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jueves, 6 de marzo de 2025

IDEAS

 Judith Shapiro

 

Julio quería y quería, pero ninguna idea se le cruzaba por la cabeza.

Estaba sentado ente el escritorio de pino, con el termo y el mate a su derecha, y la ventana abierta a su izquierda.

Me miraba, un poco preocupado, sin saber qué decirme, qué contarme, y la pluma seguía dando vueltas en su mano, con la tinta esperando en el cartucho.

Tenía una remera azul, bastante vieja y que le quedaba medio grande, y unos pantalones de entrecasa.

Yo lo observaba a mi vez, intentando pensar en algo para ayudarlo, pero como nos suele pasar a todas nosotras, siempre, estaba en blanco.

En un momento, cerró los ojos para concentrarse (o para dejar de mirar por la ventana una paloma que daba vueltas por el árbol de enfrente, es lo mismo), y los volvió a abrir con una idea clarita, que le saltaba por el brazo hasta la mano y de la mano a la pluma.

Comenzó a exponerme esta idea que se le había ocurrido, con movimientos seguros de su mano. Pero no llegó a escribir tres renglones, cuando el teléfono empezó a sonar, obstinado y estridente, para comunicarlo, seguramente, con el editor, su sobrinita o su mamá, desesperados todos por que hiciera alguna cosa o se reunieran en algún lugar (por supuesto, los pedidos de su sobrinita siempre pesaban más que los otros y eran cumplidos con más ganas y cariño).

Habló unos momentos con la voz que le llegaba. Tenía que encontrarse en el parque con su hermano, la mujer de este y la hijita de ambos, para luego ir a comer los cuatro juntos.

Agarró una campera, las llaves y salió.

Yo me quedé sola, en el escritorio, con algunas locas palabras que fichaban la última idea de Julio.

Afuera, el viento charlaba con los árboles y la paloma de enfrente, y vi pasar a Julio caminando tranquilo, con el pelo un poco revuelto y las manos en los bolsillos del pantalón.

Cuando el viento lo vio irse, se paró en la ventana para saludarme. Contenta por la atención de mi amigo, salí a devolverle el saludo. Y él, siempre tan alegre, me levantó hasta la copa de un árbol y me enredó entre las ramas. Una amiga de la paloma de enfrente, que tenía su nido en la rama sobre la que me doblaba, me saludó con el pico y revisó las notas que tenía. Siguió retocando su nido, después, sin prestarme mayor atención. Yo me tiré al piso balanceándome divertida.

No había mucha gente caminando, aunque casi todos los que salían de las casas de esa cuadra, saludaban (con la mano o un “Buen día”) a doña Josefa, sentada como todas las mañanas, mediodías y tardes, tomando “calle” en la puerta de su casa.

Un chico que se acababa de bajar de un auto corrió hasta la puerta de doña Josefa. Yo estaba en el camino, y como los chicos no le prestan demasiada atención (o, por lo menos, este en particular) a lo que llevan en las suelas de las zapatillas cuando están buscando algo que quieren, me quedé pegada a un pedazo de chicle que no parecía muy viejo.

El chico siguió corriendo para saludar a su abuela. Sólo se dio cuenta de que me estaba llevando con él, cuando, antes de entrar, su madre se lo dijo.

Un artístico trozo del chicle quedó adornando mi revés. Pero eso no impidió (porque no había razón para que lo hiciera) que el chico notara las letras del trazo de la pluma. Intrigado, le preguntó a su madre qué decían, y cuando lo supo se le ocurrió, muy brillantemente, doblarme en forma de avión y lanzarme desde la terraza.

Así fue como me volví a encontrar con mi amigazo el señor Viento Otto (como me gusta llamarlo desde que, hace tiempo, escuché a Julio practicando un cuento que tenía que relatar), que me llevó planeando hasta la calle, para alegría y satisfacción del niño.

Pero pasaban algunos autos, y con toda lógica, aplastaron mis pliegues. Enseguida, Otto vino al rescate.

Volé rauda hasta una vidriera, donde un señor leía un libro (que bien podría haber sido un diccionario), sentado entre el mostrador y el vidrio. Estaba quieto, muy concentrado, sin darse cuenta de que los lentes estaban a punto de caérsele. Mientras bajaba otra vez al piso, pude ver fugazmente que se trataba de un local de arreglo de cámaras fotográficas.

Quedé ahí tirada un rato largo, pero tranquila. Miraba el cielo, el sol, los desagües, las manchas de humedad en la parte inferior de los balcones... Yo sabía, con mucha certeza, que la paloma que había visto por la ventana me vigilaba desde el alero de una de las casas de la esquina.

Eventualmente, aburrida de estar ahí quieta, voló hasta donde yo estaba, y me llevó con las patas al escritorio de Julio.

Más despierta de lo que hubiera creído, después de apoyarme, buscó en la vereda una piedrita, y me la puso encima para que no me fuera otra vez. Luego, se fue a visitar al nieto de doña Josefa y sus miguitas de pan.

Cuando volvió y me vio con mi piedrita, Julio tuvo una nueva idea que le resplandeció en la cabeza. Pero como ya no podía usarme para escribir, sacó rápidamente algunas hojas limpias del cajón, y me arrojó despreocupadamente al tacho de basura, en el rincón.


Judith Shapiro nació en Rosario, Santa Fe, Argentina, el 16 de enero de 1989. Es Profesora en Antropología por la Universidad Nacional de Rosario y, en otras facetas, bailarina, acróbata aérea, profesora de la disciplina en varios talleres en Rosario y mamá, lo que desde hace algún tiempo la tiene alejada de la escritura. Ha publicado cuentos en Axxón y varias antologías, entre las que se cuentan Desde el taller y Grageas 3, editadas por Desde la Gente. Sus autores favoritos son J. G. Ballard, Mario Levrero, Phillip K. Dick y Cordwainer Smith, entre otros.


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