Giorgio Sangiorgi
Por lo que pude entender a partir de la documentación,
Ottunia no había cambiado tanto desde la última vez que estuve allí. A pesar de
lo que habíamos hecho, de la terrible herida que le habíamos infligido, su
belleza no se había desvanecido como yo había creído.
Intenten imaginar
una hermosa costa, donde la forma de los acantilados se une perfectamente al
movimiento de las olas, sea cual sea este; o bien un bosque frondoso y fuerte,
con toda su potencia salvaje y, sin embargo, ordenado y reconfortante como un
jardín inglés. Y todavía más: imaginen un desierto, vasto y seco, que debería
ser terriblemente inhóspito y que, en cambio, te resulta acogedor y te hace
sentir sereno.
Vista desde lo
alto, Ottunia no se parece a la Tierra; debido a los gases presentes en la
parte alta de la atmósfera, recuerda más bien el agradable entramado de líneas
de nuestro planeta Júpiter. Pero es solo una apariencia, como pudimos comprobar
cuando la Parvati, nuestra nave espacial, penetró en aquella maravilla y
descendió hacia la superficie.
Yo estaba pegado
al visor, porque esa era mi tarea durante la delicada fase de aterrizaje; debía
comprobar que no hubiera peligros y, en caso de haberlos, avisar inmediatamente
al comandante. Una responsabilidad que, por suerte, resultó totalmente inútil.
La Parvati, con
sus formas elegantes, planeó con seguridad y durante largo tiempo sobre una
selva inmensa. Luego el piloto identificó un valle encantador y, describiendo
un arco, una ligera curva, finalmente descendió.
Excitados, nos
preparamos para el encuentro con un nuevo planeta realizando los controles
pertinentes. Luego, yo y otros miembros de la tripulación pudimos descender a
aquel suelo nuevo y extraño.
¿Pero lo era
realmente tanto?
Recuerdo que me
incliné para observar la composición del prado que tenía bajo los pies. Fue
entonces cuando experimenté una extraña sensación que me pareció totalmente
nueva. Mientras observaba aquellos tallos, y en particular una graciosa especie
de trébol, sentí un escalofrío, un calor interior que –como solo recordé
después– había sentido únicamente de niño, cuando me había inclinado por
primera vez sobre un prado terrestre y había observado su composición, el
entramado de la hierba, los simpáticos insectos que lo habitaban.
Fue entonces
cuando llegaron los ottunianos; llegaron en grupo con una actitud que percibí
inmediatamente como alegre. Me transmitían con aún más fuerza aquella
vibración, aquel sentimiento interior que ahora sé que anima a menudo a los
artistas o a las buenas personas cuando escuchan una bella canción. El mismo
que atrapó a Marcel Proust cuando recordaba aquella buena magdalena de su
infancia.
Una sensación
interior que nunca me abandonó cuando estuve en presencia de aquellos seres y
que todavía hoy, como un regalo suyo, me alcanza de vez en cuando, brotando
desde lo más profundo de mí mismo, según leyes, fines y necesidades que aún me
resultan incomprensibles.
Es difícil
describir cómo son físicamente los ottunianos; uno de la tripulación dijo que
eran el cruce entre un apio y un ángel. Muy delgados, con una cabeza de forma
cilíndrica algo alargada, pero con un rostro expresivo y casi similar al
nuestro.
Nos miraban
fijamente a los ojos como hacen los niños. Giraban a nuestro alrededor y luego,
de repente –y esto fue para nosotros motivo de enorme asombro–, alguno de ellos
emprendía el vuelo y se elevaba del suelo. El mayor prodigio que he visto jamás
y que quizá nunca vuelva a ver.
Durante todo el
tiempo que estuvimos con ellos, nunca pudimos entender cómo lo hacían y ahora
creo que nunca lo entenderemos.
No nos decían
nada; se limitaban a mirar y, de algún modo, a sonreír.
Era evidente que
el problema era cómo comunicarse. Nos lo habríamos esperado de antemano, si
hubiéramos sabido que íbamos a encontrarnos con ellos.
—Hemos venido en
paz —dijo el comandante, y yo sonreí.
Nunca había
entendido por qué un ser humano, frente a otra persona que no comparte su misma
lengua, intenta igualmente hablarle, quizá pronunciando las palabras con
exageración.
La cosa, sí,
resulta un poco ridícula, pero tal vez se deba a una especie de desesperación
comunicativa. La misma que nos invade cada vez que hablamos de las cosas que
amamos con alguien y vemos que en sus ojos no se enciende la misma luz que nos
anima, sino que habita en ellos una especie de asombro confuso, como si le
estuviéramos hablando en una lengua alienígena.
—Tal vez sea el
caso de avisar al cuartel general —me dijo el comandante, y a regañadientes
tuve que regresar a la nave para contactar con la Tierra.
—Haga su informe
—me dijo una voz, y vi con sorpresa que la persona en cuestión no era un
operador de comunicaciones, sino el propio general Scott. Evidentemente había
muchas esperanzas depositadas en aquel planeta, esperanzas que yo ya sabía que
se verían frustradas.
—Hay una buena
noticia y una mala, señor general —dije recurriendo a un viejo juego de
palabras.
—No se haga el
gracioso, teniente, y dígame de inmediato si el planeta es habitable.
—Sí, señor general,
el planeta es habitable y muy agradable. Ideal para nuevos asentamientos. Por
desgracia, imagino que esta oportunidad será vetada por las comisiones éticas,
porque aquí hemos encontrado una especie claramente sintiente. Lo siento, general,
sé cuánto el mando y el gobierno terrestre están apostando por la colonización.
—Teniente, no se
apene. No es una mala noticia la que me está dando. Sin lugar a duda, han hecho
el mayor descubrimiento de la historia de la humanidad: la primera vez que
encontramos una especie inteligente durante nuestras exploraciones. ¡Eso bien
vale un planeta!... Intenten descubrir todo lo que puedan.
—Sí, señor general,
informaremos lo antes posible.
En cierto sentido
mentí, al menos desde un punto de vista personal. Ya no me sentía allí solo
para realizar estudios distanciados y objetivos sobre aquel lugar y aquella
gente pacífica. Ya estaba implicado y, de hecho, en los días siguientes intenté
estar el mayor tiempo posible con aquellos seres que me calentaban el corazón.
Eso era lo único que me importaba.
Fueron días
maravillosos. Ellos nos rondaban curiosos, aunque toda comunicación entre
nuestras dos especies parecía imposible. En cierto momento recuerdo que el comandante
se dirigió a nuestro lingüista.
—Es absolutamente imprescindible
que encuentre una forma de comunicarse con estas criaturas —le dijo—. Al fin y
al cabo, usted es el especialista.
—Desde luego —respondió
él—, hablarles de morfemas y lexemas no será de gran ayuda… Pero quizá podamos
intentarlo a la antigua usanza…
Se alejó, tomó una
piedra del suelo y se acercó a uno de los indígenas que parecía de los más
curiosos hacia nosotros. Lo miró, mostrándole la piedra, y dijo pronunciando
despacio.
—Piedra. Piedra.
Piedra.
Luego se acercó a
un árbol y lo llamó por el nombre que nosotros usamos.
—Árbol. Árbol.
Árbol.
Siguió así durante
un tiempo, sin obtener aparentemente resultados.
Lo dejé ocupado en
esas tareas y traté de seguir a algunos grupos de indígenas para descubrir cómo
era su vida cotidiana. Nunca logré verlos alimentarse. No sé de qué se nutrían,
pero al final, casi llevado y acompañado por ellos, llegué a una especie de
aldea cuyas viviendas estaban formadas por las propias plantas; como si estas
se hubieran adaptado a las necesidades y deseos de aquel pueblo y hubieran
cambiado su conformación para ellos. Sus casas, en resumen, eran casas
vivientes. ¿Tal vez eran esas casas las que les proporcionaban el alimento?
Me senté en medio
de ellos. Todos se parecían entre sí; casi no lograba distinguir a uno de otro.
Seguían girando a mi alrededor, me observaban. Algunos volaban sobre mi cabeza.
Parecían mariposas.
Fue entonces
cuando noté –no sé cómo se me había escapado hasta ese momento– que eran
luminosos. Pero no diría que se tratara de una especie de bioluminiscencia,
como ocurre con ciertas criaturas de nuestro planeta; era una luz cálida que me
parecía de origen espiritual.
Debo decir que
perdí la noción del tiempo y sentí que mi mente se vaciaba. Experimentaba una
serenidad que jamás había sentido en mi vida y aquel calor interior me
acompañaba constantemente. Como si hubiera regresado a una casa olvidada.
Más tarde,
hablando con los otros miembros de la tripulación, comprendí que solo unos
pocos de nosotros éramos capaces de percibir ese escalofrío del alma. Que hay
personas que en toda su vida no lo experimentarán jamás. No es que sean malas…
Es que, quizá, son individuos totalmente centrados en otras partes de su ser.
En cierto momento,
mis compañeros vinieron a buscarme. Me habían dado por desaparecido.
Me disculpé con el
comandante y regresé a la nave, pero debo decir que cada minuto que pasaba
lejos de los ottunianos me parecía un minuto perdido. Me había sentido así
quizá solo cuando, de joven, me había enamorado. Eso es, sí, estaba
verdaderamente enamorado de aquellas criaturas. Me hacían sentir bien.
En las semanas
siguientes, nuestro lingüista hizo progresos con uno de ellos, al que llamamos
Dubé. Aquel individuo parecía muy interesado en el lenguaje de los terrestres y
comenzó a pronunciar algunas palabras, aunque siempre con dificultad.
—Piiieeedraaa.
Saaasssooo…
Muy pronto, el lingüista
consiguió enseñarle frases más complejas. Por ejemplo, imitando acciones y
describiéndolas con una frase sencilla, vinculada a las palabras que nuestro
alienígena parecía haber identificado:
—Pongo… la piedra…
sobre la hierba…
—Piiieeedraaa…
Hiiieeerrbaaa… —repetía Dubé.
Hizo falta casi un
mes para que pudiera realizar progresos significativos, quizá uno de los meses
más hermosos de mi vida. Él hablaba con Dubé y yo permanecía en la aldea,
estudiando la vida serena y casi incomprensible de los ottunianos.
Estudiar es una
palabra excesiva. Estaba sin memoria, como si los pesos y las heridas de toda
una vida me abandonaran.
Fue con gran
sorpresa que un día, al regresar a la nave, vi al lingüista rodeado de algunos
ottunianos. Dubé —ya había aprendido a reconocerlo— estaba de pie.
—Entoooncesss… —preguntaba—:
¿usteeedeesss caaambiiiaaannn laaass cooosaaass usaaanddooo estaa cooosaa
plaaanaa?
—Se llama dinero
—respondía mi colega.
No sé por qué
sentí un escalofrío, pero de otra naturaleza: era un escalofrío de horror. Algo
me estaba advirtiendo de la tragedia inminente.
Al cabo de un
tiempo, los ottunianos hablaban todos, pero no solo con nosotros. También lo
hacían entre ellos y con cada vez mayor seguridad. Aquello parecía intrigarlos
mucho, como si les diera una nueva conciencia. Y, sin embargo, no estaba seguro
de que eso fuera bueno para ellos.
Yo mismo me
oscurecí, perdí aquel encanto interior, la paz que había alcanzado.
Qué fácil es
volver al propio camino oscuro.
En cierto momento,
los ottunianos cambiaron radicalmente. Sí, discutían con nosotros, se
exaltaban, incluso habían empezado a leer nuestros libros, a escuchar nuestras
historias. Y por eso mismo, porque me parecía algo hermoso, tardé un poco en
comprender la magnitud del cambio, algo que un día me golpeó en el estómago
como una patada.
Los ottunianos ya
no brillaban… y ya no volaban.
Les pregunté por
qué habían dejado de volar y me miraron sorprendidos, como si estuviera
diciendo tonterías:
—No se puede volar
—me dijeron—. Existe la fuerza de la gravedad.
Y al decirlo
mostraban incluso una cierta altivez que estoy seguro les había sido
completamente ajena antes.
Mientras tanto,
los ottunianos se volvían cada día más apagados y tristes. Me parecía una
catástrofe, pero era el único que lo veía. Y ni siquiera yo había comprendido
del todo sus proporciones. Hasta el día en que, no solo yo, sino también ellos,
lo entendieron.
Al llegar a la
aldea, escuché lamentos desesperados. Algo que habría sido absolutamente
imposible solo unas semanas antes.
—¿Qué sucede?
—pregunté, llegando hasta ellos corriendo.
Uno se volvió. Era
Dubé. Me miró con los ojos llenos de odio –otra terrible novedad– y me gritó:
—¡¿Qué nos han
hecho?! Nos han… corrompido… con sus… palabras.
—¿Pero qué dices? —pregunté—.
No te entiendo.
—Mira tú mismo
—dijo Dubé señalando a uno de ellos tendido en el suelo—. ¡Mira! ¡Arvé está
MUERTO!
—No, no, es
terrible —dije, instintivamente, a la defensiva—. Lo siento enormemente, pero
puedo asegurar que nosotros no tenemos nada que ver. La vida es así. A veces…
la gente… muere…
Pero él negó con
la cabeza.
—Eres tú quien no
entiende —me respondió—. Antes de que ustedes llegaran a nuestro mundo… nunca
había muerto nadie.
Giorgio
Sangiorgi nació en Forlì, Italia, el 26 de julio de 1957. Es autor de ciencia
ficción y dibujante. Licenciado en Artes, Música y Espectáculos por la
Universidad de Bolonia con una tesis sobre el movimiento en las artes gráficas
y el cómic, I disegni che vivere, Sangiorgi comenzó a interesarse por la
narración a partir del cómic, tema que desarrolló durante algunos años, ganando
un premio muy joven en colaboración con Roberto Celano y Paolo Morisi. Su
pasión por el cómic lo llevó a publicar el ensayo ZAP! Esegesi del
fumetto di fantascienza en 2012. En la década de 1970, comenzó a
interesarse por la obra de Sri Aurobindo y a estudiar disciplinas espirituales
orientales y occidentales. En 1986, publicó un artículo sobre Aurobindo
titulado L'oro in fondo al corpo en la revista Abstracta. Entre sus
obras más destacadas pueden citarse las novelas Friaria, 1992; Tempio, 1999; La foresta dei sogni perduti, 2005; Cristalli,
2009; Starcity, 2017; Nothing, 2021, media docena de
colecciones de cuentos, obras teatrales y una veintena de novelas gráficas.
