que dejaría huella en la historia. ¿Podía la gente ser aniquilada con un poder tan desproporcionado? No era guerra: era masacre. Un asesinato puro y simple. Una traición al ideal israelí. Nada podía justificarlo. No había forma. La violencia estaba desbordándose. Deberían hacerse películas sobre ello, para que esa matanza no se olvidara.

—Lo siento muchísimo.

El muchacho sonrió con comprensión.

—Lo sé. Lo siento en ti. Expresaste tu tristeza con mucha sinceridad en tus tuits. Muchos te apoyaron, pero otros fueron crueles contigo. Ya sabes, la presión del entorno… Siempre aparecen. En cuanto a esa mujer… Ayelet tiene un demonio dentro. Que Dios la guíe y le perdone sus pecados.

Los ojos de Eliza se humedecieron. Recordó que el nombre Ayelet –gacela del alba, Venus, Sirio– también tenía entre sus significados Lucifer. Iba a comentarlo cuando el muchacho señaló la puerta.

—Ahora debes irte. Tu tiempo se acabó. El mío también. Voy a volver a mi último estado.

Eliza asintió. Estaba a punto de correr hacia la puerta cuando se detuvo. Caminó hacia el muchacho y lo abrazó.

—Lo siento mucho, Mohammed. Muchísimo.

Él la abrazó suavemente y la soltó. Ambos tenían los ojos húmedos.

—Anoche aparecí en el sueño de mi madre. Me preparó mis comidas favoritas. Charlamos mucho y lloramos. Estaba tan feliz de verme comer… Una parte de su mente había olvidado que estoy muerto. También olvidó mi edad. Mientras horneaba un börek, me cantó nanas. Una de ellas jamás la había oído antes. Era muy conmovedora. Mi corazón se hizo tan grande como este salón, créeme.

Eliza, madre de una niña de seis años, sintió el pecho desbordarse. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Las imágenes que él describía se dibujaban en su mente como si estuviera allí: el diván cubierto de kilim, la cocina de suelo de piedra, el rostro triste de la madre. Conocía apenas unas palabras de árabe, pero cada una que oía se le grababa en el cerebro como un grabado en piedra.

—Ahora vete, por favor. Rápido. El fuego puede llegar en cualquier momento.

Eliza percibió olor a gasolina. Sus pies reaccionaron al pánico y se movieron. Corrió a la puerta. La abrió y salió. Los clientes inmóviles seguían igual que antes. En la calle, la vida también parecía detenida. Mientras cruzaba entre las mesas, las pizzas comenzaron a arder y se convirtieron en carbón en uno o dos segundos. Las pestañas de las personas inmóviles ni siquiera temblaron.

Cuando llegó a la puerta de la terraza y sintió el calor detrás de ella, pensó que el fuego iba a devorarla. Lanzó un grito. Y en aquel grito había una cualidad extraordinaria. La voz que salió de su garganta se transformó al instante en pájaros negros. Cientos de aves del tamaño de estorninos se elevaron hacia el cielo. Por un instante, estuvo rodeada solo por un suelo de negrura alada y movediza.

Cuando creyó que no podría respirar, se encontró dentro de su coche. Estaba en una calle que desembocaba en una de las avenidas más concurridas de Estambul. Estaba sentada en su auto, estacionado. A medida que su memoria volvía a funcionar, lo recordó todo. Hoy era lunes. El primer día de sus vacaciones anuales. Mañana viajaría con su hija y su esposo a la casa de verano en Ayvalık, donde se quedarían dos semanas. Había salido de compras, había sentido hambre y había entrado a comer pizza.

No podía ver desde allí el lugar donde acababa de estar, pero sabía que todo debía estar en su estado normal. El lugar en que había estado correspondía a un espacio interno, simbólico. La pena y el estrés de los últimos días habían abierto esa puerta dentro de ella.

Eliza se secó las mejillas con el dorso de la mano y encendió el motor del coche. El hambre había desaparecido. Lo mejor era ir con su madre. Su hija estaba allí. Iría, la abrazaría y le cantaría la nana que la madre de Mohammed Abu Khdeir le cantaba.

La joven cerró los ojos y murmuró unas palabras. La letra y la melodía de la nana seguían intactas en su memoria. Había en esas palabras aladas –que llevaban a los niños al reino del sueño– una cualidad capaz de atravesar diferencias y de impedir que los panes se convirtieran en carbón. Esa cualidad debía impregnarse en el tiempo, cuanto antes.

Sadık Yemni nació en 1951 en Kurtuluş, Tatavla, Estambul. A los tres años, se mudó a Esmirna con su familia. Vivió en Ámsterdam de 1975 a 2013. Ha publicado 25 libros en Turquía, incluyendo 21 novelas, una autobiografía, una colección de ensayos y tres colecciones de relatos, además de 104 cuentos. También ha escrito cientos de artículos y aproximadamente 200 obras en vídeo.

QUEMADO Y CALLADO