Judith Shapiro
Julio quería y quería, pero ninguna idea se le cruzaba por la cabeza.
Estaba sentado ente el escritorio de pino, con el termo y el
mate a su derecha, y la ventana abierta a su izquierda.
Me miraba, un poco preocupado, sin saber qué decirme, qué
contarme, y la pluma seguía dando vueltas en su mano, con la tinta esperando en
el cartucho.
Tenía una remera azul, bastante vieja y que le quedaba medio
grande, y unos pantalones de entrecasa.
Yo lo observaba a mi vez, intentando pensar en algo para
ayudarlo, pero como nos suele pasar a todas nosotras, siempre, estaba en
blanco.
En un momento, cerró los ojos para concentrarse (o para dejar
de mirar por la ventana una paloma que daba vueltas por el árbol de enfrente,
es lo mismo), y los volvió a abrir con una idea clarita, que le saltaba por el
brazo hasta la mano y de la mano a la pluma.
Comenzó a exponerme esta idea que se le había ocurrido, con
movimientos seguros de su mano. Pero no llegó a escribir tres renglones, cuando
el teléfono empezó a sonar, obstinado y estridente, para comunicarlo,
seguramente, con el editor, su sobrinita o su mamá, desesperados todos por que
hiciera alguna cosa o se reunieran en algún lugar (por supuesto, los pedidos de
su sobrinita siempre pesaban más que los otros y eran cumplidos con más ganas y
cariño).
Habló unos momentos con la voz que le llegaba. Tenía que
encontrarse en el parque con su hermano, la mujer de este y la hijita de ambos,
para luego ir a comer los cuatro juntos.
Agarró una campera, las llaves y salió.
Yo me quedé sola, en el escritorio, con algunas locas
palabras que fichaban la última idea de Julio.
Afuera, el viento charlaba con los árboles y la paloma de
enfrente, y vi pasar a Julio caminando tranquilo, con el pelo un poco revuelto
y las manos en los bolsillos del pantalón.
Cuando el viento lo vio irse, se paró en la ventana para
saludarme. Contenta por la atención de mi amigo, salí a devolverle el saludo. Y
él, siempre tan alegre, me levantó hasta la copa de un árbol y me enredó entre
las ramas. Una amiga de la paloma de enfrente, que tenía su nido en la rama
sobre la que me doblaba, me saludó con el pico y revisó las notas que tenía.
Siguió retocando su nido, después, sin prestarme mayor atención. Yo me tiré al
piso balanceándome divertida.
No había mucha gente caminando, aunque casi todos los que
salían de las casas de esa cuadra, saludaban (con la mano o un “Buen día”) a
doña Josefa, sentada como todas las mañanas, mediodías y tardes, tomando
“calle” en la puerta de su casa.
Un chico que se acababa de bajar de un auto corrió hasta la
puerta de doña Josefa. Yo estaba en el camino, y como los chicos no le prestan
demasiada atención (o, por lo menos, este en particular) a lo que llevan en las
suelas de las zapatillas cuando están buscando algo que quieren, me quedé pegada
a un pedazo de chicle que no parecía muy viejo.
El chico siguió corriendo para saludar a su abuela. Sólo se
dio cuenta de que me estaba llevando con él, cuando, antes de entrar, su madre
se lo dijo.
Un artístico trozo del chicle quedó adornando mi revés. Pero
eso no impidió (porque no había razón para que lo hiciera) que el chico notara
las letras del trazo de la pluma. Intrigado, le preguntó a su madre qué decían,
y cuando lo supo se le ocurrió, muy brillantemente, doblarme en forma de avión
y lanzarme desde la terraza.
Así fue como me volví a encontrar con mi amigazo el señor
Viento Otto (como me gusta llamarlo desde que, hace tiempo, escuché a Julio
practicando un cuento que tenía que relatar), que me llevó planeando hasta la
calle, para alegría y satisfacción del niño.
Pero pasaban algunos autos, y con toda lógica, aplastaron mis
pliegues. Enseguida, Otto vino al rescate.
Volé rauda hasta una vidriera, donde un señor leía un libro
(que bien podría haber sido un diccionario), sentado entre el mostrador y el
vidrio. Estaba quieto, muy concentrado, sin darse cuenta de que los lentes
estaban a punto de caérsele. Mientras bajaba otra vez al piso, pude ver
fugazmente que se trataba de un local de arreglo de cámaras fotográficas.
Quedé ahí tirada un rato largo, pero tranquila. Miraba el
cielo, el sol, los desagües, las manchas de humedad en la parte inferior de los
balcones... Yo sabía, con mucha certeza, que la paloma que había visto por la ventana
me vigilaba desde el alero de una de las casas de la esquina.
Eventualmente, aburrida de estar ahí quieta, voló hasta donde
yo estaba, y me llevó con las patas al escritorio de Julio.
Más despierta de lo que hubiera creído, después de apoyarme,
buscó en la vereda una piedrita, y me la puso encima para que no me fuera otra
vez. Luego, se fue a visitar al nieto de doña Josefa y sus miguitas de pan.
Cuando volvió y me vio con mi piedrita, Julio tuvo una nueva
idea que le resplandeció en la cabeza. Pero como ya no podía usarme para
escribir, sacó rápidamente algunas hojas limpias del cajón, y me arrojó
despreocupadamente al tacho de basura, en el rincón.
Judith Shapiro nació en Rosario, Santa Fe, Argentina, el 16
de enero de 1989. Es Profesora en Antropología por la Universidad Nacional de
Rosario y, en otras facetas, bailarina, acróbata aérea, profesora de la
disciplina en varios talleres en Rosario y mamá, lo que desde hace algún tiempo
la tiene alejada de la escritura. Ha publicado cuentos en Axxón y varias
antologías, entre las que se cuentan Desde el taller y Grageas 3, editadas por
Desde la Gente. Sus autores favoritos son J. G. Ballard, Mario Levrero, Phillip
K. Dick y Cordwainer Smith, entre otros.