Marius Vahlkamp
“Everybody’s gone away
Said they’re moving to LA”
“Goodtime Charlie’s got the blues”,
escrita
y cantada por Danny O’Keefe (1967),
conocida
por la versión de Elvis Presley de 1977
Estoy sentado en el
sofá con el torso desnudo, un libro de Guido Eekhaut yace sobre el regazo. Me
he perdido en mitad de una frase. El perro se me arrima y estornuda. Las gotas
sobre el papel se secan de inmediato. La ventana está completamente abierta; un
viento caliente juega con el escaso vello de mi pecho. Hasta donde recuerdo,
hace un momento llevaba una camisa. Qué extraño. La calle, apenas unos metros
de mí –la misma calle que día tras día intento atraer hacia el interior– guarda
un silencio obstinado.
Es cierto: vivimos tiempos
especiales. Al menos yo. El martes es peor que el lunes… y mejor ni hablar del
viernes. Sigo el calendario con desaliento: cada casilla nueva es más blanca,
más abstracta que la anterior. El vacío. Todo se vuelve más ralo: la calle, las
amistades, y, maldita sea, el amor. Me queda, eso sí, el pelo largo (no volver
a cortarlo nunca: resistencia simbólica contra la devastación), está el sexo, y
un buen libro de Guido. Hay certezas, pero cada vez son menos.
¿Qué desaparecerá después?
Supongamos que hay que elegir… También depende de la frecuencia. ¿De qué se
puede prescindir antes: de la palabra o del acto? Formular la pregunta es, por
definición, no atreverse a responderla. Suena como un dilema antiquísimo, como
si idiota tras idiota, siglo tras siglo, se hubiera planteado esta misma
cuestión. El año pasado mi calendario estaba lleno, incluso rebosante. Y no es
que entonces no fuera un idiota. Digamos: un idiota exitoso. En cualquier caso,
el pelo largo no caerá, eso es seguro, aunque naturalmente sería lo más fácil.
Pero el camino más sencillo nunca es el más interesante.
Por eso me gusta perderme en una
frase deliciosamente larga de Guido, preferiblemente mientras permanezco
completamente vestido. Soñar despierto, buscar significados y, mientras tanto,
posponer decisiones. Dejo la novela y voy en busca de mi camisa. Abajo no está.
Incluso las cortinas han desaparecido, me doy cuenta ahora. También el mantel.
En el primer piso, en los armarios –cuento
seis–, solo hay vestidos. Esto no es como debería ser. Salvo mi perro, cuya
identidad debe permanecer en secreto, vivo solo. Este hombre usa camisas, se
permite de vez en cuando perderse en un buen libro, y eso le parece bien. Pero
esto… ¿vestidos? Bajo la cabeza. Posponer solo es posible hasta cierto punto.
Mi cabello cae en trenzas brillantes sobre el pecho. Debajo, mi vientre
sobresale. El Tarzán que hay en mí se jubiló hace tiempo.
Dudo, miro la pequeña ventana que
da a la calle. Nadie espía desde la ventana de enfrente. Y sin embargo, uno
vive de la esperanza. En esta habitación, por cierto, sí hay una cortina. La
corro todo lo que puedo, aunque ya está bastante abierta. “Mírenme”, quisiera
gritarle al público ausente, pero mi voz no funciona. Entonces caigo en la
cuenta: solo veo una cortina, no dos, como recuerdo esta habitación. “Plus
ça change, plus c’est la même chose”, dijo alguna vez un tal Jean-Baptiste
en un pasado gris. Ya se sabe: siempre aparece un periodista con este tipo de
frases hechas. En qué cosas piensa uno cuando, medio desnudo, se ve enfrentado
a un exceso de ropa femenina. Los intentos de humor, por desgracia, no ayudan.
Ha llegado el momento. De la seriedad, de las decisiones.
Mis manos sudorosas buscan apoyo en
el alféizar frío de la ventana. Aquí hace mucho más calor que abajo. Cuento
hasta diez, veinte, treinta, intento regular la respiración hasta
tranquilizarme. Me doy la vuelta, miro el vestido que cuelga en el centro del
armario y trago saliva. Rojo oscuro. Mis dedos se deslizan sobre la tela
pesada. ¿Brocado? Quién sabe. Eso es caro, ¿no? Me desabrocho el cinturón y
dejo caer el pantalón, lentamente al principio. Más rápido, mucho más rápido,
me quito los calcetines. (¿Por qué? Esto no es un encuentro amoroso). Respiro
hondo; el bóxer también cae sobre el parqué. Siento las finas ranuras bajo las
plantas de los pies. La madera resulta familiar; quizá sea mi único punto de
apoyo.
Huelo el vestido: un perfume
intenso y dulce. No el aroma fresco que yo, si fuera mujer, usaría.
Naturalmente sería una mujer joven. Naturalmente. Y las mujeres jóvenes no usan
brocado. ¿O sí? Pero no tengo opción. Como si se tratara de un ritual, saco con
cuidado el vestido de la percha y lo desengancho.
Por el amor de Dios, ¿cómo se pone
esto? El calor es insoportable; así es difícil pensar con lógica. Como un
idiota –el de antes– extiendo el vestido en el suelo y meto los pies por la
abertura del cuello. Me inclino con torpeza y veo: necesito urgentemente
cortarme las uñas de los pies. O pintarlas. La abertura resulta ser demasiado
pequeña. El vestido no tiene botones por ninguna parte. Camino de un lado a
otro, ahora inquieto; mis pies dejan huellas de sudor en el parqué. Pero eso ya
no importa, nada importa. Solo el vestido cuenta, debo ponérmelo. Mi camisa
está irremediablemente perdida. No me preguntes cómo llego a esta conclusión,
pero entiendo que también el segundo piso está sembrado –sí, esa es la palabra,
sembrado– de armarios de todos los tamaños imaginables, repletos de todo menos
de camisas. Apuesto por faldas, trajes de pantalón, boas y, si no queda más
remedio, blusas.
Cuanto más miro el vestido, más
seguro estoy. Y precisamente este vestido debo ponerme, no los otros del
armario, algunos frívolos, otros recatados. Me lo pongo como creo que se hace.
La tela acaricia mi cabello. No tengo idea de cuán ajustado debe quedar un
vestido, pero me siento bien con lo que llevo puesto. “Da una vuelta”, susurra
la pared. (¿O soy yo?) Giro hasta marearme; el vestido, sin embargo, es
demasiado pesado para ondear. En fin, la vida no es un anuncio de bebidas
veraniegas. Vuelvo a mirar por la ventana, pero: nadie. Bajo las escaleras; los
calcetines y el pantalón quedan atrás, solitarios.
El espejo del pasillo me muestra
cómo soy en este momento. ¿Cómo o quién? Miro el calendario, que cuelga
amenazante junto al espejo. La casilla de hoy está llena de garabatos, con
letras diminutas; todo a su alrededor está vacío. Los días venideros, el mes
siguiente, todo vacío. Una gota de sudor se desliza con exasperante lentitud
desde debajo de la manga corta por mi antebrazo, abriéndose paso entre los
vellos rubios. Conteniendo el aliento, vuelvo a hoy. Casi pego la nariz al
papel brillante. Descifro con gran esfuerzo lo que dice.
“Sin su último vestido, Marilla se
sentía desnuda e indefinida, aunque nada la habría disuadido de acudir al baile
bajo la luna cómplice.”
¿Marilla? Abro la puerta junto a la
escalera –el espejo esta vez niega mi existencia; no tengo tiempo para
detenerme en eso–, entro en la sala de estar y casi tropiezo con el pequeño
escalón hacia el salón cuando oigo de pronto bullicio en la calle. “Ve a
mirar”, suena; voces de hombres y mujeres mezcladas. En cualquier otro momento
habría salido a la calle, pero ahora necesito una respuesta.
El libro de Guido sigue en el sofá.
Menos mal. Mi perro se ha enroscado a su alrededor, como guardián de todo lo
sagrado. Doy la vuelta al libro y leo la frase que hace un momento –o fue ayer–
me parecía laberíntica.
“Su amante enloquecido, este mes
Julio, el carbonero, había arrancado la ropa del cuerpo de Marilla y la había
golpeado donde nadie lo vería: sobre los pechos y debajo de ellos, en el
vientre, en los muslos –los lugares que ella hacía tiempo había entregado al
amor y a la furia; los hombres eran colonizadores crueles–; no eran, sin
embargo, sus heridas lo que importaba, sino…”
No logro seguir. Otra vez no.
El brocado se siente de pronto
húmedo. Así termina la vida, lo sé ahora, temblando en este calor, estremecido
dentro de mi vestido, el vestido de Marilla, el vestido de alguien: con una
repetición interminable y un “pero”.
Marius Vahlkamp nació en 1975 en
Zelzate, en la región neerlandesa de Bélgica. Escribe poesía, autoficción, SH,
fantasía y terror desde principios de la década del 2000. En mayo de 2025, la
editorial Poespa Producties publicó su novela episódica Geluk, dé
handleiding. Consiste en relatos y poemas con una trama principal.
«Bovenlijf» se extrajo de este libro. Es una novela sobre el duelo, la añoranza
y la búsqueda incesante de la felicidad. Marius también ha publicado una serie
de relatos de ciencia ficción en la antología neerlandesa Bijzondere steden,
vreemde oorden (publicada por EdgeZero) y ha publicado varios relatos y
poemas en la revista digital Out of this World. Se gana la vida
enseñando historia del arte y neerlandés en varias ciudades flamencas.
