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sábado, 29 de noviembre de 2025

ECCE SERVUS DEI

                                                                Daniel Frini


Para Alan

 

El interior de la iglesia tenía ese tono amarillo que da el sol de principios de septiembre, a las cinco de la tarde. La última anciana devota dejó el confesonario; y, unos segundos después, el padre Carlos también lo abandonó, cruzó el presbiterio —se detuvo un momento frente al Sagrario, hizo una leve reverencia y se persignó— y entró a la sacristía, a la vez que se quitaba la estola. Le llegó un leve olor a jazmines, que ignoró.

La mujer que lo seguía tocó su hombro con suavidad:

—Padre… —lo llamó.

—¿Si, hija mía? —contestó el sacerdote, girando su torso para mirarla.

—¿Es usted el padre Carlos?

—Así es.

—Le ruego que me disculpe. Necesito su ayuda.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—No por mí, padre. Por mi hijo —dijo la mujer, mientras con un gesto de su mirada le indicaba que mirase hacia abajo.

Recién entonces el cura se percató de la presencia del niño, que estaba tomado de la mano de la mujer. Él era la fuente del perfume delicado. Su rostro era el de un chiquito de unos ocho años, y al cura se le antojó demasiado alto para esa edad. Lo estudió de arriba abajo y no pudo contener una expresión de asombro: el niño estaba suspendido a veinte centímetros del piso.

—¡Dios mío! —exclamó.

—¿Se da cuenta?

—Esta... ¡levitando!

—Ajá.

—Pero… ¿qué…? Hay... ¿hay algún truco?

—No padre. No hay trucos ni magia —contestó la madre, levantando la mano con la que sostenía a su hijo, para mostrar que no había ningún mecanismo extraño—. ¿Ve cuál es el problema?

—¿El problema?

—Sí, padre. ¡El chico me anda a una cuarta del suelo!

—Bueno… no estoy seguro de que aquí haya un problema. Creo, más bien, que es… que podría… que podría ser… un… milagro...

—Disculpe mi insistencia: ¿usted es ese Padre Carlos? —inquirió la mujer, poniendo énfasis en la palabra «ese».

—Si entiendo a lo que se refiere, sí. Soy ese Padre Carlos.

—Le ruego que exorcice a mi hijo, padre.

—¿Qué lo… exorcice?

—¡Mi hijo está poseído, padre!

—Pero… —continuó el cura, dubitativo—. No entiendo. ¿Poseído por quién?

—¡Por un ángel, claro!

—¿Por un ángel?

—Por un ángel.

—Por un ángel.

—¡Si, padre! ¡Por un ángel! —respondió la mujer, con fastidio.

— Y… ¿en qué basa su aseveración? —preguntó el cura, recomponiéndose.

—¿Cómo dice?

—¿Cómo sabe que es una posesión?

—Busqué en internet, padre. También lo consulté con la vieja Toribia

—¿La que cura el mal de ojo?

—Esa.

—Pero… el ángel… ¿Cómo poseyó al niño…? —volvió a la carga el sacerdote, desconcertado.

—No sé…

—A diferencia de un demonio… ¡Un ángel necesita de la aceptación del huésped antes de poseerlo!

—¡Y este zanguango se la habrá dado! ¡En el barrio se junta con cada uno!

—Escúcheme. Tal vez, en él se manifiesta algún don del Espíritu. Habría que ver si no es alguna otra cosa antes de decir que está poseído.

—Mire todo lo que quiera, padre.

—Me refiero a que no es tan simple. Hay que hacer varias pruebas. Determinar la verdadera naturaleza de éste…. eh… prodigio; pedir autorización al Señor Obispo, verificar... El hecho de que el niño levite no muestra más que un probable fenómeno místico aislado…

—No me joda, padre. No es un fenómeno aislado. Mire. Nos despertamos a las tres de la mañana, creyendo que nos olvidamos la luz del baño encendida o la heladera abierta; y resulta que es éste, en su cuarto, en éxtasis, jugando a la play, a medio metro del piso, con aureolas de luz en la cabeza y rayos de colores por todo el cuerpo; y tooooda la casa con olor a rosas, a jazmines, a claveles, azahares, violetas, madreselvas, glicinas, ¡hasta olor a manzanas verdes, hay! Y mi marido que es alérgico a las flores. Veinte pañuelos por día me ensucia el Ruben, dale que te dale con el estornudo y los mocos. Hay momentos en que, por el tufo, la casa parece una sala velatoria. ¡O los estigmas! ¡Mírele las manos! ¿Ve las marcas de espinas acá, en la frente? ¡No se imagina el enchastre que me hace con las sábanas! ¡Intente usted sacar una mancha de sangre de la remera blanca del colegio! Y así anda él, por la casa, dejando el reguero; y el Brutus —el rottweiler que tenemos en casa— por detrás, lamiendo el piso y las heridas ¡La de merteolate, gasas y curitas que llevo gastados! ¡O que me dé un susto de muerte cuando se me aparece en la cocina, después de que lo dejé en el colegio; porque resulta que el señorito puede estar en dos lugares a la vez! ¡O que me llame la directora, porque llora sangre y asusta a los compañeritos! ¡O la camioneta! Resulta que a mi marido hace como tres meses que se le rompió el tren delantero de la camioneta mudancera; y la tiene en el galpón, montada sobre tacos de madera. Bueno. El santito éste la sacó, usando una mano, nomás, al medio de la calle. ¡Entre doce la tuvieron que entrar de vuelta! No es un fenómeno aislado, padre. Son varios. Es más: no son fenómenos. Son, lisa y llanamente, ganas de romper las pelotas, padre.

—¡Hija!

—Perdóneme. Esta situación me tiene los nervios de punta.

—No sé, hija mía. Probablemente el Espíritu Santo sólo haya derramado algunos dones sobre él. Un niño es la personificación de la pureza; un alma caritativa que…

—¡Ahora! ¡Ahora es caritativo! Hace unos meses, había que pedirle de rodillas que te pasara la mermelada en el desayuno. Ahora, al primero que ve en la calle le regala la mermelada, la manteca, el pan, el mate cocido, la camisa y el pantalón. Los suyos y los del abuelo; que está que me voy y no me voy, el pobre. Y los calzones del abuelo, también. Los que están secándose en la soga y los que tiene puestos. Y sus juguetes y sus libros, y la mochila del colegio. ¡Pero él no compró nada de lo que da! ¡Y a la hora me está reclamando un par de zapatilla, una mochila, una cartuchera nueva! ¡Y nosotros no somos Roquefeler! ¡Todas las noches trae un zaparrastroso nuevo a cenar ya dormir! ¡Ya nos robaron ocho veces así! ¡Y si vos te negás te hace un sermón tal, que los de San Ambrosio de Siena parecen hechos por un bebé! ¡Y, encima, te los dá en castellano, inglés, francés, alemán, letón, latín, griego y arameo! Así me dijo la maestra, que se ve que sabe de idiomas, porque, gracias a Dios lo podemos mandar a un colegio bilingüe…

—Está bien, hija. Vamos a suponer, por un momento, que tienes razón. ¿Cómo se llama el niño?

—Mauricio.
El sacerdote tomó la cara del niño entre sus manos, y lo miró directo a los ojos durante diez interminables segundos. Y dirigiéndose a la entidad que dominaba al jovencito; dijo, con voz potente:

—¡Dí tu nombre!

—Zedequiel —dijo el ángel, en la voz del niño —. Pero en los Coros Angélicos me dicen Tincho.

 

El Padre Carlos estaba sentado en el sillón de la pequeña sala de la casa familiar. A su frente, en el otro sillón y con una mesa ratona de por medio, estaba Mauricio. Ambos sostenían las miradas, sin pestañear, desde hacía unos minutos.

Un leve movimiento de las cortinas de la ventana que daba a la calle, hizo que se erizaran los pelos de la nuca del sacerdote. Un movimiento del aire, un susurro, una claridad indefinida lo animaron a preguntar:

—Zedequiel ¿estás ahí?

—Aquí estoy —respondió el niño.

El resplandor adquirió una tonalidad violácea, pareció concentrarse en el poseído y creció hasta tomar un brillo insoportable para el sacerdote, que cubrió sus ojos con la mano, a modo de visera. Un crescendo de trompetas, que parecía venir desde el techo, sirvió de introducción a un coro de voces hermosísimas que entonaban el Veni Creator Spiritus. El volumen de la música aumentó hasta hacer imposible cualquier conversación.

El Padre Carlos se sobresaltó al oír una serie de fuertes golpes de la palma de una mano sobre la persiana de madera de la ventana, que venían desde afuera de la casa. Se escuchó la voz del vecino, gritando:

—¡¿Pueden parar esa música?! ¡Son las dos de la mañana y me tengo que levantar a las cinco para ir a trabajar!

Una a una, las trompetas y las voces celestiales se fueron callando. Un ángel de la fila de los contratenores siguió cantando, concentrado, pero varios «¡shhhhh!» de los demás ángeles del coro lo silenciaron. El vecino volvió a su casa, vociferando enojado, mientras se alejaba:

—¡De no creer! ¡Ya me tiene cansado este chico! ¡Todos los días una nueva! ¡Falta, nada más, que se ponga una iglesia…!

El cura se dirigió al niño:

—Necesito hacerte unas preguntas.

—Adelante —respondió Zedequiel.

El Padre Carlos sacó un pequeño grabador de su bolsillo.

—¿Puedo grabar nuestra conversación?

—No soy quién para autorizarte o no. Ese eres tú. Si decides grabar, está bien. Si decides no hacerlo, también.

El cura presionó el botón play.

—¿Eres el mismo Zedequiel que detuvo la mano de Abraham cuando iba a sacrificar a su hijo?

—He hecho muchas cosas obedeciendo, humildemente, los deseos del Señor Nuestro Dios.

—¿Eres el príncipe de los kyriotites, el cuarto de los siete coros angelicales? —preguntó el cura, con admiración.

—Por favor, ten cuidado. No estoy aquí para ser venerado.

—¡Pero sos un ángel! ¿Cómo no habría de venerarte?

—No te equivoques. La adoración es propia y única de Dios. El mismísimo Juan es reprendido, en el Apocalipsis, por tratar de adorar a un ángel.

—¡Sos uno de los únicos dignos de contemplar el rostro de Nuestro Señor!

—Pero aun así, soy menor que tú. Eres un hombre, la creación más extraordinaria del Señor, quien te hizo a su imagen; y, en su infinita misericordia de Padre, te dotó de libre albedrío: la posibilidad de que elijas creer en él o no. Según nuestra naturaleza, eso nos es imposible.

—Y nosotros estamos encerrados en esta caja de carne y hueso. Ustedes son espíritu puro. En eso son mayores a nosotros.

—El Rabí Dovber describió los sentimientos que experimentaba al decir las plegarias matutinas, diciendo: «Envidio a los ángeles cuando recito la descripción de las alabanzas que le cantan a Dios. Pero cuando leo las alabanzas que entona el hombre, me pregunto '¿Dónde han ido todos los ángeles?'». Nuestro Señor comparte sus palabras. Pero te ruego me perdones. No he sido enviado a discutir contigo.

—¿Decís que tomaste posesión de ese cuerpo porque has sido enviado? ¿No lo decidiste vos solo?

—Te lo dije. No nos es permitido elegir.

—Entonces, ¿viniste con un propósito?

—Sí.

—¿Y cuál es tu misión?

—No tengo la más puta idea.

 

Monseñor miraba, sin ver, el piso de su oficina. El rostro serio mostraba una preocupación indefinida. Sobre su escritorio se encontraban varios libros, apilados y abiertos, con cierto cuidado desorden. Al alcance de su mano estaba el De Coelesti Hyerarchia de Dionysius, el Angelics and the Angelic Realm de Fares, un primer volumen de la Biblia de Arragel, revisada por Paz y Meliá, de 1920; y en una mesa auxiliar, sobre un pequeño atril, una edición romana de 1760 del Grimorium Honorii Magni. En el suelo, apilados uno sobre otro, estaban el Statua Ecclesiæ Latinæ —una copia del 1800—, el Flagellum Dæmonum de Polidorus, el Manuale Exorcistarum de Brognolus; y, por supuesto, el Malleus Maleficarum.

El Padre Carlos mantenía abierta, sobre sus piernas, la edición en español de El Zóhar, comentado por el Rabbí Ashlag. Leía en voz alta, siguiendo los renglones con su dedo índice:

—«…y el Rabí Simeón Ben Yojai continuó explicándoles: “¡Sabed que vuestras almas son inmortales! El alma se marcha tan sólo cuando el Ángel de la Muerte ha tomado posesión del cuerpo…”» No. Es alegórico. Esto tampoco sirve, Su Eminencia.

—Entiendo, Carlos —dijo el obispo. Luego tomó aire con la intención de expresar una idea, pero se contuvo. Unos segundos después continuó hablando —. La exégesis dice que los ángeles son los seres más benevolentes en cuestión de posesión. Buscan personas entregadas a las creencias religiosas, personas de fe, a las cuales pueden exponerse sin temor a ser rechazados. Deben ser personas compasivas, dulces, llenas de amor. Y usted me dice, Carlos, que este niño no tiene nada de especial en ese sentido.

—Al decir de la madre, Su Eminencia, antes de este… de esta… posesión, el niño era la piel de judas.

—Muy gráfico —se sonrió el obispo —. O sea, dudamos de la verdadera naturaleza del fenómeno, entre otras cosas, porque…

—Perdón que lo corrija. No dudo de que el pequeño Mauricio esté poseído. No dejo de preguntarme, por el contrario, si quien lo posee no es un demonio haciéndose pasar por un ángel.

—Y nos quiere jugar una broma.

—Hacernos una cámara oculta…

—¿Ha pasado algo que le haga suponerlo? Éste… espíritu, Carlos, ¿ha dicho algo que vaya en contra de las enseñanzas de Nuestro Señor?

—La verdad es que no, Su Eminencia. He hablado mucho con él y no encontré nada que se aparte de Nuestra Fe. Usted escuchó las grabaciones que hice…

—Así es. Y en ese sentido coincido con usted. Pero no creo que estemos siendo engañados. Un demonio es, por naturaleza, hipócrita, mentiroso y egoísta. A la larga, estos rasgos de su personalidad prevalecerían, dejando al descubierto su mentira. Creo, sí, que este espíritu es quien dice ser: el mismísimo ángel que se presentó ante Abraham: Zedequiel, el justo de Dios, el benevolente.

—El misericordioso, el compasivo.

—El caritativo, el patrono de los que perdonan.

—El jefe de los Hasmallim, el príncipe del Coro de las Dominaciones.

—El ángel de la libertad, uno de los portadores del Estandarte de Dios en la batalla.

—Uno de los nueve Regentes del Cielo, uno de los siete autorizados a estar en la Divina Presencia.

—Ahora —dijo el obispo, interrumpiendo la enumeración —, mi interrogante es: ¿por qué razón la mamá quiere que su hijo sea exorcizado de tamaña posesión? No veo mal que…

—Porque no lo aguantan, Su Eminencia. Un ángel puede ser tremendamente insoportable.

 

—Hágalo, Carlos —dijo el obispo.

—Pero… Su Eminencia… yo no… el Ritual… no contempla… ángeles… está hecho para… exorcizar demonios… ¿Cómo hago…?

—Ah, no sé. Usted es el exorcista. Ese no es problema mío.

 

El sol se estaba ocultando. En el patio de la casa estaban Mauricio —sentado en una silla baja, a un metro y medio de la mesa, las piernas juntas, las manos apoyadas sobre las rodillas, la espalda muy recta, la cabeza en alto y la mirada fija—; el padre Carlos, dos ayudantes de físico imponente que actuaban de monaguillos —nunca se sabe con qué fuerza se deberá contener a un poseído—, los familiares más cercanos del niño, la vieja Toribia y tres o cuatro comadres de luto riguroso, mantilla y rosario enrollado en las manos. Por sobre las medianeras que daban a las casas vecinas asomaban, temerosas, las cabezas de una treintena de curiosos. En el barrio se sabía, desde hacía unos días, que esa era la hora indicada para el comienzo del Rito.

La mesa de hormigón del patio estaba cubierta con un mantel blanquísimo; y sobre él, dispuestos con prolijidad, el acetre con agua bendita y el aspersorio, la crismera con los santos óleos, dos navetas: una con sal y la otra con cenizas, cuatro cirios en sus candelabros, una Biblia, dispuesta sobre un pequeño almohadón; un crucifijo sencillo, con una medalla de San Benito insertada en el cruce del stipes y el patibulum, y el Rituale Romanum.

El sacerdote vestía un traje negro, alzacuellos y una larga estola morada. El silencio era total.

Uno de los ayudantes encendió los cirios. El padre Carlos se paró frente a la mesa, de espaldas al niño. Bajó la cabeza, cerró los ojos y oró en silencio. Bendijo a los elementos que estaba a punto de usar, haciendo sobre ellos la señal de la cruz. En un pequeño cáliz mezcló agua bendita, un poco de sal y cenizas, agitó el recipiente y se alejó para verter el contenido en cada uno de los cuatro puntos cardinales, sobre el perímetro de un círculo de unos tres metros de diámetro, centrado en el pequeño Mauricio.

Dejó el cáliz sobre el altar improvisado, giró para quedar de frente al poseído e hizo un pequeño silencio. Luego, con voz fuerte y clara, dijo:

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —mientras acompañaba sus palabras haciendo la Señal de la Cruz con la mano derecha.

Todos los presentes, incluidos los curiosos y el mismo Mauricio, respondieron

—Amén.

Siguieron la presentación, las letanías y la liturgia de la Palabra. El niño acompañó la ceremonia como los demás, poniéndose de pie cuando fue necesario y respondiendo al diálogo de las oraciones.

Después, el padre Carlos tomó el aspersorio, lo introdujo en el acetre y esparció agua bendita sobre el poseído, recitando una oración en voz baja. Mauricio pareció iluminarse donde lo tocó cada una de las gotas de agua y sonrió como si fuese alcanzado por una paz extrema.

Doña Toribia se adelantó un paso y dijo:

—Oiga, padre…

El sacerdote giró hacia donde estaba y la reprendió con una mirada severa. Luego, dejó el aspersorio, tomo la cruz y la presentó al niño. Éste, en un movimiento brusco, que sorprendió a todos y puso en alerta a los monaguillos, tomó las manos del padre Carlos y se llevó el crucifijo a los labios, besándolo de manera apasionada.

—Escuche, padre…—volvió a la carga doña Toribia.

El cura la ignoró. Receloso y no sin temor, dejó la cruz y pasando su estola por sobre los hombros del niño, puso sus manos sobre la cabeza de Mauricio, mientras recitaba:

—El poder de Cristo Salvador te libere…

En la zona de contacto entre las manos y la cabeza del niño se encendió un resplandor azulado que comenzó a abrasar las manos del sacerdote, quien las retiró asustado, mientras las agitaba vigorosamente y se las soplaba para mitigar el ardor.

—Padre…—insistió doña Toribia.

El cura la miró, increpándola, y le dijo:

—Cállese, por favor.

Después, tomó la crismera del altar; mojó el dedo pulgar de su mano derecha en el aceite y ungió con él a Mauricio:

—Con estos Santos Óleos…

Mientras dibujaba la cruz, en la frente del niño apareció una leyenda en latín y en letras como de fuego: Ecce servus Dei. «He aquí el esclavo de Dios». Otra vez retiró, rápido y asustado, su mano del contacto con el poseído.

—Padre Carlos…—dijo Doña Toribia

El sacerdote puso sus manos sobre los hombros del niño, acercó su cara a unos veinte centímetros, oró diciendo:

—Que la virtud del Espíritu Santo Creador aleje a quien te domina, con el toque del soplo de los cristianos, como de una llama que lo quemase.

Después, sopló sobre la cabeza de Mauricio, cuyo cabello pareció encenderse como si se tratara de brasas.

Ante la pequeña conmoción, uno de los ayudantes tomó el agua bendita y la arrojó sobre la cabeza del pequeño. Se oyó un siseo de carbón al apagarse.

—Padre…—otra vez doña Toribia.

Visiblemente molesto y con la sensación de que el exorcismo se le iba de las manos, el cura contestó

—¡Cállese, le dije!

Tomó el Rituale del altar, con la mano izquierda, abriéndolo donde estaba marcado y apoyó la cruz sobre el libro; para dar comienzo a la oración de exorcismo. Con voz fuerte y clara dijo:

—Levántese Dios y sean dispersados sus enemigos…

Mauricio se estremeció.

—Oiga… —dijo doña Toribia.

—Huyan de su presencia los que le odian.

Una claridad que contrastaba con la luz escasa de la lamparita que alumbraba el patio y la tenue llama de las velas, comenzó a surgir de la piel del niño.

—Señor, pelea contra los que me atacan. Combate a los que luchan contra mí.

—Escuche, padre…

—Sufran una derrota y queden avergonzados los que me persiguen a muerte.

—Padre, un segundito…

Las letras en la frente del niño se tornaron de un blanco similar al del metal muy caliente. Un intensísimo olor a flores inundó el patio.

—Yo te ordeno, ángel del Señor, que dejes el cuerpo de este hijo de Dios…

Un viento cálido comenzó a soplar sobre los presentes. Se escuchó un murmullo profundo que parecía venir desde el cielo. Mauricio comenzó a levitar sobre la silla, con los ojos cerrados, las manos abiertas en cruz y una expresión de completo éxtasis en su rostro. Todos cayeron de rodillas.

—¡Vete de este cuerpo!

—¡Padre!

—¡Libera esta alma para que pueda amar libremente a su Creador!

Todo pareció temblar con un sonido muy grave, como un mantra recitado por millones de voces. Desde el cuerpo del niño salían rayos de luz que dibujaban arabescos, envolvían y enceguecían a todos. Las manos de las comadres dibujaban cruces a toda velocidad, mientras se santiguaban una vez tras otra.

—¡Escúcheme, padre! —gritó doña Toribia.

—¡Qué mierda quiere! —dijo el sacerdote.

—¡Si el Mauricio se lo pide, el ángel se va solo, sin que usted haga toda esta pantomima!

El cura pareció dudar, pero entendió la validez del razonamiento de la curandera. Se acercó, de nuevo, a medio metro de la cara del niño.

—¡Mauricio! —le gritó —¡Decile al ángel que se vaya!

Nada. El cuerpo del poseído parecía arder.

—¡Mauricio! —insistió el padre Carlos —¡Mauricio!

Notó un pequeño destello de duda en los ojos.

—¡Tenés que decirle al ángel que te deje!

Si bien la duda persistía, no notó comprensión.

—¡Decile que te deje!¡Tenés que decirle que te deje!

—Ze… de…—balbuceó el niño.

—¡Que se vaya!

—Ze… de… quiel —se escuchó, tímida, la voz de Mauricio —de… ja… me… por… favor.

Estalló un trueno y una explosión de luz. Un rayo potentísimo y muy blanco salió de la boca del niño e impactó en la del padre Carlos. Mauricio cayó sobre la silla en la que había estado sentado, ya sin signos de posesión. Las letras habían desaparecido de su frente. El padre Carlos voló unos metros hacia atrás y cayó de espaldas en el piso, desmayado.

El niño miró hacia todos lados, sin entender; como recién salido de un sueño. Se llevó un dedo a la nariz para sacarse un moco. Vio al cura.

—¿Qué hace el coso ese tirado en el suelo?

 

El padre Carlos vivió los tres años siguientes en olor de santidad. Fue un hombre piadoso y caritativo. Los episodios en los que aparecían estigmas en su cuerpo adquirieron cierta fama en la zona. Se conocen dos episodios de levitación en público. El primero ocurrió un domingo, en Misa, durante la Oración: entró en un trance místico y comenzó a elevarse. Subió hasta que su casulla se enganchó en la mano del Cristo que presidía el Altar. Su cuerpo giró hasta quedar patas arriba, levitando cerca del techo y como si el mismísimo Crucificado lo retuviese entre nosotros. Los feligreses apilaron, a toda velocidad y en silencio, camperas, sacos y bufandas, y las cajas de ropa que trajeron, de urgencia, de la vecina Casa de Cáritas; para amortiguar una posible caída desde unos ocho metros, si salía de su éxtasis. En esa oportunidad no hubo problemas y bajó, unos minutos después y sin salir de su trance, para seguir con la Misa como si nada hubiese pasado. La segunda vez ocurrió en el atrio de la Iglesia, una mañana de octubre, mientras conversaba con algunos fieles. Comenzó a elevarse, más liviano que una hoja. Algún gracioso lo sopló desde atrás, sólo por hacer una broma. No hubo Cristo que lo retuviese ni techo que limitase su ascenso. Siguió elevándose y se perdió, para siempre, en el cielo limpio de Villa Ballester.

 Daniel Frini. (Berrotarán, Córdoba, 1963). Es Ingeniero Mecánico Electricista de profesión, escritor y artista visual. Publicó Poemas de Adriana (2017), Manual de autoayuda para fantasmas (2015) El Diluvio Universal y otros efectos especiales (2016) y Nueve hombres que murieron en Borneo (2018). Colabora en numerosos blogs y espacios digitales. Sus ficciones integraron diversas antologías, entre las que merecen destacarse Visiones (2009), Grageas 2 (2010), Pupilas (2012), Tricentenario (2013), Lectures d'Argentine (2013), Primeros exiliados (2013), Circo Gallatico (2013), Todo el país en un libro (2014), Fútbol en breve, microrrelatos del jogo bonito (2014), Borrando fronteras (2014), Grageas 3 (2014), Il meglio di Pegasus (2015), El fantasma de las navidades presentes (2015), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Extremos (2016) y Espacio Austral (2016). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010), Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle (2017) y el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017.

 

martes, 25 de noviembre de 2025

ACACIO, BIBLIOTECARIO, INVENTOR DE LA NADA (El décimo signo)

Daniel Frini

 


El silencio domina la tarde calurosa en el monasterio eutiquiano de Deir Mar Takla, a orillas del Éufrates, en un día del año que siglos más tarde será conocido como setecientos cuarenta después del natalicio de Jesús el Cristo.

Acacio es un hombre inteligente y lector ávido de los antiguos textos griegos y árabes que enriquecen la biblioteca a su cargo, lo que le ha conferido un merecido prestigio de hombre sabio y santo.

Pasó los últimos meses abstraído en una idea apasionante, sugerida por los libros, que lo sobresalta y emociona. Hace semanas que duerme poco y nada, descuida las oraciones, apenas come y se muestra distraído y ausente. Solo esta mañana compartió su razonamiento con los otros diez monjes, mientras comían unos mendrugos de pan ácimo, y agitó la atmósfera tranquila y centenaria de los claustros ganados a la roca. La respuesta, tal como lo esperaba, ha sido de duda, en el mejor de los casos, y de escándalo en la mayoría. Solo el abad se mantuvo callado y meditando las palabras del bibliotecario.

Ahora, en el tiempo quieto que sigue al mediodía, Acacio decide que una buena manera de ordenar sus pensamientos es ponerlos por escrito.

Está en su kalbbia y, por el ventanuco abierto en la piedra, mira sin ver el horizonte árido, más allá del río. En un gesto mecánico, con su mano, limpia el palimpsesto sobre el que va a trabajar. Hunde el kálamos en el recipiente con tinta—hecha por el hermano especiero con leño de espino, nuez de agalla, piedra negra, miel, vino y vitriolo azul—, escurre el sobrante y lo dirige a la superficie, detiene su mano en el aire durante un segundo, dudando, y finalmente escribe:

 

«¿Por qué, mi Señor y Dios, me es dado hacerme esta pregunta? ¿Es el Gran Enemigo quien quiere hacerme pecar dudando de Tu Sabiduría? ¿Me he dejado ganar por la soberbia? Si has querido que algunos conocimientos permanezcan vedados a los hombres, ¿por qué encuentro que mi reflexión no es equivocada?

He conocido el ingenio sutilísimo que poseen los sabios de la India, con el que superan a los demás pueblos en aritmética y geometría, el mismo que heredaron los infieles muslimes: un valioso método de calcular, que sobrepasa toda imaginación, de manera tal que parece cosa de magos o demonios; y que manifiestan mediante nueve signos, con los que pueden indicar cualquier grado de magnitud, desde Tu Unicidad hasta la cantidad total de días de la Eternidad».

 

Un carraspeo lo detiene. Acacio gira la cabeza y se encuentra con la figura diminuta y encorvada del abad que se recorta en la puerta baja de la kalbbia.

—Bendiciones, hermano bibliotecario.

—Bendiciones, hermano abad

Acacio baja la cabeza en señal de sumisión y, aunque sabe porqué su superior está allí, pregunta con cortesía:

—¿A qué debo el honor de tu visita?

―Seré franco y directo, hermano. El Señor me ha dado la gracia inmerecida de una inteligencia que me permite apreciar el trabajo de los eruditos, como es el caso de los hombres del Panyab o de Bendosabora; o el tuyo propio, querido hermano. Me gratifico y sorprendo con la grandeza de Dios que ha negado Su Persona a los infieles, y sin embargo los ha iluminado para que con nueve trazos convenientemente ubicados resuelvan lo que ha sido un esfuerzo extraordinario para los latinos y nuestros padres griegos. Y está bien que así sea: nueve lunas necesita la madre para traer un niño a la vida, Parménides dice que el nueve es el número de las cosas absolutas, Porfirio dice, en sus Enneádes: «he tenido la alegría de hallar el producto del número perfecto, por el nueve»; nueve son las órdenes de los angeles, hay nueve clases de demonios y nueve piedras preciosas; nueve puertas permitían el acceso al kodesh ha-kodashim del Templo de Jerusalén; tres mundos hay –cielo, tierra e infierno– y en cada uno de ellos hay una tríada; por ello el nueve es el número que cierra el tercer ciclo a partir de la unidad, y con ello, la creación. Pero no entiendo, querido hermano, tu empecinamiento en decir que a los sabios que nos precedieron se les ha pasado algo por alto…

—Hermano abad, en mis meditaciones me he encontrado con cierta anomalía que es la raíz de mi desasosiego. Los Padres latinos enseñan que el Hijo de Dios volvió de entre los muertos al tercer día, y así lo aceptamos. Es nuestra fe que entregó su alma a la Misericordia del Hacedor el día viernes, que contamos como el primero; transcurrió el sábado, que es el segundo día, y resucitó para la Gloria del Padre y nuestra salvación eterna, el domingo, que contamos como el tercero. Sin embargo, tal forma de contar los días jamás me resultó clara y he dado con otra, que no hallo errónea: Jesús el Cristo murió a la hora nona del viernes. Y las horas transcurridas hasta la cuarta vigilia del domingo, cuando María de Magdala descubre el sepulcro vacío, hacen apenas un día y fracción; y no tres días como nos han enseñado nuestros Padres y profesamos en nuestro Símbolo de Fe, cuando decimos «Padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras». Ahora, hagamos el mismo razonamiento contando al revés: partiendo de la última vigilia del domingo hasta la última vigilia del sábado, contamos un día; pero la cantidad de horas desde la última vigilia del sábado a la hora nona del viernes, no hacen un día. Esto quiere decir –y esta es la clave de mi agonía– que hubo un tiempo en que no hubo días. Los nueve signos de la India no contemplan este dilema ¿es necesario un signo nuevo?

—Ni los hindúes, ni los muslimes mencionan nada acerca de este acertijo.

—Es verdad. Y solo en Ptolomeo, en el sexto tomo de su Hè Megalè Syntaxis, he encontrado un símbolo al final de una cantidad para indicar un centenar; y no puedo saber si él llegó a la misma conclusión a la que he arribado, pues nada aclara sobre el tema, y si así fuera, su notación no ha sido utilizada otra vez.

—Pero Acacio, hermano; si tal signo existiese, debería ser un signo ideado por el maligno y contrario a la Voluntad del Señor.

—Eso me inquieta, hermano abad. Tal signo representa la ausencia de cantidad. Cuando deseo adicionar a cualquier cifra la ausencia de cantidad, el resultado es la misma cifra; en cambio, cuando intento usar la tabla de Pitágoras para hacer el producto, agregando a ella el signo de la ausencia; transformo cualquier cantidad en nada. Aún cuando repetí innumerables veces esta conducta no encuentro equivocación en mi razonamiento…

—¿Te das cuenta, hermano, de lo que propones? De existir tal signo, Acacio, sería arquetipo de la ausencia y paradigma de la nada. Tendríamos a mano el Poder del Señor para destruir mundos mediante un simple signo.

—Lo he visto. Y me asusta este descubrimiento. Ruego porque la Sabiduría de Dios me guíe y me indique el camino. ¿Qué debo hacer? ¿Dar a conocer mi descubrimiento a los sabios para que ellos también conozcan Su Poder y nos acerquemos a Él? ¿Debo ocultar lo que me ha sido permitido vislumbrar?

El Abad respeta la erudición de Acacio y lo admira; y no puede más que asombrarse de la lógica del razonamiento del santo. Él ha recorrido todo el Oriente defendiendo la doctrina de Eutiques en disputas cristológicas desde Nicea hasta Antioquía. Es un hombre capaz y sabe reconocer el poder inmenso que ha descubierto Acacio en el décimo signo. Y esto lo asusta más que los daimones, diábolos y espíritus impuros a los que ha vencido; más que Asmodai, Choronzon o Jaldabaoth.

Acacio, que aún no ha soltado el kálamos, baja su cabeza y cierra los ojos.

El abad, veterano de mil batallas contra el Indigno, se mueve rápido. Toma el instrumento de caña de la mano del monje y lo clava, con todas sus fuerzas, en la garganta del bibliotecario que no alcanza, siquiera, a sorprenderse. Minutos después, Acacio muere.

El Abad sabe que el peligro está aún latente: él mismo ha visto el fruto del Árbol del Conocimiento que le fue prohibido al Padre Adán y desea olvidar con toda la fuerza de su viejo corazón, pero entiende que no podrá hacerlo. Sabe, también, que en el futuro podría ser engañado por el Oscuro y persuadido a revelar el misterio. Entonces, toma el recipiente de tinta y bebe el contenido de un trago. Se acuesta en el suelo caliente del pequeño cuarto. Reza en voz inaudible pidiendo perdón. El calor de la tarde que se alarga hacia la noche lo adormece. Recuerda la melodía de una vieja canción que le cantaba su madre; y, aunque se empeña, no consigue recordar la letra. Luego, los venenos de la tinta apagan todo para él también.

Daniel Frini. (Berrotarán, Córdoba, 1963). Es Ingeniero Mecánico Electricista de profesión, escritor y artista visual. Publicó Poemas de Adriana (2017), Manual de autoayuda para fantasmas (2015) El Diluvio Universal y otros efectos especiales (2016) y Nueve hombres que murieron en Borneo (2018). Colabora en numerosos blogs y espacios digitales. Sus ficciones integraron diversas antologías, entre las que merecen destacarse Visiones (2009), Grageas 2 (2010), Pupilas (2012), Tricentenario (2013), Lectures d'Argentine (2013), Primeros exiliados (2013), Circo Gallatico (2013), Todo el país en un libro (2014), Fútbol en breve, microrrelatos del jogo bonito (2014), Borrando fronteras (2014), Grageas 3 (2014), Il meglio di Pegasus (2015), El fantasma de las navidades presentes (2015), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Extremos (2016) y Espacio Austral (2016). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010), Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle  (2017) y el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017.

 

 

domingo, 9 de noviembre de 2025

NUESTRO SOL ERA UNA MÁQUINA DE FABRICAR SOMBRAS

Daniel Frini

 

Es la típica fotografía de último curso de la secundaria: una fila de cuatro mujeres de pie, atrás, y cinco sentadas en el frente, todas vestidas con camisa blanca y pollera azul, levantada y sujeta por el cinturón hasta parecerse a una minifalda. A la izquierda, de guardapolvo blanco impecable, también parada y algo separada del grupo, la profesora Cervetti, de geografía. Abajo, escrito con birome azul y límpida letra manuscrita, se puede leer «5to año “A”, Promoción XXVI, Colegio de la Inmaculada Concepción». Pero no es la fotografía oficial, siempre tan en foco, tan exacta. Esta es borrosa, como tomada con una cámara familiar. Los colores están velados por el tiempo transcurrido. Además, las fotografiadas, incluida Cervetti, se muestran al borde de la carcajada; parecen reaccionar a una humorada hecha por alguien ubicado atrás de la cámara. Todas, menos la joven que está sentada en el extremo derecho: obesa, rechoncha, se la adivina de baja estatura aunque está sentada; su cabello, lacio y negro, se ve descuidado; sus pies, que apenas rozan el piso, forman entre ellos un ángulo extraño; una de sus medias tres cuartos llega casi hasta la rodilla, la otra, caída, muestra una pierna fofa y manchada; tiene las manos cruzadas sobre su falda y crispadas, como suplicando; su rostro regordete es una mueca de angustia y sus ojos miran a sus manos. Es extraño, pero no cuesta imaginar que la broma por la que todas ríen la tiene a ella como blanco.

 

Mil novecientos noventa y ocho

 

…la fauna de la sabana africana está constituida principalmente dijo la joven obesa, y tragó saliva por leones, eh…, jirafas, eh…, cebras, babuinos, leopardos y ele…

¡Elefante! dijeron, a coro, las ocho compañeras restantes; y acompañaron las risotadas, festejo de una burla repetida, con una lluvia de tizas.

—¡Jovencitas! amonestó la Cervetti, sin convicción y sin disimular la sonrisa.

«No doy más» pensó la gorda. Solo eso. Giró su cabeza y miró a la ventana, límpida, brillante de sol, a no más de cinco metros de donde ella estaba y a cuatro pisos de altura. Como autómata, comenzó a correr, despatarrada, aumentando la risa de las otras; y saltó a través del vidrio. «Miren, puedo volar», pensó mientras recorría un aire cálido y salpicado de gotas de sangre y de piel cortada por los cristales. Abajo, las baldosas del patio se hicieron oscuridad. No tuvo registro del golpe, antes de que se le fuera la vida.

 

Dos mil ocho

 

¡Diez años, ya!

¡Cómo pasa el tiempo!

—Che, tendríamos que juntarnos más seguido.

—Y, viste cómo es: los chicos, los maridos…

—Dejate de pavadas.

—Miren. Traje la foto que les dije.

¡Mirá vos!

¡Qué jóvenes!

¡Qué ropa de mierda nos hacían usar!

¡Mirá los peinados!

¡Mirá la gorda, pobrecita! ¡Y la Cervetti!

¿Es cierto que la Cervetti desapareció?

Así dicen.

Fue a cobrar la jubilación al Banco y se esfumó. Me contaron que en el Banco dijeron que ahí nunca llegó.

Y, se habrá perdido. De geografía, que digamos, mucho no sabía…

¡Ja,ja! ¡Qué guacha que sos!

Una de ellas abrió su cartera, sacó un fibrón rojo, tomó la foto y dibujó dos equis; una sobre la gorda y otra sobre Cervetti.

¡Qué hija de puta!

¡Parece un cartón de bingo!

¡Ja,ja!

¡Ja,ja!

 

Dos mil dieciséis

 

En el equipo de música sonaba Sachmo, con la versión de «Heebie Jeebies», de 1926.

El hombre salió de la habitación al pasillo sombrío, sin cerrar la puerta. Sacudió sus brazos para desembarazarse de una humedad viscosa que salpicó las paredes descascaradas y sucias de otras humedades incontables. Entró a la «Sala de Operaciones», un cuartucho de tres por dos metros, con pretensiones de cocina-comedor. Allí estaban los otros dos: uno estirado sobre una silla, con la cabeza apoyada en el respaldo, los pies y las manos cruzados, los ojos cerrados y un cigarrillo a medio fumar en la comisura de los labios. El otro leía un diario de una semana atrás mientras dejaba enfriar un mate sobre la mesa.

El recién llegado fue hasta la pileta lavaplatos, abrió la canilla y metió sus brazos llenos de sangre bajo el chorro de agua. Los otros lo miraron.

—Se me fue —dijo el que se estaba lavando—. ¡Carajo!

—¿Dijo algo nuevo? —preguntó el del cigarrillo

—Na. Ya había cantado todo. Fue al pedo exprimirlo más.

—A mí se me fueron dos, hoy. Está medio fuerte el voltaje.

Los tres rieron.

—Yo soy un sentimental —siguió el primero—. No me gusta esa cosa moderna de la parrilla eléctrica. Prefiero derramar sangre….

—Sos un hijo de puta…

—Bueno —dijo el del mate—. Fin de la jornada. Ahora, a casa, con la familia…

—¿Hoy es el cumpleaños de tu nena? —lo interrogó el primero, mientras terminaba de secarse las manos con una camisa vieja y se desabrochaba el overol ensangrentado.

—No. Mañana es.

—¿Le compraste algo?

—No se me ocurre qué.

—Claro. Tiene de todo la princesa.

—Y sí, es la mimada.

—¿Pasamos por el barcito, no? —dijo el del cigarrillo, interrumpiendo a los otros.

—No puedo, tengo que llegar a casa temprano.

—Dale, pollerudo. Una cervecita, nomás.

—Bueh. Pero yo me voy enseguida.

 

Las luces de la calle estaban recién encendidas. La mujer bajó del colectivo y se quedó parada bajo la lluvia, intentando abrir su paraguas. Cuando lo logró, miró hacia ambos lados, indecisa. Hizo dos pasos hacia su izquierda y se detuvo. Volvió un paso atrás pero luego siguió caminando, despacio, hacia la dirección que había escogido primero, aunque mirando hacia todos lados. El hombre se resguardaba del agua en el umbral de una puerta, en la vereda del frente. Esperó unos segundos y cruzó la calle para seguir a la mujer que dobló en la esquina. Cuando el hombre llegó allí, ella había desaparecido. En el piso, el paraguas giraba llevado por el viento. Más allá estaba la fotografía de fin curso. La equis, hecha con tinta roja que se empezaba a diluir con el agua, tachaba el rostro de una jovencita a punto de reír, versión joven de la mujer que acababa de esfumarse.

 

En la pared del pequeño bar, el televisor mostraba, mudo, la imagen del Supremo Líder dirigiéndose a unos periodistas, a la salida de la Casa de Gobierno. Gesticulaba, como arengando a sus tropas.

Sentada en la barra, la mujer de unos veinte años miraba a la pantalla leyendo los labios, en un ejercicio que le había ayudado a sortear varios obstáculos. Más de lo mismo: «Salvar a la Patria de los invasores ideológicos, del terrorismo apátrida y construir un país nuevo para un hombre nuevo». Sonrió.

Los tres hombres entraron al bar. La mujer los siguió con la mirada, a través del espejo, hasta que se ubicaron en la mesa de siempre: al fondo, protegidos por dos paredes, los tres mirando hacia la puerta de entrada, dominando la escena; tal como todos los días, como los últimos cuarenta días en que la mujer repitió la rutina estudiándolos y haciendo que se acostumbrasen a ella. Sin que los hombres hicieran ninguna seña, el mozo les llevó una bandeja con tres porrones de cerveza. La mujer apuró la ginebra, bajó del taburete y se dirigió hacia la salida. No miró hacia atrás al pisar la vereda. Subió al auto que la esperaba.

—Están allí —dijo al conductor—. Todo va bien.

El auto arrancó, despacio.

Cinco minutos después, la explosión pulverizó la cuadra entera en la que se encontraba el pequeño bar.

 

Ya voy, hijo, ya voy.

El niño, de menos de un año, estaba sentado en su silla alta, a un costado de la mesa. La madre le alcanzó una mamadera con leche caliente.

Seis horas después llegó el padre del trabajo. El niño lloraba, aún sentado en su silla. En la casa no había nadie. En el piso, al lado de la mamadera caída, la fotografía escolar mostraba a nueve compañeras y una profesora. El rostro de la esposa, joven y sonriente, estaba tachado con una equis roja.

 

—¡Carajo! —gritó el coronel—¡Hijos de remilputas! ¡García estaba ahí! ¡Salvatierra estaba ahí! ¡Sosa estaba ahí! —miró a los integrantes de la custodia que estaban pálidos—. ¡Inútiles! ¿Cómo mierda no se dieron cuenta de que el bar estaba sembrado? ¡Fuera de mi vista! ¡Ahora!

Los hombres salieron de la oficina saludando de una manera grotesca y chocándose entre ellos.

El coronel apretó los puños sobre el escritorio. Las uñas le lastimaron las palmas de las manos.

—Benedetti —llamó en un tono bajo que no ocultaba la tensión de su voz. El edecán se acercó a él y se agachó hasta que su oído quedó a la altura de la boca del coronel, que se mantuvo rígido.

—¿Señor?

—Me los degrada a todos. Los quiero ver como soldados rasos.

—Sí, mi coronel —dijo el edecán. Se incorporó cuadrándose y se dirigió a la salida.

—¡Benedetti! —dijo nuevamente el jefe. El otro giró, mirándolo a los ojos con un gesto de interrogación.

—¿Mi coronel?

—Asegúrese que estos ineptos mueran en el primer enfrentamiento.

—¡Sí, mi coronel!

—Y quiero ese enfrentamiento esta misma noche.

—¡Sí, mi coronel! —e intentó girar, otra vez, para salir.

—¡Benedetti!!

—¿Sí, mi coronel?

—Encuéntreme a la reventada que hizo esto.

 

Ella dijo «Sayonara» y me pareció extraño porque es una de las palabras prohibidas, y ella lo sabía. Lo recuerdo bien. Al otro día yo empezaba mi decimotercer período de confinamiento civil. No le contesté. Nunca más supe de ella. Y sí, señor, me hablaron de la fotografía: ella y sus compañeras cuando estaban en el secundario. Dicen que tenía su cara marcada con una equis. No sé. Me dijeron. Nunca vi esa foto.

 

El sol de la tarde intentaba calentar los asientos de cemento de la plaza. El hombre de anteojos oscuros y pelo largo estaba sentado, casi envuelto en su sobretodo, con el cuello levantado y las manos en los bolsillos. A unos treinta metros otros dos hombres hablaban entre ellos, distendidos, mientras fumaban. Un cuarto hombre se acercó, llevando un labrador sujeto por una correa, y se sentó en el otro extremo del mismo banco donde estaba el de anteojos.

Unos quince minutos después llegó la joven. Se mostraba desorientada. Llevaba un mapa turístico en sus manos y miraba hacia todos lados, intentando ubicarse.

—Perdón —se dirigió al primer hombre—. Estoy buscando el Viejo Teatro. ¿Me puede indicar dónde está?

—A ver —respondió éste, estirando el brazo para tomar el mapa—. Permítame. ¿Qué busca?

La joven se sentó a su lado y señaló algo en la hoja.

—¿La siguieron? —preguntó el hombre.

—No. Tuve cuidado, capitán.

—Bien. Informe.

—No hubo inconvenientes. Todo salió según las órdenes.

—¿Alguien pudo identificarla?

—Es improbable. Cambié mi aspecto. Me teñí el pelo y esas cosas.

—Perfecto. Ahora tendrá que desaparecer por un tiempo. Ya sabe, por seguridad.

—Sí, capitán.

—El Comité Central está muy conforme con su desempeño.

—Gracias.

—Será condecorada y, seguramente, ascendida.

—No es necesario, capitán.

—Sí lo es. Por usted, y como ejemplo para los demás combatientes.

El hombre se levantó y se fue caminando despacio. Con intervalos de algunos minutos, se fueron, también, el hombre del perro y los otros dos.

La mujer quedó sola.

A unos cien metros, dentro de un taxi, alguien bajaba la cámara con teleobjetivo.

 

La filmación del cajero automático del banco no es muy clara. Marca la hora una y veintiséis de la noche. Se ve a la mujer que entra, introduce su tarjeta y digita la clave. Luego, hay un corte en la grabación, una especie de salto, que dura menos de un segundo. Cuando la imagen vuelve, la mujer ya no está y se ve una hoja de papel cayendo, en vaivén, que desaparece por la parte inferior de la pantalla.

Al día siguiente, el personal de limpieza encontró una fotografía en el piso del pequeño recinto de los cajeros: varias jóvenes en una foto escolar. Una de ellas con su rostro marcado en rojo.

 

La tarde se estaba transformando en noche, las luces de la calle ya estaban encendidas y, a pesar del frío, aún había movimiento de gente.

La joven caminaba por la vereda, del lado de la calle en el que estaban estacionados los autos. —«Nunca se sabe cuándo será necesario parapetarse», la habían instruido—. Al llegar a la altura de un utilitario, los dos muchachos aparecieron de improviso, jugando a la pelea, entre gritos y risas e impidiéndole el paso.

—Permiso —dijo la joven, tensa y sin mirarlos.

—No, preciosa—contestó uno de ellos—. Hasta acá llegaste.

El puñetazo en la boca del estómago la dejó sin aire y sin posibilidad de pedir auxilio.

 

Paró en el semáforo y le llamó la atención el descapotable deportivo que se estacionó a su lado. La mujer que lo manejaba era madura y hermosa. Recordaría, después, que pensó en la discordancia de esa mujer en ese auto. Dirigió su vista al cambio de luz, que pasó a verde, puso primera y arrancó, despacio. Se sobresaltó por el ruido del impacto del deportivo contra los autos estacionados. Notó que la mujer ya no estaba. Apenas logró estacionar, se bajó a ver en qué podía ayudar. No prestó atención a la fotografía que estaba en el asiento del acompañante.

 

—Está detenida, mi coronel —dijo el edecán, mientras entregaba una carpeta a su jefe.

El coronel la abrió, pasó unos papeles y se detuvo en la cara de una joven sonriente, al sol, en una plaza, junto con dos hombres y un perro. La foto era grumosa.

—¿Seguro?

—Sí, mi coronel.

—¿Quién la agarró?

—La gente de Cardona.

—Bien. ¿Dónde está ahora?

—La tienen en el Pozo del Sur.

—Perfecto, Benedetti, perfecto. Dígale al chofer que prepare mi auto. Vamos para allá.

 

El avión despegó a horario. La mujer sentada en el diecinueve efe, del lado de la ventanilla, se durmió enseguida. Estaba sola en su fila. Cuando, unos cuarenta minutos después, los auxiliares de a bordo llegaron hasta su asiento con el refrigerio, ella ya no estaba. Nunca volvieron a verla. Uno o dos días después, el encargado de limpieza encontró la fotografía. No le dio importancia y la arrojó a la basura.

 

El puño se estrelló en su rostro y su cuello se dobló hacia atrás cuando la espalda golpeó con el respaldo de la silla de metal, fijada con tornillos al piso. De su boca hinchada apenas escapó un gemido. Sus manos se crisparon y de las heridas de sus muñecas, que estaban atadas con alambre a los apoyabrazos, escapó un chorro de sangre que mojó las botamangas del pantalón del coronel, que dijo:

—Escúcheme, señorita. Si fuese por mí, simplemente la mataría. Después de lo que hizo, aún la muerte es una sanción escasa. Sin embargo, podría decirse que somos gente de negocios: nos interesan los resultados y no nos regodeamos en el castigo innecesario. Pero usted sabe: nuestro Supremo Líder tiene una reputación que mantener y, además, debemos dejar un mensaje para que todos entiendan que no deben imaginar, siquiera, hacer lo mismo. Por eso es que me veo obligado a hacer que la torturen. Y causarle el mayor daño posible antes de matarla. No es nada personal —y agregó, dirigiéndose al subordinado que estaba a su lado—. Proceda, sargento.

Otra vez el puño.

 

La mujer llegó a la guardia del hospital con dolores muy fuertes en la zona abdominal y el costado izquierdo de su espalda. Lloraba. El médico la revisó y ordenó que la internasen allí mismo, en observación, mientras le administraban suero y calmantes.

¿Se siente mejor? —dijo la enfermera.

No-o… ¿Qué…tengo?

Unas piedritas, chiquitas, en los riñones. No se preocupe, mamita: se van solas. Descanse. Vuelvo enseguida ¿eh?

Cuando regresó, la enfermera encontró la camilla vacía. La bajada de suero llegaba hasta el catéter apoyado en las sábanas. La aguja señalaba la cara de una mujer, tachada con una equis roja, en una fotografía, borrosa y vieja, de fin de curso.

 

—Era la hija de la doctora Arancibia, mi coronel.

—¿Qué Arancibia, Benedetti? ¿La jueza?

—Así es, mi coronel.

—Apa. Así que el Poder Judicial también juega en este partido.

—La doctora anda haciendo averiguaciones.

—¿Vio el cuerpo de la putita de su hija?

—Sí, mi coronel. Cardona cumplió su orden de dejarla donde todos pudieran verla.

—Un buen ejemplo, ¿no? —acotó el coronel, con una sonrisa—. Haga que levanten a Arancibia. La quiero para mí.

 

La mujer estaba desnuda, su cuerpo amoratado. Los grilletes en sus muñecas, sujetos con cadenas al techo, la mantenían de pie. La cabeza, ensangrentada, caía sobre su pecho. En el sótano estaban solo ella y el coronel.

—Qué pena, doctora, que no supiera educar a su hija —dijo mientras tomaba el pelo de la mujer, levantaba su cabeza y se preparaba para golpearla en la zona hepática, una vez más, con una manopla de acero.

Advirtió, quizá en la mirada sorprendida de la jueza —a pesar de sus ojos casi cerrados por los golpes— que, detrás de él, algo pasaba. Giró, rápido, y vio a una jovencita obesa, rechoncha, de baja estatura y piernas fofas; toda su piel pálida y tajeada.

—Ella me pertenece —dijo la aparición, mientras tomaba la cabeza del Coronel con ambas manos y la giraba ciento ochenta grados.

Siete u ocho horas después, Benedetti bajó al sótano. El coronel estaba tirado en el piso, muerto. Los grilletes colgaban del techo, vacíos.

Revisó todo el sótano, con parsimonia. No había forma de salir, más que por la puerta que siempre estuvo cerrada y custodiada («Déjenme solo», había dicho el coronel). Entre los papeles desparramados en la suciedad, encontró, sobre una pila de libros desordenados, la fotografía de unas muchachas posando con una profesora, típico retrato de fin de curso. Una equis roja tachaba el rostro de una jovencita; que era, también, la jueza.

Daniel Frini. (Berrotarán, Córdoba, 1963). Es Ingeniero Mecánico Electricista de profesión, escritor y artista visual. Publicó Poemas de Adriana (2017), Manual de autoayuda para fantasmas (2015) El Diluvio Universal y otros efectos especiales (2016) y Nueve hombres que murieron en Borneo (2018). Colabora en numerosos blogs y espacios digitales. Sus ficciones integraron diversas antologías, entre las que merecen destacarse Visiones (2009), Grageas 2 (2010), Pupilas (2012), Tricentenario (2013), Lectures d'Argentine (2013), Primeros exiliados (2013), Circo Gallatico (2013), Todo el país en un libro (2014), Fútbol en breve, microrrelatos del jogo bonito (2014), Borrando fronteras (2014), Grageas 3 (2014), Il meglio di Pegasus (2015), El fantasma de las navidades presentes (2015), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Extremos (2016) y Espacio Austral (2016). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010), Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle  (2017) y el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017.

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