Lu Evans
Egipto. Hace cerca de nueve mil seiscientos años.
El joven constructor se secó el sudor que le
corría por la frente con las manos callosas y levantó la cabeza. Sus ojos
negros, brillantes como la obsidiana, admiraban la obra que ayudaba a
construir.
En aquella época, los habitantes de África se
dedicaban a la caza y la pesca, producían herramientas de piedra, realizaban
rituales funerarios, y cultivaban cereales silvestres como el trigo y la cebada
a lo largo del Nilo. Era una pre-sociedad incapaz de crear grandes monumentos.
Pero además de los habitantes primitivos, existía
un grupo avanzado que anteriormente pobló la legendaria Atlántida y, con el
hundimiento de la isla, fue salvado por los dioses y llevado a Egipto. Los
habitantes de la Atlántida, cuya tecnología era hasta entonces desconocida para
los habitantes de África, ayudaron a los egipcios a evolucionar, y los seres
divinos adorados por los habitantes de la Atlántida fueron alabados por los
egipcios con el mismo fervor.
Pero, volvamos al joven constructor y a lo que
estaba haciendo en ese momento: su gente había excavado muchos metros alrededor
de la piedra caliza y, partiendo de la base, habían comenzado a perfilar un
ídolo. Todavía quedaba mucho trabajo por delante, pero supuso que completarían
el cuerpo antes de que llegaran los vientos más fríos. La cabeza sería la
última parte por hacer. Y después de eso…
Se estremeció ante el mero pensamiento de lo que
vendría después.
Las mujeres caminaban de un lado a otro
ofreciendo agua a los trabajadores. Una de ellas se acercó al joven. Era
hermosa, con su piel oscura y suave, su voluminoso cabello recogido en muchas
trenzas y grandes ojos negros que brillaban como si tuvieran estrellas.
Ella sonrió y le ofreció agua al joven, y él
aceptó sonriendo también. Hacía calor y tenía los labios secos, al igual que la
garganta. Le agradeció y le devolvió la calabaza cuando terminó de beber; sus
dedos se tocaron por un momento, ella sonrió y, tímidamente, se volvió hacia la
estatua, contemplando los contornos del inmenso cuerpo del león que tomaba
forma en la piedra. Finalmente, sin decir una palabra, intercambió una mirada
con él, bajó la cabeza y se alejó.
El jveno la siguió con ojos oscuros y tristes. La
quería como compañera para compartir casa y tener hijos, pero eso no sucedería.
No era que fuera feo. Al contrario, tenía rasgos perfectos, a pesar de la
cicatriz que iba desde la frente hasta el pómulo, que se había hecho mientras
esculpía el ídolo, cuando una astilla de piedra afilada le impactó en el
rostro.
La cuestión era que los dioses habían decidido
que él sería parte del grupo que construiría la cámara debajo de la esfinge,
donde se guardaría el mayor de todos los tesoros: el conocimiento que el pueblo
de la Atlántida había recibido de los dioses. Los trabajadores de ese proyecto
se encerrarían allí y, como resultado, los que estaban afuera nunca conocerían
la ubicación del tesoro dentro de los túneles.
A pesar del calor, un escalofrío lo sacudió al
pensar que había atormentado su mente desde el día en que se enteró de su
destino. Se imaginó dentro de la cámara, sumergido en la oscuridad, sin agua ni
comida. Para él, no solamente sería el fin de él, sino el de su linaje. Su
familia terminaría con él, al no tener hermanos ni primos. El deseo de los
dioses se cumpliría, pero si esto servía de consuelo a los demás, a él sólo le
provocaba rebelión y odio.
Algún tiempo después, los dioses ordenaron que la
esfinge se escondiera bajo las arenas y luego se elevaron a los cielos,
llevándose consigo a los habitantes de la Atlántida.
La esfinge permaneció cubierta durante largos
milenios hasta que fue excavada por uno de los antiguos reyes egipcios, y luego
cubierta nuevamente por la furia de los vientos y las arenas, y después
descubierta nuevamente: un círculo constante e incansable de enterramiento y
excavación.
Giza. Década de 1930.
Los hermanos Zaki y Ma'sum observaron con
fascinación la criatura de piedra que acababan de liberar de la tumba de arena
bajo la coordinación del famoso egiptólogo francés Émile Baraize. Cientos y
cientos de trabajadores se dedicaron a la agotadora tarea durante mucho tiempo.
Zaki y Ma'sum pensaron a menudo en darse por vencidos, ya que tenían la
impresión de que toda la arena que quitaban era restituida por el incesante
viento. Pero la necesidad de ganar dinero hizo que permanecieran hasta el
final, y ahora la inmensa estatua era visible en todo su esplendor… aunque algo
arruinada por el tiempo e incluso por las acciones del hombre.
La cabeza del león hacía tiempo que había sido modificada, dando paso a un rostro humano. El faraón Djedefré (hijo de Keops, el constructor de la pirámide más grande) tuvo la idea de utilizar la inmensa estatua para promocionarse como una deidad. Tenía delirios de grandeza y fue el primero en usar el título "El Hijo del Dios Sol", por lo que esculpieron la cabeza para que se pareciese a él. Pero Después de su muerte, su medio hermano Kefrén, constructor de la segunda pirámide más grande, heredó el trono y volvió a alterar la cabeza del ídolo para que tuviera sus rasgos, asumiendo para sí la fama de constructor de la inmensa estatua.
La nariz ya no existía. Dijeron que el culpable
era un musulmán llamado Muhammad Sa'im al-Dahr, quien, en 1378, indignado al
ver a los campesinos egipcios llevar ofrendas a la Gran Esfinge por una buena
cosecha, le destrozó la nariz y por ese vandalismo fue ejecutado.
Tales actos de depredación habrían escandalizado
y enfurecido a los dioses que ordenaron la construcción del ídolo si todavía hubieran
caminado entre los mortales, pero hacía mucho que habían abandonado y olvidado
a la gente de este mundo.
Sin conocer el origen sobrenatural de la esfinge,
Zaki, quien durante su infancia había escuchado de su difunto bisabuelo la
leyenda de túneles y cámaras ocultas debajo de la Esfinge, esperaba encontrar
un tesoro y cambiar su vida.
El hermano menor, que era muy pequeño cuando
murió su bisabuelo, no recordaba ninguna historia sobre pasillos escondidos
debajo de la estatua. Pero recientemente había oído una conversación entre el
señor Baraize y los dos trabajadores que habían encontrado un pasaje en el
suelo detrás de la estatua. Para su total pesar, Ma'sum le había informado de
la conversación escuchada a su hermano, quien ahora no podía quitarse de la
cabeza la idea de bajar por ese pasaje antes de que se llenara y sellara para
siempre. Ma'sum pensó que la idea no podría ser más desafortunada. Temía ser
descubierto. Los ladrones de tumbas siempre acababan en la cárcel.
—Ma'sum, confía en mí. Nadie podrá condenarnos
como ladrones de tumbas, porque la Esfinge no es una tumba. Además, mi plan es
perfecto. ¡Nadie lo sabrá y seremos ricos! —respondió el otro—. ¿Alguna vez te
he decepcionado?
El más joven resopló.
—Varias veces. ¿Quieres que haga una lista?
A pesar de los riesgos, Ma’sum se dejó llevar por
la conversación de su hermano, quien siempre utilizaba las palabras adecuadas
para convencerlo. Además, ambos eran jóvenes y estaban llenos de sueños.
Querían un futuro mejor. Ya no tenían familia, estaban cansados del trabajo físico
que les hacía doler la espalda; además, el dinero que recibían por hacer su
trabajo en la excavación apenas alcanzaba para comprar comida y pagar el
alquiler de la pequeña habitación donde vivían. Y ahora que el trabajo en la
Esfinge estaba casi terminado, temían no encontrar otro pronto.
En el silencio de la noche sin luna, Zaki y
Ma'sum se escabulleron por las calles de El Cairo y llegaron a la esfinge.
Recordando las historias que había escuchado de su bisabuelo sobre la ubicación
de la entrada a la cámara y siguiendo la información dada por Ma'sum, quien
había presenciado la conversación entre el egiptólogo y los trabajadores, Zaki
comenzó a golpear las losas de piedra caliza en la parte posterior de la
estatua con una pala hasta que oyó un sonido hueco.
—Hay un agujero justo debajo de esa losa. Debe
estar aquí. Ven a ayudarme —explicó Zaki en voz baja.
Al retirar la losa suelta, encontraron escalones.
Cada uno de ellos llevaba una bolsa con comida y agua, queroseno para las
lámparas, algunas herramientas y bolsas vacías en las que guardarían el tesoro.
Era una carga grande, pero los dos jóvenes, siendo cautelosos, pensaron que si
tardaban más de lo previsto amanecería y tendrían que esperar hasta la noche
siguiente para salir.
En las escaleras, mientras colocaban la placa de
piedra caliza para disimular la invasión, sintieron que les picaban los dedos
por tocar el tesoro y ya se imaginaban viviendo en Francia con todos los lujos
que merecían. El plan era prometedor, pero, cuando encendieron las lámparas, lo
que vieron fue un largo pasillo intercalado con varios otros.
—¡Un laberinto! — murmuró el más joven con voz
desanimada. De repente, el sueño de vivir en Europa desapareció como humo
llevado por el viento.
Zaki apretó los dientes. Esperaba encontrar una
cámara. Túneles y más túneles en todas direcciones fue una sorpresa más que
desafortunada. A pesar de este revés, no se rindió.
—Sigamos adelante.
—¿Estás loco, hermano? ¡Nos perderemos ahí
dentro! —respondió Ma’sum con impaciencia, moviendo la mano en un amplio
movimiento como si quisiera indicar todos los caminos al mismo tiempo.
—No seas dramático. Somos inteligentes y
encontraremos el camino de regreso. Piénsalo, si nuestro bisabuelo tenía razón
sobre el lugar escondido bajo la Esfinge, también tenía razón sobre la
existencia del tesoro.
Ma'sum se quejó y refunfuñó, pero, como siempre,
acabó cediendo, por lo que fue tras su hermano. Caminaban en línea recta,
iluminando los pasillos transversales e intentando identificar alguna caja o
jarrón con riquezas. Encontraron solamente huesos carcomidos por el tiempo.
—Probablemente, él no encontró la salida —comentó
Zaki, sintiendo un escalofrío recorriendo su espalda.
—Si fuera eso, ¿dónde está la cabeza? —respondió
Ma’sum, mirando a su alrededor, pero sin lograr localizar el cráneo. Estaba
claro que el muerto había sido decapitado. Es más, el que perpetró el crimen se
había llevado la cabeza de la víctima. ¿Por qué alguien cometería un acto tan
nefasto? Ma'sum tuvo un mal augurio. —¡Vayámonos mientras sea posible!
—Tonterías… Este crimen ocurrió hace muchos años
y el culpable ya no existe.
—Y el tesoro tampoco, imagino. Este crimen lo
cometió alguien que no quería compartir nada, por lo que mató a su pareja y se
fue con todo.
Zaki pensó por un momento. Su hermano, a pesar de
su corta edad, era muy sabio.
—Quizás tengas razón, pero sólo podremos estar
seguros de ello si no hay ningún tesoro. Un solo hombre no podía llevar todo el
tesoro. Así que acabaremos encontrando más, sólo tenemos que buscarlo.
—Está bien, pero apurémonos y terminemos esta
búsqueda. —Ma'sum levantó la lámpara y pasó junto al esqueleto, frotando su
espalda contra la pared para no acercarse demasiado a los huesos, y mirando
hacia atrás para asegurarse de saber por dónde regresar.
Sin embargo, cuando estás dentro de un laberinto,
el miedo a perderse se convierte en una idea fija, y el cerebro trabaja en esa
dirección, provocando que la persona se confunda. Poco después, ninguno de los
dos tenía una idea clara de hacia dónde habían caminado y, peor aún,
encontraron otro esqueleto. Al igual que el primero, este había perdido la
cabeza. Al principio pensaron que habían caminado en círculos y regresado al
lugar del primer esqueleto, pero Ma'sum se dio cuenta de que los huesos
ocupaban una posición diferente, apoyados contra la pared, mientras que el otro
muerto estaba tendido en medio del corredor. Dos asesinatos cometidos con el
mismo estilo.
—Al parecer los ladrones no eran un dúo, sino un
trío —reflexionó Zaki.
—O este lugar servía para sacrificios —aventuró
el más joven.
—Es una posibilidad, hermano… ¿Pero así,
simplemente tirado en el suelo? No hay altar ni ninguna evidencia de una
ceremonia… Me parece muy extraño.
El otro sacudió la cabeza, aceptando que sería
muy extraño hacer sacrificios sin ningún ritual, y los rituales siempre
implican un escenario elaborado. Todo se volvía cada vez más aterrador y lo
único que quería era irse. Ni siquiera le importaba vivir de forma miserable,
ya estaba acostumbrado. Preferiría ser pobre que morir perdido ahí abajo.
—Hemos caminado mucho, Zaki, y no hemos
encontrado más que polvo y huesos. Ya no tengo esperanzas de encontrar riquezas.
—Está bien —refunfuñó el hermano mayor, resignado—.
Volvamos.
Ma'sum sonrió, aliviado, al ver que su hermano
estaba mostrando sentido común. Dio unos pasos hasta llegar a otro pasillo y
señaló a la derecha.
—Venimos de esa dirección.
Zaki no tuvo tiempo de responder ni unirse al
otro. El muro se cerró frente a ellos, separándolos. El susto fue tan grande
que casi se le cayó la lámpara. Se arrojó contra la pared que acababa de
cerrarse, tratando de encontrar alguna palanca, intentando abrirla con la yema
de los dedos.
—¡Ma'sum! ¡Ma'sum! —gritó fuera de control.
La pared era tan gruesa que no podía escuchar la
voz del más joven, aunque lo sabía que su hermano estaría gritando del otro
lado. Sacó el cuchillo de su funda y golpeó con el mango la superficie de
piedra, tratando de establecer algún tipo de comunicación. Acercó la oreja y
notó resonancia. Fue su hermano quien, en respuesta, golpeó la piedra,
probablemente con algo metálico, y los golpes sonaron desesperados. Pasaron
unos segundos y ya no escuchó ningún ruido.
Zaki sintió que las lágrimas rodaban por su
rostro. En ese momento ya no quería riquezas, sólo a su hermano. Respiró hondo
y trató de calmarse y pensar con más claridad. Concluyó que Ma'sum era
demasiado inteligente y continuaría con el plan original de regresar a la
salida. Por eso, Zaki decidió que él haría lo mismo, y se llenó de esperanza de
que pronto se reuniría con su hermano, de quien nunca más se separaría.
Sus piernas no estaban muy firmes por el
nerviosismo, pero no perdería el tiempo descansando. Regresó por el túnel, pasó
directamente junto al esqueleto sin prestarle mucha atención, ya que tenía
prisa, y tomó lo que pensó que era un pasillo paralelo, tratando de ir en la
dirección que su hermano le había señalado. Pero a pesar de lo angustiado que
estaba, ya no pensaba con claridad, de lo contrario no habría tomado un
corredor diferente al que había venido. Lo único que hizo, cuando decidió pasar
por otro pasaje porque pensaba que sólo un muro lo separaba de su hermano, fue
complicar aún más la situación. No sólo se alejaba cada vez más, sino que en un
momento sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
Cayó en un pasillo oscuro, en un nivel debajo de
él, sintiendo un dolor agudo en el tobillo y no pudo reprimir un grito de
agonía. Se dejó caer de espaldas en el suelo, con los brazos abiertos, y se
quedó allí jadeando y gimiendo hasta que logró controlar su respiración. Al
mirar hacia arriba, vio que había caído desde una altura de más de tres metros.
Milagrosamente, la lámpara estaba intacta, ya que había caído bajo un montón de
arena. Ojalá él hubiera tenido la misma suerte, pero no, todo lo que podía sentir
era el duro suelo de piedra caliza debajo de su cuerpo.
Le dolía tanto el tobillo que pensó que se lo
había roto, pero al lograr mover el pie, se dio cuenta de que solo era un
esguince, y se sintió más aliviado... pero no mucho, ya que pronto se dio
cuenta de que ahora la situación se había vuelto aún más complicada. No solo
había perdido a su hermano, sino que estaba atrapado en un nivel inferior del
laberinto, es decir, cada vez más alejado de la salida, cada vez más alejado de
Ma’sum. Y, coronando el infortunio, estaba herido y no podría llegar muy lejos.
El estado de ánimo de Zaki se fue volviendo cada
vez más turbio. Era como si una nube negra hubiera caído sobre él y lo
envolviera lentamente. Se sentó, doblando las piernas y abrazándose las
rodillas, sin saber qué hacer.
Mientras sus ojos recorrían el nuevo entorno,
reconoció otros huesos humanos allí. Estaban apartados, como si alguien hubiera
desmembrado a la víctima, y no tenía la cabeza.
Tragó fuerte y se puso de pie, luchando contra el
dolor en el tobillo que lo atormentaba. Probó su pie lastimado y vio que podía
caminar, aunque con mucho sufrimiento. Tomó la lámpara y trató de decidir
adónde ir. Ya no tenía sentido intentar reconocer la dirección correcta para
salir. Lo único que no podía hacer era quedarse quieto.
Cojeando y gruñendo de dolor, se dirigió en
dirección opuesta a los huesos. Tenía miedo de que ocurriera otra caída. Miró
al suelo, tratando de distinguir cualquier señal que pudiera indicar una
trampilla. Si volviera a caer, se lastimaría aún más y tal vez no podría volver
a levantarse, y si la profundidad de una nueva caída fuera demasiado grande,
seguramente moriría. También existía la posibilidad de otro tipo de trampas,
como ser aplastado por paredes en movimiento o que alguna parte del techo
cayera encima de él. Zaki había escuchado historias aterradoras de su bisabuelo
sobre personas que habían entrado en tumbas y pirámides y nunca lograron salir.
El anciano también había mencionado que debajo de la meseta de Giza había una
inmensa red de túneles y cámaras. Zaki recordó de inmediato las palabras
exactas susurradas por el anciano:
¡Duat! El inframundo de los antiguos egipcios.
Ahora vio el laberinto con otros ojos. Si al
principio pensó que se trataba de unos pocos pasillos en una cámara no mucho
más ancha que la Esfinge, ahora pensó que se había apresurado a juzgar. Este
lugar podría ser mucho más grande. Incluso podría ser tan ancho como la meseta
de Giza, extendiéndose bajo las grandes pirámides y tal vez rodeando tumbas no
descubiertas, y dividido en varios pisos.
Pasaron las horas, Zaki ya había bebido más de la
mitad el agua y devorado toda la carne seca que había traído en su bolso.
Estaba completamente desorientado en el laberinto. Quería llorar, pero ni
siquiera tenía fuerzas para hacerlo. De vez en cuando llamaba en voz alta a su
hermano y la única respuesta era el eco de su propio grito.
Luego notó una rampa que subía y eso le dio un
rayo de esperanza. Si regresaba al piso superior, estaría al mismo nivel que su
hermano, si el otro no hubiera caído por una trampilla como él.
Subió la rampa y se encontró con otro esqueleto
decapitado. Una vez más. Había dejado de contar, pero imaginaba que desde que
entró en el maldito laberinto había visto más de veinte. Estaba rodeado de
muerte y soledad. ¿Cuántos habrían sucumbido allí? ¿Y por qué no tenían cabeza?
Tantas preguntas se arremolinaban en su mente.
—¡Zaki!
La voz de su hermano llegó a sus oídos como la
música más hermosa. Levantó la vista y vio a Ma'sum saludando al final del
pasillo con una amplia sonrisa iluminada por la lámpara. Y esta visión era más
preciosa que la de un tesoro, que la de un oasis en medio del desierto cuando
estás a punto de morir de sed.
Las lágrimas se mezclaron con el sudor que le
salpicaba el rostro y empezó a correr arrastrando una pierna, pero sin siquiera
prestar mucha atención al dolor insoportable en su tobillo. Lo único que quería
era abrazar a su hermano con la fuerza de un oso, como solía hacer en cada
cumpleaños de su pequeño, porque era el único regalo que podía darle. Y en
cierto modo, aquello fue un aniversario, un renacimiento.
—¡La
salida, Zaki, está aquí mismo! —explicó Ma’sum con gran emoción, mientras
indicaba la dirección.
De repente, una sombra se arrojó sobre el menor y
él desapareció de la vista de Zaki, quien congeló sus movimientos. Un rugido y
un grito de terror. Luego, el inquietante sonido de algo rompiéndose, siendo
aplastado.
En medio del pasillo, con el corazón acelerado,
Zaki llamó a su hermano, pero su voz era baja, casi un susurro.
No pudo evitar lo que haría a continuación. A
pesar del miedo y de sentir un inmenso peligro impregnando el aire, necesitaba
ver qué le había pasado al más joven.
Con pasos lentos, llegó al final del pasillo y
miró hacia un lado. Vio a su hermano tirado en un charco rojo. Su cabeza ya no
existía. Lo habían arrancado junto con el cuello.
Y alejándose por el pasillo, había un monstruo
con cuerpo de león y alas de águila. La criatura quimérica se detuvo y miró
hacia atrás. Sus ojos negros brillaban como obsidiana, y su rostro era humano y
hermoso, con rasgos que serían perfectos si no fuera por una cicatriz que iba
desde su frente hasta su pómulo.
Lu Evans es brasileña, licenciada en Periodismo y estudiante de Antropología en el Central New Mexico College/USA. Ha publicado dieciséis libros, algunos de los cuales han sido traducidos al inglés y al español. También es dramaturga, cuyos textos de teatro infantil y para adultos han sido representados y premiados en Brasil. Sus cuentos han aparecido en antologías y revistas nacionales e internacionales. Es miembro del Centro de Literatura y Cine André Carneiro, de la Academia Internacional de Literatura Brasileña y de la Speculative Literature Foundation/USA, de la que es jurado en los concursos A.C. Bose y Diverse Worlds + Diverse Writers. Coordina el proyecto Fantastic Literature by Women/US y Fantastic Writers (con Rozz Messias). Algunas de sus colecciones incluyen autores de distintos países: América Fantástica, Fator Morus, Vozes Intergalácticas, O Último Dia do Futuro y Terra Mágica.