Adriana Lucero
Empezaré por mi nombre, el real, el que mi madre me
dio, aquel que me pusieron cuando tatita Dios me plantó en este mundo. Ramón
Oyola. Don Ramón Oyola, para la gente del pueblo. Seguro que este nombre no les
dice gran cosa. Nunca fui nadie importante. Uno más, eso.
Mis recuerdos de
la niñez están ligados a la dulce voz de mi madre, doña Eulogia, que
pronunciaba mi nombre como si éste fuese único en el mundo. “mi Ramoncito… Ramoncito…
pancito de arrope… mielcita de caña… mi Ramoncito”, me decía mamá y entonces
era sólo yo, yo y nadie más. Pero de golpe, sin previo aviso, la perdí, se fue
su voz, su cariño y mi nombre no fue el mismo. Nunca más volví a ser ese
Ramoncito de canción de cuna. Me convertí en Ramón, nombre duro, fuerte, nombre
sin azúcar ni miel. Con el tiempo, pasé al “don”; respetado por todos, un
hombre con experiencia, sabiduría, pero sin corazón.
Las circunstancias
de la vida pueden hacerte duro, hasta podría decir que te obligan a usar una
coraza para impedir que el dolor te siga cercenando. El sufrimiento te agota,
te quita las ganas de amar y de pensar en los demás. Es más fácil pensar sólo
en uno mismo, volverse egoísta y olvidarse del mundo. Ya no se puede sentir
lástima o compasión, el dolor de los otros no es nada para el alma de aquel que
lo ha perdido todo. La salida está en encerrarse cada día más y más, enroscarse
despacito como las víboras, volver a armar el cascarón roto para no nacer, para
no ser.
Duro, durísimo. De
piedra, de mármol, de acero indestructible. Así era yo.
Y en completa
soledad me gustaba vivir. Sin dar explicaciones a nadie más que a mí mismo, en
el mutismo confortable de mi propio silencio, voluntariamente elegido.
Por las noches,
cuando por fin el día se convertía en recuerdo, ahí era cuando mejor me
encontraba. Ave nocturna, la luna, los grillos, las estrellas quemándome el
alma con sus brillos, y yo, que volvía entonces a ser sólo Ramón. A secas.
Desnudo. Sin máscaras.
Fue justamente en
una noche cuando mi historia se escribió.
El silencio tan
amado, en esa terrible noche, tuvo una violenta interrupción: a lo lejos, se
escuchaban gritos humanos, traídos hasta mí velozmente por el viento que revelaban
un dolor fuera de lo normal, una agonía y desesperación imposibles de referir
con palabras.
Yo, Ramón Oyola,
hombre duro, valiente, decidido, poco supersticioso, afirmo haber sentido un
sostenido escalofrío con esos gritos fuera de lo común. Pero eso no me
paralizó: mi sentido del deber me llevó a no dudar y, tomando mi vieja
escopeta, intentar localizar la proveniencia del sonido.
Así, me sumergí en
la noche, en la oscuridad, en sus silencios y misterios. Caminé por varias
horas, cada vez más cerca de los gritos.
Finalmente, lejos
de la finca, bien adentrado en el monte, llegué a destino: una mujer,
aparentemente joven, de mirada lastimosa, cabello enmarañado, puños tensamente
apretados, conteniendo una gran conmoción, gritaba y gritaba sin poder cesar,
como si una fuerza superior a ella la llevara a elevar esos “aullidos” que poco
tenían de naturales.
Asustaba verla en
ese estado, incluso causaba pavor en un viejo insensible como yo. Aun así, me
acerqué a aquella pobre muchacha. Intenté hablarle, le pregunté su nombre, si
estaba perdida, si alguien le había hecho algo, si se acordaba dónde vivía… Nada
contestaba y el grito seguía y seguía.
Mis oídos estaban
comenzando a sentirse afectados por el persistente sonido, ¡no se imaginan la
fuerza, la potencia de aquellos alaridos infernales! ¡Deseaba hacerla callar
con urgencia! Pero continuaba, sin pausa, y lo peor era cómo contrastaban esos
chillidos con los plácidos sonidos del monte por la noche.
Sabía que tenía
que hacer algo sino la muchacha terminaría con las cuerdas vocales totalmente
destrozadas. Reconozco que no me gusta el contacto directo con las personas,
dar besos, abrazos, palmadas o caricias, es algo que no va conmigo. Sin
embargo, pensé que a lo mejor la joven necesitaba algún tipo de contacto para
volver a la realidad.
Me aproximé
lentamente a la aullante criatura y hablando en un tono de voz desconocido para
mí (suave, calmo, hasta algo paternal), le tomé las manos y le susurré que todo
estaría bien.
Cuando me acerqué
a ella y tomé sus manos, no fue sólo ese contacto físico lo que ocurrió… el
espanto me invade ahora, tiembla mi pulso, se me eriza la piel… pero debo
continuar. Cuando la toqué, esta muchacha mi miró, apretó con fuerzas mis manos
y, entonces ¡ME MOSTRÓ SU HORROR, EL MOTIVO DE SUS GRITOS! Me llevó adentro de
sus propios chillidos infernales, antinaturales… adentro… en el abismo de sus
gritos.
Pude “ver” en el
interior, un grito eterno, ancestral, maléfico, que contenía dolores de todo
tipo. En ese grito estruendoso me vi a mí mismo, con todas mis bajezas, con mi
indiferencia, mi frialdad, mi desprecio por todos. Me vi malgastando mi propia
vida, dejando pasar un tiempo preciado que ya no podría recuperar. También vi
el dolor que causé a otros. Vi (y sentí, en cuerpo, piel y alma) el sufrimiento
de mujeres maltratadas, de niños abandonados, de hombres infelices, de seres
que día a día vagan por el mundo sin encontrar su lugar, sintiéndose perdidos,
profundamente solos y desamparados, a la deriva en un ancho mar. Y vi también
lo que vendría; ese futuro cubierto de tinieblas, sin esperanza, acumulando más
y más dolor… estábamos perdidos, lo supe en esos momentos. Y les aseguro que
fue el peor sentimiento que experimenté en toda mi vida: el saber que no habría
futuro para nuestra humanidad.
Ya era demasiado.
No podía soportar por más tiempo aquellas nefastas imágenes. Quería escapar,
quería gritar también yo con todas mis fuerzas, gritar hasta que el dolor
desaparezca, gritar hasta que el mundo se deshaga, y yo con él…
Entonces, solté
violentamente sus manos. No me importó si tenía o no algo para decir, si
necesitaba ayuda, si era real o una ilusión de mis sentidos. La dejé allí,
sentada, con su mirada de hielo fija en mí. Y me fui.
Cuando llegué a
casa traté de encontrar sentido a lo ocurrido, de ordenar los sucesos, pero en
mi cabeza daban vuelta, una y otra vez, las terribles imágenes que aquella
joven me enseñó. Comprendí el porqué de su grito pues yo también, de haber
cargado con el maléfico don de portar esas fotografías mentales, hubiese tenido
la urgencia de gritar, sin poder parar jamás.
Pero creo que no
hay explicación posible; ni con toda mi frialdad e insensibilidad puedo hacer
de cuenta que nada pasó. Noche a noche creo escuchar de nuevo ese grito y sueño
con imágenes de dolor que se repiten como en una película.
Ayer, en el comercio cercano a la plaza, escuché
comentarios de la gente. Me llamó la atención una charla. Decían que unos
chicos se habían encontrado con la aparición que bautizaron como “la gritona”:
una mujer que gritaba y gritaba. Al verla, los niños corrieron aterrorizados.
Pero no escuché que nadie haya tomado sus manos o haya visto en el interior de
su profundo grito, o haya experimentado la carga de todos los dolores del mundo
en una sola persona…
Y ahora, después de esa confirmación de que no estoy
loco, puedo reflexionar sobre mí mismo. No sé si esto fue una lección o una
cachetada para que me despierte a la vida y deje de aislarme en mi propia
burbuja. No lo sé, pero creo que es hora de ser más humano. Comprobé que no soy
tan duro y frío como creí y que puedo volver a ser aquel Ramoncito que alguna
vez fui.
Seguramente el
mundo está perdido, y yo también, pero creo que, aunque todo se sepa, aunque
las esperanzas se desvanezcan, aunque el dolor nos llegue hasta el cuello,
aunque parezca inútil cualquier esfuerzo, es necesario continuar y volver a
empezar las veces que sea necesario. Yo, Ramón Oyola, tal vez esté listo.
Un grito me mostró lo que por mucho tiempo no quise ver.
Hoy pienso que no hace mal gritar de vez en cuando. Pero les dejo un consejo: cuando alguien grite, déjenlo. No intenten consolarlo, ni mucho menos, tomarlo de las manos. Yo sé bien por qué se los digo.
Adriana Guadalupe Lucero es Licenciada en
Letras, Profesora de italiano, Magister en Tecnologías de la Comunicación,
Profesora de Educación Musical, investigadora y escritora. Nació en San Miguel
de Tucumán, el 17 de enero de 1983. Entre sus publicaciones se destacan: “El
Guardián” (2011, Plan Nacional de Lectura); “Un preludio” (2011, Editorial
Dunken), en la antología de relatos Acaso
la Vida; los libros de cuentos Extraña
Presencia (2013, Ed. del Parque), Entre
Sombras y sueños (2015, Ed. del Parque), Vuelta al deseo en cuarenta mundos (2017, Ed. del Parque); En las Tierras de David, antología de
microrrelatos (2022, La Aguja de Buffon Ed.); Reunidas, antología de poetas tucumanas (2022, Tafí Viejo Ed.); Coordenadas,
4° Festival de Poesía de Boedo, antología poética (2024, Clara Beter Ed.); Fervor de Tucumán II, antología de
microrrelatos (2024, La Aguja de Buffon Ed.), Más allá del borde (2025,
Puerta Roja Ediciones) y trabajos de investigación publicados en Libros y Actas
de Congresos, Simposios y Jornadas. Actualmente se desempeña como docente
de italiano en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT, en el Instituto
Superior de Música y es personal adscripto en la Dirección Artística de Letras
del Ente Cultural de Tucumán. Además, es miembro de la Asociación literaria de
microrrelatistas “Dr. David Lagmanovich”.
