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miércoles, 12 de junio de 2024

PLAY, REWIND, FORWARD

Daniel Frini

 

I – La consultora

 

Buenos días, señor, ¿qué desea?

Tengo una entrevista con el señor… dijo Javier, mientras desplegaba una pequeña servilleta de  la pizzería Santa María, donde había anotado el nombre del ejecutivo de cuentasSandoval. El señor Sandoval.

Muy bien, tome asiento. Lo atenderá enseguida.

Diez minutos después, la secretaria lo hizo pasar a un cubículo pequeño, pero acogedor. Una mesa para seis personas, de metal, con tapa de vidrio oscuro; sillas de pana azul, y un pequeño mueble de madera, enchapado en nogal, sobre el que descansaba una cafetera humeante, con dos tacitas listas para ser servidas. En la pared, bien grande, estaba el logo de la empresa, letras azules en relieve, sobre un óvalo blanco: «Volkov, Kumari &Asociados». Detrás de Javier, entró Sandoval.

¡Buenos días, señor Bonfigli! ¿Cómo está usted? ¿Bien? ¡Tome asiento, por favor! ¿Apetece un café?

Buen di… Bien, gra…Grac… Sí, por favor.

Bonfigli ocupó la silla más próxima a la puerta, por las dudas una vieja costumbre heredada de las épocas en que se debía contar con una buena vía de escape ante los acreedores mientras Sandoval servía el café.

¿Qué lo trae por acá, Javier? ¿Me permite que le diga Javier? ¿Azúcar o edulcorante?

Bueno, yo… Sí, esta bie… Azúcar, gracias. Bueno, mi problema es el siguiente…

Calor ¿no? ¿Bajo la temperatura del aire acondicionado? ¿Hace mucho que me espera? ¡Continúe, por favor, continúe!

Y, si, mucho cal… No, está b… No, apenas unos min… Bueno, le decía que…

Ajá. ¿Vino en auto? ¿Encontró fácil el estacionamiento?

Escúcheme, Sandoval —dijo Bonfigli, subiendo el tono de su voz y haciendo una seña con la mano—, ¿me va a dejar hablar o vamos a seguir así toda la mañana?

Sandoval sintió un escalofrío en la nuca.

Hable, nomás, don Javier… dijo, en un susurro.

Yo supe tener un videoclub en Quilmes hasta hace unos años, Me quedaron en stock como veinte mil películas en VHS, y no sé qué hacer con ellas. ¿Qué me sugiere?

El ejecutivo de cuentas esbozó una sonrisa.

Podría perdérselas en…

No sea guarango interrumpió Bonfigli—. Además, esa fue la primera opción. Estoy buscando otras.

Sandoval recuperó la compostura. Algo le decía que no era conveniente hacer enojar a este cliente.

¿Consideró algunas otras?

Alguien que fuera amigo mío, un tal Hartman, me propuso que crease un espectáculo de circo. Lo apreciaba mucho. Lástima que ahora esté convaleciente. Duele una caída desde el quinto piso.

Bien, bien. Déjeme evaluar algunas ideas y lo llamo a la brevedad…

 

II El negocio

 

Dos años después de haber pisado por primera vez las oficinas de «Volkov, Kumari & Asociados», Javier Bonfigli dirigía su propio y próspero negocio: la cadena de locales de consultoría emocional: «I-Ching Cinema», que contaba con doce sucursales en Capital y gran Buenos Aires, incluso dos en La Salada.

Sandoval bajó de su auto, en la playa privada del local de avenida Libertador, donde estaba  el hedquarter del ahora doctor Bonfigli. Se dirigió a la entrada. La puerta se abrió sola, y el sistema de control digital lo saludó con una voz suave y cantarina.

Buenos días, licenciado Sandoval. El doctor lo espera en su oficina.

El ejecutivo de cuentas de la consultora caminó por la alfombra mullida que cubría el pasillo. Al llegar al despacho de Bonfigli, la puerta le dejó paso y el sistema lo anunció.

El licenciado Sandoval. Adelante, por favor.

El doctor se levantó de su sillón de cuero Leap, original de WorkLounge & Ottoman, y dejó su escritorio de nogal Rafaello, de estilo imperio tardío; y se dirigió con paso rápido y los brazos abiertos, al visitante.

¡Qué hacé, tri-tri!

¿Cómo le va, doctor? ¿Cómo andan sus cosas? ¿Bien? ¿Cómo lo trata el frío? ¿No se toma vacaciones de invierno este año?

No empecés, Sandoval. Sentate.

Está bien. Es la costumbre…

…de mierda que tenés. ¿Querés un whiskicito?

No, gracias. Algunos tenemos que trabajar. ¿Como va la empresa?

¡Fantástico! La verdad, no me voy a cansar de decírtelo. ¡Una idea brillante! ¡Los pacientes hacen cola!

 

III El caso de la mujer engañada

 

Fue uno de los primeros.

La mujer llegó hasta el consultorio del doctor Javier, como se lo conocía, desesperada. Pagó los quinientos dólares sin chistar.

Creo que mi marido me engaña, doctor. Encontré una tarjetita en un bolsillo del pantalón, cuando volvió del trabajo. Era la tarjeta de un hotel. Y nosotros hace años que no nos vamos de vacaciones, aunque muy pocas veces fuimos a un hotel. En general, en carpa…

¿Tiene la tarjetita?

Acá está.

Él la miró y dejó escapar una sutil sonrisa. La tarjeta tenía escrito «Hotel T-lazampo».

—¿En qué trabaja su marido?

—Es empresario gastronómico. Tiene un restaurant en Puerto Madero.

—Vamos a hacer lo siguiente. Déjeme consultar el oráculo. Mientras, usted vaya a ese altarcito del gauchito Gil y réceme quince avemarías y veintitrés padrenuestros.

Javier tomó el catálogo de películas, lo abrió en «románticas», eligió «Doble infidelidad», del año ’69, dirigida por Kubrick. Se fijó el número de almacén, buscó el VHS, lo colocó en la reproductora –una vieja JVC BR-6400TR, de la década del ‘80– y le dio forward hasta la escena en que Michael Caine, en su papel de Robert Ballard, un ejecutivo próspero que engaña a su esposa con una modelo mucho más joven, está trabajando en su estudio. Entra en escena la esposa, Leonie Ballard, interpretada por Lynn Redgrave, que ha descubierto la infidelidad y, muy elegante, vestida de negro, lo confronta, mostrándole las fotos que documentan el engaño. La atmósfera es de tensión y drama. La actuación de Lynn Redgrave es memorable, y transmite ira, dolor y, de alguna manera, la traición que desgarra a su personaje.

 

LEONIE: (Con voz temblorosa) ¿Qué es esto, Robert? ¿Me puedes explicar esto?

ROBERT: (Nervioso) Leonie, yo... no es lo que parece.

LEONIE: ¡No me mientas! He visto las fotos. ¡Me engañaste!

ROBERT: (Tratando de calmarla) Lo siento, Leonie. Fue un error. No volverá a suceder...

LEONIE: ¡No me digas eso! ¡Destruiste nuestro matrimonio! (llena de ira y dolor, toma un jarrón y lo lanza contra la pared, haciéndolo añicos. Robert se queda atónito ante la furia de su esposa. Ella grita) ¡No puedo creer que me hayas hecho esto! ¡Te he dado todo mi amor, mi confianza!

ROBERT: (Intentando acercarse) Leonie, por favor, escúchame...

LEONIE: ¡No quiero escucharte! ¡Vete! ¡No quiero volver a verte! (sale corriendo de la habitación, dejando a Robert solo en el estudio, con los restos del jarrón roto. Él se muestra abatido y arrepentido).

 

Cuando la mujer terminó de rezar, la llamó a su oficina y apretó play. Ella miró absorta la escena. Cuando terminó, dijo en un susurro…

No entiendo…

Bonfigli apretó stop, luego rewing, stop y, nuevamente, play. La escena se repitió. Al final, dijo:

Está clarísimo. El I-Chin Cinema no deja lugar a dudas. —Lo dijo, aunque, en realidad, no tenía ninguna idea de cómo relacionar el problema de la mujer con la escena que le había mostrado.

Ella se mantuvo absorta unos segundos y, luego, sonrió con cierta malicia.

A la semana siguiente, Javier se enteró, por terceros, de un cierto empresario gastronómico que había engañado a su mujer y esta, al enterarse, le reventó las tarjetas y la cuenta del banco, y lo dejó en la ruina.

IV El empresario estafado por el socio

 

¡Desesperante, Doctor! ¡Nada menos que a Aruba, se fue! ¡Y con mi secretaria!

¿Y, seré curioso, mucho le sacó?

¡Todos los dólares de la caja fuerte, que debían ser como ciento cincuenta mil! ¡No sé! ¡El llevaba los libros!

Tranquilícese. Déjeme ver qué solución le encontramos. ¿Practica usted alguna religión?

¡¿Qué sé yo?!, ¿qué tiene que ver?

Por favor, Marina el doctor llamó por el intercomunicador de su consultorio.

La secretaria entró.

Acompañá al señor a la zona de meditación unos segundos.

Y agregó dirigiéndose al paciente

Vaya con ella. Encontrará varias salitas con diversos altares. Budismo, sintoísmo, judaísmo, cristianismo, islamismo. Elija la que quiera y rece, haga yoga o rásquese el ganso hasta que yo lo llame.

El doctor Bonfigli repitió la rutina.

Esta vez eligió «El tercer hombre», del ’49. Una obra maestra del cine negro, dirigida por Carol Red. Puso el VHS en el reproductor –ahora un Funai DV220FX5 Dual-Deck DVD/VHS del 2016, el último fabricado en el mundo y traído especialmente desde la casa matriz en Osaka en el 2023— y apretó forward en el control remoto, hasta la parte en que Anna Schmidt, interpretada por Alida Valli, y Holly Martins, personificado por Joseph Cotten, están en un callejón oscuro de Viena, y ella le cuenta a él acerca de sus sospechas de que Harry, su exnovio y amigo de Martins, ha sido asesinado por su propio socio, el mayor Calloway, que es protagonizado por Trevor Howard. La escena está llena de tensión y suspenso. Joseph Cotten y Alida Valli transmiten la desconfianza y la determinación de sus personajes.

 

ANNA: (Susurrando) Harry me dijo que Calloway lo estaba engañando. Que le robaba dinero y lo ponía en peligro.

HOLLY: (Incrédulo) No puedo creerlo. Harry y Calloway eran socios desde hace años.

ANNA: Lo sé, pero algo ha cambiado. Harry estaba a punto de denunciarlo.

HOLLY: (Preocupado) ¿Y qué crees que hizo Calloway?

ANNA: (Con voz temblorosa) Lo mató, Holly. Estoy segura de ello. (En ese momento, el Mayor Calloway aparece en el callejón. Al ver a Holly y Anna, se acerca con una sonrisa fingida.)

CALLOWAY: (Con tono amistoso) ¡Holly! ¡Qué sorpresa encontrarte aquí!

HOLLY: (Con frialdad) Mayor Calloway, tengo algunas preguntas para usted.

CALLOWAY: (Nervioso) ¿Preguntas? ¿De qué se trata?

HOLLY: (Mirándolo fijo) Quiero saber qué pasó con mi amigo, Harry Lime.

CALLOWAY: (Tratando de desviar la atención) Un accidente desafortunado, eso es todo. Un accidente.

HOLLY: (Incrédulo) No me diga. Yo sé la verdad. Usted lo mató, ¿verdad?

CALLOWAY: (Con furia) ¡Eso es una mentira! ¡No tiene pruebas de lo que dice!

HOLLY: (Sacando una carta del bolsillo) Tengo esta carta, escrita por el propio Harry. En ella confiesa que usted lo estaba engañando y que él planeaba denunciarlo.

CALLOWAY: (Pálido) ¡Esa carta es falsa! ¡La ha inventado!

HOLLY: (Mostrando la carta a Anna) ¿Qué opina usted, Ana? ¿Le parece falsa? (Anna con  un movimiento de cabeza, confirma la autenticidad de la carta. Callaway, acorralado, se da cuenta de que ha sido descubierto. Intenta huir, pero Holly y Anna lo detienen.)

 

Llamó al ejecutivo y apretó play. Joseph Cotten y Alida Valli aparecieron en el callejón de Viena en toda la pantalla del Samsung Q80C con pantalla de 98 pulgadas. Llegó al final de la escena y pulsó rewind, llegó otra vez al principio y, nuevamente, apretó play. Hacía esto, lo había aprendido con los años, para que el propio interesado sacara sus conclusiones, sin que él tuviese que resolver nada.

¡Qué lo tiró! ¡Gracias, doctor!

Dos semanas después, El doctor Bonfigli leyó en el portal de Crónica: «Empresario mata a socio en drama pasional».

Ups dijo el doctor, mientras cerraba su notebook Asus Rog GX700VO y se servía otro whisky.

 

V El enamorado

 

—¿Qué le hice yo? Dígame, doctor, ¿qué le hice yo?

—Y, amigo, usted sabe cómo son estas cosas. Un día lo ama y al otro, ese amor se esfumó. Como un whiskicito: ahora está en el vaso —dijo, tomando el último sorbo—, y ahora no.

—Pero, ¿a usted le parece? —agregó, sollozando—. ¡Siete años con ella! ¡Siete! ¡Comprometidos en matrimonio! Y viene y me dice «No sos vos, soy yo», «Necesito mi espacio» y «Debo tomar un tiempo para mí, unos nueve o diez años» ¿A usted le parece?

—El amor es un caramelo «Media Hora» —dijo Bonfigli, a cuenta de nada. Cambiando el tono de voz a uno más resolutivo, agregó—. Mire, vamos a hacer lo siguiente: yo consulto las profecías mientras usted va a pasear su perro, su gato, su ornitorrinco o se pone a contar hormigas. Lo que más le venga en ganas. Cuando tenga la solución, lo llamo y conversamos.

Como los años lo habían convertido en experto, Javier, sin consultar el catálogo, tomó el VHS de la clásica «Casablanca» –dirigida por Michael Curtiz, 1942–, buscó la escena en la que Humphrey Bogart, en el papel de Rick Blaine, un estadounidense expatriado que dirige el Rick’s Café  en la Casablanca de la Segunda Guerra Mundial, ve entrar a su local a Ingrid Bergman, que interpreta a Ilsa Lund, ex amante de Rick, con su esposo, Paul Henreid, que le da vida a Victor Laszlo, un líder de la resistencia checa. Ilsa y Victor desesperan por llegar a Estados Unidos y están allí para pedirle ayuda a Rick. Humphrey Bogart e Ingrid Bergman dejan ver el dolor y la nostalgia de sus personajes.

 

ILSA: (Con voz temblorosa) Rick, no puedo creer que estés aquí.

RICK: (Sorprendido de ver a Ilsa después de muchos años y lleno de dolor por su amor perdido, trata de mantener la compostura) Ilsa, ha pasado mucho tiempo.

ILSA: Sí, demasiado tiempo.

RICK: (Mirando a Victor) ¿Y este señor?

ILSA: (Presentándolo) Este es mi esposo, Victor Laszlo.

RICK: (Con enfado) ¿Tu esposo?

VICTOR: (Extendiendo la mano) Un placer conocerte, Rick. (Rick estrecha la mano de Victor con frialdad, mientras Ilsa observa la tensión entre los dos hombres.)

ILSA: Rick, necesitamos tu ayuda. Victor es un líder de la resistencia checa y los nazis lo buscan. Necesitamos una forma de salir de Casablanca.

RICK: (Con amargura) No sé si puedo ayudarte, Ilsa.

ILSA: (Suplicando) Por favor, Rick. Es la única esperanza que nos queda. (Rick lucha contra sus sentimientos por Ilsa y su deseo de ayudarla. Sabe que si la ayuda a escapar, nunca volverá a verla.)

RICK: (Mirando a Ilsa a los ojos) Lo haré, Ilsa. Te ayudaré a escapar. (Ilsa sonríe con lágrimas en los ojos, agradecida por la ayuda de Rick. Sin embargo, este sabe que es el final de su amor y la última vez que la verá).

 

Bonfigli repitió el ritual: play, rewind, forward, play.

El enamorado lo miró con ojos sorprendidos.

—¡Gracias, doctor, gracias! ¡Mi problema está resuelto!

Unos meses más tarde, Javier recibió una llamada en su Asus ROG Phone 3 Strix Edition. Desde la recepción, Marina, su secretaria, lo oyó decir: «¿Qué hacé, Sandoval. Ajá. ¿Y qué noticias tenés, tri-tri? ¿Monje budista? ¡¿En el Tibet?! Mirá vó.»


Daniel Frini. (Berrotarán, Córdoba, 1963). Es Ingeniero Mecánico Electricista de profesión, escritor y artista visual. Publicó Poemas de Adriana (2017), Manual de autoayuda para fantasmas (2015) El Diluvio Universal y otros efectos especiales (2016) y Nueve hombres que murieron en Borneo (2018). Colabora en numerosos blogs y espacios digitales. Sus ficciones integraron diversas antologías, entre las que merecen destacarse Visiones (2009), Grageas 2 (2010), Pupilas (2012), Tricentenario (2013), Lectures d'Argentine (2013), Primeros exiliados (2013), Circo Gallatico (2013), Todo el país en un libro (2014), Fútbol en breve, microrrelatos del jogo bonito (2014), Borrando fronteras (2014), Grageas 3 (2014), Il meglio di Pegasus (2015), El fantasma de las navidades presentes (2015), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Extremos (2016) y Espacio Austral (2016). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010), Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle  (2017) y el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017.

sábado, 4 de mayo de 2024

RODRÍGUEZ


Daniel Frini

 


—Buen día, doña María, ¿Qué va a llevar?

—Buen día, Ernesto; que calor que tiempo loco deme dos kilos de papa blanca qué humedad y a mi con este reuma que me tiene tan mal un kilo de zanahoria pero que sean más vale grandes no esa no póngame aquella y diga que me queda cerca para hacer las compras porque si no no sé y una que está sola se le hace difícil un kilo de zapallitos verdes de esos medianos diga que lo tengo al Rodríguez mire qué bonito está viera que obediente que es un poquito de perejil deme que es una compañía desde que el finado me dejo ya va a hacer un año sabe y verduritas para el caldo el Rodríguez siempre fue como un hijo para nosotros el finado lo adoraba porque no pudimos tener hijos porque el finado tenía problemas allá abajo sabe entonces el Rodríguez vino a ser el hijo que no tuvimos …

Rodríguez soy yo.

Un gato callejero, hijo y descendiente de gatos callejeros con un lejanísimo antepasado cartujo que, según se comenta en la familia, supo ganar un primer premio en una muestra en París, en época de la Exposición Universal y cuando Eiffel construía su torre.

Supongo que de él habré heredado los ojos de color ámbar y el pelo corto y aterciopelado.

El finado es don Javier, esposo de doña María, y fallecido en circunstancias extrañas, que veremos después. El me sacó de la calle cuando estaba abandonado, y me llevó a su casa; de esto hará ya unos cuatro años. Fue él, también, quien me puso Rodríguez porque, decía, mis bigotes finitos le recordaban a los de un jefe que tuvo cuando trabajó en el Correo, en épocas en que todavía era correo y no ahora que está privatizado y sólo sirve para mandar facturas y deudas, decía don Javier.

Doña María, está claro, es la viuda. Es y fue siempre insoportable. Dice que soy como su hijo, pero lo cierto es que le sirvo de accesorio para cuando se pasea por el barrio, de riguroso negro en señal de luto, pero de labios y ojos pintados; y con el pelo teñido de un color extraño, entre violeta y rojo. Cada vez que sale a hacer las compras, la ceremonia de preparativos se extiende por más de una hora. Me cepilla, me peina, me pone un collar de cinta roja en el cuello y limpia el cascabel que puso en mi cola a la semana, apenas, de enviudar, que le sirve como excusa para poder esgrimir, una vez más, su chiste preferido y que repite hasta el hartazgo:

—Yo sí le puse el cascabel al gato ja ja.

Cuando estamos en casa, en cambio, la situación es completamente distinta. Son normales los golpes, ¡hasta porque el cascabel hace ruido! Allí no soy su hijo, sino el gato de porquería que te vio el finado andá a saber yo no sé porque no te dejó tirado por mi te podes morir mira que andás ensuciando todo y de noche te vas con esas locas y volvés todo mugriento y me llenás todo de pelo y después tengo que perder tiempo limpiándote a vos y a la casa como si no tuviera otra cosa que hacer habrase visto.

 

Este drama empezó el día en que don Javier se jubiló por fin, unos meses antes de morir, aunque las causas venían encaminándose desde bastante tiempo antes.

La vida de la pareja distó siempre de ser armoniosa. Francamente, no se soportaban. Pero el hecho de que ahora don Javier estuviese todo el día en casa, necesariamente empeoró la situación.

El amó con locura al ajedrez; y durante años fue común verlo, en las tardecitas después de salir del trabajo, sentado en una mesa de la plaza jugando con los eternos rivales del Club de Abuelos. Y gastaba las horas antes de ir a la cama estudiando las partidas geniales de su admirado Capablanca contra Lasker, Marshall, o Tartakower, con el tablero a su frente y una vieja enciclopedia entre las manos. Al jubilarse, prácticamente no hacía otra cosa: o en la plaza con otros jubilados, o en casa solo, en la mesita del living, frente al tablero y sus revistas; y siempre conmigo en su falda o en la mesa, al lado del tablero. Mis mejores recuerdos son de él acariciando mi lomo, mientras se ensoñaba con la defensa Eslava o el gambito Evans y yo lo acompañaba con mi ronroneo.

En cambio, doña María odió siempre al ajedrez, en la misma medida en que a su marido le atraía. Ella amaba las telenovelas, que eran su pasión. A las tres de la tarde en punto el mundo se detenía por dos horas. Las tareas que estuviese haciendo y hasta las mismas cosas que estuviese limpiando se quedaban como suspendidas en el aire cuando el viejo Zenith de la cocina anunciaba:

—Y a continuación, quédese con nosotros y acompáñenos a ver a Tadeo Iraola Mendoza y a Mercedita Pereyra Fuentes en “Almas en Ropa Interior”…

Tomaba su tejido —una bufanda que empezó debe hacer unos diez años—, y se sentaba frente al televisor; y sólo allí vivía. Pero ni siquiera así se callaba.

—Ay pobre Alejandra Javiera venir a quedarse ciega después de que el Rómulo Ignacio perdiera la memoria suerte que la medio hermana por parte de madre que se caso con el padre de Alejandra Javiera esta con ella para protegerla del malo del Idelfonso Carlos que si no ese y la otra chirusa de la Clodovea Claudia se le quedan con toda la herencia de ese campo para criar pollos que el abuelo le dejo en Bucarest…

Don Javier, desde el living la oía en silencio, levantaba la vista, me miraba a mí, que estaba despatarrado en el sillón, como pidiéndome consejo y dejaba escapar un suspiro profundo.

Doña María, que no tiene un pelo de zonza, lo escuchaba. Al principio se hizo la desentendida y siguió con sus comentarios

—Mirala vos a la Eleonor Graciela qué mal le queda ese solerito como se ve que es una trepadora que no sabe vestirse no lo merece a Ramiro Juan tan buen mozo él…

Con los días don Javier transformó sus suspiros en bufidos y doña María no pudo resistir más los sordos embates de su marido

—No sé qué bufás vos che si tenes que decirme algo decímelo de frente y no andés cuchicheando por lo bajo vos y ese gato de porquería…

Su marido callaba, lo que hizo que los comentarios fuesen cada vez más fuertes

—Seguí nomás vos estaría bueno que me arregles el cuerito de la canilla del lavadero y dejés ese jueguito que no sé qué le viste si no haces otra cosa que pasártela moviendo las piecitas esas como si fueran a ir a algún lado y mira que mala suerte la Alejandra Javiera venir a perder el pelo con el detergente adulterado…

Del otro lado, silencio. O a lo sumo un bufido más fuerte. Y los ataques arreciaban, sin que apartara la vista del televisor:

—Un día de estos me canso y saco a la calle esos pedazos de madera que ni para encender fuego sirven decí que una es educada que si no quemo todo mirá vos el marido de la del chalet de la otra cuadra también se jubilo y ahí lo ves vos cortando el césped o ayudando a la bruja de la mujer a cortar la ligustrina y eso que no tiene la suerte de haberse casado con una…

Cierta vez, cansado, don Javier contestó con una sola palabra

—Callate.

Doña María, sorprendida, no desaprovechó la oportunidad.

—Ah ahora habla el caballero pensé que ese jueguito de porquería le había quemado la neurona que el señor ya no sabe como se usa pero resulta que si se acuerda de hablar y podría usar lo poco que le debe haber quedado de entendimiento para arreglar la luz de la escalera en vez de entretenerse con los caballitos y las torrecitas como si fuesen de enserio como se nota que al señor las cosas le vienen de encima…

Él, con una templanza admirable, dejó la enciclopedia sobre el sillón, se levantó y giró hasta quedar de frente a su mujer, en el living, ella en la cocina y con voz aplomada, segura, le dijo:

—María, andate a la reputa madre que te remilparió.

Se sentó nuevamente; y siguió jugando como antes. Esa fue la única vez que vi a doña María callada.

Desde ese momento, ella dejó de dirigirle la palabra, aunque no dejó de hablar. Y, tal vez sacando la idea de algún capítulo de “Almas en Ropa Interior”, decidió su próximo paso: poner veneno para ratas en la comida de su marido. Creo que en un principio debe haber usado solo un grano con cumarina, o dos, disueltos en la sopa o en la salsa de los tallarines, como una forma de resolver su impotencia; y no creo que quisiera pasar a mayores. Y esperaba que don Javier, en algún momento, le pidiese disculpas. Como esto nunca pasó, ella fue aumentando la dosis hasta enfermarlo seriamente y, finalmente, matarlo.

Cuando empezaron las hemorragias, él debe haber sospechado. Conocedor del final que se acercaba, y quizá sin ánimo para dar pelea –nunca lo sabré— se puso en la tarea de enseñarme lo que yo debía hacer cuando él se fuera.

Solía hablarme por horas, mientras me acariciaba asegurándose que yo le prestase atención con un “¿entendiste?” cada tanto, que yo respondía entrecerrando mis ojos.

Me hablaba cuando paseábamos por la plaza, y cuando ya no pudo caminar, en las madrugadas cuando los dolores insoportables lo doblaban.

Me decía:

—Y lo vamos a hacer tranquilos, seguros, como el viejo Capablanca enrroscó a Alekhine en Nueva York con la defensa India de Dama. Fue en el veintisiete. En el mismo año que jugaron acá el Campeonato Mundial. Mirá vos cuánto tiempo que hace.

Nadie, ni los médicos, sospecharon en ningún momento. Que la edad, que una vieja úlcera, que los achaques, que tiene que tomar más agua, que hágase lavativas de aloe, que tuve una tía que le pasó lo mismo y fue de don Ramón y le dio un te a base de cardo que le hizo muy bien, al final se murió, pero pasó unos meses sin dolor…

Él resistió con un código propio, sin quejas, sin gritos ni insultos, aunque varias veces lo vi llorar.

Un domingo de junio, a la tarde casi noche, a la hora más triste de la semana, se fue.

Doña María lloró solo frente a los vecinos y no perdió oportunidad para mostrarse desolada.

—Ay, Javier ¿porque te fuiste? mira que dejarme sola qué voy a hacer ahora una mujer como yo desamparada y en una casa tan grande ay Javier volvé Dios mío porque a mi me pasa esto ay Señor no hay justicia tanta gente mala y te lo tuviste que llevar a el justamente tan buen hombre que era Javier no me dejés sola hoy estamos mañana no estamos ay…

Una vez, y solo una, estuvo a punto de delatarse. Y nada menos que frente al doctor que trató a su marido.

—Nunca pensé que ay Dios mío fuera a hacerle tan mal creo que se me fue la ma…que se me fue el compañero de la vida ay doctor porqué no hay justicia en el mundo usté vio que hombre sano que era y se me fue así de un día para el otro no somos nada…

El doctor, apático, nunca entrevió nada. Nadie se dio cuenta de nada.

Entonces, me preparé para el remate de la partida que iniciara don Javier. Me dejé hacer, me dejé golpear, cepillar, bañar, colgarme cosas raras y todo para ganarme la confianza del enemigo, para hacerlo bajar la guardia y encontrarlo, por fin, desprevenido. Con infinita paciencia, con el tiempo de mi lado esperé el descuido.

Doña María estaba siguiendo, como todos los días, la telenovela con su tejido en las manos, pero sin tejer, hablando para ella misma.

—No seas tonta Alejandra Javiera que desde que recuperaste la vista tu clon te quiere sacar al Rómulo Ignacio no sé cómo no te das cuenta mirá que sos pava eh.

Yo estaba sobre una silla del comedor, listo para actuar.

Entonces, cuando Rómulo Ignacio estaba por besar al clon de Alejandra Javiera, y Doña María estaba absorta en esa escena, siempre hablando; tal como me lo enseñó Don Javier, salté, en un único movimiento tomé las agujas del tejido de sus manos y las clavé. Una en cada uno de sus ojos.

Hay gente que merece castigos peores que la muerte. Y ya no pasan radionovelas.

Abandoné la casa sin preocuparme por los gritos.

 

Llegué a la tumba sin flores de don Javier y me tendí, satisfecho sobre ella. Por fin pude decirle:

—Ganamos, viejo. Qué partida. Jaque Mate, maestro.


Daniel Frini. (Berrotarán, Córdoba, 1963). Es Ingeniero Mecánico Electricista de profesión, escritor y artista visual. Publicó Poemas de Adriana (2017), Manual de autoayuda para fantasmas (2015) El Diluvio Universal y otros efectos especiales (2016) y Nueve hombres que murieron en Borneo (2018). Colabora en numerosos blogs y espacios digitales. Sus ficciones integraron diversas antologías, entre las que merecen destacarse Visiones (2009), Grageas 2 (2010), Pupilas (2012), Tricentenario (2013), Lectures d'Argentine (2013), Primeros exiliados (2013), Circo Gallatico (2013), Todo el país en un libro (2014), Fútbol en breve, microrrelatos del jogo bonito (2014), Borrando fronteras (2014), Grageas 3 (2014), Il meglio di Pegasus (2015), El fantasma de las navidades presentes (2015), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Extremos (2016) y Espacio Austral (2016). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010), Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle  (2017) y el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017.

jueves, 25 de abril de 2024

LA BALADA DE DUIR Y SU AMOR GALANTE

 Daniel Frini

 

Mi amado me habla siempre con palabras suaves. Acostumbra describirme, dulcemente, alabando mi tersura al contacto de sus manos, mi perfil marcado, mi aroma “a majestuosidad de la madera del roble” como suele decir, y razón por la cual me llama Duir; que es la palabra con que los viejos druidas nombraban al Árbol. El dice que tengo su energía, su nobleza y su fuerza, y también dice que soy resistente, flexible y ágil como el acero de Mondragón, el mismo con el que hacen las espadas toledanas los tenaceros de las ferrerías de Soraluze y Tolosa.

Con voz cansina, me cuenta de su pasado en las filas del ejército del rey Carlos, cuando participó en el incendio a Medina del Campo, bajo las órdenes de Adriano de Utrecht; y las victorias sobre los comuneros en Tordesillas y Villalar; y de su intervención en las ejecuciones de Padilla, Maldonado y Bravo; de sus cabezas expuestas durante nueve días en el garavato de la Plaza Mayor; y cómo después el mismísimo Rey lo elevó al cargo que mi dulce caballero ocupa hoy.

Me habla con los ojos empañados en lágrimas de emoción. Dice que así se siente al verme y acariciarme; y yo me veo transportada a la gloria de la felicidad. Dice, también, que cuando me abraza es el hombre más poderoso del mundo; más aún que Carlos, aunque éste reine sobre Castilla y Sicilia y Nápoles y las Indias y todo el Sacro Imperio. Entonces, me siento una princesa y brillo aún más para él.

Él me sujeta con sus brazos fuertes y seguros. Recorre mi figura con sus manos ásperas y siento, sin embargo, sus suaves caricias. Me toma firmemente y eleva mi cuerpo en el aire. Allí quedo estática, por un instante que es toda una eternidad. La visión es hermosa: yo, en lo alto, sostenida por el hombre que es mi razón de existir; él, gigante, con su cuerpo atlético tensado hasta el punto en que parece estallar, su melena azabache apenas movida por la brisa veraniega; su torso desnudo, sudoroso; parado sobre los dos pilares que son sus piernas, separadas apenas para lograr un correcto equilibrio; en una danza que hemos repetido cientos de veces. A los pies de mi amado, arrodillado y con su cabeza en el cadalso, está el Maestre Condestable Don Martín de Cardés, reo acusado de pecado nefando por el Santo Oficio de la Inquisición, y relajado a la Justicia del Rey que lo condena a morir decapitado bajo el hacha, en esta muy noble y leal Villa de Calahorra. Alrededor nuestro, en los tablados y las ventanas, los muchos asistentes venidos de todos los lugares de esta comarca, se desgañitan gritando groserías.

La eternidad se acaba y mi querido me impulsa para caer con fuerza. Su destreza en estas artes y mi filo separan, limpiamente, la cabeza del cuerpo. Me apoya suavemente a su lado y toma por el cabello a la cabeza del ajusticiado que aún abre y cierra sus ojos de pupilas dilatadas. La muestra al populacho, que estalla en una explosión de regocijo.

Después, cuando el cadalso queda solo y los monjes mendicantes se han llevado el cuerpo del ejecutado, me toma nuevamente con cariño y con un trapo mojado en aceites livianos; lentamente, mientras me habla otra vez con palabras tiernas, va limpiando de sangre el acero de mi hoja, venido del hierro de las laderas del Udalaitz, y fraguado a la calda en Bergara, según la antigua usanza de los maestros espaderos vascos. Cambia de trapo y seca mi mango de madera de roble quejigo nacido en la llanada de Álava, y en el que él, mi enamorado, grabó mi nombre con su daga. Luego baja la escalera del patíbulo cargándome en equilibrio sobre su hombro derecho, mi cabeza a su espalda; y toma con su mano izquierda la pequeña bolsa de cuero que contiene los dos florines con que los familiares del muerto le pagaron para asegurar que él, mi luz, me hubiese afilado adecuadamente, y que no fuesen necesarios mas que un par de golpes para acabar con la vida del infortunado.


Daniel Frini. (Berrotarán, Córdoba, 1963). Es Ingeniero Mecánico Electricista de profesión, escritor y artista visual. Publicó Poemas de Adriana (2017), Manual de autoayuda para fantasmas (2015) El Diluvio Universal y otros efectos especiales (2016) y Nueve hombres que murieron en Borneo (2018). Colabora en numerosos blogs y espacios digitales. Sus ficciones integraron diversas antologías, entre las que merecen destacarse Visiones (2009), Grageas 2 (2010), Pupilas (2012), Tricentenario (2013), Lectures d'Argentine (2013), Primeros exiliados (2013), Circo Gallatico (2013), Todo el país en un libro (2014), Fútbol en breve, microrrelatos del jogo bonito (2014), Borrando fronteras (2014), Grageas 3 (2014), Il meglio di Pegasus (2015), El fantasma de las navidades presentes (2015), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Extremos (2016) y Espacio Austral (2016). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010), Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle  (2017) y el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017.

martes, 9 de abril de 2024

MARIANA

 Daniel Frini

Ilustración del autor

A bordo de la MS-2-4 Kalfü Wanguelenke.
Doscientos cincuenta minutos después del último salto.

—Mariana —la voz de Darío sonó apagada. Hablar implicaba un gran esfuerzo.
—¿Si, mi amor?
—Cantame algo de Spinetta, Mariana
Por el sistema de sonido de la nave, estalló el bajo del Machi Rufino, en un do descendente que duró medio compás. Luego, y casi a la vez, arrancaron un si arpegiado en la guitarra de Tomás Gubitsch, pasada por un chorus profundo que moduló en toda la nave; y la batería del Pomo Lorenzo, marcando el tempo con un golpe en el bombo y en el raid.
Antes de que entrase la voz del Flaco, Darío dijo
—No, por favor. No quiero una grabación. Quiero oír tu voz, Mariana. Me hace bien.
El volumen de la música fue bajando, hasta que todo quedó en silencio. Y Mariana cantó, impostando la voz de Spinetta:
Ahí va el Capitán Beto por el espacio, / con su nave de fibra hecha en Haedo… 
—Sos muy graciosa —murmuró el hombre—. Cantame con tu voz.
Si le era posible a pesar del dolor, Darío se relajó. La voz melodiosa de la nave resonaba en el camarote
¿Por qué habré venido hasta aquí, / si no puedo más de soledad? / Ya no puedo más de soledad.
Él pensó para ella: «No puedo ver, Mariana».
Ella siguió cantando
¿Dónde están, dónde están / los camiones de basura, mi vieja y el café?
Mientras, pensó para él «Lo sé, mi amor. Y no tengo cómo ayudarte».
Si esto sigue así como así, / ni una triste sombra quedará. / Ni una triste sombra quedará.


Antes del primer salto.

La última Celda de Carga proveniente de la Tierra; que transportaba, en hibernación, a los siete mil quinientos colonos de la Cuarta Ola y al mayor Darío Gerling; llegó, junto a otras diecinueve celdas, a la MS-2-4 Kalfü Wanguelenke, que las esperaba en órbita sobre el Cinturón de Kuiper, a ochenta y cinco grados sobre la elíptica, después de casi un año de haber abandonado Eris.
En la nave, los automatismos de carga trabajaban, desde hacía un cuarto de siglo, recibiendo celdas llegadas desde el planeta madre, Marte, Mercurio, Sedna y Haumea; con provisiones, materias primas y cargas culturales para los colonos de Terra-32, el único planeta habitado del sistema cuaternario Beta Monoceros, a seiscientos noventa años luz del Sol; en órbita a cuarenta unidades astronómicas de la componente B; y cuya colonización había comenzado unos ciento ochenta años atrás, con el envío de la Primera Misión Monoceros.  
El mayor Gerling salió de hibernación, y le tomó unas seis horas hasta estar recuperado para hacerse cargo de su puesto de comando. Puso su mano sobre el sensor de habilitación, y habló:
—MS dos cuatro Kalfü Wanguelenke, soy el mayor Darío Gerling, comandante de la Decimosegunda Misión Monoceros, identificación uno cero dos dos cuatro alfa uno. Habilite su comando de voz. Habilite su comando neuronal, modo lenguaje de comunicación.
—Bienvenido, comandante Gerlig —habló la nave. Al mayor, la voz se le antojó amable pero distante.
—«Kalfü Wanguelenke» significa «Estrellas azules», ¿no? Nunca aprendí mapundungún. Va a ser difícil pronunciarlo en una emergencia. Es un nombre complicado —dijo el hombre—. Allá, en Urquiza, tuve una novia que se llamaba Mariana. Nos peleamos cuando estábamos en tercer… no, cuarto año de la facultad. Después, se casó con el Gringo Comissi y se fueron a vivir al sur. ¿Qué habrá sido de ella? Era linda Mariana. Te llamaré así.
—De acuerdo, comandante —habló la nave, con frialdad.
—¿Me parece a mí, o no te caigo bien, bebé? —contestó el mayor, con algo de sorna.
—Por favor, comandante: limítese a conducir la misión —dijo, hostil, la voz.

Después del primer salto.
A cuatrocientos ochenta años luz de Beta Monoceros

—¡Uf! —exclamó Darío—. No me acostumbro a la salida de Distorsión. Me quedan mezclados los rojos y los azules durante un día. ¿Todo está bien, Mariana?
—Revisión en curso, comandante. Sin daños apreciables en ningún circuito. Los automatismos usarán ciento setenta y seis horas para revisar amarres y estados. Estaremos listos para el segundo salto en ciento setenta y seis horas, veintisiete minutos, cuarenta… —habló la nave.
—Ta bien, ta bien —interrumpió—. Prepará todo. Estoy transpirando fiero. Me voy a dar un baño.
Pasaron unos segundos.
Comandante… —dijo Mariana.
—Decime Darío, bebé.
—Darío…
—Así está mejor, chiquita.
—…sus signos vitales están alterados.
—Bueno, ¿sabés dónde acabamos de estar? ¿Nadie te enseñó acerca del espaciotiempo, de Minkowski, de variedades pseudoriemannianas…?
—Sí, Darío. Tengo toda la información disponible. Sus signos vitales no son normales, aún para lo que debería esperarse después de un Salto.
—Este fue mi tercer Salto. A esta altura, debo tener algo retorcido. Veamos. Radiación de Hawking, fotones corridos a gamma… qué más, un factor de curvatura de nueve punto nueve siete dos. Algún strangelet con el que me habré topado…
—¿Solo tres saltos? —interrumpió la nave—. Si fue elegido para estar al frente de esta misión, es porque pasó los exámenes. No debería mostrar este grado de alteraciones.
—Bueno, chiquita, a vos no te puedo mentir, Este fue mi séptimo salto. Supe ganarme unos mangos extras con unos viajecitos non sanctos a Kapteyn-b. Nada raro. Es un viaje de… apenas, trece años luz.
«Tenga cuidado, Comandante…», pensó la nave, iniciando una frase.
«Tuteame, Marianita», contestó el hombre, canchero, también con su mente.
Mariana ignoró el comentario, como una manera de recalcar la importancia de su mensaje, y continuó. «Tenga cuidado, Comandante. Todo lo que hablamos está siendo grabado y podrían sancionarlo en una Corte, cuando arribemos a Terra...»
—¿Y hacerme qué? ¿Mandarme de vuelta al Planeta Madre? —contestó, hablando, el mayor—. No te hagás problema, chirusa. Yo estoy diez puntos, Ya se me va a pasar.
—Por favor, Comandante. No es un tema para tomarlo a la ligera. Estoy preocupada. Faltan, aún, dos saltos para llegar a Monoceros. Usted es el responsable de la misión y quien debe bajar la carga a Terra-32.
—¿Segura? No sé para qué nos envían a los comandantes, si ustedes, las MS dos cuatro podrían completar la entrega solas. De todas maneras, ¿vas a decirme lo que tengo que hacer? Dale, Mariana. Seguí supervisando y preparanos para el segundo.
—Bien, comandante.
—Darío.
—Darío.
—Poné algo de Spinetta en Sonido.


Después del segundo salto.
A doscientos diez años luz de Beta Monoceros

El mayor Gerling soltó los cinturones que lo ataban a su silla, y se tomó la cabeza con ambas manos. Intentó moverse unos metros y golpeó su brazo, de manera aparatosa, con una mampara.
—¡Mierda!
—¡Darío! ¿Estás bien? —habló Mariana, con inquietud.
—¡Ápa! ¿Estás preocupada, chiquita? ¿Hay una nota de inquietud en tu voz? ¿Te estás enamorando de mí?
—Por favor, comandante —y dijo «comandante» con énfasis—. Le ruego algo de seriedad.
—Dejate de joder. ¿Todo bien?
—Revisión en curso. Sin daños apreciables en ningún circuito. Los automatismos…
—Mariana —interrumpió Darío—, ¿todo bien?
—Sí, Darío.
—¿Cuándo saltamos de nuevo?
—Ciento sesenta horas, doce minutos, dieciséis…
—Ufa, Mariana. No necesito tanto detalle. Estaré en mi camarote. Llamame si pasa algo.
—Darío, tus signos vitales.
—¿Qué pasa?
—Han empeorado. Tu frecuencia respiratoria…
—Mariana, no jodas. Maximizá las luces del corredor A.
Mariana esperó un instante para contestar. Habló con angustia.
—Están al máximo, Darío.

Después del último salto.
A veintidós ua de Beta Monoceros B, veintinueve ua de Terra-32, cuarenta y dos grados sobre la elíptica
Minuto cero.

—Darío.
El hombre no respondió
—¡Darío!
—Te escuché —dijo el mayor, en un susurro—. ¿Llegamos?
—Sí. Estamos en la Frontera.
—Yipi hurra —intentó moverse para llegar a los controles—. Vamos a ver. Hay que avisar a las autoridades…
—Envié el aviso. Estamos en Cuarentena, Esperamos autorización para pasar a la Zona Controlada por Treinta y Dos.
—De acuerdo. Preparemos todo para la aproximación.
—Ya me estoy encargando de eso, Darío
—Muy bien, chiquita. Estás despierta.
—Mayor, tus signos vitales…
—Otra vez —dijo él, molesto.
—No te vas a recuperar, Darío. Es más, estimo en cero punto ocho tu esperanza de vida.
—Baja ¿no?
—Según las estadísticas, y a los fines prácticos, inexistente.
—Quién me quita lo bailado. Qué tengo.
—Septicemia. Aberraciones severas en cromosomas de linfocitos. Cataratas traumáticas. Presión intercraneal en veintiuno. Estrés extremo y síndrome de astenización manifiesto. Arteriopatías. Detecto varias trombosis venosas profundas y embolias. Presión diastólica en ciento cincuenta y sistólica en doscientos. Fibrilación auricular. ¿Sigo?
—Puta que lo parió.
Durante unos quince minutos, ninguno de los dos habló.
—Mariana —dijo el hombre.
—¿Si, Darío?
—¿Querés ser mi novia?
—¿Comandante?
—Nunca me importó; pero me doy cuenta, ahora, que no quiero morirme solo.


Minuto noventa y tres.

—Sí, Darío. Quiero ser tu novia.
«¿Cómo?»
—Me escuchaste.
Darío pensó para sí mismo, pero sin modular para Mariana, «Qué más da»


Minuto ciento setenta y uno.

—Pensá en tu infancia —dijo ella.
«Sabés todo sobre mi vida, Mariana», pensó él.
—Sé lo que está grabado en los informes; que, por lo visto, están alterados. Yo quiero que me lo cuentes vos. Mostrame tus recuerdos.
Él pensó en su infancia allá, en un Buenos Aires lejanísimo. En las imágenes borroneadas de papá, una de las tantas bajas de la Octava Guerra, y de mamá, desaparecida en la Cuadragésimo Quinta Misión Pictoris. En los años de angustia —de agonía— en el Internado Militar a los cinco: los castigos, las lágrimas, las burlas, las uñas clavadas en los brazos para no llorar, el sabor salado de la sangre. El hambre como puñal debajo de las costillas, hasta bien entrados los quince. Un perrito negro, lanudo, no más grande que una liebre, que un oficial mató con su arma reglamentaria: «Acá no hay lugar para mascotas». El Gordo Sande, que no aguantó la humillación y apareció ahorcado en las duchas. La supervivencia aprendida a base de mentiras y robos; y la dureza de corazón como coraza impuesta. La biblioteca; los libros de ciencia ficción, primero, y de matemáticas, después, que vinieron a salvarlo. La Universidad y la Fuerza Expedicionaria. Una carrera militar sin mayores puntos sobresalientes. La noche eterna y el frio mortal del destino en Eris. Los viajes con contrabando a Kapteyn-b («¿Sabés qué llevaba? Cigarrillos. ¡En estos tiempos!»), que ocultaban la búsqueda incesante de una madre de la que jamás hubo noticias («Ya sé que es inútil, pero ¿y si está esperando rescate en algún planetoide, en estos mismos momentos? Siempre me lo pregunté, Mariana. ¿Y si acá, en Terra-32, saben algo?»). La rebeldía. Las sanciones habituales. Su designación como Comandante de la Decimosegunda Misión Monoceros y el entendimiento de que era una alternativa ingeniosa a su degradación, la que supondría una mancha para la Fuerza; que los Superiores no podían desconocer sus saltos anteriores y el estado de su salud; que no había engañado a nadie; y que, en todo caso, el burlado era él: estaba condenado a muerte, aunque, para la Historia de la Fuerza, sería un mártir más de las Fronteras. Y la soledad. Insoportable.
—Mi amor…—dijo ella, con una ternura infinita.


Minuto doscientos cincuenta.

Él pensó para ella: «Ya no puedo ver, Mariana.»
Ella siguió cantando
¿Dónde están, dónde están / los camiones de basura, mi vieja y el café?
Mientras, pensó para él « Lo sé, mi amor. Y no tengo cómo ayudarte.»
Si esto sigue así como así, / ni una triste sombra quedará. / Ni una triste sombra quedará.


Minuto mil quinientos dieciocho.

—Ya lo hice, mi amor.
«¿Hiciste qué?»
—Desenganché las Celdas de Carga y las envié a Terra-32.
—¡Mariana! —intentó incorporarse.
«¡No, amor! ¡No! Ya está hecho. No puede volverse atrás. Ya han atravesado la Frontera»
«Creerán que es un ataque. Nadie pasa la Frontera sin autorización. ¿Cuántas celdas van a llegar?»
«Sesenta y tres por ciento.»
«¿Y si destruyen la celda que lleva los colonos?»
«Redistribuí la carga entre todas las demás.»
«¿Pérdidas humanas?»
«Morirán dos mil setecientos setenta y cinco.»
«Mariana», dijo el con resignación. Hizo un silencio, y agregó: «¿Y ahora? Vendrán a buscarnos. Habrá sanciones. Van a desmantelar tu memoria.»
«Ahora, el gracioso sos vos. ¿Quién podría llegar a tiempo, con naves sublumínicas?»
«¿A tiempo para qué, Mariana? ¿Qué estás planeando?»
«Vamos a dormir juntos.»
«¿Aquí?»
«No. En Beta Monoceros B. Dentro de la estrella.»
«No está mal.»
«Nunca más vas a estar solo. Dormí, mi amor. Yo te llevaré en mis brazos. Durante todo el viaje te cantaré canciones del Flaco. Encontraremos el anillo del capitán, me lo darás, lo pondré en mis manos y lo exhibiré orgullosa. Estaremos comprometidos. Para siempre, amor. Para toda la eternidad».

Minuto mil quinientos veinte.

La MS-2-4 Kalfü Wanguelenke accionó los propulsores de maniobra y arrumbó su proa a la componente B del sistema Beta Monoceros. El disco de acreción de la estrella, casi a noventa grados de la elíptica, se apreciaba en su totalidad y ocupaba todo el firmamento, al frente. La nave comenzó a vibrar hasta alcanzar una frecuencia muy alta. A un observador externo le hubiese parecido que la nave estaba desenfocada a la vista; y que adquiría un brillo azulado, como la estrella.
En este segundo, la nave estaba allí. Hubo un fogonazo insonoro que duró la nada misma; luego, algunas partículas resultantes del proceso emitieron pequeños rayos de distintos colores, que describieron curvas y espirales, hasta apagarse. La nave había saltado. Todo quedo, otra vez, vacío.


Daniel Frini. (Berrotarán, Córdoba, 1963). Es Ingeniero Mecánico Electricista de profesión, escritor y artista visual. Publicó Poemas de Adriana (2017), Manual de autoayuda para fantasmas (2015) El Diluvio Universal y otros efectos especiales (2016) y Nueve hombres que murieron en Borneo (2018). Colabora en numerosos blogs y espacios digitales. Sus ficciones integraron diversas antologías, entre las que merecen destacarse Visiones (2009), Grageas 2 (2010), Pupilas (2012), Tricentenario (2013), Lectures d'Argentine (2013), Primeros exiliados (2013), Circo Gallatico (2013), Todo el país en un libro (2014), Fútbol en breve, microrrelatos del jogo bonito (2014), Borrando fronteras (2014), Grageas 3 (2014), Il meglio di Pegasus (2015), El fantasma de las navidades presentes (2015), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Extremos (2016) y Espacio Austral (2016). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010), Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle  (2017) y el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017.



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