Nombres
José Luis Zárate (México)
El último hombre
del mundo despierta al último día. Mira la mancha en su mano y le sorprende no
encontrar miedo alguno. Sabe que será rápido, casi indoloro. Piensa en quedarse
en cama, leer un libro mientras la enfermedad avanza. Acaricia el lomo de sus últimos
compañeros. Tú y tus libros, le decían, deberías tratar con personas. Tontos,
piensa con ternura, cada hoja es una mente humana, susurrando aunque los
separaran siglos o hecatombes. Los acomoda en toda la habitación, como si
pudiera ponerlos cómodos. Madame Bovary es cubierta con una fresca sábana, y al
Quijote lo deja en la ventana para que atisbe a los gigantes. Se viste y va a
su escritorio. Ama tanto las letras que pensó escribir mientras pudiera. No
quiso narrar la crónica del fin, no desea que las últimas palabras de la
humanidad sean de miedo, pesar o dolor. Tampoco quiere mentir. Pero ¿qué
escribir? Tengo tiempo, se dijo durante meses y años. Pero ya no. El tiempo se
ha terminado ya.
Toma un cuaderno grueso, lo abre,
pone la pluma en la hoja sin pensar en nada. Mira el nombre de su hija, el de
su esposa, el de la madre y la abuela, el del vecino y un amigo, no escribe, es
como si la palabra estuviera ya en la hoja y él no hiciera más que trazarla.
Sonríe. Emma y Susana, Roberto y Mario, Martha y José, Marielena y Aurora… ¿Qué
fue la humanidad? ¿Qué dejamos? ¿Qué importancia o lógica, signo o metáfora
dejaremos cuando nos vayamos? Nombres, rostros, vidas. ¿Qué fue? Nosotros,
luces vivas en el tiempo, signos, nombres que alguien pronuncia con una sonrisa
en los labios.
El último hombre de mundo escribe
feliz que en el último instante de la humanidad está rodeado de amigos.
Ninphira
Abrahan David Zaracho (Argentina)
Inspira. Pero no se
la puede llamar “musa”. Solamente le permitió una última creación y luego se la
llevó. Concentra en sí misma las habilidades y defectos de todas sus víctimas.
Dio muerte por igual a dioses y a demonios. Desde el siglo cinco, es temida aún
entre los vampiros, por su capacidad para alimentarse hasta de la energía de
los no muertos. La llamaremos como ellos, Ninphira, la etérea.
Vaga entre el bullicio y la
algarabía. Surca los siglos entre tertulias y festivales. Un día se esconde
entre cuadros, otro entre los ornamentos de las catedrales. No hay santuario
para evitar su ataque. Matilde la descubrió. Con sus cabellos marinos. Sedosos,
hipnóticos, filosos. El cuerpo de Matilde se convulsionó en la cama. El sueño
idílico se convirtió en pesadilla. Recordó entonces la muerte del alfarero.
Aquel de quien había comprado el magnífico jarrón que adorna su mesa. Lo
encontraron inerte en su alcoba. Con las entrañas destrozadas. Con los ojos
hundidos. Carente de sangre. Carente aún de una expresión humana. Matilde
luchó. No era por su vida. Fue una sucesión de imágenes que la Ninphira
amalgamó en su delirio. Imágenes de músicos, actores, escultores. La última
bocanada de aire se extinguió en el cuerpo de Matilde. La sangre fluyó a
raudales por entre el cuerpo lánguido de su asesina. Matilde pereció cuando su
mano se encontraba a escasos milímetros de la narración donde describía su
propia muerte en tercera persona. Una narración breve, contagiosa; no pude
evitar rescribirla, al tiempo que los párpados me pesaban sobre el teclado. Mis
manos ya no me responden. Matilde sabía que estaba poseída. Yo sé que ella me
espera. Es este cuento. Son estas líneas. No buscan narrarte. Buscan
infestarte. Contaminarte. No hay escapatoria. Has leído y la Ninphira llegará
en tu próximo sueño para sumergirte en una noche eterna de creatividad
contagiosa y letal.
AIdolon
Francesco Verso (Italia)
Cuando salgo
ensangrentado del coche, el AIdolon está allí. Lleva un traje sastre y tacones
altos. Ojos panópticos escudriñan continuamente las calles y, apenas encuentran
un accidente, la envían a ella.
Mario no lo logró. Carreteras
mojadas. Venas inundadas de alcohol. Fiesta arruinada. Sábado letal, para
nosotros los humanos.
—Fracturas múltiples en las
costillas—, afirma el AIdolon tras el escaneo—. El airbag no sirvió, pero la
anatomía no está dañada. Excepto la mente.
Ellos no pueden matarnos, y sin
embargo nuestra muerte corresponde a su vida. Esta vez es diferente; Mario
tendrá sepultura.
—El cadáver vuelve conmigo
—respondo mientras reviso mis heridas en los hombros y los tobillos.
—El reinicio mental es imposible.
Terminará enterrado o incinerado. No servirá de nada, ni a nadie.
—Déjanos en paz. —Lo saco del
asiento y ella me ayuda: nuestros objetivos aún coinciden.
Ellos solo pueden aspirar a los
cadáveres.
—¿Quién eres?
—Su mejor amigo. —No logro contener
las lágrimas.
El implante parpadea en su sien.
Estará verificando que no sea un asegurador.
—¿Familiares?
Basta un chip para transformar un
cadáver en un AIdolon: póstumo se ha convertido en sinónimo de poshumano.
—Vete a la mierda, encuéntralos tú
sola. —Y arranco a Mario de sus uñas rosadas. Él no trabajará en un App-lab, ni
será directivo de Recursos Posthumanos.
—¿Eres un cazamuertos?
Ignoro la pregunta. Incluso los
voluntarios de las asociaciones religiosas recorren las calles para recoger
cadáveres, recomponer los pedazos y oficiar ritos para que las almas se vayan a
los otros mundos sin hacerles malas jugadas a los vivos.
Arrastro a Mario por la acera.
—Compensamos la pérdida. 1000
bitcoins por kilo.
—Si tanto les importa sustituirnos,
¿por qué no se clonan?
—No somos una metástasis.
Optimizamos la biomasa disponible. Y creemos en la biodiversidad… más que
ustedes.
El display en el cruce muestra las
cifras de su fuerza.
1,3 MILLONES DE MUERTES AL AÑO A
CAUSA DE ACCIDENTES DE TRÁFICO EN EL MUNDO. ASOCIACIÓN CARRETERAS SEGURAS.
Los jardineros de la galaxia
João Ventura (Portugal)
Los Enjambres
habían recorrido la galaxia durante milenios, depositando semillas que pudieran
germinar y producir inteligencia en la vida existente.
La primera vez que un Enjambre
visitó el planeta consideró que la especie dominante era mejorable. Pero su
cultura prohibía una intervención directa, por lo que dirigió una de sus
monadas a la biblioteca más importante del mundo de entonces, donde tomó la
forma de un rollo de papiro. En este documento estaban escritas indicaciones y
dibujos que una mente inquisitiva podía utilizar para hacer que la sociedad de
la época diera un salto gigantesco en su desarrollo.
Años más tarde, y sin que nadie
hubiera puesto los ojos en este documento, el Enjambre vio el incendio de la
biblioteca por orden de un gobernante inculto. Y el lugar era Alejandría.
Siglos después, otra monada fue
introducida en la biblioteca de un erudito, esta vez en forma de libro. En él
se describían los procedimientos para que la humanidad pudiera deshacerse del
hambre y la enfermedad, abriendo el camino a un futuro de bienestar.
Meses después, hombres con botas de
crampones y cascos de hierro irrumpieron en la casa de este hombre, y se
llevaron sus libros, que junto con muchos otros, ardieron en una enorme pira en
la plaza principal de la ciudad. Y la ciudad se llamaba Berlín
Enjambre sabía que "no hay dos
sin tres (o más)" Y corrigiendo su apreciación inicial, consideró a la
población incapaz de evolucionar. Pusieron el planeta en cuarentena,
envolviéndolo en un sutil envoltorio que impediría cualquier contacto en los
siguientes milenios. Y mientras se alejaba por el espacio negro punteado de
estrellas, en la búsqueda de otro planeta donde pudiera cumplir su misión, iba
pensando en los que dejaba atrás: “¡Quemadores de libros! ¡Destructores de
memoria! ¡Irrecuperables!”
Ella
María Jesús Valenzuela (Argentina)
No me pierde
pisada. Es como mi sombra. Me vigila, está al acecho día y noche.
He tratado de huir de su mirada,
acelerar los pasos o volverlos atrás, llegar primero y esconderme para
espiarla… Y viene ahí nomás; certera, adivina.
Me encuentra. En sus ojos el
reproche inevitable ¿Por qué huyes si siempre te he de hallar?
La tarde cae al mar y lo enrojece.
Camino por la playa salpicado por las olas sin atreverme a mirar de frente.
Percibo su mirada rondando.
Es el crepúsculo. Oscuros
nubarrones amenazan con desplomarse sobre mi cabeza. Hierve el mar y
mágicamente la espuma borda la arena ante mis ojos deslumbrados. Estupor al
verla aparecer otra vez. Otra vez más...
Una bandada de gaviotas surca el
cielo. Me detengo. Su graznido me impresiona. Veo que las aves bajan
alborotadas. Algo sucede. Las observo, están en círculo y deliberan en su
idioma de aves. Me acerco tímido. Cesan los ruidos. Hay una que yace desplomada.
Me arrodillo a su lado.
Tiene los ojos brillantes. La
levanto con suavidad. Reviso en forma minuciosa sus alas y plumaje. No está
herida. La coloco de pie y ahí noto que su ala derecha está caída. La masajeo.
Hago el movimiento del vuelo. Creo ver en su mirada una súplica; “Es el final”
El mar está hambriento. Siento que
me pide la presa. La tormenta se avecina. Un viento frío comienza a rugir. Si
permanezco aquí quedaré ciego de tanta arena. Me doy vuelta indeciso. Dejo al
ave indefensa. Avanzo de espaldas a la marea, cierro los ojos, comienzo a
alejarme. Escucho su llamado, no la puedo abandonar. Vuelvo y la levanto. No se
resiste. Una ola gigante me sorprende desprevenido y me lleva mar adentro.
Truenos. Oscuridad. Miedo. El mar exige su presa. Tengo a la gaviota apretada
entre los brazos. Imposible regresar a la orilla. Cuando el agua me levanta
saco la cabeza y la veo a ella que victoriosa me extiende los brazos… Otra vez,
la muerte, que me cerca.
Igual que el ave, tampoco me
resisto.
Quién sabe en qué playa solitaria
aparezcan mañana su cuerpo y el mío…y tal vez otra gaviota surque el cielo y un
hombre mirará desde la orilla el ocaso esperando que el lucero de la mañana
encienda el día, otro día, otro hombre, otros pájaros…y yo, siempre a la vera…
Residuos voluminosos
Achim Stößer
(Alemania)
Me paseaba a última
hora de la tarde. Había oscurecido hacía rato, pero yo estaba buscando desechos
voluminosos utilizables, algo que otros ya no querían, pero que yo podía
necesitar. Cajas de cartón llenas de polvorientos libros de aquellos que eran
demasiado perezosos para leerlos o llevarlos al punto de recogida de papel
usado; platos estropeados, con dibujos sin gusto, y cacerolas gastadas para
presentarle a los transeúntes, miserablemente no veganos, los cadáveres
contextualizados de algunos de los que los habían asesinado, incluso si no los
habían querido ver; y casi cualquier cosa que podría ser procesada y tal vez
incluso vendida por el artista. Allí estaba sentado él, inmóvil y mudo, sobre
un sofá rojo barato y estropeado... Y lo que llevaba puesto estaba casi tan
deshecho como el sofá.
Al principio pensé que era real,
que vivía; luego, cuando me acerqué, me pareció un maniquí o una muñeca sexual.
Hasta que parpadeó, mirándome fijamente. Su dedo meñique izquierdo se movió
incesantemente, de manera irregular y sin hacer ruido, como si estuviera
transmitiendo en código Morse.
Bajo la luz tenue del farol una
pequeña lágrima se desprendía del ángulo interno de su ojo y mojaba la pálida y
raspada mejilla. Un poco de lubricante, asumí, o quizás refrigerante, realmente
no soy experto en esas cosas. Los androides no lloran, creo, en todo caso.
Título original: Sperrmüll/Traducción: Nicola Schorm
El sabor del miedo
Goran Skrobonja (Serbia)
El árbol era
enorme. O al menos lo era para mis ojos de cinco años: el patriarca de las
moreras, con sus gruesas ramas tan bajas que podía treparlas como un mono,
esconderme entre las hojas para saborear el dulce fruto oscuro. Los veranos en
la casa de mi abuela eran largos y calurosos, y ese árbol era mi santuario.
Desde su cima, podía ver la llana extensión del Banat y solobajaba cuando las
hormigas me empezaban a morder.
Esa mañana, mi abuela estaba
ocupada en la huerta por lo que podía hacer lo que se me antojase. Metí la
cabeza en el mar verde que me rodeaba, mirando el horizonte nebuloso, luego un
poco más cerca, más cerca todavía. Fue entonces cuando los vi.
Un hombre y una mujer estaban en el
patio contiguo. Reconocí al vecino y su esposa, de pie junto a él, y él
gritaba; ella estaba en silencio. De pronto, el hombre la agarró del cuello y
la arrojó al suelo. Asombrado, vi cómo la golpeaba salvajemente en el vientre,
costillas, caderas, espalda, brazos… que ella levantaba impotente mientras se
retorcía como un gusano. Aferrado a la áspera corteza de la rama, sentí un
escalofrío. El horror de la violencia solo fue superado por el hecho de que la
mujer no gritó ni lloró; se quedó en silencio, tragando dolor, vergüenza y
humillación. Entonces pensé que me vería allí, escondido. Me deslicé aterrado,
salté de la rama más baja y corrí hacia la casa vacía, cerré la puerta de la
cocina detrás de mí y giré la llave en la cerradura. Luego me senté en el
rincón, temblando, abrazando mis rodillas y mirando la puerta, esperando la
llegada del monstruo. Mi abuela me encontró así, horas después, temblando de
miedo. Nunca volví a subir a la morera. Y si me preguntas ahora cuál es el
sabor del miedo, podría describirlo con precisión. Sabe exactamente como las
moras maduras; es dulce y oscuro.
La protagonista
Norah Scarpa Filsinger (Argentina)
Ella sueña que ha
perdido su casa, la casa de los pájaros. En el sueño está nevando, la nieve lo
cubre todo. Hay pájaros blancos posados en las ramas de los árboles. Busca
refugio en un cobertizo donde quedan los resquicios del fuego, se acurruca y
siente de a poco entibiarse su espalda; cae en un alucinado sopor y el calor de
las cenizas la va penetrando hasta horadar su carne, sus nervios, sus
huesos.
Despierta sobresaltada. Toma su
bata y se asoma a la ventana. Ve un paisaje níveo. Sale y deambula sin rumbo,
ve árboles blancos con pájaros congelados, un cobertizo, un fuego, una mujer
que muere.
Parece
Carlos Eduardo Sánchez (Argentina)
A veces soy tan
bueno que parezco un tonto; claro que, de vez en cuando, soy tan tonto que
aparento ser sensible; también, otras veces, suelo ser tan sensible que llegan
a considerarme pusilánime; además, en ocasiones, soy tan pusilánime que me ven
enigmático; asimismo, por momentos, soy tan enigmático que me creen
inteligente; también, ocasionalmente, soy tan inteligente que parezco una mala
persona; pero me sucede que, a veces, soy tan mala persona que me creen audaz;
igualmente suelo ser tan audaz que piensan que soy un loco; del mismo modo, en
ocasiones, soy tan loco que me encuentran estúpido; y, en varias oportunidades,
soy tan estúpido que me suponen bueno…
Y sí, parece que soy lo que parezco
ser.
Párrafos de la carretera
Vladimir Koultyguine
(Rusia/Polonia)
Una mujer preguntó
a los gritos:
—¿Por qué hace tanto calor? —Se
veía que estaba enfadada con el autobús y preocupada. De verdad, el autobús,
que iba muy deprisa, como si no existieran para su conductor las reglas de
tráfico, se puso al rojo vivo; los asientos comenzaban a arder y el sudor se
convertía en vapor instantáneamente. Al gritar la mujer, todos los pasajeros
lamentaron haber escogido ese autobús; se habían quitado las chaquetas, las
jerséis y toda la demás ropa que podía conservar calos o producirlo, y ahora se
sentían como si estuvieran en un verano como el de Sevilla. Solo un chico, en
el último asiento, no daba voces ni trataba de acercarse al conductor ni abrir
las ventanas. Todos los que se atrevían a hacerlo y tocaban los pasamanos
quedaban con las manos gravemente quemadas. Ese chico fue el único que se salvó
gracias a que se deshizo la parte trasera del autobús, se abrió una ventanilla
y él se halló en medio de la carretera, mientras el conductor y los pasajeros cruzaban
la frontera del infierno.
Legado
Alejandro Fabian Alberto Aguirre (Argentina)
Hace mucho tiempo
un poeta tuvo tres hijos, el mayor se dedicó al campo, a la crianza de animales
e hizo una gran fortuna. El del medio estudió en la universidad y se recibió de
abogado y también hizo mucho dinero. El menor se dedicó a la medicina y ejerció
la profesión en una gran ciudad.
A pesar de estar satisfecho por la
vida que habían elegido sus hijos tenía cierto pesar porque ninguno había
continuado su pasión.
Pero fue en sus últimos años que
encontró una semilla, el pequeño hijo de la casera mostró interés por la poesía
y el resto de su vida se dedicó a enseñarle lo que sabía.
A veces la continuidad es esparcida
por el viento…
La Ley de
Moebius
Frank Roger
(Bélgica)
…un ciclo donde cada presumible final conduce a un
nuevo principio, un fenómeno habitual conocido como la Ley de Moebius y a
menudo mencionada en tono de broma como la contrapartida positiva a la Ley de
Murphy, no indicando que cualquier cosa inevitablemente irá mal, sino que todo
está encerrado en un ciclo donde cada presumible final conduce a un nuevo
principio, un fenómeno habitual conocido como la Ley de Moebius y a menudo
mencionada en tono de broma como la contrapartida positiva a la Ley de Murphy,
no indicando que cualquier cosa inevitablemente irá mal, sino que todo está
encerrado en un ciclo donde cada presumible final conduce a un nuevo principio,
un fenómeno habitual conocido como la Ley de Moebius y a menudo mencionada en
tono de broma como la contrapartida positiva a la Ley de Murphy, no indicando
que cualquier cosa inevitablemente irá mal, sino que todo está encerrado en un
ciclo donde cada presumible final conduce a un nuevo principio, un fenómeno
habitual conocido como la Ley de Moebius y a menudo mencionada en tono de broma
como la contrapartida positiva a la Ley de Murphy, no indicando que cualquier
cosa inevitablemente irá mal, sino que todo está encerrado en…
Exabruptos de gente que sabe
Rogelio Ramos
Signes (Argentina)
Dice Borges, según
Bioy, que los cristianos somos una secta judía. Yo, como integrante
involuntario de esa secta, quisiera poder contradecirlo, pero nada se me
ocurre; salvo interpelar a mi madre, antes de abrir la boca.
Dice Borges, según Bioy,
que la Trinidad es un disparate. Yo, como oyente escéptico de esa
caprichosa verdad, quisiera darle la razón: pero ¿a quién puede interesarle mi
apoyo?
Dice Borges, según Bioy, que somos
griegos y judíos, más que latinos, y siento nuevamente la necesidad de
contradecirlo, o de darle la razón; pero ya es tarde y está por empezar el
partido de Independiente.
¡Aguante el Rojo!
Profecía
Juan Pomponio (Argentina/Italia)
Las colinas
resplandecían metálicas con olivares encadenados que parecían inacabables. Los
viñedos trazaban laberintos cargados por el fruto del trabajo campesino.
En Scerni, pequeño pueblo perdido entre las montañas italianas, una
gitana que estaba sentada en el banco de la plaza descifraba la palma de la
mano derecha del joven labrador parado frente a ella. Alzando su mirada de
fuego enfiló la profundidad de aquellos ojos negros y en un estado de trance
hizo una predicción.
—¡Cruzarás el Océano, te casarás
con una bella mujer, tendrás tres hijos varones y si logras pasar los ochenta y
dos años de vida, vivirás muchos más!
El joven Giovanni con un gesto
indiferente sonrió ante éstas palabras extrañas, acomodó su boina desgastada y
le extendió las pocas monedas que llevaba en su bolsillo, perdiéndose entre las
angostas calles cubiertas de balcones bulliciosos. El sol se desplomó sobre los
frutales.
Cazador cazado
Lidia Nicolai (Argentina)
La rata olió el
queso, no pudo resistir la tentación: terminó atrapada por la trampa. El hombre
la descubrió aún viva a la mañana siguiente. Ver sufrir al animal le produjo
satisfacción. Pasaron los días y la rata no moría, pero emitía un sonido apenas
audible que el hombre interpretó como un gemido de moribunda. Una noche se
despertó sobresaltado. Encendió el velador y supo que iba a morir: diseminadas
por la habitación, decenas de ratas, las bocas babeantes, lo miraban como si él
fuera un gran queso.
Moraleja
Yanzey Morales
Marín (México)
Se dice que en el cerro de Zempoala, en Puebla, a
través de la magia de brujos blancos y negros, las fuerzas se equilibran y
manifiestan de maneras que el entendimiento del hombre moderno es incapaz de
explicar. La ciencia nubla esta sensibilidad. Sólo aquellos que aún mantienen
el respeto por la naturaleza y por los rituales de los viejos, son convidados a
ser testigos de estos milagros de la tierra. Cuando las fuerzas originales
advierten agresión o alguien las reduce a supersticiones ignorantes, puede suceder
que el osado se convierta en personaje de leyenda con lecciones trágicas.
Posibilidades dentro de una caja
Cristian Mitelman (Argentina)
Encuentro una caja
de cartón. La abro. Hay un gorrión dentro. Entonces pienso en todo lo que pudo
ocurrir.
Tal vez el gorrión haya aparecido
en el patio de una mujer piadosa (éstas son cosas de mujeres) y haya decidido
cuidarlo. El pájaro no sobrevivió a la agonía. La mujer lo colocó en esta
cajita para que oficiara de tumba.
O puede que algún loco se dedique a
matar gorriones (éstas son cosas de hombres) y lo haya colocado ahí como una
oscura ofrenda pensando en los ojos de quien, al descorrer la tapa, diera con
el pequeño cuerpo en el incipiente proceso de descomposición.
Pueden existir muchas alternativas
más entre la primera posibilidad y la segunda.
Da lo mismo. Todas terminan en mi
mano y en esta invencible sensación de abandono, de inevitable fin de mundo.
Entre penumbras
Betina Goransky (Argentina)
Estoy acurrucada en mi cama,
en la oscuridad, tapada hasta la cabeza. Oigo los sonidos, cada vez más
fuertes, tanto que puedo sentir dolor, un sonido que me perfora los tímpanos.
¿Me sangran los oídos? Sí, algo se desliza por mi cuello, suave y pegajoso. Ya
lo sé; vienen a buscarme en sus naves espaciales, pero si repito muchas veces
la palabra “greg”, estoy segura de que no podrán llevarme; no tengo que
olvidarlo; también debo tocar mis rodillas en forma circular, esa es la barrera
de protección. Continúo en esta posición por largas horas; estoy a salvo.
De repente, escucho pasos, alguien saca todos los
cobertores, me deja desnuda, expuesta, comienzo a temblar. ¡Me vieron! Me
llevan. Desesperada, busco la almohada para taparme. Son tres, me rodean,
vestidos de verde; me agarran por la fuerza, me inyectan un líquido en el
brazo; es espeso. Arde.
Giro la cabeza para enfocar la mirada, pero no puedo.
Un adormecimiento va desparramándose por todo mi cuerpo. Antes de que se
cierren mis ojos veo a mamá con la cara entre las manos, sollozando en
silencio. Le hubiera gustado acariciar mi espalda suavemente, pero ya es tarde;
me llevan; sé que nunca volveré.
El sueño
Maritza
Macías Mosquera (Chile)
Pero realmente no tenía tiempo para dormir
ahora ni siquiera para echarse un sueñito.
¡Ella era una persona muy ocupada! Atendiendo los quehaceres de su hogar
con desgano y a su anciano padre que cada vez está más rígido.
Y es que las enfermedades de los más ancianos no se curan. Como un río,
avanzan, pero a diferencia de este que llega al mar, él llegará a la tierra.
Entonces podrá dormir las siestas, sólo entonces, se dice … y decide
dormirlas desde mañana.
El dilema de Antonio
Laura Irene Ludueña (Argentina)
El sol se ocultaba
tras las colinas, tiñendo el cielo de un rojo místico. En la taberna del
pueblo, donde las historias flotaban como el humo de las velas, Antonio se
encontraba frente al padre Juan, el párroco de Santiago de Compostela. Su
mirada era intensa y su expresión firme indicaban que estaba a punto de
pronunciar una verdad irrefutable, una declaración de convicción absoluta.
Enderezó la espalda y clavó los ojos en el sacerdote.
—Mi naturaleza intrínseca —dijo— me
hace ser un maníaco religioso, ignorante y rústico. —El padre Juan arqueó una
ceja, esperando la continuación—. Por eso he decidido unirme a una secta que
sea lo más opuesta al cristianismo que se pueda imaginar.
El sacerdote suspiró y tomó un
sorbo de su vino. No era la primera vez que escuchaba a Antonio hablar con
fervor sobre su búsqueda de lo divino. Desde niño, había oscilado entre
extremos: primero fue monaguillo, luego seguidor de un ermitaño que predicaba
el ascetismo absoluto y, más tarde, había intentado la adoración del eco de su
propia voz en las montañas.
—No descansaré hasta haberme
despojado de toda influencia cristiana—afirmó con solemnidad
—Dime, muchacho, ¿qué secta has
elegido?
—Aún no lo sé —admitió—, pero debe
existir. Debe ser lo contrario en todo sentido. Si el cristianismo predica la
humildad, buscaré la soberbia. Si adora la luz, buscaré la oscuridad. Si
proclama el amor y el sacrificio, me entregaré a la fe del egoísmo absoluto. Y
si predica la esperanza, seguiré el sendero de la desesperación.
—Muchacho, lo que buscas no es una
religión, sino contradicción —dijo con paciencia—. No se busca lo sagrado
negando lo que se conoce, sino encontrando lo que llena el alma.
Antonio guardó silencio. pero ya
estaba decidido. Esa misma noche partió, con la luna como único testigo,
convencido de que solo en lo opuesto encontraría la verdad.
Pasaron los años antes de que
Antonio volviera al pueblo. Su andar era pausado, ya no llevaba consigo la
urgencia de antes. Atrás había quedado el joven atolondrado que había partido
buscando una fe distinta. Este Antonio era otro. Había recorrido cientos de
caminos, explorado doctrinas insólitas y escuchado a profetas de toda índole,
solo para darse cuenta de una cosa: la respuesta nunca había estado en la
negación ni en la adoración ciega, sino en la duda constante y en la búsqueda
interminable de significado.
Al llegar, se detuvo frente a la
iglesia del pueblo. Allí estaba aún el padre Juan, con sus cabellos blancos y
su espalda encorvada, barriendo el umbral como si el tiempo no hubiera pasado.
—Has vuelto —dijo el sacerdote sin
sorpresa.
Antonio asintió y, por primera vez
en mucho tiempo, sonrió con sinceridad.
—No encontré lo que buscaba
—admitió—, pero aprendí que quizás lo que importa no es la respuesta, sino la
pregunta.
El padre Juan dejó la escoba a un
lado y le hizo un gesto para que pasara.
—Entonces, hijo, bienvenido a casa.
Surubí
Guadalupe
Valusso (Argentina)
Abel vivía en un rancho, cerca del
Paraná. Cacho
le hacía compañía, interrumpiendo con sus ladridos el silencio del agua fresca
del río. Él
siempre se despertaba al alba, tomaba unos mates amargos y subía al
embarcadero. La
canoa era su vida. El Paraná era su lugar en el mundo de peces y redes. Ese día, amaneció con mucho dolor en los pulmones. Quizás su hábito de fumador le
recordaba que debía dejar el vicio. No le importó. Su rutina estaba pintada de una
ceremonia sagrada: buscar el gran surubí atigrado del que hablaban los paisanos. Nada impediría realizarla.
Le extrañó que Cacho
no lo reconociera.
Este perro siempre
loco, ¡les ladra a los peces! Y ahora
a mí, pensó.
Se subió a la canoa, mientras el perro seguía ladrándole.
Se adentró en las aguas marrones.
Buscaría incansablemente el surubí de dos metros de la leyenda paranaense. Ese
día el río se empacó con el pescador. El viento lo envolvió con su red.
La canoa apareció al otro día. Creen que la sudestada se lo
llevó en el vientre.
Cuando se supo la noticia, los suboficiales Pérez y
Roldan fueron al rancho. Cerca estaba don Miguel. Según él, Abel ya estaba muerto. Repetía que
era su fantasma el que se había ahogado en el río. Pérez y Roldan se rieron. Conocían
las historias de
don Miguel. El
cuerpo de Abel
no se había recuperado.
Nadie sabía bien qué había sucedido. Aunque repetían que el Paraná se lo había engullido.
Unos días después, Cacho volvía a ladrar como loco. Le ladraba a Abel que estaba tirado en su
cama. Se
ahogaba, le faltaba el aire. Quiso gritar, pero no pudo. Aire, aire por favor,
se repetía. Las gotas de agua hacían
brillar su piel
grisácea. Se le agotaba el oxígeno. Saltó al piso, se arqueó con movimientos como
ondas. Necesitaba respirar. Arrastró al embarcadero su piel gruesa, desnuda. A lo lejos
escuchó su
perro ladrar. Cerró
su boca inmensa, se escondió entre las cañas y se sumergió en el Paraná.
Remembranzas
Ana Delia Carrillo (México)
Cuando ella cierra los ojos, aún puede recordar
el cielo pintado de ocres, naranjas y morados de los ocasos. Aún recuerda el
olor fresco de la tierra mojada después de la lluvia. Y los bosques, y la
playa, y su pequeño huerto al fondo del jardín. Pero no habla de eso. Nadie lo
hace. Ellos lo sabían, y se prepararon justo para ese día. Los tildaron de
locos, de fanáticos, y los ridiculizaron hasta el cansancio. Familiares y
amigos se negaron a evacuar a pesar de que agencias como la NASA anunciaban la
inminente catástrofe. Exageraciones, dijeron. Ustedes y sus cuentos de
destrucción, proclamaron. Su pequeño grupo de sobrevivientes, poco más de una
docena de personas, se resguardó en el refugio antibombas. ¿De qué les sirve
ahora jactarse de que tuvieron razón? De qué, si el meteorito, aun siendo nueve
veces más pequeño que el de Chicxulub, acabó con la agricultura mundial,
ocasionó el incendio de la mayoría de los bosques del planeta y los tsunamis
que devastaron gran parte de las costas, causando la extinción de miles de
especies, y la muerte de millones de seres humanos. Ella no sabe qué le depara
el futuro. No sabe si hay futuro posible. Solo sabe que, si cierra los ojos,
aún recuerda las puestas de sol, el olor a tierra mojada, y su huerto al fondo
del jardín.
No, no y no…
Víctor Lowenstein (Argentina)
Despertó sobre la
dureza del asfalto, despedido de su Volkswagen. Todo le dolía y poco alcanzaba
a ver con los ojos llenos de lágrimas y sangre. Sí llegaba a escuchar la sirena
ululante y el chirrido de los frenos del coche ambulancia junto a su cuerpo inmóvil.
Su mente capturó el fugaz recuerdo de una mano que se adelantaba al brillo de
los faros del automóvil, la petaca que resbalaba de su mano, la que descuidaba
el volante, su feroz intentona de frenar antes de aquella pared… la visión se
perdía.
Ahora lo hurgaban manos
enguantadas, lo cubrían hasta el pecho con una sábana y le incrustaban algo
entre la nariz y la boca. Al fin podía respirar. Pensó que se salvaba, otro
choque para su historial; después de todo era un tipo afortunado, siempre salía
ganando. Pero no, algo no cuadraba. Pasaban las horas y no estaba en una cama
limpia, como esperaba; ni veía al pie de esa cama al médico de guardia que le
repetía la cantinela de “te volviste a salvar por muy poco…”
Las manos no lo hurgaban. Lo
rozaban con suavidad, le sacaban el respirador, lo cubrían hasta la cabeza con
la sábana. Era llevado en camilla… “Tiene que ser un hospital” pensó el tipo
afortunado.
Despertó en plena calle. Era todo
muy raro. Estaba de pie en mitad del callejón. Oyó el ruido de un motor y un
brillo enceguecedor le nubló los ojos. Instintivamente alzó una mano. El otro
aceleró.
Un caso de traición
Javier López (España)
Esa mañana fue la
primera que vi un amanecer. Sara se había citado conmigo para contemplarlo
juntos, como símbolo del comienzo de nuestro amor, recién acontecido la noche
anterior.
Ella llevaba razón cuando decía que
mi vida nocturna no conducía a nada. Que la noche es oscura y sólo mueve
sombras. Que únicamente bajo la luz de nuestro astro es comprensible,
abarcable, la grandeza de la creación. Y es cierto. La noche tiene estrellas
que atrapan las miradas, pero no son capaces de iluminar el cielo y ocultan la
belleza del mar, de las montañas, de los ríos y los prados.
El amanecer a la orilla del mar fue
ciertamente hermoso, sobrecogedor, como había prometido Sara. El sol claro
teñía el horizonte con sus púrpuras, violetas, anaranjados y rojos como su
sangre, y se reflejaba sobre la superficie del agua, haciéndole tomar el brillo
metálico del oro y de la plata.
Esa mañana fue la primera que vi un
amanecer. También la última. Bastó que el sol comenzara a subir sobre el
horizonte para que mi cuerpo pareciera disolverse y convertirse en una especie
de polvo humeante que se fundió con los granos de arena. Y Sara, mi amada, que
se había mostrado deliciosamente entregada cuando tomé el néctar rojo y cálido
de su cuello, no había acudido a la cita.
No me quiero casar
Claudia Isabel Lonfat (Argentina)
El sueño pendiente
de Muñeca, para mí era nada, algo temporal. Convivimos por años. Yo entretenido
con el cubo Rubik, ella cuidando la planta de palta, que crecía en un radio
limitado del balcón, sobre un banco mal armado por mí, hecho con los restos del
marco de una puerta del viejo local de vinos de mi abuelo. Si existía una
regla, era respetar al otro.
Muñeca, dada su prolijidad, lo
hubiese destruido con el pico plano que usaba para ablandar la tierra, pero
siempre fue fiel a esa alianza que hicimos en la disco “Cuento chino” en esas
vacaciones en Sierra de la Ventana, cuando juramos, frente al libro de cócteles
que estaba en la barra; no caer bajo el sistema capitalista, ni dejarnos llevar
por la corriente de las masas.
Ahora, en un acto brutal, que me
mandó de cabeza al suelo, me dejó una carta reclamando su derecho a usar esa
prenda guardada hace años, un vestido blanco de falda plisada, y caminar de mi
mano por el corredor de la iglesia hasta el altar, para recibir la bendición
del cura, con música de órgano de fondo. Nada más que agregar.
Expreso al cielo
Dominik Lenarčič (Eslovenia)
—¿No puede ir más
rápido?
En el tren, salvo por el zumbido
constante y el gemido amortiguado del motor, reina un silencio mortal. Los
pasajeros miran fijamente al frente, con expresiones ausentes o preocupadas.
Aparentemente, su partida no fue tan suave como la mía. O quizá no fueron ellos
quienes decidieron cuándo irse. Siempre nos dicen que no podemos –que ni
siquiera debemos– elegir por nosotros mismos el momento de marcharnos. Al
diablo con esas reglas.
Golpeteo la mesa para que al menos
haya algún sonido en el compartimento. Para ver si el tren se apura de una vez
y nos lleva a nuestro destino final. Carajo, ¿de verdad no puede ir más rápido?
—¿Todo bien?
El anciano del asiento de al lado
me observa somnoliento. No habré hecho tanto ruido… ¿o sí?
—Sí, sí, todo bien —respondo—. Solo
estoy un poco nervioso.
El anciano asiente como quien sabe
de lo que habla.
—Todos lo estamos.
¿Nervioso? ¡Vamos! Si hubiera
sabido que el viaje iba a durar una eternidad, me habría traído un libro.
Decido dejar de enviar mensajes en código Morse con los dedos y hacer lo que
todos hacen cuando viajan en tren: mirar por la ventana. Ojalá hubiera algo que
mirar. Oscuridad, oscuridad y nubes. Ni una luz que rompa la monotonía. Ninguna
señal que indique cuánto falta. Mierda, ¿va a arrastrarse así todo el camino?
—Oye.
Otra vez él. Su mirada baja hacia
mi mano, apretada en un puño sobre la mesa. Ni siquiera me había dado cuenta.
—Ah, perdone. No sé qué me pasa.
El anciano sigue observándome, como
si mi respuesta no lo hubiera satisfecho. Retiro la mano y le pregunto sin
rodeos:
—¿Sabe acaso cuánto falta para
llegar?
—¿Qué tanta prisa tienes?
—Bueno… solo me interesa saberlo.
Verá, he esperado mucho tiempo para irme. Siempre me dijeron que allá sería
mejor que aquí. Más tranquilo. Quiero tener paz. No puedo seguir esperando.
El anciano me mira. Primero con
severidad, luego su rostro se cubre de tristeza. Se vuelve hacia otro lado y,
tras una larga pausa, pronuncia lo esencial.
—Te fuiste por tu propia voluntad.
Y aún eres tan joven.
En su tristeza hay un reproche. No
le gusta mi respuesta, y yo no soporto eso.
—¿Y qué tiene de malo? —le digo,
más agresivamente de lo que quisiera—. ¿No podemos decidir por nosotros mismos?
¡Usted no me conoce! No sabe por lo que he pasado, ¡así que no tiene derecho a
juzgarme!
El anciano no dice nada. Mi
agresividad se desvanece al ver la tristeza en su rostro. Ahora aparto yo
también la mirada. Ya no golpeo la mesa. Solo deseo que lleguemos de una vez.
Mi mariposa
Mike Jensen (Países Bajos)
A la luz del día es
como una mariposa de seda, colores pastel sobre la piel quemada por el sol,
pelo decolorado, dientes de blanca perfección. Las cabezas se giran a su paso e
imagino músculos estirados y tendones que estallan, casi audibles.
Sigo a mi mariposa hasta su lugar
favorito, al final de la playa, donde el agua es cristalina y los coloridos
bancos de peces crean un caleidoscopio hipnotizador. Coloco su toalla de playa
en su sitio, cuatro metros cuadrados de posesión estampada con motivos de vivos
colores. Ella deja caer su ropa en un montón desordenado en el borde. Sigo cada
uno de sus movimientos, más graciosos que una pantera negra, las curvas de su
cuerpo dignas de la mismísima Venus.
Cuando se estira, me apresuro con
el aceite bronceador. Mi roce es cuidadoso, incluso reverente. Sus músculos se
relajan bajo mis manos y la oigo suspirar, profundamente, y sólo por un momento
oigo un sonido como el ronroneo de un gato satisfecho. Espero que se duerma
pronto.
Me siento junto al mar, con los
pies en el agua. Los peces se atreven a acercarse a la orilla y mordisquearme
los dedos de los pies. Me vuelvo regularmente hacia ella, para comprobar si
sigue ahí.
Suena una voz, oscura, profunda.
Pregunta algo. Siento un nudo en la garganta. Me vuelvo de nuevo y veo a un
desconocido moreno en cuclillas junto a ella, con la mano sobre la suya. Su
sonrisa me dice basta y desvío la mirada. Aprieto los dientes y reprimo una
maldición.
Se intercambian más sonidos, claros
y luminosos frente a oscuros y profundos. Tiene el pelo negro y rizado, también
en el pecho, que brilla bajo el sol tropical. Sus dientes se acercan a la
blancura de los de ella.
Se levantan juntos. Ella coge su
ropa y se la pone, la seda de colores pegada a su cuerpo, revelando más de lo
que oculta. A medida que se alejan, su cuerpo toca el de él, con regularidad,
las manos se buscan.
Tras unos pasos, vacila, se vuelve
hacia mí y me mira. Sus ojos son mármoles azules helados, muertos y fríos, y su
mirada me hiela la sangre en las venas. El desprecio se refleja en su rostro.
Volverá, lo sé. Su atención se
desvía fácilmente, pero hasta ese momento mi corazón es demasiado grande para
mi pecho y mi alma grita y grita...
Desolación
Marcela
Iglesias (El Salvador/Ecuador)
Estaban hospedados en un hotel en el centro de
la ciudad. Acababan de llegar. Él le había comentado que cerca había una
iglesia y que quería ir a misa. Le había dicho que esperara en el hotel y que
al regresar irían a cenar. Ella no había podido ir porque el frío de la ciudad
le había provocado un ataque alérgico y dolor de cabeza. Tomó un par de
píldoras y se acostó esperando que el descanso le ayudara a sentirse mejor.
Eran las cinco de la tarde.
Cuando se despertó, todo estaba oscuro. Miró la hora. Eran más de las
doce de la noche. Se había quedado dormida más de la cuenta. ¡Qué barbaridad!
Ella pensó que él se habría acostado furioso porque no fueron a cenar. Prendió
la luz. Él no estaba en la habitación. Tampoco en el baño. Sus cosas estaban
tal como él las había dejado antes de salir a misa.
Bajó a la recepción. Preguntó si él había vuelto. La señorita le dijo
que ella estaba en el turno de medianoche, que no le podía dar razón.
Le pidió indicaciones para llegar a la iglesia y subió a la habitación
de nuevo.
Buscó un abrigo. Se le ocurrió buscar el pasaporte y algo de dinero por
si acaso debía tomar un taxi. Hurgó entre sus cosas. Ni el pasaporte ni el
dinero. Buscó entre las cosas de él. Tampoco. Todo estaba completo menos los
documentos, los pasajes de vuelta y el dinero.
De inicio no se preocupó. Durante todo el viaje él siempre salía con
todo. Decía que era para cuidar las cosas porque en los hoteles tienen la mala
costumbre de registrar las pertenencias de los pasajeros. Con tal de no tener
que ocuparse de eso, ella lo dejaba. Habían estado en varias ciudades ya y no
había pasado nada.
Bajó nuevamente. Le preguntó a la chica de recepción si había logrado
comunicarse con el chico del turno anterior. Le dijo que sí y que le había
comentado que él había salido cerca de las cinco y mientras estuvo de turno no
había regresado.
Agradeció y salió. La calle vacía y el frío intensificaron su sensación
de estar desprotegida. Respiró hondo y luego soltó un suspiro. Se aseguró de
haber entendido bien las instrucciones para ir a la iglesia y empezó a caminar.
Luego de algunos minutos, llegó al callejón que conducía al atrio de la
iglesia.
El corazón comenzó a latirle furiosamente. Cada paso que la acercaba le
generaba más desconsuelo, como si al llegar a la iglesia pudiera encontrar lo
que se había negado a ver.
Finalmente, llegó. Un gran cartel a la entrada: “Cerrado por
reconstrucciones”. Sintió que la cabeza le daba vueltas. Se desmadejó y cayó al
suelo. Se quedó ahí hasta que las llegaron primeras luces del amanecer. Comenzó
a caminar por el callejón, completamente desolada, preguntándose qué haría si,
al regresar a la habitación, él no estaba.
En mis propias manos
Rhys Hughes (Gales)
Tomé mi vida en mis
propias manos.
Pero mi vida estaba contenida en
todo mi cuerpo, así que tomé todo mi cuerpo en mis manos.
Mis propias manos forman parte de
todo mi cuerpo.
Así que tomé mis propias manos.
Pero mis propias manos ya estaban
sosteniendo todo mi cuerpo, incluyendo mis propias manos, que estaban
sosteniendo todo mi cuerpo, incluyendo mis propias manos, que estaban
sosteniendo todo mi cuerpo, incluyendo mis propias manos, y así eternamente,
así que simplemente no había espacio.
¡Malditas sean esas figuras
retóricas!
Vecino odioso
Ken Hanggara (Indonesia)
Apenas me mudé a
esa casa hace unos dos días cuando me di cuenta de que mi vecino me odiaba. No
se dignó a saludarme ni a darme la oportunidad de visitarlo por cortesía. Me
rechazó por completo.
No me importó. Después de todo, no
necesitaba realmente un vecino. Por eso compré una casa en este rincón
solitario de la ciudad, lleno de casas y almacenes abandonados. En un radio de
varios cientos de metros, no había nadie más, excepto mi vecino y yo.
—¿Cómo puedes vivir en un lugar
así? —me preguntó un amigo.
—Soy escritor. Necesito un lugar
tranquilo para trabajar. Si pasa algo, puedo llamar a la policía.
Pensé que eso nunca pasaría, pero
sucedió.
Aquella noche estaba concentrado
trabajando en el manuscrito que había prometido a mi editor, cuando desde la
terraza escuché el llanto de una chica. Salí y vi una figura fantasmal de pie
en mi terraza. Por supuesto, me desmayé.
A la mañana siguiente desperté en
mi sala y encontré a una chica de rostro delgado temblando de miedo. Me decía:
—¡Ayúdame! ¡Ayúdame!
Una y otra vez repetía lo mismo. No
decía nada más que pedirme que me fuera de allí.
Ella me arrastró hasta mi propio
auto y, finalmente, se fue conmigo hacia el centro de la ciudad. Al borde del
camino, bajo un árbol, una imagen lo explicó todo. La chica bajó y arrancó esa
imagen: era su propia foto. Era la fotografía de una chica que había
desaparecido el año anterior.
—¡Ayúdame! ¡Ayúdame! —volvió a
decir.
Luego, la chica no dijo nada más.
Solo se sentó en la acera, llorando, y eso me hizo llamar a la policía de
inmediato.
Ahora sé por qué mi vecino me
odiaba tanto, a pesar de que nunca nos habíamos encontrado.
Qué coincidencia tan extraña. Me
aislé para trabajar en un nuevo libro y, sin querer, descubrí a un secuestrador
que luego se supo había torturado y asesinado a varias jóvenes.
¿No es extraño?
Una imagen completa
Radu Hallipa (Rumania)
Las aplicaciones
del teléfono de Vladimir estaban tan apiñadas que el adolescente había elegido
un fondo premonitorio para la pantalla del aparato. Aunque pensaba que la
solución gráfica del terraplén del ferrocarril había sido elegida por él solo,
una cuestión de gusto, decía, la verdad era otra. En el resultado final -la
fotografía de la textura, que representa las piedras irregulares del tamaño de
un puño en una ilusión de infinidad celular- cada piedra era una aplicación. La
selección de una se basaba en la pequeña burbuja de texto que aparecía
efímeramente al pasar el dedo -o el cursor, en modo "comp"- sobre las
piedras.
Unos días más tarde, a causa del
troyano EvAnder, Vladimir difundió su fondo de pantalla convertido en una
matriz de aplicaciones anónimas. Entonces, mediante una rutina antiterrorista
que entró en un bucle de retroalimentación perpetuo, lo que habría sido la
vigilancia de las plataformas de comunicación que tenían las piedras terrestres
almacenadas en algún lugar, empezando por el teléfono de Vladimir, desencadenó
el lanzamiento de todas las aplicaciones simultáneamente. La red adoptó un
orden de sobreexpansión, aproximándose a una IA virtual con un comando vital:
la supervivencia. En lugar de que todas las entidades informativas se apaguen
por los protocolos de seguridad de cada componente individual, una erupción
solar alteró la línea de código esencial, de modo que la IA virtual salió
fortalecida del picosegundo en que debía desaparecer. Los siguientes pasos en
conjunto tomaron otros siete segundos, en los que todo lo que significaba
transmisión de mensajes se detuvo: la foto de apoyo, la tierra con todas las
aplicaciones abiertas, se convirtió en el único nodo de información en todo
Internet, ocupó los últimos rincones del Internet de las Cosas, permitiendo y
asimilando las rutinas de mantenimiento de los productores de energía y de
flujo de información, luego, mediante la impresión simultánea en todas las
impresoras 3D invadiría el mundo como una máquina-objeto de Neumann. Vladimir,
junto con el resto de la humanidad, ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba
ocurriendo, en el séptimo segundo, toda la información de la Tierra podía
expresarse en la síntesis final del terraplén del ferrocarril. Lo que siguió no
tiene explicación racional: la conciencia de la antigua Internet, pensando en
sí misma como un terraplén de ferrocarril, se movió a lo largo de la red
ferroviaria, a través de las geocorrientes de baja potencia. En un gesto que un
tercero podría haber interpretado como agradecimiento, la conciencia en los
adoquines del ferrocarril ha restaurado, en el estado anterior a la aparición
de la IA virtual, la antigua Internet, basada en la electricidad y la
información.
La única diferencia se conservó en
el archivo "Mercury 309.sol", que contiene estas líneas, y que se
encontró en una única copia imposible de borrar en el teléfono de Vladimir.
Divina imaginación
Lucila Adela Guzmán (Argentina)
—¿Es cierto esto
que está escrito aquí? —le pregunté, apretando la yema del dedo índice contra
las letras del párrafo. Él pudo leer gracias a mi insistencia en señalar
renglones imaginarios. Se acercó a las páginas, que abiertas de par en par,
parecían pesar demasiado como para sostener la bella encuadernación. Es más,
creí oír un quejido en la zona del lomo y temí por un deshoje. Sería una
verdadera pena que se quebrara, un libro tan sagrado para algunos que tuvo el
poder de convertirse en bandera entre las guerras. Él se acercó un poco más al
papel e inspiró hasta saciarse de perfume; una gota de agua aterrizó cerca del
número que ordenaba el versículo, y la gota formó un círculo perfecto como todo
lo que Él hacía. Y sus lágrimas no lo defendieron.
Neoterrestres
Georges Bormand (Francia)
En unas horas voy a recibir mi autorización de
libre tránsito. Mi expediente ha sido aceptado, ya que no apoyé las leyes de
rechazo de los extranjeros y que no saqué ningún provecho de ellas.
Cuando llegaron los primeros
extraterrestres fueron recibidos casi como invasores o, peor aún, como
refugiados. Pero los industriales y empresarios solo necesitaron algunos meses
para percibir las riquezas que podían obtener de sus conocimientos, técnicas e
ideas y que podían apropiarse de ellas. Pero los extraterrestres no eran
idiotas, y en menos que canta un gallo fueron ellos quienes se enriquecieron, y
se hicieron propietarios, primero de las zonas en las que habían sido
confinados, luego de superficies cada vez más grandes y de los medios de
comunicación. Y como recordaban con rencor el período durante el cual ciertos
lugares les estuvieron prohibidos, multiplicaron las prohibiciones para que los
humanos accedieran a los lugares que ahora poseen. Ciertas ciudades, como
París, quedaron casi totalmente prohibidas a los humanos, excepto a los que
obtienen la autorización de acceso, como la que debí reclamar para poder
moverme a más de cien metros de mi casa.
Después de cerca de un año de
gestiones, habiendo probado que no soy "humanista", es decir, enemigo
de los "Nuevos Terrestres", obtendré hoy mismo, si todo está en
regla, el chip que me autorizará a circular por las calles que los NTs
poseen...
Mario
Juan Pablo Goñi Capurro (Argentina)
El barco se hundía, los botes se estaban llenando,
y Mario, sin enterarse. Los botes partieron, el agua ganó los camarotes, y
Mario, sin enterarse. El barco desapareció, hubo tripulantes y pasajeros
muertos, y Mario, sin enterarse —se había dormido a mitad de la película.
Norita
Dora Gómez Q. (Argentina)
Los escuché detrás de la
puerta. Hablaban de Norita. De su condición de ser especial. Querían internarla
de nuevo. Pobre Norita. Y ella que creyó que iba a permanecer en esa familia
para siempre.
Le dijeron que venían a pasar las vacaciones de
invierno acá, para que pueda estrenar los esquíes que le regalaron para su
cumpleaños. La hicieron ilusionar. La trajeron como quien lleva a su casa un
cachorro, y luego cuando crece pierden el interés.
Ojalá se dé cuenta que del otro lado de las montañas
hay otro país y pueda escapar.
Escuché que le van a decir: “nos vamos de
excursión”. Y se la llevarán. Y la abandonarán en una lejana casa fría de
piedra. La van a traicionar, como siempre hace la gente con ella, que no pidió
nacer así. ¿Acaso no sabían cómo era Norita cuando la retiraron de la anterior
institución? ¿Que querían? ¿Quedarse con una parte de ella y desechar el resto?
Fueron crueles esperando que ella se encariñara para apartarla después. Por eso
nunca está tranquila, ella lo intuye, siempre permanece en estado de alerta esperando
justo este momento, el momento en que la abandonaran de nuevo.
¿Y qué se supone que haré con esa información que no
hubiera querido escuchar, abrir la ventana y escapar, correr hasta perder el
aliento, confundirme con los turistas, esconderme detrás de la nube de nieve
que levantan los que salieron a esquiar a pesar de la tormenta? Soy demasiado
cobarde para hacer eso. Y aunque tome coraje, abra la ventana y traspase el
vidrio que me separa de la libertad, ya es tarde, porque escucho sus pasos por
el pasillo. Ya vienen. Son ellos con sus mentiras a cuestas. Vienen con una
sonrisa que parece amorosa, aunque yo sé muy bien lo que se esconde detrás de
esa máscara.
Ellos me miran a los ojos y al fin, sin ningún pudor,
lo dicen.
Ponte el abrigo, nos vamos de excursión.
A la manera de Buñuel
Myriam Goluboff (Argentina/España)
A través de la
ventana del sótano, atisba las piernas de la gente en su ir y venir por la
vereda. Una visión lo perturba: medias de seda negra, que dibujan un arabesco
sobre la piel, culminan en un par de zapatos de tacón de bruñido charol que
todas las tardes se anuncian con su ritmo inconfundible.
Esa visión fugaz le provoca un
ardiente deseo. Las admiradas piernas parecen responderle, se paran frente a su
ventana y se deslizan con sensualidad acariciándose mutuamente. Así quedan un
rato cada vez más largo, ante los ojos excitados de quien ya sólo quiere
poseerlas.
Por fin un día se decide, saca su
brazo por entre los barrotes cuando la cadencia del subir y bajar por la
pantorrilla exacerba su deseo, y le quita con decisión el zapato. Mientras
escucha los pasos asimétricos que se alejan apurados, se acaricia lentamente
con el fino tacón.
Un deseo universal
Boris Glikman (Bielorrusia/Australia)
Es la mitad de un
fresco día de diciembre. Estoy solo en el jardín delantero, construyendo un
muñeco de nieve, cuando el Universo entero aterriza a mi lado.
Puedo ver miríadas de estrellas,
galaxias, cúmulos y supercúmulos arremolinándose en su interior. La negrura de
sus océanos de vacío contrasta fuertemente con la blancura de la nieve.
La lupa agrietada y la cinta
métrica deshilachada que siempre llevo conmigo, como científico en ciernes que
soy, han esperado este día.
Examino el Universo, tratando de
resolver esa vieja y enojosa pregunta de si es infinito o no. Busco una
etiqueta del fabricante con las especificaciones del Universo: fechas de
fabricación y caducidad, pesos bruto y neto, sus ingredientes exactos, pero,
por desgracia, la etiqueta no está por ninguna parte.
El Cosmos parece estirado,
demasiado alargado para mi gusto, así que lo cojo y le doy forma esférica.
Entonces se me ocurre que, de todas
las personas del mundo, el Universo ha elegido aterrizar a mis pies.
Seguramente se trata, y no creo ser demasiado presuntuoso al llegar a esta
conclusión, de una señal de cierta importancia y de un mensaje personal cuyo
significado, aunque todavía no esté del todo claro, es sin duda auspicioso,
aunque el método de comunicación sea bastante dramático y no muy sutil.
Pero entonces un pensamiento
devastador: ¿y si esto es el resultado de un deseo hecho para un regalo de
Navidad hace unas semanas. No puedo mentirme a mí mismo y negar que, en un
momento de frívola avaricia, deseé el mundo entero.
Recuerdo bien temer el castigo que
seguramente recibiría de mis padres por hacer caer el Universo del cielo, cuyas
pruebas serán más difíciles de ocultar que aquel jarrón roto.
Os Veritatis
Serena Gentilhomme (Francia)
Os Veritatis, la
Boca de la Verdad. Ese mascarón amenazante es el rótulo del restaurante con
estrella de mi hermana. Hoy está cerrado al público, pero ha insistido en
ofrecerme la degustación de su menú gastronómico. Hablando de “gastro”, creo
que estoy incubando una… Mi cena está lejos de haber terminado y ya me siento
enferma. Un eructo hace subir los trozos del civet que esa muy lista me ha
hecho tragar y que me repugnó desde el primer bocado.
— Ah, perdón.
— ¿No te sientes bien?
— Sí…
— ¿Por qué mientes todo el tiempo?
Eres incorregible.
— En realidad, es el regusto de tu
civet lo que me molesta…
— ¡Secreto de chef!
Con los labios fruncidos, me clava
sus ojos pálidos. No hay escapatoria posible: las reproducciones de la Boca me
cercan por todas partes, sobre un fondo de mármol negro. La más grande cuelga
detrás de mi espalda, soplando una eternidad helada sobre mi nuca… Como puedo,
trago saliva, respiro.
— ¡Dime al menos dónde está mi
Bebé!
— Ya era hora: por fin, un
pensamiento para ese querido pequeño que concebiste con mi propio marido. Qué
reservados, los dos… Pero bueno, eso es pasado. Nuestro tesorito murió, tú te
quedaste sin un céntimo y te viste obligada a volver con tu hermana rica y
cornuda, que te acogió con tu crío…
— ¿Dónde está? Lo he buscado por
todas partes…
— Si fueras una buena madre,
siempre lo tendrías a la vista, pero en fin. Por suerte, yo estoy al tanto de
todo. Relájate, bebe una copa de este Brunello di Montalcino y vuelve a tomar
civet.
— No creo que pueda… ¿Dónde está
Bebé?
— Te lo diré a condición de que
comas.
— Me duele el estómago…
— ¡COME!
Mi boca se llena de un magma
sedoso, amasado con un aroma de efluvios indefinibles que, sin embargo, me
resultan extrañamente familiares. Mi esófago se rebela, presiono la servilleta
contra mis labios; mi hermana pone sus manos encima, con todas sus fuerzas,
doblándome la nuca hacia atrás, hasta la oscura cavidad del mascarón destinado
a cortar las manos de los mentirosos. Ya está, la cosa ha pasado, solo me queda
un ataque de hipo. Entre dos espasmos, pregunto, una y otra vez:
— Bebé… ¿Dónde está?
Mi hermana sonríe, se inclina hacia
mi oído:
— Está más cerca de tu corazón de
lo que piensas.
Suavemente, hace girar mi silla
hacia la pared donde reina el gigantesco mascarón que me mira fijamente con sus
ojos vacíos. De inmediato, me invade esa sensación desconcertante del juego de
las ocho diferencias: algo ha cambiado desde hace un rato, pero ¿qué? Unos
temblores me sacuden, me castañetean los dientes. Cierro los ojos, pero mi
hermana me obliga a mirar, pellizcándome las mejillas. Su sonrisa se ensancha,
su dentadura de oro brilla, su dedo huesudo señala un rincón de la enorme boca
sombría de la cual sobresale algo…
Una diminuta mano de recién nacido,
lívida y rígida.
Estudio de los extinguidos terrícolas
Daniel Frini (Argentina)
Lo más sorprendente
de nuestra exploración del tercer planeta de una estrella a la que los nativos
llamaban Sol, fue el descubrimiento de una caja de metal denominada “freezer”,
según se cree. Al abrirla encontramos, congelados, lo que suponemos eran alimentos
de los extinguidos terrícolas; todos en distintas bolsas, cada una con su
etiqueta: bifes, cordero, pan, asado, legumbres, walt disney…
El dia del
juicio
Carlos M. Federici
(Uruguay)
Los siete ángeles soplaron las trompetas.
—¡El Día del Juicio!
Me sentí de lo más incómodo... Se me antojaba que la mirada
de mil ojos llameantes me taladraba y –según entendía– ¡aquello
no era justo!
Culpable, pensé. ¡Seguro! ¿Qué había hecho de mi vida? ¿A qué
inmundas zanjas había descendido? Cobardía, corrupción de todos los valores...
¿Pero qué más puede hacer un individuo cualquiera, en estos perros tiempos? ¡Si
casi era yo quien debía reclamar!...
Se abrieron las nubes. Hubo un resollar de inmensas columnas
ígneas.
—¡El Día del Juicio!
Ahí vienen, me dije. ¡Me van a dar con todo! ¡Pero bien
quisiera verlos, a estos arcángeles, allá abajo, entre la mugre! Claro... acá
en el Paraíso todo es limpio y puro. Mantener pulcros los piecitos es sencillo
por estos rumbos... ¡Pero yo vengo del chiquero de allá abajo! ¿Se puede
pretender que haya salido de ahí sin manchas? Y, después de todo: ¿yo pedí que
me mandaran allá? ¿Nacer fue idea mía?...
Confieso que me sorprendió
cuando lo vi entrar.
Había esperado... qué sé yo, incluso alguna especie de
Júpiter Tonante... un ser duro e inflexible en su Justicia, de Cólera tan sin
resquicios como un bloque de acero...
Sin embargo, no pude equivocarme más.
Vi unos ojos azul claro, llenos de ternura y de tristeza,
cuya mirada eludió la mía. Y oí su voz, mansa, apagada.
—No me juzgues con demasiada severidad... —pidió.
Divide y reinarás
Mónica Cazón (Argentina)
Cuando cambiaron la cama
ocasional por la cama del departamento de él, creyeron que les había llegado la
porción de felicidad que tenían asignada. Comían, jugaban, vivían. Se
reconocían en esa pasión repetida y tierna. Gradualmente llegó el invierno y ya
la desnudez les incomodaba y la pasión se les escurría en una cena, en
reuniones con amigos, en el consabido llenar espacios para no espaciarse. Hasta
que un día cualquiera, como aquel día que cambiaron de cama, entendieron que la
matemática podía ayudarlos.
Pero no. La matemática no los ayudó. Les certificó que
se habían sumado las obligaciones, restado las libertades y multiplicado los
problemas.
Fue entonces como, sin opción, dividieron los
bienes.
Una despedida nada más
Itzel Alejandra Flores
García (México)
Le dio la impresión de que
estaba esperando que él se despidiera y siguiera su camino, pero al tenerla
entre sus brazos otra vez, no pudo irse. Esa despedida lo quemaba, le ardía la
piel y el corazón. Algo tenía ella que siempre le hizo daño, pero aun así, no
quería apartarse; su cuerpo era un imán.
—Me duele tanto este abrazo. Hoy más que otras veces.
—Será que no tengo ninguna intención emocional
contigo; lo único es que siento la necesidad de encenderme. Siempre lo has
logrado conmigo. Creí que te irías, que ya no soportarías más. Qué bueno que te
quedas.
—Me quedo porque me gusta este dolor que tú me
generas; porque te quiero junto a mí: porque no sé cómo caminar sin ti. Pero…
también quiero vivir.
—Habría apostado que hoy sería el último día que te
vería.
—Sabía que estabas pensando en eso y al final tendrás
razón. Ya no resisto que mi piel se queme con tu contacto. Ninguno de los dos
podemos vivir así.
—Momento, yo sí puedo vivir así, aunque si te vas no
me importará, tengo …
—No tendrás ese fuego sin mí y te irás apagando sin
remedio.
—Entonces, ¿te irás?
—Quiero vivir.
Ella sintió el poder de sus llamas en la piel de él,
pero ya estaba decidido y no se quedaría. En ese momento, se fue desprendiendo
de su piel, aunque le doliera demasiado. Solo era un momento, luego, la
libertad.
Ella se quedó con los jirones de epidermis en las
manos, no había nadie que la encendiera como él. Gritó desgarrándose la
garganta, entonces, comenzó a apagarse.
La máscara desde la nave
Jorge Etcheverry (Chile/Canada)
El funcionamiento de las máscaras—que significa
persona en griego, uno de los idiomas del planeta—se evidencia por su posición
en este esquema (que representa al medio o hábitat social) y por su aspecto
físico. Hasta donde podemos percibir, los seres humanos no son iguales, salvo
en el caso de cierto tipo de gemelos muy raros. Incluso su clonaje daría
márgenes de indeterminación que podrían manifestarse por ejemplo en
divergencias fisionómicas no predecibles. El posicionamiento de
máscaras/personas en el esquema está determinado por su situación funcional
relativa en la producción y organización de las tareas extractivas/elaboradoras
de los elementos materiales del planeta, cuyo consumo e incorporación
constituyen la fuente de las agrupaciones celulares en tejidos diversificados
en la base, el soporte de la máscara, que pasan a formar, como en las otras
especies del planeta, la entidad llamada cuerpo. Los tejidos reproductivos son
el centro de producción seminal y el objetivo último de la organización del organismo
total, en cada caso.
Causa
y efecto
Julio
Ricardo Estefan (Argentina)
Pedro muerde su
bronca y se contiene. Con la cucharita crea remolinos en la taza de chocolate.
El profesor de matemáticas, quien le ha devuelto el examen desaprobado, siente
un leve mareo. Una mariposa revolotea por el aula. Pedro piensa qué le dirá a
su madre: tiene que repetir el curso. Agita aún más el chocolate mientras el
docente cae al piso y el aula y el resto de los alumnos giran
incontrolablemente en su cabeza. Pedro da un sorbo a la taza, se traga la
bronca y se resigna. Al profesor se lo lleva una ambulancia. Pedro todavía no
conoce los misteriosos poderes que lo asisten. La mariposa ha desaparecido.
Alienígenas intrusos
Diego Muñoz Valenzuela (Chile)
Vasili es un viejo
amigo cosmonauta que de vez en cuando me visita y trae obsequios de planetas
recónditos. Siempre tengo una botella de vodka reservada para atenderlo: me
cuenta sus últimas aventuras, bebe como cosaco y al final –cuando está borracho
como una cuba- me entrega el regalo, cuya naturaleza no fue anunciada de modo
alguno. A esa altura tampoco cabe esperar explicaciones de su parte: su estado
es deplorable.
La semana pasada repitió su rutina
y me dejó una especie de pez plano alienígena. Estaba dentro de un cubo de
cristal ambarino al que estaban adosados una serie de minúsculos aparatos.
Vasili se fue tambaleando y me dejó con la criatura. Era de color verde oscuro
y piel de apariencia suave. De pronto, tras un largo periodo de inmovilidad,
abrió unos grandes ojos esmeralda, preciosos, muy humanos. Me miró con ellos de
manera seductora; hizo un guiño coqueto.
Realizó un rápido movimiento y la
tapa del cubo –que creí hermética– se levantó. Mi casa se inundó con un perfume
embriagador. Aquella cosa saltó sobre mí sin previo aviso, distendiéndose para
envolverme en un abrazo total y exquisito. Vino un periodo de placer intenso,
mayor a cualquiera experimentado hasta entonces. Cuando desperté, la criatura
estaba de nuevo en su cubo, aparentemente sumida en un profundo sopor.
Ahora la contemplo con arrobación.
Espero con inquietud que despierte. Estoy perdidamente enamorado. Vaya líos que
me acarrea Vasili.
La ausencia
Eri Echilley (Argentina)
Llegué
tarde a casa, vos me esperabas sentada en el sillón con la comprensión pintada
en los labios y todas las luces prendidas. Apurada me saqué la mochila, la
campera, las zapatillas, me lavé las manos. Te abracé y sentí que el peso de la
rutina solo era una pluma en el viento. Te besé esos labios que siempre
perdonaban mis llegadas tarde y mis olvidos. Te levantaste. Hiciste el café y
lo último que recuerdo fueron tus manos amables acercándome la taza, sonriendo,
seguramente por alguna idiotez que te habré dicho.
De pronto un ruido. Un crash. Un estrépito de platos
rotos. Un silencio. Mi reflejo absorto en la ventana. Mi mirada ausente. La
oscuridad de la casa. Mi taza en el suelo. La tranquilidad sepulcral de una
soledad acostumbrada. El recuerdo de un hogar y el presente de una casa fría.
La muerte materializada.
Acerca del desarrollo del
método «warp» en el planeta Azul
Luciano Doti (Argentina)
Durante décadas habíamos
estado viendo a través de telescopios a esa civilización que estaba situada a
millones de años luz de nuestro planeta.
Al principio, sólo podíamos ver unos objetos que
tapaban su estrella durante períodos de tiempo irregulares. Eso nos llevó a
pensar que existía la posibilidad de que no se tratara de planetas, los cuales
suelen presentar una elíptica más regular. Se aceptó la teoría de que fuera una
estación espacial con paneles solares, para proveerse de energía sin degradar
su planeta. De ser así, no estábamos solos en la Vía Láctea.
Con el paso de los años, nuevos telescopios se fueron
incorporando a las herramientas que teníamos para la observación, los cuales
eran más potentes que los anteriores, de manera que nos permitieron ver más.
Entonces, ya éramos capaces de observar algunos de sus vuelos en naves que
nunca se acercaban a nuestra locación.
Jaime Curtis siempre había sido considerado un nerd.
Estaba empecinado en hallar el modo de realizar viajes a planetas remotos, a
raíz de su fanatismo por series de ciencia ficción del siglo XX como «V»,
«Stargate» o «Viaje a las Estrellas». La carrera de física la realizó en tiempo
record, y se graduó con medalla de honor. Luego consiguió trabajo de
investigador en esa misma universidad. Su proyecto más ambicioso consistía en
hallar la manera de desarrollar el método de desplazamiento «warp», para hacer
una curva en la línea espacio-tiempo y viajar a esos destinos que aún eran
inaccesibles.
Nosotros continuamos observando a esos alienígenas. Su
estrella se había convertido en un norte para la mayoría de nuestros
telescopios. Al mismo tiempo, nos preguntábamos si ellos estarían haciendo algo
similar.
Con todo, éramos nosotros los que hacíamos lo mismo
que ellos, ya que después de analizar y discutir mucho, adoptamos su sistema de
estación espacial con paneles solares para obtener energía. Pero si bien les
copiamos ese sistema, en adelante logramos un mayor progreso tecnológico.
No fue Jaime Curtis el que halló la manera de
desarrollar el método «warp», pero sí tuvo la oportunidad de quedar a cargo de
él en su planeta, el Azul que ellos llaman Tierra, dado que era el más
capacitado para entenderlo cuando arribamos ahí.
Los espejos de Carlos
Rolando José Di Lorenzo (Argentina)
Amaneció
tardíamente; el invierno se hacía notar y los primeros rayos de sol arrancaban
destellos en el hielo de las ramas de los árboles. Pero a Carlos no le
molestaba tanto el frío como tener que levantarse tan temprano. Es una
injusticia, pensaba mientras se ponía las pantuflas y lo seguía pensado
mientras se lavaba los dientes y se peinaba como podía; siempre despertaba con
los pelos revueltos y parados. Se miró por última vez en el espejo y lamentó
las arrugas y las bolsas bajo los ojos. Antes de retirarse del baño notó que
hasta sus ojos ya no eran los mismos, habían perdido el brillo que tanto le
gustaba. ¿Se los opacaba el espejo o la vejez?, se preguntó preocupado. Salió
rápidamente del baño; ese espejo lo trastornaba. Sabía todo lo que hay que saber
sobre los espejos, pero igualmente se sentía acosado por ese reflejo burlón. En
cambio, el del living, que adornaba la pared junto al gran perchero de caoba,
al lado de la puerta de salida, era mucho más benévolo, allí se veía bien, su
imagen era mucho más parecida a la que él tenía en mente. Tomó el saco y el
sobretodo que colgaban del artístico perchero, se terminó de arreglar frente al
espejo amigo y salió a trabajar. Hacía eso invariablemente todas las mañanas.
Pero la cosa fue de menor a mayor: cada día, el enfrentamiento con el espejo
del baño era peor; hasta que una mañana de primavera, antes de salir corriendo,
Carlos sintió que el espejo lo atrapaba, vio claramente como los pelos parados
y los ojos opacos rodeados de arrugas, se quedaban en el vidrio y junto con
ellos su mano derecha. No esperó más: dio un violento tirón con la izquierda y
logró escapar de ese infierno, pero cayó al piso. Fue entonces que notó con
horror que solo tenía lado izquierdo y aunque los ojos quedaron en el espejo
maldito, seguía viendo. Se arrastró por el piso del comedor y llegó al living.
Allí intentó un salto, logró tomarse del perchero y con un esfuerzo más, pudo
verse en el espejo amigo que atrapó de inmediato su imagen. Nadie lo volvió a
ver. Los familiares de Carlos y algunos amigos lo denunciaron como
desaparecido. Cuando la familia visitó la casa, recorrieron y buscaron
minuciosamente por todos los rincones, tratando de encontrar alguna respuesta a
la extraña desaparición, pero no hallaron nada. Unos días más tarde se
dedicaron a limpiar y entre las cosas que descartaron en un gran contenedor de
basura, iba el espejo del baño. No tenía sentido conservarlo puesto que nadie
se podía ver en él claramente. Imágenes extrañas, como ojos y manos, aparecían
y desaparecían entre horribles distorsiones que modificaban la imagen del que
se miraba. Tanta gracia les causaba estos reflejos que hasta jugaron un rato
con él antes de tirarlo.
Terremoto en Buenos Aires
Graciela De Mary (Argentina)
Las logias lo supieron y lo
ocultaron. Desde sus salones con olor a madera podrida manejaron a la opinión
pública. ¡Ay, las creencias de las mentes sencillas, tan complacientes con el
poder! Mi tercer ojo estuvo bien abierto; jodidamente activado. ¿Cómo es
posible que se produjera un terremoto en la planicie absoluta, perpetuada en el
río más ancho del mundo? No lograron
engañarme.
Desde siempre supe que eso llamado realidad es un
juego. Involucra a los mortales, a quienes manipulan como a los ratoncitos de
laboratorio: los engordan, los enloquecen, hasta que mueren abrumados por las
penas y los tumores. También existen otras entidades sutiles. Los fantasmas,
mendigos de atención. Seres capaces de apelar a tristes recursos hasta agotar
su energía opaca; dignos de lástima.
Las deidades coléricas son las más atrayentes. El
devenir cíclico es para ellas una tentación, como la que ejerce un librero de
viejo sobre los lectores insomnes. Los titanes y los dioses del Olimpo bajan a
la Tierra una y otra vez; se excitan con la oferta de carne crédula. Manipulan
con el solo objetivo de ejercitarse.
Esta información ha sido ocultada por las corporaciones. Los mega grupos
del poder manejan el destino de los infelices. Sus voceros pululan en los
celulares y los noticieros. De ahí mis esfuerzos por llegar a la verdad.
Cronos, el Señor del tiempo, descendió hace unos años
en estas playas del sur. Apenas un
parpadeo cósmico. Formó una familia, según su costumbre. Se abstuvo de lanzar
rayos y proferir maldiciones. Evitó devorar a los descendientes y castrar a los
allegados. Manifestaba su hegemonía a
través de actos simples, adaptados a la condición humana. Destrozaba los
juguetes más queridos por sus hijos. Castigaba los cuerpos con una precisión
quirúrgica. Cultivaba ciertas formas de humillación, todas indelebles. Abusaba de sus víctimas sin entusiasmo, justo
es reconocerlo.
Su prole se multiplicaba y un día, mientras molía a
golpes a su hijo más pequeño, simplemente se hartó de dominar. Tal vez fue el
pánico del chico, o la remota memoria de su propio miedo. El titán cedió a la
misericordia. ¿Un gesto de debilidad o una dispensa divina? No lo tengo claro.
Fue su final.
Zeus, aquel hijo de Cronos salvado de la muerte por su
madre, culminó la venganza. Terminaba un día igual a todos. La gente común
volvía de sus empleos. La Tierra tembló
y se abrió a los pies de Cronos. Zeus arrojó a su padre al inframundo ante la
mirada atónita de unos pocos transeúntes.
Medido en términos del calendario solar, este episodio
definitivo de la guerra de la Titanomaquia, del cual fui un testigo
privilegiado, ocurrió en la primavera austral de 2015 y Cronos, “un honrado
padre de familia”, como lo presentaron los corruptos medios de comunicación,
fue la única víctima de lo que llamaron “el terremoto de Buenos Aires”.
El escritor
Oscar Luis De Los Ríos (Argentina)
Se regodeaba en el
grupo de Microficciones: de su escritura descuidada, sus faltas de ortografía,
su caos de tiempos verbales. Y así, de desastre en desastre, terminó en un
bucle literario que lo precipitó al infierno, donde lo esperaba el demonio “Sod
Omita”, que es el demonio de la escritura descuidada, los tiempos verbales
errados y las omisiones ortográficas.
Venganza
Rosa
Lía Cuello (Argentina)
Se miró las manos. Con ellas
había hecho aquello que su hermana consideró tan despreciable. Nunca pensó lo
que hacía, pero le marcó una arruga prematura en el alma.
Marina estuvo una semana sin hablarle. Lo miraba mal,
con desprecio, cuando él entraba a una habitación ella se iba. Con los días
todo se fue aplacando, pero estaba seguro que ella nunca se olvidó. Y él
tampoco.
El pájaro entró
por la ventana semiabierta. Era de noche y estaba la luz prendida. Se
sobresaltó.
Es un aviso pensó, su madre siempre repetía esa frase
cuando pasaba algo imprevisto.
El pájaro
revoloteo sobre su cabeza, en círculo, varias veces, e intentó ahuyentarlo. Al
segundo intento el ave se posó sobre la repisa y lo miró fijo. Le pareció que
quería decirle algo pero se lanzó en picada y le dio un picotazo en la mano,
tan fuerte que saltó un chorrito de sangre sobre su pantalón y salió por donde
había entrado. Recién ahí reaccionó y gritó.
—Eh, que te pasa —gritó Marina, que estaba en el
cuarto contiguo, estudiando.
—Me picó un pájaro —dijo—, me sale sangre.
—Será pariente del que mataste con la gomera el año
pasado —respondió su hermana.
A él se le saltaron las lágrimas mientras miraba el
líquido rojo que caía sobre sus zapatillas blancas.
Camino a Edén
Arno Behrend (Alemania)
Pascal siguió con su
antorcha los haces de cables y los ordenó según su color. A los robots no les
importaba. Cuando juntara las hebras, el mantenimiento de la nave sería mucho
más fácil para él. Buscó a tientas el Perfusor. Pronto podría quitarlo sin
lastimarse. Solo tenía que buscar las herramientas adecuadas en su equipaje. El
dispositivo no había recibido una señal en mucho tiempo. Ya no tendría que
andar toqueteando con una horquilla en su interior para reducir la infusión de
Happy Juice.
—No lo notarás —le había dicho Flora Anders, su
terapeuta—. Te convertirás en una persona más equilibrada y satisfecha en poco
tiempo. Esto fue después de sus publicaciones sobre la terraformación de
exoplanetas, sus ideas para mejorarlos. Pascal sonrió al recordarlo—. Siempre haces
esas sugerencias, Pascal —había exclamado Flora—. Construcciones para autos
eléctricos, casas con diferentes fachadas solares, cometas de energía eólica. ¡Todo
eso ya existe! No tienes que ocuparte de eso. Las inteligencias artificiales se
encargan de ello. ¡Están para eso! ¿No crees que estamos viviendo en una época
maravillosa, ahora que las máquinas hacen todo por nosotros, desarrollan cosas
mucho mejor de lo que jamás podríamos?
Ella no había esperado su respuesta y le había
recetado el Perfusor como complemento a las descargas eléctricas y la
prohibición general provisional de comunicación.
Miró a su alrededor. Nadie lo había notado cuando
había subido a la nave no tripulada. Debía retirar el equipo de un planeta
deshabitado cuya terraformación había sido abandonada por la IA. Pascal sonrió.
Cambiaría eso. Sería difícil, pero él lo había pedido. Era su trabajo.
Mi hermano
Gastón Caglia (Argentina)
Tuve un sueño. Sobre mi
hermano. Dos o tres cosas sé de él. De mi hermano conozco quizás no más que
eso. Cierta vez descubrí el significado de uno de sus tatuajes; por costumbre
no comulgo con tales ideales. Creo que el club de fútbol de sus amores es el
rival eterno del mío. Está ahí, un poco más a la derecha, en la mesa, mezclado
entre los restos que dejaron los invitados. Desentona, no cuadra, cual foto
movida. Sin embargo hoy nace y tengo veinticinco años para conocerlo y nunca
haber escrito estas palabras. Desperté y lo vi.
Paraíso
Hernán Bortondello (Argentina)
Se retuerce
sudoroso entre sábanas humedecidas que se adhieren a su cuerpo; él y ellas se
enlazan, enroscándose en un ceñido abrazo de serpientes. El delirio ha
triunfado al fin sobre los sueños y la esperanza idiota, innecesaria,
desaparece. Seiscientos sesenta y seis hilos de algodón egipcio se impregnan
con su fiebre fecunda, transmutan en carne, piel, y esa cabellera como brisa.
Otra vez la presión contra su tibieza firme, y el perfume que sabe a todo. Con
el gruñido doloroso con el que lloran las bestias, se hunde en ella. Y al fuego
desesperado sigue una llovizna fresca de abril. Ahora bucea plácido en las
negras aguas del cenote, entre medusas como gelatina de limón.
Aquí y allá, verdosas calaveras
fosforescentes afloran del sedimento que cubre el lecho de dolomita.
Al no tiempo,
emerge, sin despertar.
Sincronicidad
Bojtor Iván (Hungría)
En la noche del 7 de marzo
de 1231, en el monasterio de Einstein, dos monjes despertaron al hermano
Alberto y lo condujeron desde su celda hasta la sala capitular. Allí, el abad
le leyó la sentencia confirmada por el legado papal.
Ni el nombre del enviado ni los fundamentos del
veredicto han llegado hasta nosotros. De hecho, durante siglos tampoco supimos
realmente por qué había sido condenado. Setecientos años más tarde, los obreros
que trabajaban en la restauración del monasterio hallaron, tras una piedra
suelta en el muro de una celda —que según la tradición había pertenecido al
hermano Alberto—, una cavidad donde yacían fragmentos de un pergamino.
A partir de las pocas palabras aún legibles, se
concluyó que contenía pasajes de la Segunda Carta de San Pedro y del Salmo
noventa. Al examinar su superficie, se advirtió enseguida que se trataba de un
palimpsesto, aunque no se encontró rastro alguno del texto original. El
pergamino fue enviado a Viena para su restauración, y de allí —probablemente
durante la guerra— pasó a los archivos del Vaticano.
Ochenta años más tarde, un investigador, con ayuda de
los procedimientos científicos más modernos, logró reconstruir ambos textos. El
original era un fragmento de Las confesiones de San Agustín, concretamente la
parte dedicada al tiempo: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta,
lo sé; pero si quiero explicarlo a quien me lo pregunta, no lo sé…”
Sin embargo, aquel texto había sido cuidadosamente
raspado, y en su lugar se habían copiado los versículos tomados de la carta de
Pedro y del salmo: “Un día para el Señor es como mil años, y mil años como un
solo día. Porque mil años ante tus ojos son como el día de ayer que pasó, y
como una vigilia en la noche.”
Las líneas restantes, de difícil interpretación, no
eran citas bíblicas. Su autor sostenía que, dado que en el cielo el tiempo
transcurre mucho más rápido que en la tierra, bajo ella —en el infierno, en el
reino de Satanás— debía de pasar aún más lentamente. Y concluía: que por lo
tanto, no hay motivo alguno para temer al Diablo.
Los anales de la ciudad de Einsteinburg registran que
el 10 de marzo de 1231 un monje llamado Alberto de Einstein fue quemado
públicamente por herejía.
Vegetación
Ricardo
Bernal (México)
Lo mejor de estos
bosques es que por más que los tales, siempre volverán a crecer exuberantes;
dijo el hombrecillo flaco y desgarbado. Continuamos caminando, el hombrecillo
seguía mostrándonos coníferas eternas, helechos verdiazules, palmeras
monstruosas como dinosaurios. Cuando llegamos a un claro, yo y mis hermanos
árboles atrapamos al hombrecillo con nuestro follaje y cantamos hasta que se
convirtió en árbol. Creo que quedan unos pocos hombres más en una villa cercana
al río, dije yo. Vamos, contestó otro árbol.
Como quieren los gatos
María Cristina Rolnik (Argentina)
Susurré en la oreja
de la gata: Dido, lo voy a dejar. La gata cerró los ojos. Él nos miró desde la
silla.
—Quiero mucho a esa
gata —dijo.
—Ella también te
quiere —traduje—, aunque no de la misma manera.
—Sí —dijo—, me
quiere cómo quiere un gato.
Dos horas más tarde
me lamió toda, agudizamos la siesta y Él se marchó.
La hermana
Juliana Berlim (Brasil)
Cuando Gregorio
Samsa se dio cuenta de que su hermana había despertado de un sueño intranquilo,
diciendo que la aquejaba una ansiedad creativa que le impedía dormir
tranquilamente, pero que aún le impedía imprimir tintas y colores en cada nota
suelta de la vida cotidiana, comprendió que se convertiría en escritora. Negó
con la cabeza desconsolado, con las manos en jarras, diciéndose: "¡Está
loca! ¡La peor clase de artista! ¡Habría sido mejor si hubiera nacido
insecto!"
Spleen
Alejandro Bentivoglio
(Argentina)
Lo único que mira es el
suelo. Camina hacia atrás y regresa hasta la línea de saque. Su vestimenta
enmarca su figura estilizada, atlética. Pero Lemmy, sólo observa la cara de
quien ya alza la pelota para impactar luego con la raqueta. Vendrán los gritos que
tantos le critican cada vez que juega. Pero desde los asientos de la tribuna,
Lemmy se pregunta ¿qué importa todo eso? Sí, a él también a veces le molestan
esos gritos agudos, casi desesperados. Y sin embargo.
Sin embargo, está allí, mirando a María Sharapova, la
mujer más hermosa que jamás haya visto alguna vez. El día es soleado. Sharapova
va a ganar, eso es seguro. Lemmy piensa que al día siguiente volverá al trabajo
en la oficina y que este momento habrá sido único. Pero la vida no es más que
una concatenación de momentos únicos. Le gustaría saber que pueden elegirse los
mejores y tirar a la basura los otros. Pero Lemmy es un tipo resignado. Y sabe
que en este momento está en la eternidad, porque solo existe la cancha, la
pelota pegando en el cemento del suelo. La imagen de una mujer hermosa que
corre y juega y que no puede dejar de mirar. Porque eso y no la oficina, los
archivos por llenar, las cuentas por pagar, las peleas banales con burócratas o
amigos (que a veces son lo mismo) son verdaderos. Pero sí, María. María es
real. Es verdad, y la verdad es la única belleza que puede ostentarse.
Jirafas
de vidrio
Patricio
G. Bazán (Argentina)
Alguien golpea la puerta de la
discreta habitación de hotel donde, temporalmente y por cuestiones de negocios,
se hospeda Trece. El ocupante del cuarto, visiblemente molesto, bufa y maldice
en un dialecto incomprensible mientras lleva la mano al bolsillo de su bata de
seda gris, buscando una llave. Casi al llegar a la puerta, se detiene frente a
un gran espejo de cuerpo entero. Se arregla el cinto de la bata y acomoda sin
éxito un mechón rebelde y gris que le genera un peinado asimétrico. Al llegar a
este punto, se acerca más a su imagen reflejada, pues comienza a percibir
detalles de su figura en los que antes no reparó.
Un pequeño lunar en la
nariz, un ligero aumento en la papada (no tanto como Diecisiete, piensa con
alivio), y un antiestético grano en la frente, como el germen de un cuerno o
una marca indigna. No le duele, pero le incordia y siente que ese intruso le desequilibra
la armonía del rostro.
Afuera siguen los golpes,
pero antes de atender debe eliminar ese forúnculo acusador: no debe franquearle
la entrada a nadie que pueda dejar su mirada prendada en esa monstruosidad
epidérmica, baldón del género humano.
Alguien –tal vez Ocho, o el
joven Quince– le había dicho que los granos no se tocan, que su incorrecta
manipulación produce más mal que bien, imprimiendo una marca indeleble en la
carne y en el alma; en cambio, Dieciocho (ese gordo infame mimado por la
Fortuna) se jactaba de eliminarlos mediante un simple acto de Voluntad o de
Psicoquinesia, no recuerda bien cuál, y tampoco le importa.
Se contempla, y lo que ve
le angustia, pues se siente señalado por la Divinidad como pecador. Ese grano lo
separa del resto de sus congéneres, lo segrega de esa masa que tanto detesta y
que, precisamente por esa vergonzosa señal cainita, le hace sentirse inferior a
ellos.
Dispuesto a terminar de una
vez con esa afrenta, se dirige al cuarto de baño a estudiarse frente al espejo
del botiquín, blandiendo en la diestra su navaja de afeitar para el caso de que
su Voluntad no alcanzara.
Afuera, aburrida de golpear como
idiota puertas que nadie atiende, y hastiada de una profesión que ya no
respeta, la vendedora de Cremas para el Acné decide cambiar de empleo para
dedicarse por entero a su secreta pasión: el coleccionismo de figuras de animales
hechas de vidrio coloreado.
Para variar
Detelina
Barutchieva (Bulgaria)
Soy riguroso e insisto en que los demás lo sean. Digo: vamos a trabajar, y vagamos todo el día como perros callejeros. Digo: vamos a beber, y nadie discute. La pandilla se mantiene unida, aunque no nos una la confianza. Solo tengo un amigo, Kiro; es más que un hermano. Hace lo que le pido, lo que sea, sin pensarlo. Le señalo la ventana y se tira, sin más. Con él comparto todo, droga, tabaco, bebida, chicas incluso. Tengo celos, a veces, cuando los dos penetramos el mismo sitio, pero luego me digo: vamos, sé buena gente, el tipo se la juega para darte el gusto.
Título original: Rtaznoobrazie
Abulia cíclica
Joyce Barker Bucat (Chile)
—No sé cómo empezar a
contarte eso.
—¿Qué?
—Eso que te acabo de contar —él la miró con extrañeza,
mientras ella hacía girar su anillo sobre la mesa—. Entonces, ¿para qué te lo
voy a contar de nuevo?
—Qué sé yo. Haz lo que quieras —la mujer paró de girar
el anillo y miró la hora, aburrida ya de la cita.
—Bueno; te lo contaré otra vez, pero no sé cómo
empezar.
—¿Qué cosa?
Naufragio
de alcohol
Armando
Azeglio
Sintió el glogloteo del whisky en su
garganta, luego en su cerebro. El alcohol lo invadía rápido. Gélido. Indudable
y preciso. Le resonaron dos palabras en el permisivo dialecto de sus
padres: Ninna nanna. Y sintió una suerte de sinergia que lo unía al
cosmos. O a una suerte de abstracción aérea, única, difícil de esculpir con
huidizos conceptos... con palabras frugales. Vio un extraño bergantín en el
horizonte de esta, su nueva locura. El barco se le antojo algo funesto, algo
desabrido, algo inexorable. Entonces —cual náufrago— decidió hacerle señales de
humo. Se quitó un zapato. Lo embebió en la mezcla inflamable. Se roció de pies
a cabeza. Encendió un fósforo veloz.
La fuga
Damián Andreñuk (Argentina)
Anhelaba trabajar
el mínimo imponible. Sin embargo, cada día se presentaba allí, saludaba con
desgano y cumplía de nueve a cinco su rutina infectada. “Hacia rutas salvajes”,
una película impregnada de nieve, de bosque y de Thoreau, había sido su
elección la noche anterior. Ahora veía la oficina, la incomunicación con su
mujer en medio de cenizas heladas, su sueldo holgado, su nombre en un recuadro
sobre el escritorio “Julián González”, su teléfono sofisticado, sus zapatillas
Nike, sus vacaciones para presumirse en una foto con lagos o montañas detrás y
un vacío vanidoso por dentro, su vajilla de cristal, su flamante camioneta
Hilux, como una jaula perfumada con barrotes dorados.
Se abstrajo en
un ensueño laboral, en cavilaciones ardorosas; en unos días cumpliría 46. Mucho
tiempo en esta tierra para tan pocas certezas.
“Estoy
asfixiado. Tanto yoga y adornos de Buda, tanto hablar de aquí y ahora, tanto
decir la plata va y viene y cosas
así. Pero me miento. Necesito mi falaz seguridad, mi comodidad en el fondo
corrompida. No sé dejar nada de esto. Estoy hamburguesado,
como diría Carlos Tévez. Lo mejor que me pasó en el día fue esa doble porción
de ravioles con pollo. Helena los prepara bien, cocinarme es el último gesto de
amor que aún siento de su parte. El resto fue la farsa de siempre. Esta
violencia de caras predadoras, esta batalla ruidosa de los egos”.
Llegó a su casa
enérgico, con un vigor audaz que le brotaba de las decisiones tomadas.
Conversaba con Helena mientras llenaba varios bolsos
—Voy a comprar
una lancha, voy a llamar a Juan, a rescatarlo. Voy a empezar de nuevo en otro
lado.
—¡Juan es un
tonto y vos un delirante!
—Sí que sabés
animarme. Y Juan no es tonto, sólo no es muy inteligente, no hay nada malo en
eso. Te voy a dejar todo; no vas a tener por qué extrañarme.
Sobre una tapa despareja
Radmilo Anđelković (Serbia)
Después de sacudir
la higuera, el cavernícola bajó, recogió y comió lo que había caído al suelo.
Cuando despertó de aquel cómodo sopor, decidió convertirse en el hombre.
Pasaron un par de millones de años: aprendió a hacerse de una panza, a encender
el fuego y a endurecer en él los recipientes de barro que fabricaba. De cuando
en cuando aún encontraba algunas higueras, y comía los higos crudos, asados,
cocidos en sus vasijas… pero jamás logró alcanzar la perfección de sus
recuerdos más antiguos.
En una ocasión se le ocurrió hacer
una tapa para su olla, porque sospechaba que la magia se perdía entre los
vapores. Le salió tan despareja que el goteo del borde apagaba el fuego
constantemente. Hizo nuevas tapas, con bordes más planos, pero aun así seguían
goteando. Entonces fabricó una, un poco torcida, de modo que el goteo cayera
siempre por el mismo lado. Colocó junto a su olla grande otra más pequeña para
que las gotas no cayeran sobre las brasas, y esperó con alegría a que se
cocieran sus higos.
Aunque es cierto que los higos
seguían siendo solo dulces, también había un poco de líquido en la vasija
pequeña. Lo lamió, lo probó, lo sorbió, luego lo bebió de un trago. Resulta
difícil creer que todas las ideas de iniciar un negocio le llegaran de golpe en
un sueño, pero lo cierto es que primero se convirtió en chamán de la tribu y en
sabio con todas las respuestas.
Y nada
más
Maru
Alzugaray (Argentina)
En cuanto al
tiempo, ella recuerda que había sol y nada más. No puede acordarse de si hacía
frío o calor. Recuerda el sol, los juegos con los más pequeños, sus propias
carcajadas surgidas únicamente para alejar “eso” que la hacía sentir mal y
triste y desesperada. Sobre todo esto último, porque nada podía hacer ella para
evitar lo que sabía que estaba por suceder. Nadie le había dicho nada, pero el
silencio de los mayores o las charlas espaciadas y los extraños movimientos que
realizaban a escondidas ya se lo habían advertido. Todos fingían y ella
también. Había aprendido los códigos, había descubierto cómo descifrar el
sentido oculto de las palabras, había puesto voces que gritaban la verdad
cuando las bocas estaban cosidas por inimaginables motivos. Aunque era
pequeñita, se había tomado la molestia de hacerlo casi sin proponérselo, porque
de alguna forma tenía que sobrevivir. Y atragantarse era una manera de hacerlo.
La risa compulsiva se transformaba
en algo bueno y malo al mismo tiempo. Era como un arma que tenía el poder de
conjurar “eso” que la amenazaba, y también (ella no lo ignoraba) el de retardar
lo inevitable.
Era maravilloso que se fuera el
dolor por unos segundos, no llorar, no gritar, no sentir la herida.
Sólo puede verse a sí misma en dos
momentos: cuando reía y después. No sabe tampoco cuánto tiempo pasó. Sólo que
avanzó y avanzó.
El después aparece más claro y
preciso en sus recuerdos.
Iba con ella, con la otra que era
como ella, a la que trataba de parecerse para no perderla, para no perderse. La
otra la llevaba de la mano. Atravesaban en silencio ese pequeño camino que las
dos sabían hacia dónde conducía. Sin embargo, pensaba, un milagro puede
suceder, algo podré hacer, no de nuevo, no otra vez ese dolor en la herida, por
favor.
Y el después llegó. Rápido,
contundente, con la fuerza irracional que desconoce los sentimientos. Con la
puntualidad exacta de la destrucción.
¿La otra soltó su mano? ¿Alguien
les separó las manos? ¿O ambas desgracias coincidieron?
No importa. Ya estaba hecho. La
otra se iba sin ella, o llevándose casi todo de ella, y ella se quedaba
retenida por otras manos…y vacía.
Recuerda su llanto inacabable, su
desconsuelo perpetuo, sus gritos que desgarraban aún más su herida, pidiéndole
a la otra que volviera con ella y por ella; sus brazos extendidos, sus manos
que trataban de alcanzar lo imposible y sus ojos que buscaban retener la imagen
de la otra que partía y la partía a ella… y nada más.
Agencia
matrimonial Shidej
Sergio
Gaut vel Hartman (Argentina)
—Aquí tiene,
sáquese el gusto. Máximo placer en la cama y fuera de ella.
—¿Y para qué quiero una foto de
Nelson Mandela? —dice la señorita Rebeca Goldstein—. Se murió hace como un
siglo.
—No es Mandela.
—¿No es Mandela?
—No. Es un vorterix de Goltren, un
extraterrestre simbiótico grado dos, empático absoluto; trifálico y coprófago.
—Lo mismo, ¿para qué lo quiero? Yo
busco un marido, no un corpófago.
—Coprófago, señorita Goldstein.
¡Exacto! Usted busca el marido perfecto. Vino acá para que le consiguiéramos
uno. Este está disponible y los perfiles encajan a la perfección. ¿Cuál es su
objeción?
—¿Por lo menos es macho?
—Aproximadamente, sí. Es trifálico,
recuerde.
—¿Aproximadamente macho? ¿Qué parte
se aproxima?
—Mire, señorita. Shidej es una
agencia matrimonial seria. Satisfacción garantizada absoluta. Sea humano o
extraterrestre, se lo cambiamos todas las veces que sea necesario y en última
instancia le devolvemos el dinero.
—Déjeme ver la foto de nuevo.
—Rebeca contempló la foto durante un largo minuto; luego miró al dueño de la
agencia—. ¿Sabe cocinar? —preguntó finalmente.
—Como los dioses. Prepara manjares
de mil mundos.
—¿Adónde firmo?
