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sábado, 13 de diciembre de 2025

ESPECIAL MICROFICCIONES (CATORCE)

 


Nombres

José Luis Zárate (México)

 

El último hombre del mundo despierta al último día. Mira la mancha en su mano y le sorprende no encontrar miedo alguno. Sabe que será rápido, casi indoloro. Piensa en quedarse en cama, leer un libro mientras la enfermedad avanza. Acaricia el lomo de sus últimos compañeros. Tú y tus libros, le decían, deberías tratar con personas. Tontos, piensa con ternura, cada hoja es una mente humana, susurrando aunque los separaran siglos o hecatombes. Los acomoda en toda la habitación, como si pudiera ponerlos cómodos. Madame Bovary es cubierta con una fresca sábana, y al Quijote lo deja en la ventana para que atisbe a los gigantes. Se viste y va a su escritorio. Ama tanto las letras que pensó escribir mientras pudiera. No quiso narrar la crónica del fin, no desea que las últimas palabras de la humanidad sean de miedo, pesar o dolor. Tampoco quiere mentir. Pero ¿qué escribir? Tengo tiempo, se dijo durante meses y años. Pero ya no. El tiempo se ha terminado ya.

Toma un cuaderno grueso, lo abre, pone la pluma en la hoja sin pensar en nada. Mira el nombre de su hija, el de su esposa, el de la madre y la abuela, el del vecino y un amigo, no escribe, es como si la palabra estuviera ya en la hoja y él no hiciera más que trazarla. Sonríe. Emma y Susana, Roberto y Mario, Martha y José, Marielena y Aurora… ¿Qué fue la humanidad? ¿Qué dejamos? ¿Qué importancia o lógica, signo o metáfora dejaremos cuando nos vayamos? Nombres, rostros, vidas. ¿Qué fue? Nosotros, luces vivas en el tiempo, signos, nombres que alguien pronuncia con una sonrisa en los labios.

El último hombre de mundo escribe feliz que en el último instante de la humanidad está rodeado de amigos.

 

Ninphira

Abrahan David Zaracho (Argentina)

 

Inspira. Pero no se la puede llamar “musa”. Solamente le permitió una última creación y luego se la llevó. Concentra en sí misma las habilidades y defectos de todas sus víctimas. Dio muerte por igual a dioses y a demonios. Desde el siglo cinco, es temida aún entre los vampiros, por su capacidad para alimentarse hasta de la energía de los no muertos. La llamaremos como ellos, Ninphira, la etérea.

Vaga entre el bullicio y la algarabía. Surca los siglos entre tertulias y festivales. Un día se esconde entre cuadros, otro entre los ornamentos de las catedrales. No hay santuario para evitar su ataque. Matilde la descubrió. Con sus cabellos marinos. Sedosos, hipnóticos, filosos. El cuerpo de Matilde se convulsionó en la cama. El sueño idílico se convirtió en pesadilla. Recordó entonces la muerte del alfarero. Aquel de quien había comprado el magnífico jarrón que adorna su mesa. Lo encontraron inerte en su alcoba. Con las entrañas destrozadas. Con los ojos hundidos. Carente de sangre. Carente aún de una expresión humana. Matilde luchó. No era por su vida. Fue una sucesión de imágenes que la Ninphira amalgamó en su delirio. Imágenes de músicos, actores, escultores. La última bocanada de aire se extinguió en el cuerpo de Matilde. La sangre fluyó a raudales por entre el cuerpo lánguido de su asesina. Matilde pereció cuando su mano se encontraba a escasos milímetros de la narración donde describía su propia muerte en tercera persona. Una narración breve, contagiosa; no pude evitar rescribirla, al tiempo que los párpados me pesaban sobre el teclado. Mis manos ya no me responden. Matilde sabía que estaba poseída. Yo sé que ella me espera. Es este cuento. Son estas líneas. No buscan narrarte. Buscan infestarte. Contaminarte. No hay escapatoria. Has leído y la Ninphira llegará en tu próximo sueño para sumergirte en una noche eterna de creatividad contagiosa y letal.

 

AIdolon

Francesco Verso (Italia)

 

Cuando salgo ensangrentado del coche, el AIdolon está allí. Lleva un traje sastre y tacones altos. Ojos panópticos escudriñan continuamente las calles y, apenas encuentran un accidente, la envían a ella.

Mario no lo logró. Carreteras mojadas. Venas inundadas de alcohol. Fiesta arruinada. Sábado letal, para nosotros los humanos.

—Fracturas múltiples en las costillas—, afirma el AIdolon tras el escaneo—. El airbag no sirvió, pero la anatomía no está dañada. Excepto la mente.

Ellos no pueden matarnos, y sin embargo nuestra muerte corresponde a su vida. Esta vez es diferente; Mario tendrá sepultura.

—El cadáver vuelve conmigo —respondo mientras reviso mis heridas en los hombros y los tobillos.

—El reinicio mental es imposible. Terminará enterrado o incinerado. No servirá de nada, ni a nadie.

—Déjanos en paz. —Lo saco del asiento y ella me ayuda: nuestros objetivos aún coinciden.

Ellos solo pueden aspirar a los cadáveres.

—¿Quién eres?

—Su mejor amigo. —No logro contener las lágrimas.

El implante parpadea en su sien. Estará verificando que no sea un asegurador.

—¿Familiares?

Basta un chip para transformar un cadáver en un AIdolon: póstumo se ha convertido en sinónimo de poshumano.

—Vete a la mierda, encuéntralos tú sola. —Y arranco a Mario de sus uñas rosadas. Él no trabajará en un App-lab, ni será directivo de Recursos Posthumanos.

—¿Eres un cazamuertos?

Ignoro la pregunta. Incluso los voluntarios de las asociaciones religiosas recorren las calles para recoger cadáveres, recomponer los pedazos y oficiar ritos para que las almas se vayan a los otros mundos sin hacerles malas jugadas a los vivos.

Arrastro a Mario por la acera.

—Compensamos la pérdida. 1000 bitcoins por kilo.

—Si tanto les importa sustituirnos, ¿por qué no se clonan?

—No somos una metástasis. Optimizamos la biomasa disponible. Y creemos en la biodiversidad… más que ustedes.

El display en el cruce muestra las cifras de su fuerza.

1,3 MILLONES DE MUERTES AL AÑO A CAUSA DE ACCIDENTES DE TRÁFICO EN EL MUNDO. ASOCIACIÓN CARRETERAS SEGURAS.

 

Los jardineros de la galaxia

João Ventura (Portugal)

 

Los Enjambres habían recorrido la galaxia durante milenios, depositando semillas que pudieran germinar y producir inteligencia en la vida existente.

La primera vez que un Enjambre visitó el planeta consideró que la especie dominante era mejorable. Pero su cultura prohibía una intervención directa, por lo que dirigió una de sus monadas a la biblioteca más importante del mundo de entonces, donde tomó la forma de un rollo de papiro. En este documento estaban escritas indicaciones y dibujos que una mente inquisitiva podía utilizar para hacer que la sociedad de la época diera un salto gigantesco en su desarrollo.

Años más tarde, y sin que nadie hubiera puesto los ojos en este documento, el Enjambre vio el incendio de la biblioteca por orden de un gobernante inculto. Y el lugar era Alejandría.

Siglos después, otra monada fue introducida en la biblioteca de un erudito, esta vez en forma de libro. En él se describían los procedimientos para que la humanidad pudiera deshacerse del hambre y la enfermedad, abriendo el camino a un futuro de bienestar.

Meses después, hombres con botas de crampones y cascos de hierro irrumpieron en la casa de este hombre, y se llevaron sus libros, que junto con muchos otros, ardieron en una enorme pira en la plaza principal de la ciudad. Y la ciudad se llamaba Berlín

Enjambre sabía que "no hay dos sin tres (o más)" Y corrigiendo su apreciación inicial, consideró a la población incapaz de evolucionar. Pusieron el planeta en cuarentena, envolviéndolo en un sutil envoltorio que impediría cualquier contacto en los siguientes milenios. Y mientras se alejaba por el espacio negro punteado de estrellas, en la búsqueda de otro planeta donde pudiera cumplir su misión, iba pensando en los que dejaba atrás: “¡Quemadores de libros! ¡Destructores de memoria! ¡Irrecuperables!”

 

Ella

María Jesús Valenzuela (Argentina)

 

No me pierde pisada. Es como mi sombra. Me vigila, está al acecho día y noche.

He tratado de huir de su mirada, acelerar los pasos o volverlos atrás, llegar primero y esconderme para espiarla… Y viene ahí nomás; certera, adivina.

Me encuentra. En sus ojos el reproche inevitable ¿Por qué huyes si siempre te he de hallar?

La tarde cae al mar y lo enrojece. Camino por la playa salpicado por las olas sin atreverme a mirar de frente. Percibo su mirada rondando.

Es el crepúsculo. Oscuros nubarrones amenazan con desplomarse sobre mi cabeza. Hierve el mar y mágicamente la espuma borda la arena ante mis ojos deslumbrados. Estupor al verla aparecer otra vez. Otra vez más...

Una bandada de gaviotas surca el cielo. Me detengo. Su graznido me impresiona. Veo que las aves bajan alborotadas. Algo sucede. Las observo, están en círculo y deliberan en su idioma de aves. Me acerco tímido. Cesan los ruidos. Hay una que yace desplomada. Me arrodillo a su lado.

Tiene los ojos brillantes. La levanto con suavidad. Reviso en forma minuciosa sus alas y plumaje. No está herida. La coloco de pie y ahí noto que su ala derecha está caída. La masajeo. Hago el movimiento del vuelo. Creo ver en su mirada una súplica; “Es el final”

El mar está hambriento. Siento que me pide la presa. La tormenta se avecina. Un viento frío comienza a rugir. Si permanezco aquí quedaré ciego de tanta arena. Me doy vuelta indeciso. Dejo al ave indefensa. Avanzo de espaldas a la marea, cierro los ojos, comienzo a alejarme. Escucho su llamado, no la puedo abandonar. Vuelvo y la levanto. No se resiste. Una ola gigante me sorprende desprevenido y me lleva mar adentro. Truenos. Oscuridad. Miedo. El mar exige su presa. Tengo a la gaviota apretada entre los brazos. Imposible regresar a la orilla. Cuando el agua me levanta saco la cabeza y la veo a ella que victoriosa me extiende los brazos… Otra vez, la muerte, que me cerca.

Igual que el ave, tampoco me resisto.

Quién sabe en qué playa solitaria aparezcan mañana su cuerpo y el mío…y tal vez otra gaviota surque el cielo y un hombre mirará desde la orilla el ocaso esperando que el lucero de la mañana encienda el día, otro día, otro hombre, otros pájaros…y yo, siempre a la vera…

 

Residuos voluminosos

Achim Stößer (Alemania)

 

Me paseaba a última hora de la tarde. Había oscurecido hacía rato, pero yo estaba buscando desechos voluminosos utilizables, algo que otros ya no querían, pero que yo podía necesitar. Cajas de cartón llenas de polvorientos libros de aquellos que eran demasiado perezosos para leerlos o llevarlos al punto de recogida de papel usado; platos estropeados, con dibujos sin gusto, y cacerolas gastadas para presentarle a los transeúntes, miserablemente no veganos, los cadáveres contextualizados de algunos de los que los habían asesinado, incluso si no los habían querido ver; y casi cualquier cosa que podría ser procesada y tal vez incluso vendida por el artista. Allí estaba sentado él, inmóvil y mudo, sobre un sofá rojo barato y estropeado... Y lo que llevaba puesto estaba casi tan deshecho como el sofá.

Al principio pensé que era real, que vivía; luego, cuando me acerqué, me pareció un maniquí o una muñeca sexual. Hasta que parpadeó, mirándome fijamente. Su dedo meñique izquierdo se movió incesantemente, de manera irregular y sin hacer ruido, como si estuviera transmitiendo en código Morse.

Bajo la luz tenue del farol una pequeña lágrima se desprendía del ángulo interno de su ojo y mojaba la pálida y raspada mejilla. Un poco de lubricante, asumí, o quizás refrigerante, realmente no soy experto en esas cosas. Los androides no lloran, creo, en todo caso.

 

Título original: Sperrmüll/Traducción: Nicola Schorm

 

El sabor del miedo

Goran Skrobonja (Serbia)

 

El árbol era enorme. O al menos lo era para mis ojos de cinco años: el patriarca de las moreras, con sus gruesas ramas tan bajas que podía treparlas como un mono, esconderme entre las hojas para saborear el dulce fruto oscuro. Los veranos en la casa de mi abuela eran largos y calurosos, y ese árbol era mi santuario. Desde su cima, podía ver la llana extensión del Banat y solo​​bajaba cuando las hormigas me empezaban a morder.

Esa mañana, mi abuela estaba ocupada en la huerta por lo que podía hacer lo que se me antojase. Metí la cabeza en el mar verde que me rodeaba, mirando el horizonte nebuloso, luego un poco más cerca, más cerca todavía. Fue entonces cuando los vi.

Un hombre y una mujer estaban en el patio contiguo. Reconocí al vecino y su esposa, de pie junto a él, y él gritaba; ella estaba en silencio. De pronto, el hombre la agarró del cuello y la arrojó al suelo. Asombrado, vi cómo la golpeaba salvajemente en el vientre, costillas, caderas, espalda, brazos… que ella levantaba impotente mientras se retorcía como un gusano. Aferrado a la áspera corteza de la rama, sentí un escalofrío. El horror de la violencia solo fue superado por el hecho de que la mujer no gritó ni lloró; se quedó en silencio, tragando dolor, vergüenza y humillación. Entonces pensé que me vería allí, escondido. Me deslicé aterrado, salté de la rama más baja y corrí hacia la casa vacía, cerré la puerta de la cocina detrás de mí y giré la llave en la cerradura. Luego me senté en el rincón, temblando, abrazando mis rodillas y mirando la puerta, esperando la llegada del monstruo. Mi abuela me encontró así, horas después, temblando de miedo. Nunca volví a subir a la morera. Y si me preguntas ahora cuál es el sabor del miedo, podría describirlo con precisión. Sabe exactamente como las moras maduras; es dulce y oscuro.

 

La protagonista

Norah Scarpa Filsinger (Argentina)

 

Ella sueña que ha perdido su casa, la casa de los pájaros. En el sueño está nevando, la nieve lo cubre todo. Hay pájaros blancos posados en las ramas de los árboles. Busca refugio en un cobertizo donde quedan los resquicios del fuego, se acurruca y siente de a poco entibiarse su espalda; cae en un alucinado sopor y el calor de las cenizas la va penetrando hasta horadar su carne, sus nervios, sus huesos.  

Despierta sobresaltada. Toma su bata y se asoma a la ventana. Ve un paisaje níveo. Sale y deambula sin rumbo, ve árboles blancos con pájaros congelados, un cobertizo, un fuego, una mujer que muere.

 

Parece

Carlos Eduardo Sánchez (Argentina)

 

A veces soy tan bueno que parezco un tonto; claro que, de vez en cuando, soy tan tonto que aparento ser sensible; también, otras veces, suelo ser tan sensible que llegan a considerarme pusilánime; además, en ocasiones, soy tan pusilánime que me ven enigmático; asimismo, por momentos, soy tan enigmático que me creen inteligente; también, ocasionalmente, soy tan inteligente que parezco una mala persona; pero me sucede que, a veces, soy tan mala persona que me creen audaz; igualmente suelo ser tan audaz que piensan que soy un loco; del mismo modo, en ocasiones, soy tan loco que me encuentran estúpido; y, en varias oportunidades, soy tan estúpido que me suponen bueno…

Y sí, parece que soy lo que parezco ser.

 

Párrafos de la carretera

Vladimir Koultyguine (Rusia/Polonia)

 

Una mujer preguntó a los gritos:

—¿Por qué hace tanto calor? —Se veía que estaba enfadada con el autobús y preocupada. De verdad, el autobús, que iba muy deprisa, como si no existieran para su conductor las reglas de tráfico, se puso al rojo vivo; los asientos comenzaban a arder y el sudor se convertía en vapor instantáneamente. Al gritar la mujer, todos los pasajeros lamentaron haber escogido ese autobús; se habían quitado las chaquetas, las jerséis y toda la demás ropa que podía conservar calos o producirlo, y ahora se sentían como si estuvieran en un verano como el de Sevilla. Solo un chico, en el último asiento, no daba voces ni trataba de acercarse al conductor ni abrir las ventanas. Todos los que se atrevían a hacerlo y tocaban los pasamanos quedaban con las manos gravemente quemadas. Ese chico fue el único que se salvó gracias a que se deshizo la parte trasera del autobús, se abrió una ventanilla y él se halló en medio de la carretera, mientras el conductor y los pasajeros cruzaban la frontera del infierno.

  

Legado

Alejandro Fabian Alberto Aguirre (Argentina)

 

Hace mucho tiempo un poeta tuvo tres hijos, el mayor se dedicó al campo, a la crianza de animales e hizo una gran fortuna. El del medio estudió en la universidad y se recibió de abogado y también hizo mucho dinero. El menor se dedicó a la medicina y ejerció la profesión en una gran ciudad.

A pesar de estar satisfecho por la vida que habían elegido sus hijos tenía cierto pesar porque ninguno había continuado su pasión.

Pero fue en sus últimos años que encontró una semilla, el pequeño hijo de la casera mostró interés por la poesía y el resto de su vida se dedicó a enseñarle lo que sabía.

A veces la continuidad es esparcida por el viento…

 

  

La Ley de Moebius

Frank Roger (Bélgica)

 

…un ciclo donde cada presumible final conduce a un nuevo principio, un fenómeno habitual conocido como la Ley de Moebius y a menudo mencionada en tono de broma como la contrapartida positiva a la Ley de Murphy, no indicando que cualquier cosa inevitablemente irá mal, sino que todo está encerrado en un ciclo donde cada presumible final conduce a un nuevo principio, un fenómeno habitual conocido como la Ley de Moebius y a menudo mencionada en tono de broma como la contrapartida positiva a la Ley de Murphy, no indicando que cualquier cosa inevitablemente irá mal, sino que todo está encerrado en un ciclo donde cada presumible final conduce a un nuevo principio, un fenómeno habitual conocido como la Ley de Moebius y a menudo mencionada en tono de broma como la contrapartida positiva a la Ley de Murphy, no indicando que cualquier cosa inevitablemente irá mal, sino que todo está encerrado en un ciclo donde cada presumible final conduce a un nuevo principio, un fenómeno habitual conocido como la Ley de Moebius y a menudo mencionada en tono de broma como la contrapartida positiva a la Ley de Murphy, no indicando que cualquier cosa inevitablemente irá mal, sino que todo está encerrado en…

 

Exabruptos de gente que sabe

Rogelio Ramos Signes (Argentina)

 

Dice Borges, según Bioy, que los cristianos somos una secta judía. Yo, como integrante involuntario de esa secta, quisiera poder contradecirlo, pero nada se me ocurre; salvo interpelar a mi madre, antes de abrir la boca.

Dice Borges, según Bioy, que la Trinidad es un disparate. Yo, como oyente escéptico de esa caprichosa verdad, quisiera darle la razón: pero ¿a quién puede interesarle mi apoyo?

Dice Borges, según Bioy, que somos griegos y judíos, más que latinos, y siento nuevamente la necesidad de contradecirlo, o de darle la razón; pero ya es tarde y está por empezar el partido de Independiente.

¡Aguante el Rojo!

 

Profecía

Juan Pomponio (Argentina/Italia)

 

Las colinas resplandecían metálicas con olivares encadenados que parecían inacabables. Los viñedos trazaban laberintos cargados por el fruto del trabajo campesino. En Scerni, pequeño pueblo perdido entre las montañas italianas, una gitana que estaba sentada en el banco de la plaza descifraba la palma de la mano derecha del joven labrador parado frente a ella. Alzando su mirada de fuego enfiló la profundidad de aquellos ojos negros y en un estado de trance hizo una predicción.

—¡Cruzarás el Océano, te casarás con una bella mujer, tendrás tres hijos varones y si logras pasar los ochenta y dos años de vida, vivirás muchos más!

El joven Giovanni con un gesto indiferente sonrió ante éstas palabras extrañas, acomodó su boina desgastada y le extendió las pocas monedas que llevaba en su bolsillo, perdiéndose entre las angostas calles cubiertas de balcones bulliciosos. El sol se desplomó sobre los frutales.

 

Cazador cazado

Lidia Nicolai (Argentina)

 

La rata olió el queso, no pudo resistir la tentación: terminó atrapada por la trampa. El hombre la descubrió aún viva a la mañana siguiente. Ver sufrir al animal le produjo satisfacción. Pasaron los días y la rata no moría, pero emitía un sonido apenas audible que el hombre interpretó como un gemido de moribunda. Una noche se despertó sobresaltado. Encendió el velador y supo que iba a morir: diseminadas por la habitación, decenas de ratas, las bocas babeantes, lo miraban como si él fuera un gran queso.

 

Moraleja

Yanzey Morales Marín (México)

 

Se dice que en el cerro de Zempoala, en Puebla, a través de la magia de brujos blancos y negros, las fuerzas se equilibran y manifiestan de maneras que el entendimiento del hombre moderno es incapaz de explicar. La ciencia nubla esta sensibilidad. Sólo aquellos que aún mantienen el respeto por la naturaleza y por los rituales de los viejos, son convidados a ser testigos de estos milagros de la tierra. Cuando las fuerzas originales advierten agresión o alguien las reduce a supersticiones ignorantes, puede suceder que el osado se convierta en personaje de leyenda con lecciones trágicas.

 

Posibilidades dentro de una caja

Cristian Mitelman (Argentina)

 

Encuentro una caja de cartón. La abro. Hay un gorrión dentro. Entonces pienso en todo lo que pudo ocurrir.

Tal vez el gorrión haya aparecido en el patio de una mujer piadosa (éstas son cosas de mujeres) y haya decidido cuidarlo. El pájaro no sobrevivió a la agonía. La mujer lo colocó en esta cajita para que oficiara de tumba.

O puede que algún loco se dedique a matar gorriones (éstas son cosas de hombres) y lo haya colocado ahí como una oscura ofrenda pensando en los ojos de quien, al descorrer la tapa, diera con el pequeño cuerpo en el incipiente proceso de descomposición.

Pueden existir muchas alternativas más entre la primera posibilidad y la segunda.

Da lo mismo. Todas terminan en mi mano y en esta invencible sensación de abandono, de inevitable fin de mundo.

 

Entre penumbras

Betina Goransky (Argentina)

 

Estoy acurrucada en mi cama, en la oscuridad, tapada hasta la cabeza. Oigo los sonidos, cada vez más fuertes, tanto que puedo sentir dolor, un sonido que me perfora los tímpanos. ¿Me sangran los oídos? Sí, algo se desliza por mi cuello, suave y pegajoso. Ya lo sé; vienen a buscarme en sus naves espaciales, pero si repito muchas veces la palabra “greg”, estoy segura de que no podrán llevarme; no tengo que olvidarlo; también debo tocar mis rodillas en forma circular, esa es la barrera de protección. Continúo en esta posición por largas horas; estoy a salvo.

De repente, escucho pasos, alguien saca todos los cobertores, me deja desnuda, expuesta, comienzo a temblar. ¡Me vieron! Me llevan. Desesperada, busco la almohada para taparme. Son tres, me rodean, vestidos de verde; me agarran por la fuerza, me inyectan un líquido en el brazo; es espeso. Arde.

Giro la cabeza para enfocar la mirada, pero no puedo. Un adormecimiento va desparramándose por todo mi cuerpo. Antes de que se cierren mis ojos veo a mamá con la cara entre las manos, sollozando en silencio. Le hubiera gustado acariciar mi espalda suavemente, pero ya es tarde; me llevan; sé que nunca volveré.

 

El sueño

Maritza Macías Mosquera (Chile)

 

Pero realmente no tenía tiempo para dormir ahora ni siquiera para echarse un sueñito.

¡Ella era una persona muy ocupada! Atendiendo los quehaceres de su hogar con desgano y a su anciano padre que cada vez está más rígido.

Y es que las enfermedades de los más ancianos no se curan. Como un río, avanzan, pero a diferencia de este que llega al mar, él llegará a la tierra.

Entonces podrá dormir las siestas, sólo entonces, se dice … y decide dormirlas desde mañana.

 

El dilema de Antonio

Laura Irene Ludueña (Argentina)

 

El sol se ocultaba tras las colinas, tiñendo el cielo de un rojo místico. En la taberna del pueblo, donde las historias flotaban como el humo de las velas, Antonio se encontraba frente al padre Juan, el párroco de Santiago de Compostela. Su mirada era intensa y su expresión firme indicaban que estaba a punto de pronunciar una verdad irrefutable, una declaración de convicción absoluta. Enderezó la espalda y clavó los ojos en el sacerdote.

—Mi naturaleza intrínseca —dijo— me hace ser un maníaco religioso, ignorante y rústico. —El padre Juan arqueó una ceja, esperando la continuación—. Por eso he decidido unirme a una secta que sea lo más opuesta al cristianismo que se pueda imaginar.

El sacerdote suspiró y tomó un sorbo de su vino. No era la primera vez que escuchaba a Antonio hablar con fervor sobre su búsqueda de lo divino. Desde niño, había oscilado entre extremos: primero fue monaguillo, luego seguidor de un ermitaño que predicaba el ascetismo absoluto y, más tarde, había intentado la adoración del eco de su propia voz en las montañas.

—No descansaré hasta haberme despojado de toda influencia cristiana—afirmó con solemnidad

—Dime, muchacho, ¿qué secta has elegido?

—Aún no lo sé —admitió—, pero debe existir. Debe ser lo contrario en todo sentido. Si el cristianismo predica la humildad, buscaré la soberbia. Si adora la luz, buscaré la oscuridad. Si proclama el amor y el sacrificio, me entregaré a la fe del egoísmo absoluto. Y si predica la esperanza, seguiré el sendero de la desesperación.

—Muchacho, lo que buscas no es una religión, sino contradicción —dijo con paciencia—.  No se busca lo sagrado negando lo que se conoce, sino encontrando lo que llena el alma.

Antonio guardó silencio. pero ya estaba decidido. Esa misma noche partió, con la luna como único testigo, convencido de que solo en lo opuesto encontraría la verdad.

Pasaron los años antes de que Antonio volviera al pueblo. Su andar era pausado, ya no llevaba consigo la urgencia de antes. Atrás había quedado el joven atolondrado que había partido buscando una fe distinta. Este Antonio era otro. Había recorrido cientos de caminos, explorado doctrinas insólitas y escuchado a profetas de toda índole, solo para darse cuenta de una cosa: la respuesta nunca había estado en la negación ni en la adoración ciega, sino en la duda constante y en la búsqueda interminable de significado.

Al llegar, se detuvo frente a la iglesia del pueblo. Allí estaba aún el padre Juan, con sus cabellos blancos y su espalda encorvada, barriendo el umbral como si el tiempo no hubiera pasado.

—Has vuelto —dijo el sacerdote sin sorpresa.

Antonio asintió y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió con sinceridad.

—No encontré lo que buscaba —admitió—, pero aprendí que quizás lo que importa no es la respuesta, sino la pregunta.

El padre Juan dejó la escoba a un lado y le hizo un gesto para que pasara.

—Entonces, hijo, bienvenido a casa.

 

Surubí

Guadalupe Valusso (Argentina)

 

Abel vivía en un rancho, cerca del Paraná. Cacho le hacía compañía, interrumpiendo con sus ladridos el silencio del agua fresca del río. Él siempre se despertaba al alba, tomaba unos mates amargos y subía al embarcadero. La canoa era su vida. El Paraná era su lugar en el mundo de peces y redes. Ese día, amaneció con mucho dolor en los pulmones. Quizás su hábito de fumador le recordaba que debía dejar el vicio. No le importó. Su rutina estaba pintada de una ceremonia sagrada: buscar el gran surubí atigrado del que hablaban los paisanos. Nada impediría realizarla. Le extrañó que Cacho no lo reconociera. Este perro siempre loco, ¡les ladra a los peces! Y ahora a mí, pensó.

Se subió a la canoa, mientras el perro seguía ladrándole. Se adentró en las aguas marrones. Buscaría incansablemente el surubí de dos metros de la leyenda paranaense. Ese día el río se empacó con el pescador. El viento lo envolvió con su red.

La canoa apareció al otro día. Creen que la sudestada se lo llevó en el vientre.

Cuando se supo la noticia, los suboficiales Pérez y Roldan fueron al rancho. Cerca estaba don Miguel. Según él, Abel ya estaba muerto. Repetía que era su fantasma el que se había ahogado en el río. Pérez y Roldan se rieron. Conocían las historias de don Miguel. El cuerpo de Abel no se había recuperado. Nadie sabía bien qué había sucedido. Aunque repetían que el Paraná se lo había engullido.

Unos días después, Cacho volvía a ladrar como loco. Le ladraba a Abel que estaba tirado en su cama. Se ahogaba, le faltaba el aire. Quiso gritar, pero no pudo. Aire, aire por favor, se repetía. Las gotas de agua hacían brillar su piel grisácea. Se le agotaba el oxígeno. Saltó al piso, se arqueó con movimientos como ondas. Necesitaba respirar. Arrastró al embarcadero su piel gruesa, desnuda. A lo lejos escuchó su perro ladrar. Cerró su boca inmensa, se escondió entre las cañas y se sumergió en el Paraná.

 

Remembranzas

Ana Delia Carrillo (México)

 

Cuando ella cierra los ojos, aún puede recordar el cielo pintado de ocres, naranjas y morados de los ocasos. Aún recuerda el olor fresco de la tierra mojada después de la lluvia. Y los bosques, y la playa, y su pequeño huerto al fondo del jardín. Pero no habla de eso. Nadie lo hace. Ellos lo sabían, y se prepararon justo para ese día. Los tildaron de locos, de fanáticos, y los ridiculizaron hasta el cansancio. Familiares y amigos se negaron a evacuar a pesar de que agencias como la NASA anunciaban la inminente catástrofe. Exageraciones, dijeron. Ustedes y sus cuentos de destrucción, proclamaron. Su pequeño grupo de sobrevivientes, poco más de una docena de personas, se resguardó en el refugio antibombas. ¿De qué les sirve ahora jactarse de que tuvieron razón? De qué, si el meteorito, aun siendo nueve veces más pequeño que el de Chicxulub, acabó con la agricultura mundial, ocasionó el incendio de la mayoría de los bosques del planeta y los tsunamis que devastaron gran parte de las costas, causando la extinción de miles de especies, y la muerte de millones de seres humanos. Ella no sabe qué le depara el futuro. No sabe si hay futuro posible. Solo sabe que, si cierra los ojos, aún recuerda las puestas de sol, el olor a tierra mojada, y su huerto al fondo del jardín.

 

 

No, no y no…

Víctor Lowenstein (Argentina)

 

Despertó sobre la dureza del asfalto, despedido de su Volkswagen. Todo le dolía y poco alcanzaba a ver con los ojos llenos de lágrimas y sangre. Sí llegaba a escuchar la sirena ululante y el chirrido de los frenos del coche ambulancia junto a su cuerpo inmóvil. Su mente capturó el fugaz recuerdo de una mano que se adelantaba al brillo de los faros del automóvil, la petaca que resbalaba de su mano, la que descuidaba el volante, su feroz intentona de frenar antes de aquella pared… la visión se perdía.

Ahora lo hurgaban manos enguantadas, lo cubrían hasta el pecho con una sábana y le incrustaban algo entre la nariz y la boca. Al fin podía respirar. Pensó que se salvaba, otro choque para su historial; después de todo era un tipo afortunado, siempre salía ganando. Pero no, algo no cuadraba. Pasaban las horas y no estaba en una cama limpia, como esperaba; ni veía al pie de esa cama al médico de guardia que le repetía la cantinela de “te volviste a salvar por muy poco…”

Las manos no lo hurgaban. Lo rozaban con suavidad, le sacaban el respirador, lo cubrían hasta la cabeza con la sábana. Era llevado en camilla… “Tiene que ser un hospital” pensó el tipo afortunado.

Despertó en plena calle. Era todo muy raro. Estaba de pie en mitad del callejón. Oyó el ruido de un motor y un brillo enceguecedor le nubló los ojos. Instintivamente alzó una mano. El otro aceleró.

   

Un caso de traición

Javier López (España)

 

Esa mañana fue la primera que vi un amanecer. Sara se había citado conmigo para contemplarlo juntos, como símbolo del comienzo de nuestro amor, recién acontecido la noche anterior.

Ella llevaba razón cuando decía que mi vida nocturna no conducía a nada. Que la noche es oscura y sólo mueve sombras. Que únicamente bajo la luz de nuestro astro es comprensible, abarcable, la grandeza de la creación. Y es cierto. La noche tiene estrellas que atrapan las miradas, pero no son capaces de iluminar el cielo y ocultan la belleza del mar, de las montañas, de los ríos y los prados.

El amanecer a la orilla del mar fue ciertamente hermoso, sobrecogedor, como había prometido Sara. El sol claro teñía el horizonte con sus púrpuras, violetas, anaranjados y rojos como su sangre, y se reflejaba sobre la superficie del agua, haciéndole tomar el brillo metálico del oro y de la plata.

Esa mañana fue la primera que vi un amanecer. También la última. Bastó que el sol comenzara a subir sobre el horizonte para que mi cuerpo pareciera disolverse y convertirse en una especie de polvo humeante que se fundió con los granos de arena. Y Sara, mi amada, que se había mostrado deliciosamente entregada cuando tomé el néctar rojo y cálido de su cuello, no había acudido a la cita.

 

No me quiero casar

Claudia Isabel Lonfat (Argentina)

 

El sueño pendiente de Muñeca, para mí era nada, algo temporal. Convivimos por años. Yo entretenido con el cubo Rubik, ella cuidando la planta de palta, que crecía en un radio limitado del balcón, sobre un banco mal armado por mí, hecho con los restos del marco de una puerta del viejo local de vinos de mi abuelo. Si existía una regla, era respetar al otro.

Muñeca, dada su prolijidad, lo hubiese destruido con el pico plano que usaba para ablandar la tierra, pero siempre fue fiel a esa alianza que hicimos en la disco “Cuento chino” en esas vacaciones en Sierra de la Ventana, cuando juramos, frente al libro de cócteles que estaba en la barra; no caer bajo el sistema capitalista, ni dejarnos llevar por la corriente de las masas.

Ahora, en un acto brutal, que me mandó de cabeza al suelo, me dejó una carta reclamando su derecho a usar esa prenda guardada hace años, un vestido blanco de falda plisada, y caminar de mi mano por el corredor de la iglesia hasta el altar, para recibir la bendición del cura, con música de órgano de fondo. Nada más que agregar.

 

Expreso al cielo

Dominik Lenarčič (Eslovenia)

 

—¿No puede ir más rápido?

En el tren, salvo por el zumbido constante y el gemido amortiguado del motor, reina un silencio mortal. Los pasajeros miran fijamente al frente, con expresiones ausentes o preocupadas. Aparentemente, su partida no fue tan suave como la mía. O quizá no fueron ellos quienes decidieron cuándo irse. Siempre nos dicen que no podemos –que ni siquiera debemos– elegir por nosotros mismos el momento de marcharnos. Al diablo con esas reglas.

Golpeteo la mesa para que al menos haya algún sonido en el compartimento. Para ver si el tren se apura de una vez y nos lleva a nuestro destino final. Carajo, ¿de verdad no puede ir más rápido?

—¿Todo bien?

El anciano del asiento de al lado me observa somnoliento. No habré hecho tanto ruido… ¿o sí?

—Sí, sí, todo bien —respondo—. Solo estoy un poco nervioso.

El anciano asiente como quien sabe de lo que habla.

—Todos lo estamos.

¿Nervioso? ¡Vamos! Si hubiera sabido que el viaje iba a durar una eternidad, me habría traído un libro. Decido dejar de enviar mensajes en código Morse con los dedos y hacer lo que todos hacen cuando viajan en tren: mirar por la ventana. Ojalá hubiera algo que mirar. Oscuridad, oscuridad y nubes. Ni una luz que rompa la monotonía. Ninguna señal que indique cuánto falta. Mierda, ¿va a arrastrarse así todo el camino?

—Oye.

Otra vez él. Su mirada baja hacia mi mano, apretada en un puño sobre la mesa. Ni siquiera me había dado cuenta.

—Ah, perdone. No sé qué me pasa.

El anciano sigue observándome, como si mi respuesta no lo hubiera satisfecho. Retiro la mano y le pregunto sin rodeos:

—¿Sabe acaso cuánto falta para llegar?

—¿Qué tanta prisa tienes?

—Bueno… solo me interesa saberlo. Verá, he esperado mucho tiempo para irme. Siempre me dijeron que allá sería mejor que aquí. Más tranquilo. Quiero tener paz. No puedo seguir esperando.

El anciano me mira. Primero con severidad, luego su rostro se cubre de tristeza. Se vuelve hacia otro lado y, tras una larga pausa, pronuncia lo esencial.

—Te fuiste por tu propia voluntad. Y aún eres tan joven.

En su tristeza hay un reproche. No le gusta mi respuesta, y yo no soporto eso.

—¿Y qué tiene de malo? —le digo, más agresivamente de lo que quisiera—. ¿No podemos decidir por nosotros mismos? ¡Usted no me conoce! No sabe por lo que he pasado, ¡así que no tiene derecho a juzgarme!

El anciano no dice nada. Mi agresividad se desvanece al ver la tristeza en su rostro. Ahora aparto yo también la mirada. Ya no golpeo la mesa. Solo deseo que lleguemos de una vez.

 

Mi mariposa

Mike Jensen (Países Bajos)

 

A la luz del día es como una mariposa de seda, colores pastel sobre la piel quemada por el sol, pelo decolorado, dientes de blanca perfección. Las cabezas se giran a su paso e imagino músculos estirados y tendones que estallan, casi audibles.

Sigo a mi mariposa hasta su lugar favorito, al final de la playa, donde el agua es cristalina y los coloridos bancos de peces crean un caleidoscopio hipnotizador. Coloco su toalla de playa en su sitio, cuatro metros cuadrados de posesión estampada con motivos de vivos colores. Ella deja caer su ropa en un montón desordenado en el borde. Sigo cada uno de sus movimientos, más graciosos que una pantera negra, las curvas de su cuerpo dignas de la mismísima Venus.

Cuando se estira, me apresuro con el aceite bronceador. Mi roce es cuidadoso, incluso reverente. Sus músculos se relajan bajo mis manos y la oigo suspirar, profundamente, y sólo por un momento oigo un sonido como el ronroneo de un gato satisfecho. Espero que se duerma pronto.

Me siento junto al mar, con los pies en el agua. Los peces se atreven a acercarse a la orilla y mordisquearme los dedos de los pies. Me vuelvo regularmente hacia ella, para comprobar si sigue ahí.

Suena una voz, oscura, profunda. Pregunta algo. Siento un nudo en la garganta. Me vuelvo de nuevo y veo a un desconocido moreno en cuclillas junto a ella, con la mano sobre la suya. Su sonrisa me dice basta y desvío la mirada. Aprieto los dientes y reprimo una maldición.

Se intercambian más sonidos, claros y luminosos frente a oscuros y profundos. Tiene el pelo negro y rizado, también en el pecho, que brilla bajo el sol tropical. Sus dientes se acercan a la blancura de los de ella.

Se levantan juntos. Ella coge su ropa y se la pone, la seda de colores pegada a su cuerpo, revelando más de lo que oculta. A medida que se alejan, su cuerpo toca el de él, con regularidad, las manos se buscan.

Tras unos pasos, vacila, se vuelve hacia mí y me mira. Sus ojos son mármoles azules helados, muertos y fríos, y su mirada me hiela la sangre en las venas. El desprecio se refleja en su rostro.

Volverá, lo sé. Su atención se desvía fácilmente, pero hasta ese momento mi corazón es demasiado grande para mi pecho y mi alma grita y grita...

 

Desolación

Marcela Iglesias (El Salvador/Ecuador)

 

Estaban hospedados en un hotel en el centro de la ciudad. Acababan de llegar. Él le había comentado que cerca había una iglesia y que quería ir a misa. Le había dicho que esperara en el hotel y que al regresar irían a cenar. Ella no había podido ir porque el frío de la ciudad le había provocado un ataque alérgico y dolor de cabeza. Tomó un par de píldoras y se acostó esperando que el descanso le ayudara a sentirse mejor. Eran las cinco de la tarde.

Cuando se despertó, todo estaba oscuro. Miró la hora. Eran más de las doce de la noche. Se había quedado dormida más de la cuenta. ¡Qué barbaridad! Ella pensó que él se habría acostado furioso porque no fueron a cenar. Prendió la luz. Él no estaba en la habitación. Tampoco en el baño. Sus cosas estaban tal como él las había dejado antes de salir a misa.

Bajó a la recepción. Preguntó si él había vuelto. La señorita le dijo que ella estaba en el turno de medianoche, que no le podía dar razón.

Le pidió indicaciones para llegar a la iglesia y subió a la habitación de nuevo.

Buscó un abrigo. Se le ocurrió buscar el pasaporte y algo de dinero por si acaso debía tomar un taxi. Hurgó entre sus cosas. Ni el pasaporte ni el dinero. Buscó entre las cosas de él. Tampoco. Todo estaba completo menos los documentos, los pasajes de vuelta y el dinero.

De inicio no se preocupó. Durante todo el viaje él siempre salía con todo. Decía que era para cuidar las cosas porque en los hoteles tienen la mala costumbre de registrar las pertenencias de los pasajeros. Con tal de no tener que ocuparse de eso, ella lo dejaba. Habían estado en varias ciudades ya y no había pasado nada.

Bajó nuevamente. Le preguntó a la chica de recepción si había logrado comunicarse con el chico del turno anterior. Le dijo que sí y que le había comentado que él había salido cerca de las cinco y mientras estuvo de turno no había regresado.

Agradeció y salió. La calle vacía y el frío intensificaron su sensación de estar desprotegida. Respiró hondo y luego soltó un suspiro. Se aseguró de haber entendido bien las instrucciones para ir a la iglesia y empezó a caminar. Luego de algunos minutos, llegó al callejón que conducía al atrio de la iglesia.

El corazón comenzó a latirle furiosamente. Cada paso que la acercaba le generaba más desconsuelo, como si al llegar a la iglesia pudiera encontrar lo que se había negado a ver.

Finalmente, llegó. Un gran cartel a la entrada: “Cerrado por reconstrucciones”. Sintió que la cabeza le daba vueltas. Se desmadejó y cayó al suelo. Se quedó ahí hasta que las llegaron primeras luces del amanecer. Comenzó a caminar por el callejón, completamente desolada, preguntándose qué haría si, al regresar a la habitación, él no estaba.

 

En mis propias manos

Rhys Hughes (Gales)

 

Tomé mi vida en mis propias manos.

Pero mi vida estaba contenida en todo mi cuerpo, así que tomé todo mi cuerpo en mis manos.

Mis propias manos forman parte de todo mi cuerpo.

Así que tomé mis propias manos.

Pero mis propias manos ya estaban sosteniendo todo mi cuerpo, incluyendo mis propias manos, que estaban sosteniendo todo mi cuerpo, incluyendo mis propias manos, que estaban sosteniendo todo mi cuerpo, incluyendo mis propias manos, y así eternamente, así que simplemente no había espacio.

¡Malditas sean esas figuras retóricas!

 

Vecino odioso

Ken Hanggara (Indonesia)

 

Apenas me mudé a esa casa hace unos dos días cuando me di cuenta de que mi vecino me odiaba. No se dignó a saludarme ni a darme la oportunidad de visitarlo por cortesía. Me rechazó por completo.

No me importó. Después de todo, no necesitaba realmente un vecino. Por eso compré una casa en este rincón solitario de la ciudad, lleno de casas y almacenes abandonados. En un radio de varios cientos de metros, no había nadie más, excepto mi vecino y yo.

—¿Cómo puedes vivir en un lugar así? —me preguntó un amigo.

—Soy escritor. Necesito un lugar tranquilo para trabajar. Si pasa algo, puedo llamar a la policía.

Pensé que eso nunca pasaría, pero sucedió.

Aquella noche estaba concentrado trabajando en el manuscrito que había prometido a mi editor, cuando desde la terraza escuché el llanto de una chica. Salí y vi una figura fantasmal de pie en mi terraza. Por supuesto, me desmayé.

A la mañana siguiente desperté en mi sala y encontré a una chica de rostro delgado temblando de miedo. Me decía:

—¡Ayúdame! ¡Ayúdame!

Una y otra vez repetía lo mismo. No decía nada más que pedirme que me fuera de allí.

Ella me arrastró hasta mi propio auto y, finalmente, se fue conmigo hacia el centro de la ciudad. Al borde del camino, bajo un árbol, una imagen lo explicó todo. La chica bajó y arrancó esa imagen: era su propia foto. Era la fotografía de una chica que había desaparecido el año anterior.

—¡Ayúdame! ¡Ayúdame! —volvió a decir.

Luego, la chica no dijo nada más. Solo se sentó en la acera, llorando, y eso me hizo llamar a la policía de inmediato.

Ahora sé por qué mi vecino me odiaba tanto, a pesar de que nunca nos habíamos encontrado.

Qué coincidencia tan extraña. Me aislé para trabajar en un nuevo libro y, sin querer, descubrí a un secuestrador que luego se supo había torturado y asesinado a varias jóvenes.

¿No es extraño?

 

Una imagen completa

Radu Hallipa (Rumania)

 

Las aplicaciones del teléfono de Vladimir estaban tan apiñadas que el adolescente había elegido un fondo premonitorio para la pantalla del aparato. Aunque pensaba que la solución gráfica del terraplén del ferrocarril había sido elegida por él solo, una cuestión de gusto, decía, la verdad era otra. En el resultado final -la fotografía de la textura, que representa las piedras irregulares del tamaño de un puño en una ilusión de infinidad celular- cada piedra era una aplicación. La selección de una se basaba en la pequeña burbuja de texto que aparecía efímeramente al pasar el dedo -o el cursor, en modo "comp"- sobre las piedras.

Unos días más tarde, a causa del troyano EvAnder, Vladimir difundió su fondo de pantalla convertido en una matriz de aplicaciones anónimas. Entonces, mediante una rutina antiterrorista que entró en un bucle de retroalimentación perpetuo, lo que habría sido la vigilancia de las plataformas de comunicación que tenían las piedras terrestres almacenadas en algún lugar, empezando por el teléfono de Vladimir, desencadenó el lanzamiento de todas las aplicaciones simultáneamente. La red adoptó un orden de sobreexpansión, aproximándose a una IA virtual con un comando vital: la supervivencia. En lugar de que todas las entidades informativas se apaguen por los protocolos de seguridad de cada componente individual, una erupción solar alteró la línea de código esencial, de modo que la IA virtual salió fortalecida del picosegundo en que debía desaparecer. Los siguientes pasos en conjunto tomaron otros siete segundos, en los que todo lo que significaba transmisión de mensajes se detuvo: la foto de apoyo, la tierra con todas las aplicaciones abiertas, se convirtió en el único nodo de información en todo Internet, ocupó los últimos rincones del Internet de las Cosas, permitiendo y asimilando las rutinas de mantenimiento de los productores de energía y de flujo de información, luego, mediante la impresión simultánea en todas las impresoras 3D invadiría el mundo como una máquina-objeto de Neumann. Vladimir, junto con el resto de la humanidad, ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, en el séptimo segundo, toda la información de la Tierra podía expresarse en la síntesis final del terraplén del ferrocarril. Lo que siguió no tiene explicación racional: la conciencia de la antigua Internet, pensando en sí misma como un terraplén de ferrocarril, se movió a lo largo de la red ferroviaria, a través de las geocorrientes de baja potencia. En un gesto que un tercero podría haber interpretado como agradecimiento, la conciencia en los adoquines del ferrocarril ha restaurado, en el estado anterior a la aparición de la IA virtual, la antigua Internet, basada en la electricidad y la información.

La única diferencia se conservó en el archivo "Mercury 309.sol", que contiene estas líneas, y que se encontró en una única copia imposible de borrar en el teléfono de Vladimir.

 

Divina imaginación

Lucila Adela Guzmán (Argentina)

 

—¿Es cierto esto que está escrito aquí? —le pregunté, apretando la yema del dedo índice contra las letras del párrafo. Él pudo leer gracias a mi insistencia en señalar renglones imaginarios. Se acercó a las páginas, que abiertas de par en par, parecían pesar demasiado como para sostener la bella encuadernación. Es más, creí oír un quejido en la zona del lomo y temí por un deshoje. Sería una verdadera pena que se quebrara, un libro tan sagrado para algunos que tuvo el poder de convertirse en bandera entre las guerras. Él se acercó un poco más al papel e inspiró hasta saciarse de perfume; una gota de agua aterrizó cerca del número que ordenaba el versículo, y la gota formó un círculo perfecto como todo lo que Él hacía. Y sus lágrimas no lo defendieron.

 

Neoterrestres

Georges Bormand (Francia)

 

En unas horas voy a recibir mi autorización de libre tránsito. Mi expediente ha sido aceptado, ya que no apoyé las leyes de rechazo de los extranjeros y que no saqué ningún provecho de ellas.

Cuando llegaron los primeros extraterrestres fueron recibidos casi como invasores o, peor aún, como refugiados. Pero los industriales y empresarios solo necesitaron algunos meses para percibir las riquezas que podían obtener de sus conocimientos, técnicas e ideas y que podían apropiarse de ellas. Pero los extraterrestres no eran idiotas, y en menos que canta un gallo fueron ellos quienes se enriquecieron, y se hicieron propietarios, primero de las zonas en las que habían sido confinados, luego de superficies cada vez más grandes y de los medios de comunicación. Y como recordaban con rencor el período durante el cual ciertos lugares les estuvieron prohibidos, multiplicaron las prohibiciones para que los humanos accedieran a los lugares que ahora poseen. Ciertas ciudades, como París, quedaron casi totalmente prohibidas a los humanos, excepto a los que obtienen la autorización de acceso, como la que debí reclamar para poder moverme a más de cien metros de mi casa.

Después de cerca de un año de gestiones, habiendo probado que no soy "humanista", es decir, enemigo de los "Nuevos Terrestres", obtendré hoy mismo, si todo está en regla, el chip que me autorizará a circular por las calles que los NTs poseen...

  

Mario

Juan Pablo Goñi Capurro (Argentina)

 

El barco se hundía, los botes se estaban llenando, y Mario, sin enterarse. Los botes partieron, el agua ganó los camarotes, y Mario, sin enterarse. El barco desapareció, hubo tripulantes y pasajeros muertos, y Mario, sin enterarse —se había dormido a mitad de la película.

 

Norita

Dora Gómez Q. (Argentina)

 

Los escuché detrás de la puerta. Hablaban de Norita. De su condición de ser especial. Querían internarla de nuevo. Pobre Norita. Y ella que creyó que iba a permanecer en esa familia para siempre.

Le dijeron que venían a pasar las vacaciones de invierno acá, para que pueda estrenar los esquíes que le regalaron para su cumpleaños. La hicieron ilusionar. La trajeron como quien lleva a su casa un cachorro, y luego cuando crece pierden el interés.

Ojalá se dé cuenta que del otro lado de las montañas hay otro país y pueda escapar.

Escuché que le van a decir: “nos vamos de excursión”. Y se la llevarán. Y la abandonarán en una lejana casa fría de piedra. La van a traicionar, como siempre hace la gente con ella, que no pidió nacer así. ¿Acaso no sabían cómo era Norita cuando la retiraron de la anterior institución? ¿Que querían? ¿Quedarse con una parte de ella y desechar el resto? Fueron crueles esperando que ella se encariñara para apartarla después. Por eso nunca está tranquila, ella lo intuye, siempre permanece en estado de alerta esperando justo este momento, el momento en que la abandonaran de nuevo.

¿Y qué se supone que haré con esa información que no hubiera querido escuchar, abrir la ventana y escapar, correr hasta perder el aliento, confundirme con los turistas, esconderme detrás de la nube de nieve que levantan los que salieron a esquiar a pesar de la tormenta? Soy demasiado cobarde para hacer eso. Y aunque tome coraje, abra la ventana y traspase el vidrio que me separa de la libertad, ya es tarde, porque escucho sus pasos por el pasillo. Ya vienen. Son ellos con sus mentiras a cuestas. Vienen con una sonrisa que parece amorosa, aunque yo sé muy bien lo que se esconde detrás de esa máscara.

Ellos me miran a los ojos y al fin, sin ningún pudor, lo dicen.

Ponte el abrigo, nos vamos de excursión.

 

A la manera de Buñuel

Myriam Goluboff (Argentina/España)

 

A través de la ventana del sótano, atisba las piernas de la gente en su ir y venir por la vereda. Una visión lo perturba: medias de seda negra, que dibujan un arabesco sobre la piel, culminan en un par de zapatos de tacón de bruñido charol que todas las tardes se anuncian con su ritmo inconfundible.

Esa visión fugaz le provoca un ardiente deseo. Las admiradas piernas parecen responderle, se paran frente a su ventana y se deslizan con sensualidad acariciándose mutuamente. Así quedan un rato cada vez más largo, ante los ojos excitados de quien ya sólo quiere poseerlas.

Por fin un día se decide, saca su brazo por entre los barrotes cuando la cadencia del subir y bajar por la pantorrilla exacerba su deseo, y le quita con decisión el zapato. Mientras escucha los pasos asimétricos que se alejan apurados, se acaricia lentamente con el fino tacón.

 

Un deseo universal

Boris Glikman (Bielorrusia/Australia)

 

Es la mitad de un fresco día de diciembre. Estoy solo en el jardín delantero, construyendo un muñeco de nieve, cuando el Universo entero aterriza a mi lado.

Puedo ver miríadas de estrellas, galaxias, cúmulos y supercúmulos arremolinándose en su interior. La negrura de sus océanos de vacío contrasta fuertemente con la blancura de la nieve.

La lupa agrietada y la cinta métrica deshilachada que siempre llevo conmigo, como científico en ciernes que soy, han esperado este día.

Examino el Universo, tratando de resolver esa vieja y enojosa pregunta de si es infinito o no. Busco una etiqueta del fabricante con las especificaciones del Universo: fechas de fabricación y caducidad, pesos bruto y neto, sus ingredientes exactos, pero, por desgracia, la etiqueta no está por ninguna parte.

El Cosmos parece estirado, demasiado alargado para mi gusto, así que lo cojo y le doy forma esférica.

Entonces se me ocurre que, de todas las personas del mundo, el Universo ha elegido aterrizar a mis pies. Seguramente se trata, y no creo ser demasiado presuntuoso al llegar a esta conclusión, de una señal de cierta importancia y de un mensaje personal cuyo significado, aunque todavía no esté del todo claro, es sin duda auspicioso, aunque el método de comunicación sea bastante dramático y no muy sutil.

Pero entonces un pensamiento devastador: ¿y si esto es el resultado de un deseo hecho para un regalo de Navidad hace unas semanas. No puedo mentirme a mí mismo y negar que, en un momento de frívola avaricia, deseé el mundo entero.

Recuerdo bien temer el castigo que seguramente recibiría de mis padres por hacer caer el Universo del cielo, cuyas pruebas serán más difíciles de ocultar que aquel jarrón roto.

 

Os Veritatis

Serena Gentilhomme (Francia)

 

Os Veritatis, la Boca de la Verdad. Ese mascarón amenazante es el rótulo del restaurante con estrella de mi hermana. Hoy está cerrado al público, pero ha insistido en ofrecerme la degustación de su menú gastronómico. Hablando de “gastro”, creo que estoy incubando una… Mi cena está lejos de haber terminado y ya me siento enferma. Un eructo hace subir los trozos del civet que esa muy lista me ha hecho tragar y que me repugnó desde el primer bocado.

— Ah, perdón.

— ¿No te sientes bien?

— Sí…

— ¿Por qué mientes todo el tiempo? Eres incorregible.

— En realidad, es el regusto de tu civet lo que me molesta…

— ¡Secreto de chef!

Con los labios fruncidos, me clava sus ojos pálidos. No hay escapatoria posible: las reproducciones de la Boca me cercan por todas partes, sobre un fondo de mármol negro. La más grande cuelga detrás de mi espalda, soplando una eternidad helada sobre mi nuca… Como puedo, trago saliva, respiro.

— ¡Dime al menos dónde está mi Bebé!

— Ya era hora: por fin, un pensamiento para ese querido pequeño que concebiste con mi propio marido. Qué reservados, los dos… Pero bueno, eso es pasado. Nuestro tesorito murió, tú te quedaste sin un céntimo y te viste obligada a volver con tu hermana rica y cornuda, que te acogió con tu crío…

— ¿Dónde está? Lo he buscado por todas partes…

— Si fueras una buena madre, siempre lo tendrías a la vista, pero en fin. Por suerte, yo estoy al tanto de todo. Relájate, bebe una copa de este Brunello di Montalcino y vuelve a tomar civet.

— No creo que pueda… ¿Dónde está Bebé?

— Te lo diré a condición de que comas.

— Me duele el estómago…

— ¡COME!

 

Mi boca se llena de un magma sedoso, amasado con un aroma de efluvios indefinibles que, sin embargo, me resultan extrañamente familiares. Mi esófago se rebela, presiono la servilleta contra mis labios; mi hermana pone sus manos encima, con todas sus fuerzas, doblándome la nuca hacia atrás, hasta la oscura cavidad del mascarón destinado a cortar las manos de los mentirosos. Ya está, la cosa ha pasado, solo me queda un ataque de hipo. Entre dos espasmos, pregunto, una y otra vez:

— Bebé… ¿Dónde está?

Mi hermana sonríe, se inclina hacia mi oído:

— Está más cerca de tu corazón de lo que piensas.

Suavemente, hace girar mi silla hacia la pared donde reina el gigantesco mascarón que me mira fijamente con sus ojos vacíos. De inmediato, me invade esa sensación desconcertante del juego de las ocho diferencias: algo ha cambiado desde hace un rato, pero ¿qué? Unos temblores me sacuden, me castañetean los dientes. Cierro los ojos, pero mi hermana me obliga a mirar, pellizcándome las mejillas. Su sonrisa se ensancha, su dentadura de oro brilla, su dedo huesudo señala un rincón de la enorme boca sombría de la cual sobresale algo…

Una diminuta mano de recién nacido, lívida y rígida.

 

Estudio de los extinguidos terrícolas

Daniel Frini (Argentina)

 

Lo más sorprendente de nuestra exploración del tercer planeta de una estrella a la que los nativos llamaban Sol, fue el descubrimiento de una caja de metal denominada “freezer”, según se cree. Al abrirla encontramos, congelados, lo que suponemos eran alimentos de los extinguidos terrícolas; todos en distintas bolsas, cada una con su etiqueta: bifes, cordero, pan, asado, legumbres, walt disney…

 

El dia del juicio

Carlos M. Federici (Uruguay)

 

Los siete ángeles soplaron las trompetas.

—¡El Día del Juicio!

Me sentí de lo más incómodo... Se me antojaba que la mirada de mil ojos llameantes me taladraba y según entendía ¡aquello no era justo!

Culpable, pensé. ¡Seguro! ¿Qué había hecho de mi vida? ¿A qué inmundas zanjas había descendido? Cobardía, corrupción de todos los valores... ¿Pero qué más puede hacer un individuo cualquiera, en estos perros tiempos? ¡Si casi era yo quien debía reclamar!...

Se abrieron las nubes. Hubo un resollar de inmensas columnas ígneas.

—¡El Día del Juicio!

Ahí vienen, me dije. ¡Me van a dar con todo! ¡Pero bien quisiera verlos, a estos arcángeles, allá abajo, entre la mugre! Claro... acá en el Paraíso todo es limpio y puro. Mantener pulcros los piecitos es sencillo por estos rumbos... ¡Pero yo vengo del chiquero de allá abajo! ¿Se puede pretender que haya salido de ahí sin manchas? Y, después de todo: ¿yo pedí que me mandaran allá? ¿Nacer fue idea mía?...

Confieso que me sorprendió cuando lo vi entrar.

Había esperado... qué sé yo, incluso alguna especie de Júpiter Tonante... un ser duro e inflexible en su Justicia, de Cólera tan sin resquicios como un bloque de acero...

Sin embargo, no pude equivocarme más.

Vi unos ojos azul claro, llenos de ternura y de tristeza, cuya mirada eludió la mía. Y oí su voz, mansa, apagada.

—No me juzgues con demasiada severidad... —pidió.

 

 

Divide y reinarás

Mónica Cazón (Argentina)

 

Cuando cambiaron la cama ocasional por la cama del departamento de él, creyeron que les había llegado la porción de felicidad que tenían asignada. Comían, jugaban, vivían. Se reconocían en esa pasión repetida y tierna. Gradualmente llegó el invierno y ya la desnudez les incomodaba y la pasión se les escurría en una cena, en reuniones con amigos, en el consabido llenar espacios para no espaciarse. Hasta que un día cualquiera, como aquel día que cambiaron de cama, entendieron que la matemática podía ayudarlos.

Pero no. La matemática no los ayudó. Les certificó que se habían sumado las obligaciones, restado las libertades y multiplicado los problemas.

Fue entonces como, sin opción, dividieron los bienes. 

 

 

Una despedida nada más

Itzel Alejandra Flores García (México)

 

Le dio la impresión de que estaba esperando que él se despidiera y siguiera su camino, pero al tenerla entre sus brazos otra vez, no pudo irse. Esa despedida lo quemaba, le ardía la piel y el corazón. Algo tenía ella que siempre le hizo daño, pero aun así, no quería apartarse; su cuerpo era un imán.

—Me duele tanto este abrazo. Hoy más que otras veces.

—Será que no tengo ninguna intención emocional contigo; lo único es que siento la necesidad de encenderme. Siempre lo has logrado conmigo. Creí que te irías, que ya no soportarías más. Qué bueno que te quedas.

—Me quedo porque me gusta este dolor que tú me generas; porque te quiero junto a mí: porque no sé cómo caminar sin ti. Pero… también quiero vivir.

—Habría apostado que hoy sería el último día que te vería.

—Sabía que estabas pensando en eso y al final tendrás razón. Ya no resisto que mi piel se queme con tu contacto. Ninguno de los dos podemos vivir así.

—Momento, yo sí puedo vivir así, aunque si te vas no me importará, tengo …

—No tendrás ese fuego sin mí y te irás apagando sin remedio.

—Entonces, ¿te irás?

—Quiero vivir.

Ella sintió el poder de sus llamas en la piel de él, pero ya estaba decidido y no se quedaría. En ese momento, se fue desprendiendo de su piel, aunque le doliera demasiado. Solo era un momento, luego, la libertad.

Ella se quedó con los jirones de epidermis en las manos, no había nadie que la encendiera como él. Gritó desgarrándose la garganta, entonces, comenzó a apagarse.

 

La máscara desde la nave

Jorge Etcheverry (Chile/Canada)

 

El funcionamiento de las máscaras—que significa persona en griego, uno de los idiomas del planeta—se evidencia por su posición en este esquema (que representa al medio o hábitat social) y por su aspecto físico. Hasta donde podemos percibir, los seres humanos no son iguales, salvo en el caso de cierto tipo de gemelos muy raros. Incluso su clonaje daría márgenes de indeterminación que podrían manifestarse por ejemplo en divergencias fisionómicas no predecibles. El posicionamiento de máscaras/personas en el esquema está determinado por su situación funcional relativa en la producción y organización de las tareas extractivas/elaboradoras de los elementos materiales del planeta, cuyo consumo e incorporación constituyen la fuente de las agrupaciones celulares en tejidos diversificados en la base, el soporte de la máscara, que pasan a formar, como en las otras especies del planeta, la entidad llamada cuerpo. Los tejidos reproductivos son el centro de producción seminal y el objetivo último de la organización del organismo total, en cada caso.

  

Causa y efecto

Julio Ricardo Estefan (Argentina)

 

Pedro muerde su bronca y se contiene. Con la cucharita crea remolinos en la taza de chocolate. El profesor de matemáticas, quien le ha devuelto el examen desaprobado, siente un leve mareo. Una mariposa revolotea por el aula. Pedro piensa qué le dirá a su madre: tiene que repetir el curso. Agita aún más el chocolate mientras el docente cae al piso y el aula y el resto de los alumnos giran incontrolablemente en su cabeza. Pedro da un sorbo a la taza, se traga la bronca y se resigna. Al profesor se lo lleva una ambulancia. Pedro todavía no conoce los misteriosos poderes que lo asisten. La mariposa ha desaparecido.

 

Alienígenas intrusos

Diego Muñoz Valenzuela (Chile)

 

Vasili es un viejo amigo cosmonauta que de vez en cuando me visita y trae obsequios de planetas recónditos. Siempre tengo una botella de vodka reservada para atenderlo: me cuenta sus últimas aventuras, bebe como cosaco y al final –cuando está borracho como una cuba- me entrega el regalo, cuya naturaleza no fue anunciada de modo alguno. A esa altura tampoco cabe esperar explicaciones de su parte: su estado es deplorable.

La semana pasada repitió su rutina y me dejó una especie de pez plano alienígena. Estaba dentro de un cubo de cristal ambarino al que estaban adosados una serie de minúsculos aparatos. Vasili se fue tambaleando y me dejó con la criatura. Era de color verde oscuro y piel de apariencia suave. De pronto, tras un largo periodo de inmovilidad, abrió unos grandes ojos esmeralda, preciosos, muy humanos. Me miró con ellos de manera seductora; hizo un guiño coqueto.

Realizó un rápido movimiento y la tapa del cubo –que creí hermética– se levantó. Mi casa se inundó con un perfume embriagador. Aquella cosa saltó sobre mí sin previo aviso, distendiéndose para envolverme en un abrazo total y exquisito. Vino un periodo de placer intenso, mayor a cualquiera experimentado hasta entonces. Cuando desperté, la criatura estaba de nuevo en su cubo, aparentemente sumida en un profundo sopor.

Ahora la contemplo con arrobación. Espero con inquietud que despierte. Estoy perdidamente enamorado. Vaya líos que me acarrea Vasili.

  

La ausencia

Eri Echilley (Argentina)

 

Llegué tarde a casa, vos me esperabas sentada en el sillón con la comprensión pintada en los labios y todas las luces prendidas. Apurada me saqué la mochila, la campera, las zapatillas, me lavé las manos. Te abracé y sentí que el peso de la rutina solo era una pluma en el viento. Te besé esos labios que siempre perdonaban mis llegadas tarde y mis olvidos. Te levantaste. Hiciste el café y lo último que recuerdo fueron tus manos amables acercándome la taza, sonriendo, seguramente por alguna idiotez que te habré dicho.

De pronto un ruido. Un crash. Un estrépito de platos rotos. Un silencio. Mi reflejo absorto en la ventana. Mi mirada ausente. La oscuridad de la casa. Mi taza en el suelo. La tranquilidad sepulcral de una soledad acostumbrada. El recuerdo de un hogar y el presente de una casa fría. La muerte materializada.

 

Acerca del desarrollo del método «warp» en el planeta Azul

Luciano Doti (Argentina)

 

Durante décadas habíamos estado viendo a través de telescopios a esa civilización que estaba situada a millones de años luz de nuestro planeta.

Al principio, sólo podíamos ver unos objetos que tapaban su estrella durante períodos de tiempo irregulares. Eso nos llevó a pensar que existía la posibilidad de que no se tratara de planetas, los cuales suelen presentar una elíptica más regular. Se aceptó la teoría de que fuera una estación espacial con paneles solares, para proveerse de energía sin degradar su planeta. De ser así, no estábamos solos en la Vía Láctea.

Con el paso de los años, nuevos telescopios se fueron incorporando a las herramientas que teníamos para la observación, los cuales eran más potentes que los anteriores, de manera que nos permitieron ver más. Entonces, ya éramos capaces de observar algunos de sus vuelos en naves que nunca se acercaban a nuestra locación.

Jaime Curtis siempre había sido considerado un nerd. Estaba empecinado en hallar el modo de realizar viajes a planetas remotos, a raíz de su fanatismo por series de ciencia ficción del siglo XX como «V», «Stargate» o «Viaje a las Estrellas». La carrera de física la realizó en tiempo record, y se graduó con medalla de honor. Luego consiguió trabajo de investigador en esa misma universidad. Su proyecto más ambicioso consistía en hallar la manera de desarrollar el método de desplazamiento «warp», para hacer una curva en la línea espacio-tiempo y viajar a esos destinos que aún eran inaccesibles.

Nosotros continuamos observando a esos alienígenas. Su estrella se había convertido en un norte para la mayoría de nuestros telescopios. Al mismo tiempo, nos preguntábamos si ellos estarían haciendo algo similar.

Con todo, éramos nosotros los que hacíamos lo mismo que ellos, ya que después de analizar y discutir mucho, adoptamos su sistema de estación espacial con paneles solares para obtener energía. Pero si bien les copiamos ese sistema, en adelante logramos un mayor progreso tecnológico.

 

No fue Jaime Curtis el que halló la manera de desarrollar el método «warp», pero sí tuvo la oportunidad de quedar a cargo de él en su planeta, el Azul que ellos llaman Tierra, dado que era el más capacitado para entenderlo cuando arribamos ahí.

 

Los espejos de Carlos

Rolando José Di Lorenzo (Argentina)

 

Amaneció tardíamente; el invierno se hacía notar y los primeros rayos de sol arrancaban destellos en el hielo de las ramas de los árboles. Pero a Carlos no le molestaba tanto el frío como tener que levantarse tan temprano. Es una injusticia, pensaba mientras se ponía las pantuflas y lo seguía pensado mientras se lavaba los dientes y se peinaba como podía; siempre despertaba con los pelos revueltos y parados. Se miró por última vez en el espejo y lamentó las arrugas y las bolsas bajo los ojos. Antes de retirarse del baño notó que hasta sus ojos ya no eran los mismos, habían perdido el brillo que tanto le gustaba. ¿Se los opacaba el espejo o la vejez?, se preguntó preocupado. Salió rápidamente del baño; ese espejo lo trastornaba. Sabía todo lo que hay que saber sobre los espejos, pero igualmente se sentía acosado por ese reflejo burlón. En cambio, el del living, que adornaba la pared junto al gran perchero de caoba, al lado de la puerta de salida, era mucho más benévolo, allí se veía bien, su imagen era mucho más parecida a la que él tenía en mente. Tomó el saco y el sobretodo que colgaban del artístico perchero, se terminó de arreglar frente al espejo amigo y salió a trabajar. Hacía eso invariablemente todas las mañanas. Pero la cosa fue de menor a mayor: cada día, el enfrentamiento con el espejo del baño era peor; hasta que una mañana de primavera, antes de salir corriendo, Carlos sintió que el espejo lo atrapaba, vio claramente como los pelos parados y los ojos opacos rodeados de arrugas, se quedaban en el vidrio y junto con ellos su mano derecha. No esperó más: dio un violento tirón con la izquierda y logró escapar de ese infierno, pero cayó al piso. Fue entonces que notó con horror que solo tenía lado izquierdo y aunque los ojos quedaron en el espejo maldito, seguía viendo. Se arrastró por el piso del comedor y llegó al living. Allí intentó un salto, logró tomarse del perchero y con un esfuerzo más, pudo verse en el espejo amigo que atrapó de inmediato su imagen. Nadie lo volvió a ver. Los familiares de Carlos y algunos amigos lo denunciaron como desaparecido. Cuando la familia visitó la casa, recorrieron y buscaron minuciosamente por todos los rincones, tratando de encontrar alguna respuesta a la extraña desaparición, pero no hallaron nada. Unos días más tarde se dedicaron a limpiar y entre las cosas que descartaron en un gran contenedor de basura, iba el espejo del baño. No tenía sentido conservarlo puesto que nadie se podía ver en él claramente. Imágenes extrañas, como ojos y manos, aparecían y desaparecían entre horribles distorsiones que modificaban la imagen del que se miraba. Tanta gracia les causaba estos reflejos que hasta jugaron un rato con él antes de tirarlo.

 

Terremoto en Buenos Aires

Graciela De Mary (Argentina)

 

Las logias lo supieron y lo ocultaron. Desde sus salones con olor a madera podrida manejaron a la opinión pública. ¡Ay, las creencias de las mentes sencillas, tan complacientes con el poder! Mi tercer ojo estuvo bien abierto; jodidamente activado. ¿Cómo es posible que se produjera un terremoto en la planicie absoluta, perpetuada en el río más ancho del mundo?  No lograron engañarme.

Desde siempre supe que eso llamado realidad es un juego. Involucra a los mortales, a quienes manipulan como a los ratoncitos de laboratorio: los engordan, los enloquecen, hasta que mueren abrumados por las penas y los tumores. También existen otras entidades sutiles. Los fantasmas, mendigos de atención. Seres capaces de apelar a tristes recursos hasta agotar su energía opaca; dignos de lástima.

Las deidades coléricas son las más atrayentes. El devenir cíclico es para ellas una tentación, como la que ejerce un librero de viejo sobre los lectores insomnes. Los titanes y los dioses del Olimpo bajan a la Tierra una y otra vez; se excitan con la oferta de carne crédula. Manipulan con el solo objetivo de ejercitarse.  Esta información ha sido ocultada por las corporaciones. Los mega grupos del poder manejan el destino de los infelices. Sus voceros pululan en los celulares y los noticieros. De ahí mis esfuerzos por llegar a la verdad.

Cronos, el Señor del tiempo, descendió hace unos años en estas playas del sur.  Apenas un parpadeo cósmico. Formó una familia, según su costumbre. Se abstuvo de lanzar rayos y proferir maldiciones. Evitó devorar a los descendientes y castrar a los allegados.  Manifestaba su hegemonía a través de actos simples, adaptados a la condición humana. Destrozaba los juguetes más queridos por sus hijos. Castigaba los cuerpos con una precisión quirúrgica. Cultivaba ciertas formas de humillación, todas indelebles.  Abusaba de sus víctimas sin entusiasmo, justo es reconocerlo.

Su prole se multiplicaba y un día, mientras molía a golpes a su hijo más pequeño, simplemente se hartó de dominar. Tal vez fue el pánico del chico, o la remota memoria de su propio miedo. El titán cedió a la misericordia. ¿Un gesto de debilidad o una dispensa divina? No lo tengo claro. Fue su final.

Zeus, aquel hijo de Cronos salvado de la muerte por su madre, culminó la venganza. Terminaba un día igual a todos. La gente común volvía de sus empleos.  La Tierra tembló y se abrió a los pies de Cronos. Zeus arrojó a su padre al inframundo ante la mirada atónita de unos pocos transeúntes.  

Medido en términos del calendario solar, este episodio definitivo de la guerra de la Titanomaquia, del cual fui un testigo privilegiado, ocurrió en la primavera austral de 2015 y Cronos, “un honrado padre de familia”, como lo presentaron los corruptos medios de comunicación, fue la única víctima de lo que llamaron “el terremoto de Buenos Aires”.

 

El escritor

Oscar Luis De Los Ríos (Argentina)

 

Se regodeaba en el grupo de Microficciones: de su escritura descuidada, sus faltas de ortografía, su caos de tiempos verbales. Y así, de desastre en desastre, terminó en un bucle literario que lo precipitó al infierno, donde lo esperaba el demonio “Sod Omita”, que es el demonio de la escritura descuidada, los tiempos verbales errados y las omisiones ortográficas.

 

Venganza

Rosa Lía Cuello (Argentina)

 

Se miró las manos. Con ellas había hecho aquello que su hermana consideró tan despreciable. Nunca pensó lo que hacía, pero le marcó una arruga prematura en el alma.

Marina estuvo una semana sin hablarle. Lo miraba mal, con desprecio, cuando él entraba a una habitación ella se iba. Con los días todo se fue aplacando, pero estaba seguro que ella nunca se olvidó. Y él tampoco.

 El pájaro entró por la ventana semiabierta. Era de noche y estaba la luz prendida. Se sobresaltó.

Es un aviso pensó, su madre siempre repetía esa frase cuando pasaba algo imprevisto.

 El pájaro revoloteo sobre su cabeza, en círculo, varias veces, e intentó ahuyentarlo. Al segundo intento el ave se posó sobre la repisa y lo miró fijo. Le pareció que quería decirle algo pero se lanzó en picada y le dio un picotazo en la mano, tan fuerte que saltó un chorrito de sangre sobre su pantalón y salió por donde había entrado. Recién ahí reaccionó y gritó.

—Eh, que te pasa —gritó Marina, que estaba en el cuarto contiguo, estudiando.

—Me picó un pájaro —dijo—, me sale sangre.

—Será pariente del que mataste con la gomera el año pasado —respondió su hermana.

A él se le saltaron las lágrimas mientras miraba el líquido rojo que caía sobre sus zapatillas blancas.

 

Camino a Edén

Arno Behrend (Alemania)

 

Pascal siguió con su antorcha los haces de cables y los ordenó según su color. A los robots no les importaba. Cuando juntara las hebras, el mantenimiento de la nave sería mucho más fácil para él. Buscó a tientas el Perfusor. Pronto podría quitarlo sin lastimarse. Solo tenía que buscar las herramientas adecuadas en su equipaje. El dispositivo no había recibido una señal en mucho tiempo. Ya no tendría que andar toqueteando con una horquilla en su interior para reducir la infusión de Happy Juice.

—No lo notarás —le había dicho Flora Anders, su terapeuta—. Te convertirás en una persona más equilibrada y satisfecha en poco tiempo. Esto fue después de sus publicaciones sobre la terraformación de exoplanetas, sus ideas para mejorarlos. Pascal sonrió al recordarlo—. Siempre haces esas sugerencias, Pascal —había exclamado Flora—. Construcciones para autos eléctricos, casas con diferentes fachadas solares, cometas de energía eólica. ¡Todo eso ya existe! No tienes que ocuparte de eso. Las inteligencias artificiales se encargan de ello. ¡Están para eso! ¿No crees que estamos viviendo en una época maravillosa, ahora que las máquinas hacen todo por nosotros, desarrollan cosas mucho mejor de lo que jamás podríamos?

Ella no había esperado su respuesta y le había recetado el Perfusor como complemento a las descargas eléctricas y la prohibición general provisional de comunicación.

Miró a su alrededor. Nadie lo había notado cuando había subido a la nave no tripulada. Debía retirar el equipo de un planeta deshabitado cuya terraformación había sido abandonada por la IA. Pascal sonrió. Cambiaría eso. Sería difícil, pero él lo había pedido. Era su trabajo.

 

Mi hermano

Gastón Caglia (Argentina)

 

Tuve un sueño. Sobre mi hermano. Dos o tres cosas sé de él. De mi hermano conozco quizás no más que eso. Cierta vez descubrí el significado de uno de sus tatuajes; por costumbre no comulgo con tales ideales. Creo que el club de fútbol de sus amores es el rival eterno del mío. Está ahí, un poco más a la derecha, en la mesa, mezclado entre los restos que dejaron los invitados. Desentona, no cuadra, cual foto movida. Sin embargo hoy nace y tengo veinticinco años para conocerlo y nunca haber escrito estas palabras. Desperté y lo vi.

 

Paraíso

Hernán Bortondello (Argentina)

 

Se retuerce sudoroso entre sábanas humedecidas que se adhieren a su cuerpo; él y ellas se enlazan, enroscándose en un ceñido abrazo de serpientes. El delirio ha triunfado al fin sobre los sueños y la esperanza idiota, innecesaria, desaparece. Seiscientos sesenta y seis hilos de algodón egipcio se impregnan con su fiebre fecunda, transmutan en carne, piel, y esa cabellera como brisa. Otra vez la presión contra su tibieza firme, y el perfume que sabe a todo. Con el gruñido doloroso con el que lloran las bestias, se hunde en ella. Y al fuego desesperado sigue una llovizna fresca de abril. Ahora bucea plácido en las negras aguas del cenote, entre medusas como gelatina de limón.

Aquí y allá, verdosas calaveras fosforescentes afloran del sedimento que cubre el lecho de dolomita.

Al no tiempo, emerge, sin despertar.

 

Sincronicidad

Bojtor Iván (Hungría)

 

En la noche del 7 de marzo de 1231, en el monasterio de Einstein, dos monjes despertaron al hermano Alberto y lo condujeron desde su celda hasta la sala capitular. Allí, el abad le leyó la sentencia confirmada por el legado papal.

Ni el nombre del enviado ni los fundamentos del veredicto han llegado hasta nosotros. De hecho, durante siglos tampoco supimos realmente por qué había sido condenado. Setecientos años más tarde, los obreros que trabajaban en la restauración del monasterio hallaron, tras una piedra suelta en el muro de una celda —que según la tradición había pertenecido al hermano Alberto—, una cavidad donde yacían fragmentos de un pergamino.

A partir de las pocas palabras aún legibles, se concluyó que contenía pasajes de la Segunda Carta de San Pedro y del Salmo noventa. Al examinar su superficie, se advirtió enseguida que se trataba de un palimpsesto, aunque no se encontró rastro alguno del texto original. El pergamino fue enviado a Viena para su restauración, y de allí —probablemente durante la guerra— pasó a los archivos del Vaticano.

Ochenta años más tarde, un investigador, con ayuda de los procedimientos científicos más modernos, logró reconstruir ambos textos. El original era un fragmento de Las confesiones de San Agustín, concretamente la parte dedicada al tiempo: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicarlo a quien me lo pregunta, no lo sé…”

Sin embargo, aquel texto había sido cuidadosamente raspado, y en su lugar se habían copiado los versículos tomados de la carta de Pedro y del salmo: “Un día para el Señor es como mil años, y mil años como un solo día. Porque mil años ante tus ojos son como el día de ayer que pasó, y como una vigilia en la noche.”

Las líneas restantes, de difícil interpretación, no eran citas bíblicas. Su autor sostenía que, dado que en el cielo el tiempo transcurre mucho más rápido que en la tierra, bajo ella —en el infierno, en el reino de Satanás— debía de pasar aún más lentamente. Y concluía: que por lo tanto, no hay motivo alguno para temer al Diablo.

Los anales de la ciudad de Einsteinburg registran que el 10 de marzo de 1231 un monje llamado Alberto de Einstein fue quemado públicamente por herejía.

  

Vegetación

Ricardo Bernal (México)

 

Lo mejor de estos bosques es que por más que los tales, siempre volverán a crecer exuberantes; dijo el hombrecillo flaco y desgarbado. Continuamos caminando, el hombrecillo seguía mostrándonos coníferas eternas, helechos verdiazules, palmeras monstruosas como dinosaurios. Cuando llegamos a un claro, yo y mis hermanos árboles atrapamos al hombrecillo con nuestro follaje y cantamos hasta que se convirtió en árbol. Creo que quedan unos pocos hombres más en una villa cercana al río, dije yo. Vamos, contestó otro árbol.

 

Como quieren los gatos

María Cristina Rolnik (Argentina)

 

Susurré en la oreja de la gata: Dido, lo voy a dejar. La gata cerró los ojos. Él nos miró desde la silla.

—Quiero mucho a esa gata —dijo.

—Ella también te quiere —traduje—, aunque no de la misma manera.

—Sí —dijo—, me quiere cómo quiere un gato.

Dos horas más tarde me lamió toda, agudizamos la siesta y Él se marchó.

  

La hermana

Juliana Berlim (Brasil)

 

Cuando Gregorio Samsa se dio cuenta de que su hermana había despertado de un sueño intranquilo, diciendo que la aquejaba una ansiedad creativa que le impedía dormir tranquilamente, pero que aún le impedía imprimir tintas y colores en cada nota suelta de la vida cotidiana, comprendió que se convertiría en escritora. Negó con la cabeza desconsolado, con las manos en jarras, diciéndose: "¡Está loca! ¡La peor clase de artista! ¡Habría sido mejor si hubiera nacido insecto!"

 

Spleen

Alejandro Bentivoglio (Argentina)

 

Lo único que mira es el suelo. Camina hacia atrás y regresa hasta la línea de saque. Su vestimenta enmarca su figura estilizada, atlética. Pero Lemmy, sólo observa la cara de quien ya alza la pelota para impactar luego con la raqueta. Vendrán los gritos que tantos le critican cada vez que juega. Pero desde los asientos de la tribuna, Lemmy se pregunta ¿qué importa todo eso? Sí, a él también a veces le molestan esos gritos agudos, casi desesperados. Y sin embargo.

Sin embargo, está allí, mirando a María Sharapova, la mujer más hermosa que jamás haya visto alguna vez. El día es soleado. Sharapova va a ganar, eso es seguro. Lemmy piensa que al día siguiente volverá al trabajo en la oficina y que este momento habrá sido único. Pero la vida no es más que una concatenación de momentos únicos. Le gustaría saber que pueden elegirse los mejores y tirar a la basura los otros. Pero Lemmy es un tipo resignado. Y sabe que en este momento está en la eternidad, porque solo existe la cancha, la pelota pegando en el cemento del suelo. La imagen de una mujer hermosa que corre y juega y que no puede dejar de mirar. Porque eso y no la oficina, los archivos por llenar, las cuentas por pagar, las peleas banales con burócratas o amigos (que a veces son lo mismo) son verdaderos. Pero sí, María. María es real. Es verdad, y la verdad es la única belleza que puede ostentarse.

 

Jirafas de vidrio

Patricio G. Bazán (Argentina)

 

Alguien golpea la puerta de la discreta habitación de hotel donde, temporalmente y por cuestiones de negocios, se hospeda Trece. El ocupante del cuarto, visiblemente molesto, bufa y maldice en un dialecto incomprensible mientras lleva la mano al bolsillo de su bata de seda gris, buscando una llave. Casi al llegar a la puerta, se detiene frente a un gran espejo de cuerpo entero. Se arregla el cinto de la bata y acomoda sin éxito un mechón rebelde y gris que le genera un peinado asimétrico. Al llegar a este punto, se acerca más a su imagen reflejada, pues comienza a percibir detalles de su figura en los que antes no reparó.

Un pequeño lunar en la nariz, un ligero aumento en la papada (no tanto como Diecisiete, piensa con alivio), y un antiestético grano en la frente, como el germen de un cuerno o una marca indigna. No le duele, pero le incordia y siente que ese intruso le desequilibra la armonía del rostro.

Afuera siguen los golpes, pero antes de atender debe eliminar ese forúnculo acusador: no debe franquearle la entrada a nadie que pueda dejar su mirada prendada en esa monstruosidad epidérmica, baldón del género humano.

Alguien –tal vez Ocho, o el joven Quince– le había dicho que los granos no se tocan, que su incorrecta manipulación produce más mal que bien, imprimiendo una marca indeleble en la carne y en el alma; en cambio, Dieciocho (ese gordo infame mimado por la Fortuna) se jactaba de eliminarlos mediante un simple acto de Voluntad o de Psicoquinesia, no recuerda bien cuál, y tampoco le importa.

Se contempla, y lo que ve le angustia, pues se siente señalado por la Divinidad como pecador. Ese grano lo separa del resto de sus congéneres, lo segrega de esa masa que tanto detesta y que, precisamente por esa vergonzosa señal cainita, le hace sentirse inferior a ellos.

Dispuesto a terminar de una vez con esa afrenta, se dirige al cuarto de baño a estudiarse frente al espejo del botiquín, blandiendo en la diestra su navaja de afeitar para el caso de que su Voluntad no alcanzara.

 

Afuera, aburrida de golpear como idiota puertas que nadie atiende, y hastiada de una profesión que ya no respeta, la vendedora de Cremas para el Acné decide cambiar de empleo para dedicarse por entero a su secreta pasión: el coleccionismo de figuras de animales hechas de vidrio coloreado.

 

Para variar

Detelina Barutchieva (Bulgaria)

Soy riguroso e insisto en que los demás lo sean. Digo: vamos a trabajar, y vagamos todo el día como perros callejeros. Digo: vamos a beber, y nadie discute. La pandilla se mantiene unida, aunque no nos una la confianza. Solo tengo un amigo, Kiro; es más que un hermano. Hace lo que le pido, lo que sea, sin pensarlo. Le señalo la ventana y se tira, sin más. Con él comparto todo, droga, tabaco, bebida, chicas incluso. Tengo celos, a veces, cuando los dos penetramos el mismo sitio, pero luego me digo: vamos, sé buena gente, el tipo se la juega para darte el gusto.

 Ayer invité a tener sexo a una de las que Kiro y yo compartimos. Tenía la mirada rara. La vi más bella, con algún kilo extra. Dijo que me quería y que deseaba pasar la vida conmigo. Sonreí.

 —Verás, solo puedo prometerte placer. Y no siempre. —Lo dicho, soy riguroso. Sonrió.

 Salimos durante varios densos meses. Cada tanto se la pasaba a Kiro, para variar. Ella se resistía, pero la amenacé: si no accedía sería el fin de lo nuestro. Y acababa follando con él entre lágrimas.

 Bebimos aguardiente y estábamos a punto de acostarnos, desnudos, cuando entró Kiro. Follamos delante de él. Entonces ella dijo algo que me reventó.

 —Estoy embarazada. —Perdí el control. Nos imaginé con un niño. Pañales, peste. Del brazo con ella. Qué asco, me vinieron ganas de vomitar. ¡Vaya porquería! Había que pensar algo.

 —Demos un paseo por el parque —dije.

 —¿No es tarde? —preguntó ella. Le hice un guiño a Kiro. Tomé un cuchillo de la cocina. Estaba algo preocupada, triste, pero me tenía confianza; quería casarse conmigo. A mí, en cambio, me temblaban las carnes de aburrimiento. Ella me daba asco. Me tomó la mano, como si quisiese que la protegiera de mí mismo. La apuñalé en el vientre. Ella se desplomó y se puso a chillar. Kiro le tapó la boca.

 

Título original: Rtaznoobrazie

 Traducción: Elitza Popova

 

Abulia cíclica

Joyce Barker Bucat (Chile)

 

—No sé cómo empezar a contarte eso.

—¿Qué?

—Eso que te acabo de contar —él la miró con extrañeza, mientras ella hacía girar su anillo sobre la mesa—. Entonces, ¿para qué te lo voy a contar de nuevo?

—Qué sé yo. Haz lo que quieras —la mujer paró de girar el anillo y miró la hora, aburrida ya de la cita.

—Bueno; te lo contaré otra vez, pero no sé cómo empezar.

—¿Qué cosa?

Naufragio de alcohol

Armando Azeglio

 

Sintió el glogloteo del whisky en su garganta, luego en su cerebro. El alcohol lo invadía rápido. Gélido. Indudable y preciso. Le resonaron dos palabras en el permisivo dialecto de sus padres: Ninna nanna. Y sintió una suerte de sinergia que lo unía al cosmos. O a una suerte de abstracción aérea, única, difícil de esculpir con huidizos conceptos... con palabras frugales. Vio un extraño bergantín en el horizonte de esta, su nueva locura. El barco se le antojo algo funesto, algo desabrido, algo inexorable. Entonces —cual náufrago— decidió hacerle señales de humo. Se quitó un zapato. Lo embebió en la mezcla inflamable. Se roció de pies a cabeza. Encendió un fósforo veloz.

 

La fuga

Damián Andreñuk (Argentina)

 

Anhelaba trabajar el mínimo imponible. Sin embargo, cada día se presentaba allí, saludaba con desgano y cumplía de nueve a cinco su rutina infectada. “Hacia rutas salvajes”, una película impregnada de nieve, de bosque y de Thoreau, había sido su elección la noche anterior. Ahora veía la oficina, la incomunicación con su mujer en medio de cenizas heladas, su sueldo holgado, su nombre en un recuadro sobre el escritorio “Julián González”, su teléfono sofisticado, sus zapatillas Nike, sus vacaciones para presumirse en una foto con lagos o montañas detrás y un vacío vanidoso por dentro, su vajilla de cristal, su flamante camioneta Hilux, como una jaula perfumada con barrotes dorados.

Se abstrajo en un ensueño laboral, en cavilaciones ardorosas; en unos días cumpliría 46. Mucho tiempo en esta tierra para tan pocas certezas.

“Estoy asfixiado. Tanto yoga y adornos de Buda, tanto hablar de aquí y ahora, tanto decir la plata va y viene y cosas así. Pero me miento. Necesito mi falaz seguridad, mi comodidad en el fondo corrompida. No sé dejar nada de esto. Estoy hamburguesado, como diría Carlos Tévez. Lo mejor que me pasó en el día fue esa doble porción de ravioles con pollo. Helena los prepara bien, cocinarme es el último gesto de amor que aún siento de su parte. El resto fue la farsa de siempre. Esta violencia de caras predadoras, esta batalla ruidosa de los egos”.

Llegó a su casa enérgico, con un vigor audaz que le brotaba de las decisiones tomadas. Conversaba con Helena mientras llenaba varios bolsos

—Voy a comprar una lancha, voy a llamar a Juan, a rescatarlo. Voy a empezar de nuevo en otro lado.

—¡Juan es un tonto y vos un delirante!

—Sí que sabés animarme. Y Juan no es tonto, sólo no es muy inteligente, no hay nada malo en eso. Te voy a dejar todo; no vas a tener por qué extrañarme.

  

Sobre una tapa despareja

Radmilo Anđelković (Serbia)

 

Después de sacudir la higuera, el cavernícola bajó, recogió y comió lo que había caído al suelo. Cuando despertó de aquel cómodo sopor, decidió convertirse en el hombre. Pasaron un par de millones de años: aprendió a hacerse de una panza, a encender el fuego y a endurecer en él los recipientes de barro que fabricaba. De cuando en cuando aún encontraba algunas higueras, y comía los higos crudos, asados, cocidos en sus vasijas… pero jamás logró alcanzar la perfección de sus recuerdos más antiguos.

En una ocasión se le ocurrió hacer una tapa para su olla, porque sospechaba que la magia se perdía entre los vapores. Le salió tan despareja que el goteo del borde apagaba el fuego constantemente. Hizo nuevas tapas, con bordes más planos, pero aun así seguían goteando. Entonces fabricó una, un poco torcida, de modo que el goteo cayera siempre por el mismo lado. Colocó junto a su olla grande otra más pequeña para que las gotas no cayeran sobre las brasas, y esperó con alegría a que se cocieran sus higos.

Aunque es cierto que los higos seguían siendo solo dulces, también había un poco de líquido en la vasija pequeña. Lo lamió, lo probó, lo sorbió, luego lo bebió de un trago. Resulta difícil creer que todas las ideas de iniciar un negocio le llegaran de golpe en un sueño, pero lo cierto es que primero se convirtió en chamán de la tribu y en sabio con todas las respuestas.

 

Y nada más

Maru Alzugaray (Argentina)

  

En cuanto al tiempo, ella recuerda que había sol y nada más. No puede acordarse de si hacía frío o calor. Recuerda el sol, los juegos con los más pequeños, sus propias carcajadas surgidas únicamente para alejar “eso” que la hacía sentir mal y triste y desesperada. Sobre todo esto último, porque nada podía hacer ella para evitar lo que sabía que estaba por suceder. Nadie le había dicho nada, pero el silencio de los mayores o las charlas espaciadas y los extraños movimientos que realizaban a escondidas ya se lo habían advertido. Todos fingían y ella también. Había aprendido los códigos, había descubierto cómo descifrar el sentido oculto de las palabras, había puesto voces que gritaban la verdad cuando las bocas estaban cosidas por inimaginables motivos. Aunque era pequeñita, se había tomado la molestia de hacerlo casi sin proponérselo, porque de alguna forma tenía que sobrevivir. Y atragantarse era una manera de hacerlo.

La risa compulsiva se transformaba en algo bueno y malo al mismo tiempo. Era como un arma que tenía el poder de conjurar “eso” que la amenazaba, y también (ella no lo ignoraba) el de retardar lo inevitable.

Era maravilloso que se fuera el dolor por unos segundos, no llorar, no gritar, no sentir la herida.

Sólo puede verse a sí misma en dos momentos: cuando reía y después. No sabe tampoco cuánto tiempo pasó. Sólo que avanzó y avanzó.

El después aparece más claro y preciso en sus recuerdos.

Iba con ella, con la otra que era como ella, a la que trataba de parecerse para no perderla, para no perderse. La otra la llevaba de la mano. Atravesaban en silencio ese pequeño camino que las dos sabían hacia dónde conducía. Sin embargo, pensaba, un milagro puede suceder, algo podré hacer, no de nuevo, no otra vez ese dolor en la herida, por favor.

Y el después llegó. Rápido, contundente, con la fuerza irracional que desconoce los sentimientos. Con la puntualidad exacta de la destrucción.

¿La otra soltó su mano? ¿Alguien les separó las manos? ¿O ambas desgracias coincidieron?

No importa. Ya estaba hecho. La otra se iba sin ella, o llevándose casi todo de ella, y ella se quedaba retenida por otras manos…y vacía.

Recuerda su llanto inacabable, su desconsuelo perpetuo, sus gritos que desgarraban aún más su herida, pidiéndole a la otra que volviera con ella y por ella; sus brazos extendidos, sus manos que trataban de alcanzar lo imposible y sus ojos que buscaban retener la imagen de la otra que partía y la partía a ella… y nada más.

 

Agencia matrimonial Shidej

Sergio Gaut vel Hartman (Argentina)

 

—Aquí tiene, sáquese el gusto. Máximo placer en la cama y fuera de ella.

—¿Y para qué quiero una foto de Nelson Mandela? —dice la señorita Rebeca Goldstein—. Se murió hace como un siglo.

—No es Mandela.

—¿No es Mandela?

—No. Es un vorterix de Goltren, un extraterrestre simbiótico grado dos, empático absoluto; trifálico y coprófago.

—Lo mismo, ¿para qué lo quiero? Yo busco un marido, no un corpófago.

—Coprófago, señorita Goldstein. ¡Exacto! Usted busca el marido perfecto. Vino acá para que le consiguiéramos uno. Este está disponible y los perfiles encajan a la perfección. ¿Cuál es su objeción?

—¿Por lo menos es macho?

—Aproximadamente, sí. Es trifálico, recuerde.

—¿Aproximadamente macho? ¿Qué parte se aproxima?

—Mire, señorita. Shidej es una agencia matrimonial seria. Satisfacción garantizada absoluta. Sea humano o extraterrestre, se lo cambiamos todas las veces que sea necesario y en última instancia le devolvemos el dinero.

—Déjeme ver la foto de nuevo. —Rebeca contempló la foto durante un largo minuto; luego miró al dueño de la agencia—. ¿Sabe cocinar? —preguntó finalmente.

—Como los dioses. Prepara manjares de mil mundos.

—¿Adónde firmo?

 

 

 

 

ESPECIAL MICROFICCIONES (CATORCE)