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martes, 11 de marzo de 2025

EL ESPEJO


Betina Goransky


Frente al espejo contemplo mi larga cabellera negra brillante con tintes rojizos. El abuelo materno era pelirrojo y sin duda heredé algunos de sus genes; me emociona recordarlo. Giro hacia un lado, me pongo de espaldas y noto que el pelo me cae por debajo de los omóplatos. Giro hacia el otro lado y, de refilón nomás, ¡ups! dos canas; el paso del tiempo, pienso. Sigo observándome con ojo crítico: los párpados algo caídos, y los labios demasiado finos. Con el dedo índice toco los bien definidos rasgos de mi cara, hasta llegar al cuello. De repente, amplío la mirada y veo el resto de mi cuerpo; me parece agradable, me gusta. Quisiera tener una mirada radiográfica para poder observar lo intangible, lo que no se toca, mi cerebro, mi alma.

 Mi frase mas común siempre ha sido “perdí lonjas de mí”, como si así pudiera graficar el modo en que afectan a mi alma los dolores y los duelos en mis elecciones, también frase común en los momentos bisagra de mi vida “el camino que elegí viene en un combo”, algunas cosas eran las previsibles pero también estaba lo no previsible, quizá porque recortaba mi mirada solo observando lo superficial y al aparecer el todo me sorprendía cuando en realidad solo era producto de mi negación. Eso a veces me hizo dar cuenta que los impulsos guiaban mis actos.

Miro muy detenidamente el espejo. Tengo doce años y esa nena me observa con sus enormes ojos negros, intensos; me mira, la miro. Me da mucha ternura; tiene un dejo de tristeza. Parece que no se sorprende; nos da alegría encontrarnos, ella con toda su frescura y yo con mis ojeras y arrugas; nos reconocemos… y de pronto, su imagen desaparece.

Siempre que me planto frente a este espejo veo pasar las distintas etapas de mi vida; las puedo identificar por años definidos. Será, como dicen algunas teorías espirituales, que cada diez años se inicia otra vida y es la muerte de la anterior; me parece que estoy de acuerdo con eso, porque en cada etapa tuve una pareja, cambié de trabajo... Y cada vez que ocurrió eso me renové, aunque en algunas ocasiones sentí mucha pena. Es una característica de mi forma de ser, esa capacidad para levantarme cuando caigo, renacer como el Ave Fénix, la sensación de comenzar algo nuevo, y también darme cuenta cómo se desarrollan aspectos desconocidos de mi personalidad; eso me fascina. El crecimiento como consecuencia de las pérdidas, o como dicen esas teorías, el duelo por lo que muere.

Ahora enfrento la imagen de los quince años… mis quince... esto sí que me hace estremecer. Es la primera etapa que registro con total conciencia: mi primer vestido largo, el blanco, ese que me volvió loca; hasta tenía una pequeña cola que después me incomodaba al bailar. Se cumplió lo que era sólo un juego; qué mujer no pasó horas frente al espejo siendo adolescente, poniéndose brillos, tules y lo que podía conseguir a espaldas de la madre; en ese espejo era la princesa mas bella de algún reino lejano. Observo mi imagen y advierto un gesto diferente: picardía, expectativa, sueños; esa mujercita me mira, la miro; es un nuevo encuentro. Ahora sí me tomo algunos momentos y le cuento cómo nos fue en la vida, con detalles; se crea una intimidad que no logro tener con nadie; todas mis defensas se escabullen, me desarmo y me reconstruyo, ella me escucha atónita, perpleja, y su sonrisa significa más que mil palabras.

Mi primer peinado de peluquería... en lo de la Juana Pérez, donde se reunían las mujeres del barrio, y le sacaban chispas a sus lenguas. Ese día me sentí grande, una mujer hecha y derecha, como si peinarme ahí fuera pertenecer a una elite; dejaba de ser una nena.

Mamá entra sorpresivamente al cuarto.

—Hija —me dice—, ¿qué hacés que demorás tanto? Vos y ese espejo… ¿Se puede saber por qué siempre tuvo tanta atracción sobre vos? Horas y horas hablando con él…

—Nada, mamá; en unos minutos voy.

Sale golpeando fuerte la puerta, como para que me dé cuenta que ella sigue diciéndome lo que debo hacer. Vuelvo a mirar y la imagen sale del espejo. No sé qué hacer con mi asombro, ¡que experiencia! Se pone frente a mí, pegadita.

—A esta edad, y todavía le tenés miedo —me dice—. ¿Así es nuestra vida? —Me toca la mejilla y en el calor de su mano percibo una fuerza especial, me siento más firme, entera, segura. Da media vuelta y con toda soltura desaparece dentro del espejo.

Ahora pasan las imágenes como si hubiera puesto una película en cámara rápida. El cumpleaños de la abuela Sara... sus ochenta… Al recordar ese momento, lo siento tan vívido que es como si tocara aquellas lágrimas; lloré desde que comencé a vestirme hasta el final del baile. Acerco mis manos tibias, toco; esta frío y suave. Y veo dos manos que se apoyan en las mías, mi hermana Clara.

—Gracias, hermana querida —dice—. Me ayudaste mucho aquel día, cuando descubrí que estaba embarazada. Lo primero que atiné a hacer fue compartirlo con vos; me abrazaste y supe que iba a poder enfrentar lo que viniera. —Me devuelve el abrazo, tantos años después, y yo la aprieto tan fuerte que el cariño traspasa nuestros cuerpos.

En ese momento se terminó abruptamente la edad de jugar, y Clara se volvió adulta sin desearlo. Yo no alcanzaba a entender qué pasaba en toda su magnitud, pero intuitivamente me pareció que en casa algo se había roto, algo se modificó de tal manera que hasta mi propia adolescencia ingenua terminó, y todo fue confuso. Lástima, pintaba tan linda la vida antes de eso... bueno no me voy a poner en víctima. Después de todo fue ella la que lo paso peor.

Vuelvo a encontrarme con mi mirada y veo mi imagen reflejada. Son otros y otros los hechos que se hacen presentes; los siento en mi cuerpo como si los estuviera viviendo: mi fiesta de graduación, el día que me casé, el nacimiento de mi hijo, mi divorcio…

Siento vibrar mi pantalón: el teléfono; que susto, estaba tan compenetrada en mis pensamientos... miro la pantalla, atiendo; es mi querido hijo Agustín.

—Hola, ¿por dónde vas?

—Hola, mamá; el micro se atrasó. Estoy devorando el sándwich que me dieron al subir, estaba hambriento. No había almorzado. Quería contarte que aprobé, y con un ocho, sé que te vas a poner feliz.

—¡Qué buena noticia! Estudiaste tanto, hijo de mi corazón; una menos. Con esta noticia ya me alegraste todo el fin de semana; avisame cuando estés cerca así vamos con el abuelo a buscarte, vos sabes que a él le encanta verte primero que nadie.

—Lo que te pido es que no te pongas nostálgica porque me aburro cuando empezás con las anécdotas, y lo peor es que casi siempre contás las mismas. —Se escucha la risa joven y picara—. Igual te adoro, mami queridísima, chau.

Él siempre corta así, y no me da posibilidad de retrucarle, ¿seré de esas madres pesadas? Yo, que hice tanto esfuerzo por no serlo, por no ser insoportable; hijo único, pobre. Tanto el padre como yo ponemos muchas expectativas en él, pero no tengo dudas de que se está haciendo un hombre hermoso, feliz y responsable, así que tan mala madre no debo ser. Sonrío interiormente; me quiero convencer, parece.

 Mis pensamientos vuelven al espejo y me acaparan nuevamente. Creo que nunca dejaré de tener esta necesidad de regresar a casa para festejar, para pensar, para resolver mis conflictos, como si al hacerlo pudiera meterme de nuevo en el útero y desde ahí desplegarme, volver a nacer, empezar otra vez. Porque una cosa fundamental que valorizo de mi familia es nuestra forma de enfrentar las dificultades. Al principio viene una tormenta, pero en seguida nos ponemos a elucubrar estrategias para resolverlas. “Nunca se agotan los recursos”, dice siempre papá; “todo tiene solución”.

Y acá estoy, una vez más en la habitación que siempre compartí con Clara. Es amplia, luminosa; la pintura de las paredes todavía está buena y las dos camas son las mismas de siempre. Veo el ropero enorme, herencia de la tía Rosa, las lamparitas de noche, todo muy prolijo, como si no hubiera pasado el tiempo; a un costado, el sillón enorme que fue a parar ahí porque no había ningún otro lugar donde ponerlo, o porque era muy feo. Los años de la infancia vuelven a aparecer en mi cabeza; crecíamos. ¡Cuántas noches de charlas alocadas con Clara! Nos contábamos las últimas novedades, en especial acerca de los muchachos recién llegados al barrio, los disparates que hacíamos en el colegio, y siempre criticábamos a mamá. Aun hoy, cuando estamos juntas, pasamos largas horas poniéndonos al día. Seguimos caminos diferentes, pero en lo esencial somos idénticas, ya que ambas nos forjamos como mujeres luchadoras, fuertes, con una ideología de vida que nos ha mantenido unidas, privilegiando al ser humano y lo social.

Pero la imagen del espejo hace un gesto de advertencia; frunce el ceño y me obliga a regresar al presente. Que la nostalgia del pasado no me aparte del camino, parece decir; finalmente Agustín tiene razón. Estoy pasando por un momento difícil; tengo que tomar una decisión trascendental, aunque no quiero pensar en eso. Bueno, después de todo vine a mi ciudad natal para despejar la mente de fantasmas y enfrentar los hechos. Afuera se escuchan las risotadas de mamá, siempre tan franca y poderosa, y el silencio de papá, que seguramente la mira con adoración, como es su costumbre. Ella le está contando algo intrascendente, que a él, como siempre, le parece increíble.

Cuántas noches pasé escuchando aquellas largas conversaciones entre mis padres en la penumbra de mi habitación, bueno, monólogos. ¡Pero qué bien lo pasaban! ¿Por qué siempre me sentía dejada de lado? ¿Por qué no me prestaban atención? Eso influyó en todo lo que elegí en la vida, buscando constantemente que los hombres me miraran, destacarme en el trabajo, que me llamaran las amigas. Pagué años y años de terapia para descubrir finalmente que sólo quería competir con mamá por el cariño de papá, eso que llaman complejo de Electra. Tal vez por eso me casé a los veintitrés, porque tuve la ilusión de que Emiliano me haría sentir muy amada. ¡Qué fiasco! Al poco tiempo resulto que lo único que quería era una mujer que siempre estuviera pendiente de él, y que no pensara. Descubrí, en ese punto, todo lo sumisa y estúpida que puede ser una cuando solo vive eso, una ilusión. Lo mejor, tal vez lo único valioso de ese matrimonio fallido, es nuestro hijo Agustín; un sol, tierno, amable, cariñoso, un luchador.

Eso también pone en evidencia la fea sensación que produce equivocarse y que tus padres te miren por primera vez como una fracasada. Que frustrante, ¿no? Lo que más me importaba en la vida era hacerlo feliz a papá, que me mirara como la miraba a mamá. Pero cuando le anuncié que me iba a separar, solo me dijo: “¿Lo pensaste bien?”. Y ante mi respuesta, dio media vuelta y me dejó sola, en silencio. Percibí tristeza en su mirada.

Ahora, a punto de cumplir cuarenta y cinco, aparece la posibilidad de formar una nueva pareja. Una vez más necesito regresar a la casa de mis padres, ¿a despejar la cabeza de fantasmas o a encontrarme con ellos? Mi terapeuta me había dicho: “Ya es hora de que madures, que esa nena que siempre reclama atención, a la que nada satisface, supere carencias y se anime a entregarse”.

No puedo evitar las comparaciones: mi actual amor, Ezequiel y papá, ¿en qué se parecen, en qué son diferentes? Dicen mis amigas que me hago tantas preguntas por culpa de la terapia, que avance y me deje de cuestionar todo. Pero no puedo evitarlo, cada situación, cada cambio… cuestiono, pienso. Me gusta sacar conclusiones. Analizar lo que hago, lo que me pasa, es un vicio.

El espejo me llama, reclama de nuevo mi atención. De acuerdo: vuelvo a mirarme en él, y ¿qué veo? Las imágenes se superponen: soy una chiquilla asustada que guarda las cosas que le duelen, que necesita mostrar una imagen de mujer que puede enfrentar todo, una fortaleza que por momentos se transforma en coraza. Por otro lado, también veo a una mujer entera que necesita vivir intensamente, pelear por ser mejor, no quedarse en situaciones penosas, aunque le cueste tiempo y esfuerzo salir. Soy exitosa, estoy feliz con mi trabajo, amo lo que hago, me siento llena de energía porque he podido ir superando mis aspectos ingenuos, madurando y encontrando mi camino. Y sin embargo... sin embargo no es suficiente, falta algo, el acto final de una transformación que se demora, el pasaje de un mundo a otro, como si esperara una señal, una certeza...

En el espejo, mi espejo de siempre, se está produciendo un fenómeno extraño. En el centro se abre un círculo de luz oscura; primero un punto negro y diminuto que se va aclarando y se expande hasta que todo el espejo queda cubierto por esa luz brillante. Mi cuerpo se estremece y algo dentro de mí me invita a pasar del otro lado, algo que nunca me animé a hacer. Ahora es el momento. Mi pie derecho cruza la lisa superficie como si se sumergiera en un lago de plata líquida. Medio cuerpo. La cabeza... De pronto, sin temor, giro sobre mí misma y me veo afuera, contemplando mi larga cabellera negra y las tres canas que delatan el paso del tiempo.

Se huelen los aromas a la sabrosa comida de mamá, sonidos de cubiertos, sillas que se corren, murmullos de voces que no logro identificar. Supongo que es Clara y sus hijas. Me recrimino: una vez más no ayudé en los preparativos por estar acá, aunque igual sé que me sentaré a la mesa como siempre, y la cena será sabrosa y abundante. Escucharé los diálogos, amenos, superficiales, llenos de secretos y sorprenderé a mamá y a papá mirándome, tratando de descubrir en mis ojos lo que me pasa.

Suena nuevamente mi celular, es Agustín; ya está muy cerca de la terminal.

Bajo las escaleras más con una sensación de volar que de correr. Feliz, lo llamo a papá, y salimos raudamente a buscar a mi hijo en el viejo auto impecable, el que lava y lustra todas las mañanas.

 

Betina Goransky (San Juan, Argentina, 1954) es licenciada en psicología por la Universidad de Belgrano y está enrolada en la línea sistémica humanística. Se dedica a terapias de pareja, de familia y adicciones. Es docente y sexóloga; escribió numerosos trabajos y ponencias sobre su especialidad. Ha dado conferencias y participado en un gran número de jornadas y congresos. Su interés por la ficción es reciente y los textos que escribió pueden leerse en las antologías ¡Basta, cien mujeres contra la violencia de género! (2013), Grageas 3 (2014), Cien páginas de amor (2015) "¡Basta! contra la violencia de género" (2018) y Mal trato (2021).

lunes, 29 de abril de 2024

VIDA DE JUNCO

  

Betina Goransky




Estoy sentada en el escalón de la puerta de mi oficina. La gente que pasa me mira. ¿Qué hace esta loca? No estoy loca. ¿Estoy? ¿Me parece, o mi cabeza se ladea hacia la izquierda? La sostengo con fuerza, los dedos la aprietan y siento un calor que la atraviesa de lado a lado. Los sonidos de los autos se han multiplicado, se disgregan dentro de mí, como rayos que zumban y bailan penetrando mi cerebro. ¡Por favor, que dejen de sonar las bocinas! Me aturden. La intensidad del sonido aumenta minuto a minuto, duele; solo quisiera que mi cabeza fuera a rosca para separarla del resto de mi cuerpo y dejarla a un lado junto a mí, sobre el escalón. ¡Lo logré! Viene el alivio, mis piernas se aflojan, apoyo todo el peso de mi cuerpo sobre la puerta, sobre mi lado izquierdo, ya no me perturban los pensamientos, no hay ideas, y básicamente no siento ese dolor que me atormenta. Mi corazón late más aceleradamente, transpiro hasta que me brotan gotas en cada centímetro del cuerpo; mi ropa se moja, siento el líquido deslizarse por mis pechos hasta la cintura y se deposita en el elástico de la bombacha, se acumula en la entrepierna.

De pronto advierto que mi cabeza está pegada al cuello; claro, no existe eso de la rosca y la posibilidad de sacarse la cabeza. Pero de inmediato recuerdo el dolor, en realidad los dos dolores: el de la nuca y el del pecho. Y aparecen las imágenes, ¡como duelen!

Ahora recuerdo. Mi vida se estrelló, como un avión sin control; la mujer salvaje, fuerte, la que atropella la vida, está desarmada, desmoronada; el desborde me invadió, tengo la impresión que ya no soy dueña de mis actos, como si fuera una muñeca de trapo, o una marioneta que alguien sostuviera por los hilos para manejarla; yo ya no puedo hacerlo. Podría echarle la culpa a él, pero no es cierto. Yo lo hice. Yo.

¿Eso es lo que llaman volverse loca? Entonces me estoy volviendo loca. Pero de alguna manera tengo que defenderme. Las sensaciones son diferentes, me doy cuenta que algo raro irrumpió en mi alma, el afuera desparece de a poco, me voy para adentro como si me hubiera transformado en una persona interior, ajena y diferente de la otra, externa; contemplo mis tripas, como corre la sangre, ese líquido espeso que me atraviesa de arriba para abajo y viceversa; los músculos están apretados, los huesos se han vuelto de hierro; son oscuros, grises. En mi adentro no existen el tiempo y el espacio; acabo de internarme en la nada.

De repente, voy por un túnel hacia mi infancia, subo a mi árbol preferido; allí me quedo horas y horas lejos de todo y de todos, en un lugar donde nadie puede molestarme. El adentro es mi lugar preferido, el sitio de máxima protección; no siento ni frío ni calor, ni hambre. Puedo jugar con mis amigos imaginarios, segura; es una sensación muy bella, de certeza y paz, adentro.

Vuelvo al escalón, mi cuerpo se sacude con movimientos rítmicos, suaves, supongo que ahora ya nadie lo nota; estoy en mi lugar preferido, donde nadie puede hacerme daño, la protección es indefinida y perfecta, me empieza a envolver una especie de gelatina incolora, cubre cada centímetro de mi adentro, es flexible, no me inmoviliza, y me permite pensar; me acurruca como si fuera un útero nutriente. Quizá podría quedarme así el resto de mi vida.

Los sonidos se amortiguan. El mundo no desapareció pero está lejano, solo quedan cosas materiales; ya no existen las personas, y de repente, sin previo aviso, siento que vuelo, me desprendo de mi cuerpo, paso la copa del árbol con flores naranjas, voy subiendo como en cámara lenta y abro los brazos para obtener más equilibrio. Los gorriones pasan a mi lado sin verme, y me siento libre, no existe el dolor ni las preocupaciones. Reaparecen las imágenes de mi infancia y mi adolescencia; amores y amigos. Estoy en la facultad; todas las imágenes son nítidas, de colores brillantes, y también están los sabores de las comidas que preparaba mi madre, dulzonas y calentitas.

Me sacuden los temblores y ahora siento el frío del escalón; no existe el vuelo, eso fue una fantasía, un espejismo. ¿Qué me está pasando? ¿Será lo que dice mi terapeuta? Ella me pregunta si tengo alucinaciones o confusión en mi pensamiento, si me desprendol cuerpo. Tiene razón: todo eso me está sucediendo, estoy perdiendo la conciencia, cada día un poco más; ya todo me resulta insoportable. Perdí mi alegría al despertar; los pensamientos son oscuros y tristes; me quedaría en la cama para siempre, pero no, me levanto, preparo el desayuno, me baño, me visto y me voy a trabajar.

Escucho mi nombre; es el mecánico que me trae el auto. ¿Solo fue eso? ¿Eso fue lo que precipitó todo, un auto descompuesto? Lo miro, levanto la mano como señal de que lo vi, me arreglo la ropa, tomo la cartera y cruzo la calle, todo pasó. Todo pasó.

Llego a mi casa, preparo milanesas de ternera para almorzar, acompañadas por un rico puré de papas, lo que más me gusta. Llevo la bandeja a la mesa del living y enciendo la tele; ahora los sabores y olores son reales; los dolores regresaron y están instalados en mi cuerpo, como siempre.

Busco en el móvil los síntomas de la locura, trastorno de pensamiento, ansiedad generalizada, depresión, alucinaciones.

Y recuerdo cómo soy en realidad, me conecto de nuevo con mi alma salvaje, y mi espíritu creativo, viene a mi mente la frase que me enseño mi psicóloga chamana, que ahora estoy de un lado de ese puente que voy a atravesar y que cuando logre llegar al otro lado todo estará superado.

No obstante, mi naturaleza obsesiva no logra evitar que los demás me hagan daño, pero en cambio puedo recuperar mi vida, puedo ser fuerte y encontrar mi luz, no necesito huir, aunque no dejo de precipitarme en un abismo, mi caída es vertiginosa y mi alma está destrozada. Voy a recuperar el control, me digo, me esperan situaciones y personas que me darán amor y paz. ¿No es cierto que lo puedo lograr?

En este momento siento que toco fondo, ese fondo lodoso y oscuro, lo más parecido a la muerte que logro concebir; no es la muerte de trascender a otra dimensión del universo sino esa muerte que representa todo lo que se pierde en mí, lo que se pierde de mí. Algunas veces digo que en estas etapas quedan lonjas de mi ser desperdigadas por el aire, y cada vez hay una reconstrucción, y sé que viene la etapa del esfuerzo, de desplegar mi potencial, las capacidades que están dormidas, listas para actuar.

Imagino que es así como preparan la tierra para sembrar en las fincas, limpiando primero los yuyos y malezas; se sacan troncos y piedras, todo lo que no sirve y puede dañar el crecimiento de una planta, y luego con máquinas y otras herramientas dan vuelta y vuelta la tierra, ponen abono y la dejan todo el invierno, que es el tiempo suficiente para que vuelva a estar apta para sembrar. Ese invierno la finca tiene un aspecto triste, gris; da la sensación de que no hay nada, que está vacío.

Y luego viene a mi mente la idea de que la vida es un continuo cambio, siempre digo, todo pasa, lo malo y también lo bueno. Entonces, vuelve la sonrisa, la alegría, el camino que se hace al andar, que está lleno de cosas nuevas y sorpresas. ¡Sí, eso! Cuando estoy bien hago cosas que me sorprenden, pero en otras ocasiones el camino se oscurece, se nubla y la sensación permanente es de perdida y duelo.

Mi vida ha transcurrido entre sucesivas caídas, de las que siempre logré levantarme. Me sacudo como los perros mojados; esa imagen me ayuda y la repito con mi cuerpo, me sacudo las malas energías, las penas y los malos pensamientos. Aparece la idea de resiliencia, sé lo que es eso; la describen por ahí como esa capacidad de las personas para adaptarse y gestionar de manera adecuada las adversidades, con el objetivo final de superar las etapas de crisis y poder continuar con la propia vida.

Uno tiene que ser flexible, me digo, la vida es un permanente cambio y para superar etapas hay que ser como el junco que, para no quebrarse, se dobla ante los golpes y los vendavales.

Ahora sí que me doy cuenta de qué se trata esto de honrar la vida y no solo sobrevivir, aceptar que las penas y las grietas y las insatisfacciones son parte de todo, de que también viene la esperanza, la flexibilidad, las fortalezas, y lo mágico es traspasar e intercambiar, afrontando los aprendizajes de una etapa a la otra. Ante el dolor fabrico, con mis pensamientos, en mi cerebro, las herramientas necesarias para influir con mi mente en el mundo objetivo y aprender a enfocar mis pensamientos positivos en el caos. De mí depende transformar las posibilidades de locura, modificando con mis actitudes la química del cerebro, esa usina que me conecta con el mundo circundante, y así logro transformar el efecto de las experiencias, de ese modo volar significa reinventarme, transcurrir lo doloroso hasta convertirlo en aprendizaje, tomar de mi memoria celular lo que me dio las posibilidades de volverme sabia.

Estoy otra vez sentada en el escalón de la puerta de mi oficina. Pero ahora sé lo que necesito. No hace falta que desenrosque mi cabeza o que huya de la realidad. Loca o no, puedo caminar sobre mis piernas, y si resulta necesario, pedir ayuda, afrontar los contratiempos sin vergüenza; ya no estoy sola. Ahora estoy conmigo, mi compañera incondicional.

Es casi mágico. Pasa el que me hizo tanto daño. Lo saludo con la mano y le sonrío. Él se sorprende; yo no. Me levanto, le doy la espalda, y entro a la vida de nuevo.


Betina Goransky (San Juan, Argentina, 1954) es licenciada en psicología por la Universidad de Belgrano y está enrolada en la línea sistémica humanística. Se dedica a terapias de pareja, de familia y adicciones. Es docente y sexóloga; escribió numerosos trabajos y ponencias sobre su especialidad. Ha dado conferencias y participado en un gran número de jornadas y congresos. Su interés por la ficción es reciente y los textos que escribió pueden leerse en las antologías ¡Basta, cien mujeres contra la violencia de género! (2013), Grageas 3 (2014), Cien páginas de amor (2015) "¡Basta! contra la violencia de género" (2018) y Mal trato (2021).

 

 

 


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