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sábado, 18 de mayo de 2024

ANA

Rafael Martínez Liriano

 

Conocí a Ana una tarde nublada de invierno. Estaba sentado como siempre en un banco del parque viajando con los cronopios de Cortázar. De pronto un ruido seco me hizo volver a la tierra. Frente a mí, una chica embutida en un abrigo negro recogía un libro de entre las piedras del camino. A su lado una niña con una pelota en la mano y la cabeza baja pedía disculpas. La chica sonrió para tranquilizar a la niña que se fue corriendo mientras miraba hacia atrás de vez en cuando. La chica volteó a verme y sonrió como diciendo «niños», después se sentó en el banco evadiéndose de la realidad, igual que yo.

El resto de la tarde, Cortázar solo me sirvió de camuflaje en la operación destinada a  observar a la joven. Estuve una hora y media descubriendo, detallando y clasificando cada gesto de aquella chica de cabello rojo chillón, color extraño, pero a la vez atrayente. El rojo del pelo y el negro de su ropa creaban un contraste interesante. 

Aquella tarde disfruté de su peculiar forma de sentarse para leer: encorvada, con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, el codo derecho sobre la pierna derecha sosteniendo el libro, mientras con la mano izquierda dibujaba semicírculos en el aire como si dirigiera una orquesta invisible. 

En adelante, Ana, sus libros y yo, tuvimos una cita obligada cada martes, jueves y domingo. Me costó un mes y cinco libros descubrir sus horarios de lectura. Ana llegaba siempre puntual a las tres y se sentaba en el banco bajo el roble. Ella y yo llegamos a tener algún tipo de relación. Me daba igual si ella no sabía quién era yo, mi trato con ella iba más allá del simple hecho de conocerla y hasta llegar a enamorarme; para mí era el centro del universo que había descubierto en aquel parque, y sería injusto de mi parte decir que yo lo había creado, no. Ese microcosmos estaba allí desde sabe Dios cuánto tiempo atrás, esperando a que alguien lo descubriera. Era ella y el abrigo negro, el roble anciano que esparcía sus ramas sobre ella como queriendo protegerla y el casi imperceptible movimiento de labios cuando leía, como si elevara una oración para sí misma. Este universo era ella y ese mechón rebelde de cabello que se empecinaba en cubrirle los ojos, impidiéndole leer en paz. Allí estábamos, Ana y yo, su belleza hipnótica, su forma reservada de caminar; habían muchas cosas en ese universo, pero ella no lo sabía.

Llegó el momento en que me vi atrapado en el círculo vicioso de la cobardía, por un lado estaba feliz en este mundo idílico en el que Ana existía y yo la observaba; me sentía bien en mi burbuja de jabón tan bella y reluciente, la cual no me atrevía a tocar. Sabía que no podía seguir en el anonimato, debía dar el siguiente paso. Hablarle, ser algo más que parte del paisaje de aquel parque, pero eso ya de por sí significaba un riesgo. Pasaría a ser alguien para ella, tendría nombre, un rostro, una voz; por lo tanto sería pasible de ser juzgado para bien o para mal. Mi presencia al otro lado del parque podría ser agradable o no. Me sentía parado sobre una mina antipersonal, sabía que no podía estar por siempre en el mismo lugar, pero la idea del movimiento tampoco se veía muy auspiciosa.

Como suele suceder en estos casos, y así ha sido desde que el primer hombre puso un pie sobre la tierra, la mujer debe salvarlo de su propia estupidez y llevarlo de la mano por el camino que él ni siquiera sabía que existía. Un martes cualquiera en el que me hallaba como siempre dentro de mi círculo vicioso, Ana sin previo aviso se acercó, derrumbando mi mundo con su saludo casual:

—Hola, buenas tardes, mi nombre es Ana —dijo, mientras me saludaba con una sonrisa.

—Mucho gusto, Ana —dije tratando de disimular la emoción.

—Seguramente me habrá visto leer en aquel banco. —Ella señaló con el meñique.

—Sí, me he fijado en ti algunas veces, te gusta leer igual que a mí —dije tratando mantener una pose distante.

Ella sonrió mostrando aquellos labios delicados, después jugó con su cabello haciendo espirales con él. Pude notar que estaba nerviosa.

—¿Qué está leyendo? —preguntó mirando el libro que tenía en las manos.

La tregua —respondí—. De Benedetti.

—Ah, una historia triste —dijo ella.

—Pero bonita, un amor que se vive intensamente.

—No sé si tal intensidad se pueda llamar amor, algo tan pasajero que no pudo afrontar la prueba del tiempo. —Ana se explayó en su comentario—. ¿Cómo saber si no fue más que un deseo pasajero que quedó idealizado por obra del azar?

—En este caso el protagonista solo tiene los pocos momentos que vivió con su amada, su amor pudo ser de otro tipo, algo más duradero, más sólido, o tal vez solo hubiera sucumbido al hastío de la rutina; como yo lo veo, el personaje tuvo la suerte de conservar en la memoria ese amor en su más alta pureza. 

—Creo que tienes razón —dijo ella esbozando una sonrisa cómplice.

Desde aquella tarde, Ana y yo nos acercamos más y más. Nuestras tardes transcurrían en medio de charlas interminables, sobre los más diversos temas, literatura, música, cine o simplemente chistes malos que nos hacíamos uno al otro con el conocimiento de su mala calidad. 

Un mes después Ana me dejó ir a su casa con el pretexto de ver un ejemplar de Rayuela de primera edición. Ana vivía sola en una casa un poco grande para una sola persona, cuando le pregunté dijo que era herencia de sus padres, que estaba muy apegada a los recuerdos, ya estaba acostumbrada a la casa y sus mañas. Prefería no cambiarla por un apartamento más pequeño.

Esa noche hicimos el amor sobre la alfombra de su biblioteca.

Con el pelo rojizo bañando su cuerpo pálido, y su piel casi transparente que se que se hacía rosada a medida que el placer la invadía. Todo aquello componía una imagen surrealista. Aquel cuerpo que se retorcía y gemía bajo el peso del mío, sus piernas largas que como ríos fluían lejos uno del otro, pero que al final va a morir al mismo mar espumoso, Ana era perfección hecha placer, su cuerpo frágil como una flor se hacía un vendaval de furia cuando arremetía su sexo, sus gemidos alienaban mi cordura, llevándome al derroche de mis fuerzas, el vaivén continuo de mi cuerpo buscaba la ruptura de lo físico, buscaba el placer inalcanzable, buscaba tocar una estrella. Sus gemidos continuaron hasta que el mundo explotó dentro nuestro; de pronto todo fue humedad espontánea sobre la alfombra, al final solo quedaron miradas perdidas en la nada, y un palpitar de corazones acelerados. Ana gritó, y su rostro pálido se pintó con el color del orgasmo, mientras la calma reclamaba su espacio. Un «te amo» difuso salió de sus labios, y su voz sin aliento fue como un susurro, yo solo traje su cuerpo lánguido y extenuado sobre el mío, no dije nada, me dormí arropado con su calor, su piel salada por el sudor y sus labios junto a mi boca.

Desperté con el cansancio de la faena y la satisfacción de la felicidad encontrada, la suavidad de la alfombra no me dejaba levantar, no quería abandonar aquella tibia sensación de bienestar que me abrazaba. Con dificultad me levanté y pude ver a Ana sentada en un sillón, desnuda todavía, con sus largas piernas cruzadas de la manera más sugerente, con el cabello bañando su pecho y una taza de té en sus manos, la imaginé como una pintura de estilo gótico como una reina vampiresa sentada en su trono, siendo adorada por todas las criaturas de la oscuridad.

—Preparé una taza de té para ti —dijo señalando con el dedo meñique la mesa a su lado.

Tomé la taza y me senté junto a ella. Ahora me imaginé la pintura de nosotros ahí sentados desnudos tomando té, mirándonos en silencio.

—Te amo —dijo ella con la voz quebrada—. Estos días han sido maravillosos. 

—Te amo —dije yo con el convencimiento que da la libertad encontrada, de verdad amaba a aquella mujer de carácter melancólico, que callaba ante un halago, pero que llevaba una tormenta de sensualidad en su interior.

—Me has dado el momento más feliz de mi vida… estar contigo fue como estar en un sueño de esos que despiertas y no recuerdas todos los detalles, pero te deja esa sensación de felicidad.

Me acerqué a ella y la tomé en mis brazos, la besé, ella me besó tímidamente. Sentir su cuerpo suave junto al mío hizo palpitar mi corazón, el roce con su cuerpo despertó de nuevo la pasión en mí. Mi sexo palpitaba anhelante en busca del suyo. Sus brazos me apartaron de su lado. Confundido la miré buscando una respuesta.

—No podemos hacerlo de nuevo —dijo—. Hemos hecho el amor de forma perfecta. De forma irrepetible. Cualquier cosa que hagamos a partir de ahora será solo una pálida caricatura de lo que sentimos la primera vez. Y será así porque será un camino que ya hemos recorrido, yo conozco tu cuerpo y tú el mío. 

De pronto la voz de Ana empezó a escucharse lejana, su figura se hizo borrosa.

—¿Te acuerdas de los protagonistas de La tregua de Benedetti? —preguntó Ana—. Sentimos pena por él protagonista que pierde a su amada quedándose solo con su recuerdo. La primera vez que leí el libro pensé en lo cruel que había sido el autor al hacer pasar a su personaje por aquel terrible dolor de haber encontrado el amor, solo para que después este le fuera arrebatado por el azar. Después entendí que al contrario, el autor le había dado un regalo invaluable al protagonista, le había dado un recuerdo perfecto de Avellaneda. En su memoria ella sería siempre perfecta, joven y alegre, lejos del tiempo y la rutina que acaba por matar el amor más puro. 

Quise objetar su teoría, pero el aire me faltaba, ya no podía respirar. Ya sin fuerzas me derrumbé sobre la alfombra.

—Por eso no podemos hacer el amor de nuevo —continuó hablando inclinada sobre mí, con su pelo rojizo le cubría el rostro—. Quiero guardar este momento perfecto en la memoria, también quiero recordar tu rostro hermoso, joven y perfecto, como es ahora, si dejo que el tiempo pase sobre ti, envejecerás y tu perfección será solo un recuerdo. No quiero tener que compartir tu vida con nada ni nadie.

—El té —dije con mi último aliento. 

Ana sonrió mientras la oscuridad me envolvía. Días después, Ana volvió a leer en su banco del parque. Yo mientras, la sigo observando.


Rafael Martínez Liriano tiene cuarenta y seis años. Vive en Villa la Mata, en la provincia Sánchez Ramírez, norte de su país, la República Dominicana. Escribe desde hace cinco años y la mayor parte de su actividad, individual y colectiva, la realiza en el ámbito del TALLER 9. 

viernes, 26 de abril de 2024

UNA VIEJA DEUDA

 Rafael Martínez Liriano


 

Cruxis escudriñó a Bolton con su tercer ojo en busca de algún objeto extraño.

—¿Crees que sería tan idiota como para intentar algo? —reclamó Bolton mientras giraba para que el rayo lo cubriera por completo.

—Nunca subestimes la estupidez de la gente y los actos que esta los lleva a cometer.

—Vamos Cruxis, hablamos del gran Mandel, el ser más poderoso de todo este lado de la galaxia; nadie se atrevería siquiera a tener un mal pensamiento relacionado con él.

—El simple hecho de ostentar el poder de la naturaleza que sea, te hace el blanco de mucha gente. —Cruxis terminó la inspección cerrando el ojo de su frente—. Si le sumas a eso que tu poder proviene de ser un jefe de la mafia…

—Acabemos con esto, este lugar me pone nervioso.

—Esa es la idea —dijo Cruxis. Bolton imagino una sonrisa mordaz bajo aquel rostro sin facciones.

Bolton tomó la maleta en la que llevaba el encargo de Mandel, siguió la escuálida figura de Cruxis a través de una infinidad de pasillos y puertas hasta que se detuvieron a los pies de una descomunal puerta de metal. Esta se abrió con un ruido sobrecogedor, aunque solo lo suficiente para que los dos pudieran entrar.

La puerta daba paso a un salón aún más impresionante, una habitación abovedada que se extendía en todas las direcciones, llena de una gran variedad de objetos raros. Desde cosas pequeñas como un aparador lleno con mariposas de todos los colores hasta una vitrina con los esqueletos de una familia de rayas de Polaris. Pero lo que daba mejor muestra del gusto desmedido de Mandel por coleccionar objetos raros: era la cabeza gigante de un titán orliano colgando al final de la sala. Aquel lugar no tenía nada que envidiar a los más prestigiosos museos de la galaxia.

Este tipo debe tener muchas carencias que compensar, pensó Bolton. Cruxis lo miró como si hubiera escuchado sus pensamientos, y a continuación, por si acaso, empezó a enumerar a cuántos rivales había despachado en el último año, tratando de evitar cualquier pensamiento mordaz.

 Cruxis señaló el trono en donde el gran Mandel descansaba despreocupado. Bolton se sorprendió o más bien se decepcionó al ver quién o qué era el gran Mandel: tenía frente a él la figura de un hombre de estatura pequeña y complexión escuálida, vestido con una bata de color vino oscuro, que dejaba al descubierto unos esqueléticos brazos y piernas. Por último, unas escasas matas de pelo en la cabeza daban la impresión de que este señor sufría algún tipo de enfermedad y que estaba en su fase terminal.

 Un sentimiento de compasión se apoderó de Bolton en presencia de aquel ser en ese estado tan lamentable.

—Él es Bolton señor, el cazador que viene a cobrar la recompensa.

El señor de la mafia miró indiferente a Bolton y a Cruxis como si recién en ese momento se hubiera percatado de su presencia.

—Quiero ver el encargo —dijo el gran Mandel sin abandonar su actitud indiferente.

Bolton puso en el suelo la pesada maleta que había cargado desde hacía unos veinte minutos, la abrió y mostró su contenido al gran señor mafioso. La maleta estaba forrada por dentro por una especie de terciopelo en donde descansaba una cabeza cuyas facciones eran demasiado parecidas a las de Mandel—. ¿Estás seguro de que es la persona correcta? —preguntó el gran Mandel mientras oteaba con interés el contenido de la maleta.

—Es la persona que nos dijeron que debíamos buscar señor —reiteró Bolton

El gran Mandel se levantó de su trono, caminó hasta la maleta y tomó en sus manos la cabeza.

A Bolton le puso nervioso la aparente desconfianza del jefe mafioso; él sabía cómo resolvía esa gente cualquier tipo de engaño.

De pronto la cabeza abrió los ojos como si aún estuviera viva, cosa que contradecía la lógica de los seres vivos.

—Págale al chico, Cruxis. —Mandel soltó una sonora carcajada de satisfacción—. Te tengo maldito —agregó.

—Vamos —dijo Cruxis haciendo señas a Bolton de abandonar el lugar.

 

Ya en otra habitación y sintiéndose fuera del escrutinio del gran Mandel, Bolton soltó por fin la pregunta que desde hacía unos minutos le rasgaba por dentro.

—¿Qué sucedió allá dentro hace un rato?

—No sé a qué te refieres —respondió Cruxis con frialdad.

—Sabes a qué me refiero. ¿Qué diablos pasó con aquella cabeza, por que se parece tanto a tu jefe y como es que se abrieron los ojos? Hasta donde yo sé las cabezas necesitan un cuerpo para funcionar.

—Hay muchas cosas que no sabe, señor Bolton —dijo Cruxis adoptando un tono paternal—. Digamos que este es el último capítulo de una antigua rencilla, y confórmese con lo que le he dicho.

—Creo que el señor Bolton merece saber la razón por la que muchos de sus hombres murieron solo por matar a un simple granjero. —Mandel estaba parado en la puerta del salón, con una actitud alegre, llevaba la maleta con la cabeza—. Le contaré una historia señor Bolton, síganme por favor.

Mandel llevó Bolton a una sala que contrastaba con el salón del trono; está era pequeña y en comparación poco decorada. En el centro había una mesa pequeña con sillas alrededor. Mandel mandó que Cruxis y Bolton se sentaran mientras él permaneció de pié.

—¿Qué tal si le dijera señor Bolton que contrariamente a lo que todos piensan, lo que antecede a este universo no es la nada ni mucho menos. Antes de este universo hubo otro y otro y otro, millones, de hecho. Lógicamente, ahora usted preguntará cómo tengo una información que miles de científicos han buscado durante miles de años sin éxito. Y yo le responderé: porque he estado presente para atestiguar la muerte y el nacimiento de cada universo.

—¿Usted quiere decir que es una especie de Dios? —preguntó Bolton con desconfianza, no creía nada de lo decía el gran Mandel pero sabía que no era buena idea cuestionar al jefe mafioso.

—La idea que ustedes tienen de Dios no es más que un intento desesperado por dar sentido a un universo que no son capaces de entender. No me considero un Dios pero algunas de las capacidades que poseo se podrían considerar divinas. Mi cuerpo no envejece y puede reparar cualquier daño que sufra, no necesito comer o respirar para vivir además de que puedo moverme a voluntad en el espacio, obviando esas características que he mencionado; se podría decir que soy un ser humano común y corriente.

—Un ser humano muy común —pensó Bolton con sarcasmo.

—He visto nacer y morir este universo tantas veces que ya no puedo recordar —continuó Mandel—, y mi presencia ha sido lo único constante en medio de todo este caos. Ahora te preguntarás, ¿qué soy si no soy un dios? Y yo te contestaré que no sé. Existo desde el momento en que tomé consciencia de mí mismo, antes de ese momento no tenía noción de quién o qué era yo o lo que me rodeaba. —Bolton escuchaba en silencio con la mandíbula caída dentro del casco, no alcanzaba a procesar toda la información que entraba a su cabeza, no tenía manera de saber si el gran Mandel decía la verdad o si simplemente le estaba jugando una broma pesada pero a la vez muy elaborada, lo mejor que podía hacer mientras tanto era seguir callado—. Tu cabeza está a punto de estallar con toda la información que te estoy dando —continuó el gran Mandel—, y no es para menos; te estoy hablando de magnitudes que, aún con todo el conocimiento que ha alcanzado el ser humano hasta hoy, son demasiado complejas para las limitadas capacidades de sus cerebros. Debes estar haciéndote miles de preguntas al mismo tiempo.

—¿Ha habido vida en los universos anteriores a este? —preguntó Bolton con la timidez de un niño.

—Mis capacidades no me permiten visitar cada planeta del universo en el que me encuentro para constatar si hay vida o no en esos planetas; yo simplemente me dedico a viajar por el espacio y el encuentro con otras formas de vida queda en manos del azar. Aún así, he tenido la oportunidad de conocer incontables formas de vida en los incalculables universos que han existido, desde simples animales como los dinosaurios hasta formas de vida tan avanzadas que lograron trascender a otros planos de la realidad, aunque no por eso pudieron evitar su desaparición. No queda huella de su existencia, así que al final es como si nunca hubieran existido. Pero basta ya de divagar con cosas que están más allá de nuestro entendimiento, incluso del mío. Quieres saber por qué la cabeza que me trajiste aún está viva. Supongo que ya sabes la respuesta o al menos tienes tus sospechas, en todo caso te lo diré: esa cabeza pertenece a un ser con las mismas características que yo… otro inmortal que existe desde quién sabe cuánto tiempo. El hecho es que este ser tiene una deuda conmigo que pretendo cobrar gracias a tus servicios. Ahora, Bolton, creo que ya he satisfecho tu curiosidad más allá de lo saludable.

Bolton tenía una última pregunta rozando sus labios pero decidió que, en efecto, era más “saludable” terminar la reunión.

 

Estando ya solos con Mandel, Cruxis se atrevió a hacer la pregunta:

—¿Puedo saber la naturaleza de la deuda a la que hace usted referencia, señor? Sé que el dueño de esa cabeza tiene cuentas pendientes con usted pero nunca ha explicado en qué consiste la cuenta pendiente. —Se percibía una mezcla de servilismo y nerviosidad en las palabras de Cruxis, hasta el punto de que se arrepintió de haberlas dicho.

El gran Mandel miró por un rato a su sirviente, después esbozó lo que parecía una sonrisa.

—Al parecer —dijo—, has pasado demasiado tiempo en contacto con los humanos, querido Cruxis, te han contagiado esa insaciable curiosidad. De ellos lo entiendo dado que su vida es tan corta y sus capacidades de entendimiento tan limitadas. Tú especie, en cambio es capaz de vivir miles de años terrestres. —Cruxis bajó la mirada como un niño al que regaña su madre por hacer alguna travesura—. Sin embargo —agregó el gran Mandel deteniendo a su sirviente que se alejaba con el rabo entre las piernas—, creo que como mi más fiel servidor y quiero creer que como amigo también, mereces que te cuente uno de los pasajes más oscuros, literalmente hablando, de mi vida. El dueño de esta cabeza se llama Daba o al menos así se dio a conocer ante mí hace eones en un planeta ya extinto del que era gobernante gracias a su inmortalidad. Daba detentaba el poder de manera cruel, y vio la llegada de un ser igual a él como una amenaza a su régimen de terror. No le fue difícil atraparme, yo no conocía el concepto de la mentira, además estaba feliz por haber hallado un ser igual a mí, un acompañante inmune al paso del tiempo. Daba me torturó para saber si mi presencia en su planeta significaba la llegada de más seres como nosotros. Por supuesto no pude dar una respuesta que no tenía. Y cuando estuvo convencido de que no yo no poseía ninguna información que le fuera útil, simplemente se deshizo de mí enterrándome vivo bajo toneladas de roca. Imagina estar atrapado, sin poder moverte; rodeado de oscuridad, solo con tus pensamientos por toda la eternidad. Pero la eternidad no es tan eterna y el tiempo se encarga de poner fin a todo, incluso al planeta que servía como mi prisión. Sucedió que mi prisión, como otros tantos planetas del universo, terminó haciéndose polvo y dejándome libre para seguir viajando por el universo. Mi meta, a partir de entonces, fue vengarme de mi verdugo algún día. Y ese día ha llegado, los papeles se han invertido y es a él a quien le toca sufrir una prisión de oscuridad y desesperación por el resto de su eterna existencia. Ahora, si me disculpas, tengo mucho que pensar y recordar.

 

Del otro lado de la gigantesca puerta de metal, Bolton sonrió y a poco andar debió poner la mano sobre la boca para que la carcajada no fuera escuchada por los otros dos. El “Gran Mandel” no había sospechado de él, y la última parte del plan ya podía ponerse en marcha.


Rafael Martínez Liriano tiene cuarenta y seis años. Vive en Villa la Mata, en la provincia Sánchez Ramírez, norte de su país, la República Dominicana. Escribe desde hace cinco años y la mayor parte de su actividad, individual y colectiva, la realiza en el ámbito del TALLER 9. 

miércoles, 17 de abril de 2024

EL RECLAMO

 Rafael Martínez Liriano



El sol brilla con furia diabólica, como si supiera el infierno que sus rayos prodigaban. Saskia camina como un zombie, sin rumbo, con el único objetivo de salir de aquel desierto. El dolor y la fatiga hacían que cada paso fuera una tortura. De repente, su andar se interrumpe por un sonido, un silbido que ella reconoce de inmediato como una amenaza. Saskia mira a su alrededor y ve dos cobras de arena erguidas que se acercan velozmente.

 

—¡Ya basta! —escuché de pronto. Busqué por toda la habitación, pero no había nadie—. Fui yo quien gritó —dijo una voz femenina muy cerca de mí—. Soy yo, Saskia, y estoy dentro de tu cabeza. —Miré por todas partes, asustado y buscando una explicación—. No, no te estás volviendo loco —dijo la voz—. Por lo menos no estás más loco de lo que estabas esta mañana.

—¿Qué está pasando? —dije confundido—. ¿Dónde estás?

—Solo puedo estar en un lugar —respondió la voz—. Estoy en tu mente, donde nací. Donde fui creada por ti.

—¿Cómo es esto posible? —pregunté sorprendiéndome al hacerlo.

—¿Cómo es posible?, si no lo sabes tú, yo tampoco. Solo sé que te grité. Eso hace la gente cuando quiere ser escuchada.

—¿Qué quieres?

—Soy Saskia, y grité porque estoy cansada de sufrir en tus manos.

—¿Sufres? ¿Cómo es posible? —pregunté sin saber muy bien lo que sucedía—. Eres un ser imaginario, y como tal no deberías poder sentir.

—Sí, siento, y sufro, ya sea imaginaria o no, ¿verdad? Sé cuales son las reglas de la literatura, pero siento a cada paso que doy, con cada golpe que recibo; siento que este sol me quema y como se rompe mi pecho con cada lágrima que he derramado por mis seres queridos, que ya no están en esta historia que has creado.

—Si sientes y sufres entonces quiere decir que estás viva, pero eso no debería ser posible —respondí—. La gente no nace de la imaginación de otra persona. —Estaba cada vez más confundido con la conversación—. Lo que no entiendo es cómo has roto el orden natural de las cosas —logré decir finalmente.

—No sé si he roto algún orden con mi queja, solo sé que ese orden tuyo solo ha significado dolor y sufrimiento para mí.

—Debes sufrir para crecer como personaje; ese es el camino del héroe; creo que así se denomina, cada cosa que suceda en tu historia forjará tu carácter, te hará más fuerte; y al final serás una mejor persona. —De un momento a otro me vi tratando de dar sentido a algo que ni siquiera yo veía en ese momento.

—¿En verdad has meditado por un momento sobre esto? ¿Qué dices? ¿De verdad crees que ver morir a mi familia y ser violada por psicópatas me ayudará a crecer como persona?

—Entiendo que todo por lo que has pasado te haga tener una percepción negativa de tu vida, pero te aseguro que también tendrás muchas cosas buenas que compensarán todo esté sufrimiento. —A medida que hablo voy tratando de convencerme con la explicación.

—Jajaja, pobre iluso —dijo ella—. ¿En realidad crees que hay algún bienestar que borre todo el sufrimiento que he tenido que pasar? Este dolor no se irá nunca de mi memoria, estará marcando mi alma mientras esté viva.

—¿No crees que deberías tener más fe en mi capacidad para crear una historia, yo te he concebido y sé qué es lo mejor para ti. —Empezaba a sentirme más identificado con la posición de Saskia que con la mía.

—Haberme creado no te da derecho de manejar mi vida como te dé la gana, sin ningún tipo de consideración; me creaste con la capacidad de sentir y tener emociones. Pero yo soy tu creación, no tu propiedad.

—¿Qué quieres que haga con la historia? —pregunté contrariado; aquello no tenía el más mínimo sentido para mí—. En ella deben suceder cosas, la vida es una lucha constante para sobrevivir, no hace diferencia que seas una persona real o imaginaria.

—Siempre me quejaré del sufrimiento sin sentido, no me parece que el único objetivo de alguien imaginario o no, sea sufrir, tener algunos momentos de felicidad entre cada dolor.

—¿Sabes qué creo? Creo que tienes suerte por ser un personaje imaginario; tu vida tiene un sentido intrínseco desde el mismo instante en que te concebí dentro de mi mente. Tienes un propósito, algo que yo posiblemente nunca pueda conseguir como persona real.

—No sé si tener un propósito impuesto sea una señal de suerte, me gustaría, en vez de eso, tener la posibilidad de elegir cuál será ese propósito.

—No sé si tal cosa es posible, ni aún teniendo toda la libertad del mundo.

—Intentarlo siempre será posible; que podamos conseguirlo solo el tiempo lo dirá.

—En eso debo admitir que tienes razón.

—¿Qué sigue para nosotros después de esta conversación? —preguntó Saskia.

—No sé —le dije—, pero sea lo que sea lo averiguaremos juntos.

 

Las cobras están listas para atacar…



Rafael Martínez Liriano tiene cuarenta y seis años. Vive en Villa la Mata, en la provincia Sánchez Ramírez, norte de su país, la República Dominicana. Escribe desde hace cinco años y la mayor parte de su actividad, individual y colectiva, la realiza en el ámbito del TALLER 9. 

 

 

 

 

 

 

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