domingo, 21 de diciembre de 2025

TORSO DESNUDO

Marius Vahlkamp

 

“Everybody’s gone away

Said they’re moving to LA”

“Goodtime Charlie’s got the blues”,

escrita y cantada por Danny O’Keefe (1967),

conocida por la versión de Elvis Presley de 1977

 

Estoy sentado en el sofá con el torso desnudo, un libro de Guido Eekhaut yace sobre el regazo. Me he perdido en mitad de una frase. El perro se me arrima y estornuda. Las gotas sobre el papel se secan de inmediato. La ventana está completamente abierta; un viento caliente juega con el escaso vello de mi pecho. Hasta donde recuerdo, hace un momento llevaba una camisa. Qué extraño. La calle, apenas unos metros de mí –la misma calle que día tras día intento atraer hacia el interior– guarda un silencio obstinado.

Es cierto: vivimos tiempos especiales. Al menos yo. El martes es peor que el lunes… y mejor ni hablar del viernes. Sigo el calendario con desaliento: cada casilla nueva es más blanca, más abstracta que la anterior. El vacío. Todo se vuelve más ralo: la calle, las amistades, y, maldita sea, el amor. Me queda, eso sí, el pelo largo (no volver a cortarlo nunca: resistencia simbólica contra la devastación), está el sexo, y un buen libro de Guido. Hay certezas, pero cada vez son menos.

¿Qué desaparecerá después? Supongamos que hay que elegir… También depende de la frecuencia. ¿De qué se puede prescindir antes: de la palabra o del acto? Formular la pregunta es, por definición, no atreverse a responderla. Suena como un dilema antiquísimo, como si idiota tras idiota, siglo tras siglo, se hubiera planteado esta misma cuestión. El año pasado mi calendario estaba lleno, incluso rebosante. Y no es que entonces no fuera un idiota. Digamos: un idiota exitoso. En cualquier caso, el pelo largo no caerá, eso es seguro, aunque naturalmente sería lo más fácil. Pero el camino más sencillo nunca es el más interesante.

Por eso me gusta perderme en una frase deliciosamente larga de Guido, preferiblemente mientras permanezco completamente vestido. Soñar despierto, buscar significados y, mientras tanto, posponer decisiones. Dejo la novela y voy en busca de mi camisa. Abajo no está. Incluso las cortinas han desaparecido, me doy cuenta ahora. También el mantel.

En el primer piso, en los armarios –cuento seis–, solo hay vestidos. Esto no es como debería ser. Salvo mi perro, cuya identidad debe permanecer en secreto, vivo solo. Este hombre usa camisas, se permite de vez en cuando perderse en un buen libro, y eso le parece bien. Pero esto… ¿vestidos? Bajo la cabeza. Posponer solo es posible hasta cierto punto. Mi cabello cae en trenzas brillantes sobre el pecho. Debajo, mi vientre sobresale. El Tarzán que hay en mí se jubiló hace tiempo.

Dudo, miro la pequeña ventana que da a la calle. Nadie espía desde la ventana de enfrente. Y sin embargo, uno vive de la esperanza. En esta habitación, por cierto, sí hay una cortina. La corro todo lo que puedo, aunque ya está bastante abierta. “Mírenme”, quisiera gritarle al público ausente, pero mi voz no funciona. Entonces caigo en la cuenta: solo veo una cortina, no dos, como recuerdo esta habitación. “Plus ça change, plus c’est la même chose”, dijo alguna vez un tal Jean-Baptiste en un pasado gris. Ya se sabe: siempre aparece un periodista con este tipo de frases hechas. En qué cosas piensa uno cuando, medio desnudo, se ve enfrentado a un exceso de ropa femenina. Los intentos de humor, por desgracia, no ayudan. Ha llegado el momento. De la seriedad, de las decisiones.

Mis manos sudorosas buscan apoyo en el alféizar frío de la ventana. Aquí hace mucho más calor que abajo. Cuento hasta diez, veinte, treinta, intento regular la respiración hasta tranquilizarme. Me doy la vuelta, miro el vestido que cuelga en el centro del armario y trago saliva. Rojo oscuro. Mis dedos se deslizan sobre la tela pesada. ¿Brocado? Quién sabe. Eso es caro, ¿no? Me desabrocho el cinturón y dejo caer el pantalón, lentamente al principio. Más rápido, mucho más rápido, me quito los calcetines. (¿Por qué? Esto no es un encuentro amoroso). Respiro hondo; el bóxer también cae sobre el parqué. Siento las finas ranuras bajo las plantas de los pies. La madera resulta familiar; quizá sea mi único punto de apoyo.

Huelo el vestido: un perfume intenso y dulce. No el aroma fresco que yo, si fuera mujer, usaría. Naturalmente sería una mujer joven. Naturalmente. Y las mujeres jóvenes no usan brocado. ¿O sí? Pero no tengo opción. Como si se tratara de un ritual, saco con cuidado el vestido de la percha y lo desengancho.

Por el amor de Dios, ¿cómo se pone esto? El calor es insoportable; así es difícil pensar con lógica. Como un idiota –el de antes– extiendo el vestido en el suelo y meto los pies por la abertura del cuello. Me inclino con torpeza y veo: necesito urgentemente cortarme las uñas de los pies. O pintarlas. La abertura resulta ser demasiado pequeña. El vestido no tiene botones por ninguna parte. Camino de un lado a otro, ahora inquieto; mis pies dejan huellas de sudor en el parqué. Pero eso ya no importa, nada importa. Solo el vestido cuenta, debo ponérmelo. Mi camisa está irremediablemente perdida. No me preguntes cómo llego a esta conclusión, pero entiendo que también el segundo piso está sembrado –sí, esa es la palabra, sembrado– de armarios de todos los tamaños imaginables, repletos de todo menos de camisas. Apuesto por faldas, trajes de pantalón, boas y, si no queda más remedio, blusas.

Cuanto más miro el vestido, más seguro estoy. Y precisamente este vestido debo ponerme, no los otros del armario, algunos frívolos, otros recatados. Me lo pongo como creo que se hace. La tela acaricia mi cabello. No tengo idea de cuán ajustado debe quedar un vestido, pero me siento bien con lo que llevo puesto. “Da una vuelta”, susurra la pared. (¿O soy yo?) Giro hasta marearme; el vestido, sin embargo, es demasiado pesado para ondear. En fin, la vida no es un anuncio de bebidas veraniegas. Vuelvo a mirar por la ventana, pero: nadie. Bajo las escaleras; los calcetines y el pantalón quedan atrás, solitarios.

El espejo del pasillo me muestra cómo soy en este momento. ¿Cómo o quién? Miro el calendario, que cuelga amenazante junto al espejo. La casilla de hoy está llena de garabatos, con letras diminutas; todo a su alrededor está vacío. Los días venideros, el mes siguiente, todo vacío. Una gota de sudor se desliza con exasperante lentitud desde debajo de la manga corta por mi antebrazo, abriéndose paso entre los vellos rubios. Conteniendo el aliento, vuelvo a hoy. Casi pego la nariz al papel brillante. Descifro con gran esfuerzo lo que dice.

“Sin su último vestido, Marilla se sentía desnuda e indefinida, aunque nada la habría disuadido de acudir al baile bajo la luna cómplice.”

¿Marilla? Abro la puerta junto a la escalera –el espejo esta vez niega mi existencia; no tengo tiempo para detenerme en eso–, entro en la sala de estar y casi tropiezo con el pequeño escalón hacia el salón cuando oigo de pronto bullicio en la calle. “Ve a mirar”, suena; voces de hombres y mujeres mezcladas. En cualquier otro momento habría salido a la calle, pero ahora necesito una respuesta.

El libro de Guido sigue en el sofá. Menos mal. Mi perro se ha enroscado a su alrededor, como guardián de todo lo sagrado. Doy la vuelta al libro y leo la frase que hace un momento –o fue ayer– me parecía laberíntica.

“Su amante enloquecido, este mes Julio, el carbonero, había arrancado la ropa del cuerpo de Marilla y la había golpeado donde nadie lo vería: sobre los pechos y debajo de ellos, en el vientre, en los muslos –los lugares que ella hacía tiempo había entregado al amor y a la furia; los hombres eran colonizadores crueles–; no eran, sin embargo, sus heridas lo que importaba, sino…”

No logro seguir. Otra vez no.

El brocado se siente de pronto húmedo. Así termina la vida, lo sé ahora, temblando en este calor, estremecido dentro de mi vestido, el vestido de Marilla, el vestido de alguien: con una repetición interminable y un “pero”.

Marius Vahlkamp nació en 1975 en Zelzate, en la región neerlandesa de Bélgica. Escribe poesía, autoficción, SH, fantasía y terror desde principios de la década del 2000. En mayo de 2025, la editorial Poespa Producties publicó su novela episódica Geluk, dé handleiding. Consiste en relatos y poemas con una trama principal. «Bovenlijf» se extrajo de este libro. Es una novela sobre el duelo, la añoranza y la búsqueda incesante de la felicidad. Marius también ha publicado una serie de relatos de ciencia ficción en la antología neerlandesa Bijzondere steden, vreemde oorden (publicada por EdgeZero) y ha publicado varios relatos y poemas en la revista digital Out of this World. Se gana la vida enseñando historia del arte y neerlandés en varias ciudades flamencas.

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