Nenad Mitrović
—¡Joder, Mladen, no tan fuerte!
—Ah, Ratko… ¿qué ha sido eso? —preguntó
el joven, sintiendo cómo se le iba el color del rostro.
—Otro de ellos. ¡Otra de esas
malditas almas en pena!
Mladen lo entendió al instante.
Ratko se refería a los vagabundos sin rumbo que caminaban por las vías como si
nada pudiera dañarlos, la pesadilla de cada empleado de Ferrocarriles de
Serbia. Ningún maquinista se libraba al final de atropellar a uno. En tres años
de trabajo, Mladen había tenido suerte: ningún incidente. Ninguna sangre.
—Siempre hay una primera vez,
chico. Una primera vez sangrienta —le había dicho Ratko tres meses atrás,
guiñándole un ojo.
—¿Crees que era… un hombre? —preguntó
Mladen con voz temblorosa. Le dolía todo el cuerpo, pero no parecía tener nada
roto. A sus espaldas, los últimos vagones terminaron de detenerse con un
gruñido metálico. Su vista estaba nublada. A través de la ventana astillada
distinguió las laderas amarillentas y desnudas de la mina de cobre de RTB Bor a
la izquierda. A la derecha se extendía la maleza espinosa: granjas abandonadas,
pequeños arbolados tímidos y unas pocas casas dispersas. Un desfiladero oscuro
rasgaba el paisaje, antaño excavado por el río Bor.
—Sí, seguro que sí —respondió
Ratko—. De él no queda nada ya. No te preocupes, ni para un pastel de carne.
Empujó la desvencijada puerta de la
cabina. Mladen se movió despacio, aturdido. Al maquinista le gustaba trabajar
con aquel muchacho distante: sus grandes ojos, su pelo espeso y desordenado, y
su silencio lo diferenciaban de la manada vulgar del depósito.
—Oh, no… dime que no he matado a un
hombre. ¿Lo hice? —lloró Mladen.
—¡Será milagro que no hayamos
descarrilado y tirado toda esta mierda negra que llevamos! ¿Sabes lo que cuesta
un kilo de concentrado de cobre? ¡Tenemos mil toneladas ahí detrás! ¡Maldita
sea!
Ratko parecía más preocupado por la
carga que por el hombre que quizá habían matado.
—No, no… aghhh… —gimió Mladen
mientras el pánico le subía a la garganta. El peso de lo ocurrido lo aplastaba.
Apenas había comenzado su turno:
habían salido media hora antes de la estación Bor-Cargo, rumbo a Zaječar. Y
ahora estaban varados en medio de un desierto industrial.
Y los dos iban borrachos.
Las normas exigían investigación
tras cualquier incidente: análisis de sangre, pruebas de alcoholemia,
evaluación psicológica completa. Y la policía aparecería. Era inevitable.
—¡Estoy jodido! —gritó.
—Vamos, no seas llorón. Ven y
ayúdame.
—Yo… no puedo… —Las piernas le
flaquearon. Apenas podía mantenerse en pie.
—Eh, eh, amigo… ¿estás bien? —preguntó
Ratko, viendo que el joven estaba a punto de quebrarse—. Vamos, no es tan
grave. Son cosas que pasan.
Dio un paso hacia él y le acarició
la mejilla con el dorso de la mano. Se había emborrachado a propósito por la
mañana, ansioso por comenzar el turno, ansioso por salir a las vías… solo los
dos. Como antes.
Sabía que Mladen también lo quería.
El chico no encajaba en el depósito: demasiado suave, demasiado gentil.
Demasiado suave en los lugares adecuados, decía Ratko.
Mladen parpadeó, de pronto
consciente.
—¡Estás herido! —exclamó, mirando
la frente ensangrentada de Ratko. Sus ojos verdes, moteados de oro, se abrieron
desmesurados por el impacto.
—No es nada —murmuró Ratko,
limpiándose la sangre con la mano.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo?
Hemos matado a un hombre. ¡Tenemos que avisar ya a control!
—Para. No te precipites. No estás
pensando con claridad. —Ratko lo agarró el brazo del muchacho—. Miremos
primero.
—¿Viste algo? —preguntó Mladen
mientras salían—. ¿Lo viste… al hombre?
El calor de julio los golpeó como
un muro. El aire vibraba alrededor de la locomotora.
—Solo un vistazo. Un viejo andrajo —dijo
Ratko, adelantándose por la vía.
Esa palabra –andrajo– le dio a
Mladen un extraño alivio. Lo volvía menos real. Disminuía su culpa.
—Ahí. ¿Lo ves? —indicó Ratko,
ubicado unos veinte metros más adelante.
Entre dos rocas yacían los pedazos
de un pequeño vehículo destrozado. Mladen reconoció el resto de un triciclo
motorizado con una caja metálica, del tipo que usaban los pobres para
transportar comida o chatarra. Una bolsa rota estaba derramando un polvo gris
oscuro sobre el suelo.
Se inclinó para examinarlo.
¿Cenizas? ¿Qué demonios?
—Iba conduciendo eso sobre las
vías. Y lo atropellamos —dijo Mladen en voz baja.
—Exacto, chico. —Ratko le apretó el
hombro—. Fue culpa suya. ¿No lo ves? Sus restos están allí. Pero te aviso: no
es bonito.
Demasiado tarde. Mladen ya se
dirigía hacia ellos.
Los restos del hombre estaban
aplastados bajo las ruedas izquierdas del tercer vagón. Un hedor ácido se
elevaba del metal torcido. Lo que quedaba de él –o lo que Mladen asumía que
había sido un hombre– parecía un saco reventado de carne cocida y ceniza. La
cara era de un azul enfermizo, los ojos saliendo grotescamente de las órbitas
por la presión del impacto. Olía a heces.
El hombre tenía barba larga y
enmarañada, un traje viejo hecho jirones y, alrededor del cuello, cadenas
pesadas. Por el color, parecían de cobre.
Andrajo, pensó Mladen, justo antes
de que el estómago se le revolviera y vomitara lo que quedaba de su almuerzo,
junto con el brandy sin digerir.
Recordó los bloques de viviendas
derrumbados cerca de la estación Bor, donde vivían romaníes y otros miserables.
Andrajos. Era probable que este fuera otro de los recogedores de materias
primas, gente que sobrevivía robando cobre de RTB Bor. Había cientos.
A la policía no le importará mucho
uno menos, pensó, avergonzado. ¿O sí?
Pero fuera cual fuese el estatus
del muerto, eso no los salvaría de la inspección ferroviaria.
—Toma, límpiate —dijo Ratko,
ofreciéndole un pañuelo.
—Ya está claro. Atropellamos a un
hombre. Tenemos que avisar a las autoridades — respondió Mladen, volviendo
hacia la locomotora para tomar el walkie-talkie.
—¡Alto!
La voz –seca, autoritaria– lo
congeló. La había oído antes. Le hacía cosas extrañas al cuerpo. Se le erizó la
piel. La sangre le golpeó en las sienes, no solo de miedo. Había algo en ese
tono –mandón, adulto– que le removía algo primal y confuso.
—Piensa en lo que haces. Piensa lo
que nos hará. Hemos estado bebiendo. Tenemos alcohol en la sangre —dijo Ratko,
resumiendo lo que ya atormentaba a Mladen.
En verdad, Ratko estaba muchísimo
más borracho. Mladen solo había tomado un vaso de brandy y media cerveza, lo
justo para no parecer débil.
—Joder, Ratko… ¿qué más podemos
hacer? —gritó Mladen.
Era la primera vez que Ratko lo oía
maldecir. Había desafío en su mirada, empañado por el pánico. Eso encendió el
hambre en Ratko.
—Sé lo que podemos hacer. Ya lo
pensé. ¿Confías en mí? ¡Di que confías en mí! — Ratko dio un paso… pero
tropezó, cayendo contra Mladen. Sus labios se encontraron. Se aferraron el uno
al otro, desesperados, eléctricos, conspiradores unidos por sangre y silencio.
—Hay un lugar cerca. Lo llevaremos
allí. Nadie tiene que saberlo. —Mladen miró alrededor. No había nadie. Solo
maleza, vallas oxidadas y un cielo vacío—. ¿Ves? No hay nada. Vamos. Prepara la
locomotora. Yo lo sacaré de debajo de las ruedas.
—Ratko… ¿estás seguro?
—Haz lo que digo. Todo saldrá bien.
Liberaron el cuerpo. Ratko lo tomó
de las piernas, Mladen de los brazos.
—Ratko… no puedo hacer esto… —
sollozó Mladen.
—Puedes… ugh… debes.
Arrastraron el cuerpo deshecho
hacia la derecha, atravesando matorrales densos. El camino descendía,
hundiéndose en la sombra.
—¿Adónde vamos? —susurró Mladen. Un
olor extraño flotaba desde abajo, no desagradable, pero terroso, bestial. Rezó
que no fueran hacia eso.
—Hay algo como un pantano ahí abajo
—explicó Ratko—. Los árboles lo ocultan desde la vía. Hay una zona de arenas
movedizas. Los valacos lo llaman lok morće. Tierra muerta.
Mladen se detuvo. Ratko casi soltó
el cadáver.
—¿Cómo sabes de este sitio? No me
gusta.
—¡Por el amor de Dios, Mladen! No
importa cómo lo sé. ¡No tenemos tiempo! ¡El tren no puede quedarse parado!
Continuaron, arrastrando aquel despojo
humano como un saco de patatas podridas. Los árboles se volvieron más gruesos,
retorcidos, opresivos.
—Ratko… ¿y las cenizas? —preguntó
Mladen.
—¿Qué?
—Las cenizas. Lleva un saco lleno.
¿Por qué?
—Ni idea. Alguna cosa de los valacos.
Pero esa respuesta no significaba
nada. Mladen empezaba a sospechar que no habían atropellado a un simple ladrón:
aquel hombre iba hacia algo. Una reunión. Un ritual.
—Un poco más. Detrás de esa roca—
señaló Ratko.
Había palos torcidos clavados en la
tierra, coronados por coronas de flores marchitas. Latas oxidadas formaban un
círculo, derramando un líquido rojizo. Marcaban un límite.
Y entonces Mladen notó el silencio.
No había pájaros. Ni insectos. Nada. Como si alguien hubiera apagado el mundo.
—No me gusta este sitio, Ratko.
Deberíamos volver…
—No volvemos— gruñó. —Lo dejaremos
aquí. Nadie lo encontrará.
—¿Pero no dijiste que los valacos
conocen este lugar?
—Sí. Por eso lo evitan. No dejan
que niños ni animales se acerquen. Te digo que, cuando lo pongamos en el agua…
—¿En el agua? —retrocedió Mladen—. Esto
no está bien. ¿Y su familia? Lo echarán de menos. —Estaba al borde del colapso.
—¡Eh! ¡Basta! ¡No es culpa mía que
entrara en las vías! Y ahora está muerto. Morće. ¡No es culpa nuestra!
—… Supongo que no.
Ese fue el permiso que Ratko
necesitaba. Avanzó. Entraron en la zona de árboles retorcidos; cada rama estabas
erizada de espinas. Una de ellas le arañó la cara, haciendo brotar sangre.
La sangre le recordó lo que habían
hecho… y el secreto que ahora compartían.
Si no contaban los manoseos
apresurados, las masturbaciones toscas y aquel tímido pero ardiente gesto que
Mladen había hecho una vez, sí: lo hicieron por primera vez el día que Mladen
aprobó su examen de aprendiz.
Ocurrió en el piso ruinoso que
alquilaba en Bor. Ratko, su mentor, había hecho una broma como resultado de su borrachera.
—Tus notas dependerán de cómo te
portes en la cama—. Se rio al decirlo, pero Mladen no lo tomó como broma. Lo
tomó como mandato, una mezcla de miedo, vergüenza y deseo.
Un día, Brokeback Mountain
apareció en la tele del despacho del controlador.
—¡Madre mía, miren esto! —gritó uno—.
¡Estos vaqueros le dan con todo!
Carcajadas. Diez hombres apiñados
riendo como si vieran un monstruo de feria. Hasta que un viejo operador rugió.
—¡Quiten esa mierda! ¡No quiero ver
maricones teniendo sexo en la tele!
Ratko miró a Mladen. Mladen fingió
limpiar su uniforme.
Le dan con todo, pensó
Mladen. Le gustaba esa frase. Era brusca, sin disculpas. Encajaba.
—No dejes que te rompan —le dijo Ratko
más tarde—. Vivir en este sitio primitivo es como ahogarse en agua muerta.
Tienes que mantener la cabeza afuera.
Mladen se aferró a esas palabras.
Vivía esperando la próxima excusa para estar a solas con Ratko.
Desde aquella noche –desde el
examen– lo habían hecho tres veces más.
En el viaje al puerto de Bar, donde
descargaban el cobre, tardaban casi dos días. Lo hacían en mitad del trayecto,
cuando la vía estaba callada. En las paradas. En el motel ferroviario: un
hostal lleno de chinches en Priboj, cerca de Montenegro. Siempre dejaban en las
sábanas la misma mezcla: sangre, sudor y semen.
Vieron los
destellos primero, reflejos temblorosos sobre la superficie grasienta del
charco. Pero el silencio… era insoportable. Mladen se detuvo, paralizado, la
piel erizada.
Entonces llegó el hedor. Más
fuerte. Más denso. Los dos retrocedieron, cubriéndose la cara con las mangas,
huyendo de aquel olor a óxido, podredumbre y ruina. Las piernas del muerto
chapoteaban sin vida en los charcos rojizos.
Sentían que se abría una puerta
oculta, algo antiguo, incorrecto. Una entrada hacia una fosa común bajo tierra,
un osario de ganado enfermo y cosas mucho peores.
—Vamos. Ya basta. A la de tres.
Una, dos.
—¡Espera! ¿Oyes eso? —Mladen se
irguió. El cadáver cayó de sus manos al agua.
—¡¿Qué ahora?! —gruñó Ratko.
—¡Shhh!
Tenía razón.
Un sonido. No uno: muchos. Lejanos.
Discordantes. A Ratko se le erizó todo el vello. El ruido no se parecía a nada
conocido, como una radio rota chisporroteando, mezclada con lamentos de almas
torturadas. Llegaba en oleadas: sollozos distorsionados, chirridos metálicos,
aullidos de campos de guerra… y de pronto, extraordinariamente claro, la risa
de un niño. Luego todo se disolvía en un sinsentido murmurante.
—¿Qué carajo es esto? —jadeó Ratko.
Todo el alcohol se le evaporó del cuerpo. Un dolor martilleante le nubló la
vista con un fulgor naranja.
—Tengo que ver —dijo Mladen, con
voz vacía, mecánica.
—¡Mladen! ¿A dónde vas? ¡Tenemos
que irnos!
Pero los roles se habían invertido.
Ahora era Ratko quien quería huir. Mladen avanzó entre arbustos, dejando sangre
en las espinas.
Entonces lo vieron.
El Agua Muerta.
Un pozo fétido y oculto, como un
templo blasfemo erigido a dioses ctónicos. La superficie era baja, lenta,
burbujeando por algo profundo, un géiser o algo peor.
Pero eso no era lo más horrible.
Suspendido –no flotando, suspendido–
sobre el agua estaba el cuerpo de un niño. Un niño. No más de diez años.
Mutilado, atado. Muñecas y tobillos amarrados con sogas resbaladizas de limo,
tensadas hacia los troncos retorcidos. Daba la ilusión de levitar, como si los
árboles se negaran a dejarlo hundirse en la ciénaga.
De sus heridas abiertas brotaban
juncos del pantano.
El agua parloteó de nuevo. Cada
burbuja llevaba voces nuevas.
—Ayúdame…
El olor era insoportable, moho
funerario, verduras podridas, algo más antiguo que la muerte.
—Por favor…
Entonces, sombras se movieron al
otro lado del pantano.
Figuras. Humanas… casi. Sus rostros
deformes, antiguos, ilegibles. Malignos. Una se adelantó: una anciana con
pañuelo, joyas de cobre tintineando en su pecho. En la mano tenía una cuchilla
curva que brillaba débilmente.
Y entonces… algo cambió.
El horror despertó.
El cadáver que habían dejado caer
empezó a moverse.
—¡Mira! —gritó Mladen—. ¡Está vivo!
¡Está… aaagh!
Ese grito lo quebró. Algo se rompió
en su mente. Se dio la vuelta y corrió colina arriba hacia las vías.
¿Vivo? No. No después de lo que
había sufrido. Ratko lo sabía: aquello no era vida. Era reanimación. Algo en el
agua lo controlaba. Lo manejaba.
Ese pantano no era un lugar de
muerte, era una cuna de resurrección. De corrupción.
Nada volvería a ser igual. Ratko
entendió lo que seguía.
Mladen llegaría a la locomotora.
Haría la llamada. La policía llegaría en una hora, con su lentitud habitual.
Encontrarían el tren detenido… y la escena de pesadilla en el hueco oculto.
Harían las pruebas. Harían
preguntas. Encontrarían la bolsa de Ratko. Dentro: condones. Juguetes.
Vaselina. Y revistas. Las revistas equivocadas. Y aun así…
Mientras pensaba en ello, el cuerpo
lo traicionó.
Se excitó… tan duro que dolía. Un
hierro de vergüenza. Más fuerte que nunca. Pero no iba a importar. Porque
estaría muerto antes de que llegaran.
Detrás de él, una mano fría y
viscosa surgió del agua y le agarró la cintura. Otra mano. Y otra. Y luego, la
mano de un niño, pequeña, suave, casi tierna. Una bendición.
El Agua Muerta lo estaba reclamando.
Ratko exhaló, despacio. Intentó
liberar las piernas, pero se hundieron más.
Entonces llegó la voz, suave y
final, desde atrás.
—Por favor… quédate conmigo.
Nenad Mitrović es serbio, autor de cinco novelas, todas escritas en serbio, publicadas en ese mercado. El cuento "Línea 54(4)" ganó el concurso anual de la biblioteca "Mirko Petrović" en Negotin (Serbia Oriental) en 2022. El cuento "El derecho a morir" ganó el concurso anual "Miodrag Borisavljević" (Serbia) en 2024. El cuento "Carnicero de Belgrado" se publicó en la revista estadounidense "Dark Harbor" en 2025. El cuento "Samsara: La casa del dolor" se publicó en la revista Gothic Gazette, revista Pulp, edición "Amor marchito", en 2025. El cuento "Evangelio de las cenizas" se publicó en la publicación Laughing Man House, Smitten Land, número 3, con el tema "El horror del televangelismo", en 2025. El cuento "An Advertisement" se publicó en Horrific Scribblings. Revista, en octubre de 2025.
