Betina Goransky
Frente al espejo contemplo mi
larga cabellera negra brillante con tintes rojizos. El abuelo materno era
pelirrojo y sin duda heredé algunos de sus genes; me emociona recordarlo. Giro
hacia un lado, me pongo de espaldas y noto que el pelo me cae por debajo de los
omóplatos. Giro hacia el otro lado y, de refilón nomás, ¡ups! dos canas; el
paso del tiempo, pienso. Sigo observándome con ojo crítico: los párpados algo
caídos, y los labios demasiado finos. Con el dedo índice toco los bien
definidos rasgos de mi cara, hasta llegar al cuello. De repente, amplío la
mirada y veo el resto de mi cuerpo; me parece agradable, me gusta. Quisiera
tener una mirada radiográfica para poder observar lo intangible, lo que no se
toca, mi cerebro, mi alma.
Mi frase mas común siempre ha sido “perdí
lonjas de mí”, como si así pudiera graficar el modo en que afectan a mi alma
los dolores y los duelos en mis elecciones, también frase común en los momentos
bisagra de mi vida “el camino que elegí viene en un combo”, algunas cosas eran
las previsibles pero también estaba lo no previsible, quizá porque recortaba mi
mirada solo observando lo superficial y al aparecer el todo me sorprendía
cuando en realidad solo era producto de mi negación. Eso a veces me hizo dar cuenta
que los impulsos guiaban mis actos.
Miro muy
detenidamente el espejo. Tengo doce años y esa nena me observa con sus enormes
ojos negros, intensos; me mira, la miro. Me da mucha ternura; tiene un dejo de
tristeza. Parece que no se sorprende; nos da alegría encontrarnos, ella con
toda su frescura y yo con mis ojeras y arrugas; nos reconocemos… y de pronto,
su imagen desaparece.
Siempre que me
planto frente a este espejo veo pasar las distintas etapas de mi vida; las
puedo identificar por años definidos. Será, como dicen algunas teorías
espirituales, que cada diez años se inicia otra vida y es la muerte de la
anterior; me parece que estoy de acuerdo con eso, porque en cada etapa tuve una
pareja, cambié de trabajo... Y cada vez que ocurrió eso me renové, aunque en
algunas ocasiones sentí mucha pena. Es una característica de mi forma de ser,
esa capacidad para levantarme cuando caigo, renacer como el Ave Fénix, la
sensación de comenzar algo nuevo, y también darme cuenta cómo se desarrollan
aspectos desconocidos de mi personalidad; eso me fascina. El crecimiento como
consecuencia de las pérdidas, o como dicen esas teorías, el duelo por lo que
muere.
Ahora enfrento la
imagen de los quince años… mis quince... esto sí que me hace estremecer. Es la
primera etapa que registro con total conciencia: mi primer vestido largo, el
blanco, ese que me volvió loca; hasta tenía una pequeña cola que después me
incomodaba al bailar. Se cumplió lo que era sólo un juego; qué mujer no pasó
horas frente al espejo siendo adolescente, poniéndose brillos, tules y lo que
podía conseguir a espaldas de la madre; en ese espejo era la princesa mas bella
de algún reino lejano. Observo mi imagen y advierto un gesto diferente:
picardía, expectativa, sueños; esa mujercita me mira, la miro; es un nuevo
encuentro. Ahora sí me tomo algunos momentos y le cuento cómo nos fue en la
vida, con detalles; se crea una intimidad que no logro tener con nadie; todas
mis defensas se escabullen, me desarmo y me reconstruyo, ella me escucha
atónita, perpleja, y su sonrisa significa más que mil palabras.
Mi primer peinado de
peluquería... en lo de la Juana Pérez, donde se reunían las mujeres del barrio,
y le sacaban chispas a sus lenguas. Ese día me sentí grande, una mujer hecha y
derecha, como si peinarme ahí fuera pertenecer a una elite; dejaba de ser una
nena.
Mamá entra
sorpresivamente al cuarto.
—Hija —me dice—,
¿qué hacés que demorás tanto? Vos y ese espejo… ¿Se puede saber por qué siempre
tuvo tanta atracción sobre vos? Horas y horas hablando con él…
—Nada, mamá; en unos
minutos voy.
Sale golpeando
fuerte la puerta, como para que me dé cuenta que ella sigue diciéndome lo que
debo hacer. Vuelvo a mirar y la imagen sale del espejo. No sé qué hacer con mi
asombro, ¡que experiencia! Se pone frente a mí, pegadita.
—A esta edad, y
todavía le tenés miedo —me dice—. ¿Así es nuestra vida? —Me toca la mejilla y
en el calor de su mano percibo una fuerza especial, me siento más firme,
entera, segura. Da media vuelta y con toda soltura desaparece dentro del
espejo.
Ahora pasan las
imágenes como si hubiera puesto una película en cámara rápida. El cumpleaños de
la abuela Sara... sus ochenta… Al recordar ese momento, lo siento tan vívido
que es como si tocara aquellas lágrimas; lloré desde que comencé a vestirme
hasta el final del baile. Acerco mis manos tibias, toco; esta frío y suave. Y
veo dos manos que se apoyan en las mías, mi hermana Clara.
—Gracias, hermana
querida —dice—. Me ayudaste mucho aquel día, cuando descubrí que estaba
embarazada. Lo primero que atiné a hacer fue compartirlo con vos; me abrazaste
y supe que iba a poder enfrentar lo que viniera. —Me devuelve el abrazo, tantos
años después, y yo la aprieto tan fuerte que el cariño traspasa nuestros
cuerpos.
En ese momento se
terminó abruptamente la edad de jugar, y Clara se volvió adulta sin desearlo.
Yo no alcanzaba a entender qué pasaba en toda su magnitud, pero intuitivamente
me pareció que en casa algo se había roto, algo se modificó de tal manera que
hasta mi propia adolescencia ingenua terminó, y todo fue confuso. Lástima, pintaba
tan linda la vida antes de eso... bueno no me voy a poner en víctima. Después
de todo fue ella la que lo paso peor.
Vuelvo a encontrarme
con mi mirada y veo mi imagen reflejada. Son otros y otros los hechos que se
hacen presentes; los siento en mi cuerpo como si los estuviera viviendo: mi
fiesta de graduación, el día que me casé, el nacimiento de mi hijo, mi
divorcio…
Siento vibrar mi pantalón: el
teléfono; que susto, estaba tan compenetrada en mis pensamientos... miro la
pantalla, atiendo; es mi querido hijo Agustín.
—Hola, ¿por dónde
vas?
—Hola, mamá; el
micro se atrasó. Estoy devorando el sándwich que me dieron al subir, estaba
hambriento. No había almorzado. Quería contarte que aprobé, y con un ocho, sé
que te vas a poner feliz.
—¡Qué buena noticia!
Estudiaste tanto, hijo de mi corazón; una menos. Con esta noticia ya me
alegraste todo el fin de semana; avisame cuando estés cerca así vamos con el
abuelo a buscarte, vos sabes que a él le encanta verte primero que nadie.
—Lo que te pido es
que no te pongas nostálgica porque me aburro cuando empezás con las anécdotas,
y lo peor es que casi siempre contás las mismas. —Se escucha la risa joven y
picara—. Igual te adoro, mami queridísima, chau.
Él siempre corta
así, y no me da posibilidad de retrucarle, ¿seré de esas madres pesadas? Yo,
que hice tanto esfuerzo por no serlo, por no ser insoportable; hijo único,
pobre. Tanto el padre como yo ponemos muchas expectativas en él, pero no tengo
dudas de que se está haciendo un hombre hermoso, feliz y responsable, así que
tan mala madre no debo ser. Sonrío interiormente; me quiero convencer, parece.
Mis pensamientos vuelven al espejo y me
acaparan nuevamente. Creo que nunca dejaré de tener esta necesidad de regresar
a casa para festejar, para pensar, para resolver mis conflictos, como si al
hacerlo pudiera meterme de nuevo en el útero y desde ahí desplegarme, volver a
nacer, empezar otra vez. Porque una cosa fundamental que valorizo de mi familia
es nuestra forma de enfrentar las dificultades. Al principio viene una
tormenta, pero en seguida nos ponemos a elucubrar estrategias para resolverlas.
“Nunca se agotan los recursos”, dice siempre papá; “todo tiene solución”.
Y acá estoy, una vez
más en la habitación que siempre compartí con Clara. Es amplia, luminosa; la pintura
de las paredes todavía está buena y las dos camas son las mismas de siempre.
Veo el ropero enorme, herencia de la tía Rosa, las lamparitas de noche, todo
muy prolijo, como si no hubiera pasado el tiempo; a un costado, el sillón
enorme que fue a parar ahí porque no había ningún otro lugar donde ponerlo, o
porque era muy feo. Los años de la infancia vuelven a aparecer en mi cabeza;
crecíamos. ¡Cuántas noches de charlas alocadas con Clara! Nos contábamos las
últimas novedades, en especial acerca de los muchachos recién llegados al
barrio, los disparates que hacíamos en el colegio, y siempre criticábamos a
mamá. Aun hoy, cuando estamos juntas, pasamos largas horas poniéndonos al día.
Seguimos caminos diferentes, pero en lo esencial somos idénticas, ya que ambas
nos forjamos como mujeres luchadoras, fuertes, con una ideología de vida que
nos ha mantenido unidas, privilegiando al ser humano y lo social.
Pero la imagen del
espejo hace un gesto de advertencia; frunce el ceño y me obliga a regresar al
presente. Que la nostalgia del pasado no me aparte del camino, parece decir;
finalmente Agustín tiene razón. Estoy pasando por un momento difícil; tengo que
tomar una decisión trascendental, aunque no quiero pensar en eso. Bueno,
después de todo vine a mi ciudad natal para despejar la mente de fantasmas y
enfrentar los hechos. Afuera se escuchan las risotadas de mamá, siempre tan
franca y poderosa, y el silencio de papá, que seguramente la mira con
adoración, como es su costumbre. Ella le está contando algo intrascendente, que
a él, como siempre, le parece increíble.
Cuántas noches pasé
escuchando aquellas largas conversaciones entre mis padres en la penumbra de mi
habitación, bueno, monólogos. ¡Pero qué bien lo pasaban! ¿Por qué siempre me
sentía dejada de lado? ¿Por qué no me prestaban atención? Eso influyó en todo
lo que elegí en la vida, buscando constantemente que los hombres me miraran,
destacarme en el trabajo, que me llamaran las amigas. Pagué años y años de
terapia para descubrir finalmente que sólo quería competir con mamá por el
cariño de papá, eso que llaman complejo de Electra. Tal vez por eso me casé a
los veintitrés, porque tuve la ilusión de que Emiliano me haría sentir muy
amada. ¡Qué fiasco! Al poco tiempo resulto que lo único que quería era una
mujer que siempre estuviera pendiente de él, y que no pensara. Descubrí, en ese
punto, todo lo sumisa y estúpida que puede ser una cuando solo vive eso, una
ilusión. Lo mejor, tal vez lo único valioso de ese matrimonio fallido, es
nuestro hijo Agustín; un sol, tierno, amable, cariñoso, un luchador.
Eso también pone en
evidencia la fea sensación que produce equivocarse y que tus padres te miren
por primera vez como una fracasada. Que frustrante, ¿no? Lo que más me
importaba en la vida era hacerlo feliz a papá, que me mirara como la miraba a
mamá. Pero cuando le anuncié que me iba a separar, solo me dijo: “¿Lo pensaste
bien?”. Y ante mi respuesta, dio media vuelta y me dejó sola, en silencio.
Percibí tristeza en su mirada.
Ahora, a punto de
cumplir cuarenta y cinco, aparece la posibilidad de formar una nueva pareja.
Una vez más necesito regresar a la casa de mis padres, ¿a despejar la cabeza de
fantasmas o a encontrarme con ellos? Mi terapeuta me había dicho: “Ya es hora de
que madures, que esa nena que siempre reclama atención, a la que nada
satisface, supere carencias y se anime a entregarse”.
No puedo evitar las
comparaciones: mi actual amor, Ezequiel y papá, ¿en qué se parecen, en qué son
diferentes? Dicen mis amigas que me hago tantas preguntas por culpa de la
terapia, que avance y me deje de cuestionar todo. Pero no puedo evitarlo, cada
situación, cada cambio… cuestiono, pienso. Me gusta sacar conclusiones.
Analizar lo que hago, lo que me pasa, es un vicio.
El espejo me llama,
reclama de nuevo mi atención. De acuerdo: vuelvo a mirarme en él, y ¿qué veo?
Las imágenes se superponen: soy una chiquilla asustada que guarda las cosas que
le duelen, que necesita mostrar una imagen de mujer que puede enfrentar todo,
una fortaleza que por momentos se transforma en coraza. Por otro lado, también
veo a una mujer entera que necesita vivir intensamente, pelear por ser mejor,
no quedarse en situaciones penosas, aunque le cueste tiempo y esfuerzo salir.
Soy exitosa, estoy feliz con mi trabajo, amo lo que hago, me siento llena de
energía porque he podido ir superando mis aspectos ingenuos, madurando y
encontrando mi camino. Y sin embargo... sin embargo no es suficiente, falta
algo, el acto final de una transformación que se demora, el pasaje de un mundo
a otro, como si esperara una señal, una certeza...
En el espejo, mi
espejo de siempre, se está produciendo un fenómeno extraño. En el centro se
abre un círculo de luz oscura; primero un punto negro y diminuto que se va
aclarando y se expande hasta que todo el espejo queda cubierto por esa luz
brillante. Mi cuerpo se estremece y algo dentro de mí me invita a pasar del
otro lado, algo que nunca me animé a hacer. Ahora es el momento. Mi pie derecho
cruza la lisa superficie como si se sumergiera en un lago de plata líquida.
Medio cuerpo. La cabeza... De pronto, sin temor, giro sobre mí misma y me veo
afuera, contemplando mi larga cabellera negra y las tres canas que delatan el
paso del tiempo.
Se huelen los aromas
a la sabrosa comida de mamá, sonidos de cubiertos, sillas que se corren,
murmullos de voces que no logro identificar. Supongo que es Clara y sus hijas.
Me recrimino: una vez más no ayudé en los preparativos por estar acá, aunque
igual sé que me sentaré a la mesa como siempre, y la cena será sabrosa y
abundante. Escucharé los diálogos, amenos, superficiales, llenos de secretos y
sorprenderé a mamá y a papá mirándome, tratando de descubrir en mis ojos lo que
me pasa.
Suena nuevamente mi
celular, es Agustín; ya está muy cerca de la terminal.
Bajo las escaleras
más con una sensación de volar que de correr. Feliz, lo llamo a papá, y salimos
raudamente a buscar a mi hijo en el viejo auto impecable, el que lava y lustra
todas las mañanas.
Betina Goransky (San Juan, Argentina, 1954) es licenciada en psicología por la Universidad de Belgrano y está enrolada en la línea sistémica humanística. Se dedica a terapias de pareja, de familia y adicciones. Es docente y sexóloga; escribió numerosos trabajos y ponencias sobre su especialidad. Ha dado conferencias y participado en un gran número de jornadas y congresos. Su interés por la ficción es reciente y los textos que escribió pueden leerse en las antologías ¡Basta, cien mujeres contra la violencia de género! (2013), Grageas 3 (2014), Cien páginas de amor (2015) "¡Basta! contra la violencia de género" (2018) y Mal trato (2021).