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lunes, 15 de diciembre de 2025

PALABRAS

Giorgio Sangiorgi

 

Por lo que pude entender a partir de la documentación, Ottunia no había cambiado tanto desde la última vez que estuve allí. A pesar de lo que habíamos hecho, de la terrible herida que le habíamos infligido, su belleza no se había desvanecido como yo había creído.

Intenten imaginar una hermosa costa, donde la forma de los acantilados se une perfectamente al movimiento de las olas, sea cual sea este; o bien un bosque frondoso y fuerte, con toda su potencia salvaje y, sin embargo, ordenado y reconfortante como un jardín inglés. Y todavía más: imaginen un desierto, vasto y seco, que debería ser terriblemente inhóspito y que, en cambio, te resulta acogedor y te hace sentir sereno.

Vista desde lo alto, Ottunia no se parece a la Tierra; debido a los gases presentes en la parte alta de la atmósfera, recuerda más bien el agradable entramado de líneas de nuestro planeta Júpiter. Pero es solo una apariencia, como pudimos comprobar cuando la Parvati, nuestra nave espacial, penetró en aquella maravilla y descendió hacia la superficie.

Yo estaba pegado al visor, porque esa era mi tarea durante la delicada fase de aterrizaje; debía comprobar que no hubiera peligros y, en caso de haberlos, avisar inmediatamente al comandante. Una responsabilidad que, por suerte, resultó totalmente inútil.

La Parvati, con sus formas elegantes, planeó con seguridad y durante largo tiempo sobre una selva inmensa. Luego el piloto identificó un valle encantador y, describiendo un arco, una ligera curva, finalmente descendió.

Excitados, nos preparamos para el encuentro con un nuevo planeta realizando los controles pertinentes. Luego, yo y otros miembros de la tripulación pudimos descender a aquel suelo nuevo y extraño.

¿Pero lo era realmente tanto?

Recuerdo que me incliné para observar la composición del prado que tenía bajo los pies. Fue entonces cuando experimenté una extraña sensación que me pareció totalmente nueva. Mientras observaba aquellos tallos, y en particular una graciosa especie de trébol, sentí un escalofrío, un calor interior que –como solo recordé después– había sentido únicamente de niño, cuando me había inclinado por primera vez sobre un prado terrestre y había observado su composición, el entramado de la hierba, los simpáticos insectos que lo habitaban.

Fue entonces cuando llegaron los ottunianos; llegaron en grupo con una actitud que percibí inmediatamente como alegre. Me transmitían con aún más fuerza aquella vibración, aquel sentimiento interior que ahora sé que anima a menudo a los artistas o a las buenas personas cuando escuchan una bella canción. El mismo que atrapó a Marcel Proust cuando recordaba aquella buena magdalena de su infancia.

Una sensación interior que nunca me abandonó cuando estuve en presencia de aquellos seres y que todavía hoy, como un regalo suyo, me alcanza de vez en cuando, brotando desde lo más profundo de mí mismo, según leyes, fines y necesidades que aún me resultan incomprensibles.

Es difícil describir cómo son físicamente los ottunianos; uno de la tripulación dijo que eran el cruce entre un apio y un ángel. Muy delgados, con una cabeza de forma cilíndrica algo alargada, pero con un rostro expresivo y casi similar al nuestro.

Nos miraban fijamente a los ojos como hacen los niños. Giraban a nuestro alrededor y luego, de repente –y esto fue para nosotros motivo de enorme asombro–, alguno de ellos emprendía el vuelo y se elevaba del suelo. El mayor prodigio que he visto jamás y que quizá nunca vuelva a ver.

Durante todo el tiempo que estuvimos con ellos, nunca pudimos entender cómo lo hacían y ahora creo que nunca lo entenderemos.

No nos decían nada; se limitaban a mirar y, de algún modo, a sonreír.

Era evidente que el problema era cómo comunicarse. Nos lo habríamos esperado de antemano, si hubiéramos sabido que íbamos a encontrarnos con ellos.

—Hemos venido en paz —dijo el comandante, y yo sonreí.

Nunca había entendido por qué un ser humano, frente a otra persona que no comparte su misma lengua, intenta igualmente hablarle, quizá pronunciando las palabras con exageración.

La cosa, sí, resulta un poco ridícula, pero tal vez se deba a una especie de desesperación comunicativa. La misma que nos invade cada vez que hablamos de las cosas que amamos con alguien y vemos que en sus ojos no se enciende la misma luz que nos anima, sino que habita en ellos una especie de asombro confuso, como si le estuviéramos hablando en una lengua alienígena.

—Tal vez sea el caso de avisar al cuartel general —me dijo el comandante, y a regañadientes tuve que regresar a la nave para contactar con la Tierra.

—Haga su informe —me dijo una voz, y vi con sorpresa que la persona en cuestión no era un operador de comunicaciones, sino el propio general Scott. Evidentemente había muchas esperanzas depositadas en aquel planeta, esperanzas que yo ya sabía que se verían frustradas.

—Hay una buena noticia y una mala, señor general —dije recurriendo a un viejo juego de palabras.

—No se haga el gracioso, teniente, y dígame de inmediato si el planeta es habitable.

—Sí, señor general, el planeta es habitable y muy agradable. Ideal para nuevos asentamientos. Por desgracia, imagino que esta oportunidad será vetada por las comisiones éticas, porque aquí hemos encontrado una especie claramente sintiente. Lo siento, general, sé cuánto el mando y el gobierno terrestre están apostando por la colonización.

—Teniente, no se apene. No es una mala noticia la que me está dando. Sin lugar a duda, han hecho el mayor descubrimiento de la historia de la humanidad: la primera vez que encontramos una especie inteligente durante nuestras exploraciones. ¡Eso bien vale un planeta!... Intenten descubrir todo lo que puedan.

—Sí, señor general, informaremos lo antes posible.

En cierto sentido mentí, al menos desde un punto de vista personal. Ya no me sentía allí solo para realizar estudios distanciados y objetivos sobre aquel lugar y aquella gente pacífica. Ya estaba implicado y, de hecho, en los días siguientes intenté estar el mayor tiempo posible con aquellos seres que me calentaban el corazón. Eso era lo único que me importaba.

Fueron días maravillosos. Ellos nos rondaban curiosos, aunque toda comunicación entre nuestras dos especies parecía imposible. En cierto momento recuerdo que el comandante se dirigió a nuestro lingüista.

—Es absolutamente imprescindible que encuentre una forma de comunicarse con estas criaturas —le dijo—. Al fin y al cabo, usted es el especialista.

—Desde luego —respondió él—, hablarles de morfemas y lexemas no será de gran ayuda… Pero quizá podamos intentarlo a la antigua usanza…

Se alejó, tomó una piedra del suelo y se acercó a uno de los indígenas que parecía de los más curiosos hacia nosotros. Lo miró, mostrándole la piedra, y dijo pronunciando despacio.

—Piedra. Piedra. Piedra.

Luego se acercó a un árbol y lo llamó por el nombre que nosotros usamos.

—Árbol. Árbol. Árbol.

Siguió así durante un tiempo, sin obtener aparentemente resultados.

Lo dejé ocupado en esas tareas y traté de seguir a algunos grupos de indígenas para descubrir cómo era su vida cotidiana. Nunca logré verlos alimentarse. No sé de qué se nutrían, pero al final, casi llevado y acompañado por ellos, llegué a una especie de aldea cuyas viviendas estaban formadas por las propias plantas; como si estas se hubieran adaptado a las necesidades y deseos de aquel pueblo y hubieran cambiado su conformación para ellos. Sus casas, en resumen, eran casas vivientes. ¿Tal vez eran esas casas las que les proporcionaban el alimento?

Me senté en medio de ellos. Todos se parecían entre sí; casi no lograba distinguir a uno de otro. Seguían girando a mi alrededor, me observaban. Algunos volaban sobre mi cabeza. Parecían mariposas.

Fue entonces cuando noté –no sé cómo se me había escapado hasta ese momento– que eran luminosos. Pero no diría que se tratara de una especie de bioluminiscencia, como ocurre con ciertas criaturas de nuestro planeta; era una luz cálida que me parecía de origen espiritual.

Debo decir que perdí la noción del tiempo y sentí que mi mente se vaciaba. Experimentaba una serenidad que jamás había sentido en mi vida y aquel calor interior me acompañaba constantemente. Como si hubiera regresado a una casa olvidada.

Más tarde, hablando con los otros miembros de la tripulación, comprendí que solo unos pocos de nosotros éramos capaces de percibir ese escalofrío del alma. Que hay personas que en toda su vida no lo experimentarán jamás. No es que sean malas… Es que, quizá, son individuos totalmente centrados en otras partes de su ser.

En cierto momento, mis compañeros vinieron a buscarme. Me habían dado por desaparecido.

Me disculpé con el comandante y regresé a la nave, pero debo decir que cada minuto que pasaba lejos de los ottunianos me parecía un minuto perdido. Me había sentido así quizá solo cuando, de joven, me había enamorado. Eso es, sí, estaba verdaderamente enamorado de aquellas criaturas. Me hacían sentir bien.

En las semanas siguientes, nuestro lingüista hizo progresos con uno de ellos, al que llamamos Dubé. Aquel individuo parecía muy interesado en el lenguaje de los terrestres y comenzó a pronunciar algunas palabras, aunque siempre con dificultad.

—Piiieeedraaa. Saaasssooo…

Muy pronto, el lingüista consiguió enseñarle frases más complejas. Por ejemplo, imitando acciones y describiéndolas con una frase sencilla, vinculada a las palabras que nuestro alienígena parecía haber identificado:

—Pongo… la piedra… sobre la hierba…

—Piiieeedraaa… Hiiieeerrbaaa… —repetía Dubé.

Hizo falta casi un mes para que pudiera realizar progresos significativos, quizá uno de los meses más hermosos de mi vida. Él hablaba con Dubé y yo permanecía en la aldea, estudiando la vida serena y casi incomprensible de los ottunianos.

Estudiar es una palabra excesiva. Estaba sin memoria, como si los pesos y las heridas de toda una vida me abandonaran.

Fue con gran sorpresa que un día, al regresar a la nave, vi al lingüista rodeado de algunos ottunianos. Dubé —ya había aprendido a reconocerlo— estaba de pie.

—Entoooncesss… —preguntaba—: ¿usteeedeesss caaambiiiaaannn laaass cooosaaass usaaanddooo estaa cooosaa plaaanaa?

—Se llama dinero —respondía mi colega.

No sé por qué sentí un escalofrío, pero de otra naturaleza: era un escalofrío de horror. Algo me estaba advirtiendo de la tragedia inminente.

Al cabo de un tiempo, los ottunianos hablaban todos, pero no solo con nosotros. También lo hacían entre ellos y con cada vez mayor seguridad. Aquello parecía intrigarlos mucho, como si les diera una nueva conciencia. Y, sin embargo, no estaba seguro de que eso fuera bueno para ellos.

Yo mismo me oscurecí, perdí aquel encanto interior, la paz que había alcanzado.

Qué fácil es volver al propio camino oscuro.

En cierto momento, los ottunianos cambiaron radicalmente. Sí, discutían con nosotros, se exaltaban, incluso habían empezado a leer nuestros libros, a escuchar nuestras historias. Y por eso mismo, porque me parecía algo hermoso, tardé un poco en comprender la magnitud del cambio, algo que un día me golpeó en el estómago como una patada.

Los ottunianos ya no brillaban… y ya no volaban.

Les pregunté por qué habían dejado de volar y me miraron sorprendidos, como si estuviera diciendo tonterías:

—No se puede volar —me dijeron—. Existe la fuerza de la gravedad.

Y al decirlo mostraban incluso una cierta altivez que estoy seguro les había sido completamente ajena antes.

Mientras tanto, los ottunianos se volvían cada día más apagados y tristes. Me parecía una catástrofe, pero era el único que lo veía. Y ni siquiera yo había comprendido del todo sus proporciones. Hasta el día en que, no solo yo, sino también ellos, lo entendieron.

Al llegar a la aldea, escuché lamentos desesperados. Algo que habría sido absolutamente imposible solo unas semanas antes.

—¿Qué sucede? —pregunté, llegando hasta ellos corriendo.

Uno se volvió. Era Dubé. Me miró con los ojos llenos de odio –otra terrible novedad– y me gritó:

—¡¿Qué nos han hecho?! Nos han… corrompido… con sus… palabras.

—¿Pero qué dices? —pregunté—. No te entiendo.

—Mira tú mismo —dijo Dubé señalando a uno de ellos tendido en el suelo—. ¡Mira! ¡Arvé está MUERTO!

—No, no, es terrible —dije, instintivamente, a la defensiva—. Lo siento enormemente, pero puedo asegurar que nosotros no tenemos nada que ver. La vida es así. A veces… la gente… muere…

Pero él negó con la cabeza.

—Eres tú quien no entiende —me respondió—. Antes de que ustedes llegaran a nuestro mundo… nunca había muerto nadie.

 

Giorgio Sangiorgi nació en Forlì, Italia, el 26 de julio de 1957. Es autor de ciencia ficción y dibujante. Licenciado en Artes, Música y Espectáculos por la Universidad de Bolonia con una tesis sobre el movimiento en las artes gráficas y el cómic, I disegni che vivere, Sangiorgi comenzó a interesarse por la narración a partir del cómic, tema que desarrolló durante algunos años, ganando un premio muy joven en colaboración con Roberto Celano y Paolo Morisi. Su pasión por el cómic lo llevó a publicar el ensayo ZAP! Esegesi del fumetto di fantascienza en 2012. En la década de 1970, comenzó a interesarse por la obra de Sri Aurobindo y a estudiar disciplinas espirituales orientales y occidentales. En 1986, publicó un artículo sobre Aurobindo titulado L'oro in fondo al corpo en la revista Abstracta. Entre sus obras más destacadas pueden citarse las novelas Friaria, 1992; Tempio, 1999; La foresta dei sogni perduti, 2005; Cristalli, 2009; Starcity, 2017; Nothing, 2021, media docena de colecciones de cuentos, obras teatrales y una veintena de novelas gráficas.

 

 

  

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