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lunes, 24 de noviembre de 2025

DESDE ADENTRO

Adriana Lucero

 

Empezaré por mi nombre, el real, el que mi madre me dio, aquel que me pusieron cuando tatita Dios me plantó en este mundo. Ramón Oyola. Don Ramón Oyola, para la gente del pueblo. Seguro que este nombre no les dice gran cosa. Nunca fui nadie importante. Uno más, eso.

Mis recuerdos de la niñez están ligados a la dulce voz de mi madre, doña Eulogia, que pronunciaba mi nombre como si éste fuese único en el mundo. “mi Ramoncito… Ramoncito… pancito de arrope… mielcita de caña… mi Ramoncito”, me decía mamá y entonces era sólo yo, yo y nadie más. Pero de golpe, sin previo aviso, la perdí, se fue su voz, su cariño y mi nombre no fue el mismo. Nunca más volví a ser ese Ramoncito de canción de cuna. Me convertí en Ramón, nombre duro, fuerte, nombre sin azúcar ni miel. Con el tiempo, pasé al “don”; respetado por todos, un hombre con experiencia, sabiduría, pero sin corazón.

Las circunstancias de la vida pueden hacerte duro, hasta podría decir que te obligan a usar una coraza para impedir que el dolor te siga cercenando. El sufrimiento te agota, te quita las ganas de amar y de pensar en los demás. Es más fácil pensar sólo en uno mismo, volverse egoísta y olvidarse del mundo. Ya no se puede sentir lástima o compasión, el dolor de los otros no es nada para el alma de aquel que lo ha perdido todo. La salida está en encerrarse cada día más y más, enroscarse despacito como las víboras, volver a armar el cascarón roto para no nacer, para no ser. 

Duro, durísimo. De piedra, de mármol, de acero indestructible. Así era yo.

Y en completa soledad me gustaba vivir. Sin dar explicaciones a nadie más que a mí mismo, en el mutismo confortable de mi propio silencio, voluntariamente elegido.

Por las noches, cuando por fin el día se convertía en recuerdo, ahí era cuando mejor me encontraba. Ave nocturna, la luna, los grillos, las estrellas quemándome el alma con sus brillos, y yo, que volvía entonces a ser sólo Ramón. A secas. Desnudo. Sin máscaras.

Fue justamente en una noche cuando mi historia se escribió.

El silencio tan amado, en esa terrible noche, tuvo una violenta interrupción: a lo lejos, se escuchaban gritos humanos, traídos hasta mí velozmente por el viento que revelaban un dolor fuera de lo normal, una agonía y desesperación imposibles de referir con palabras.

Yo, Ramón Oyola, hombre duro, valiente, decidido, poco supersticioso, afirmo haber sentido un sostenido escalofrío con esos gritos fuera de lo común. Pero eso no me paralizó: mi sentido del deber me llevó a no dudar y, tomando mi vieja escopeta, intentar localizar la proveniencia del sonido.

Así, me sumergí en la noche, en la oscuridad, en sus silencios y misterios. Caminé por varias horas, cada vez más cerca de los gritos.

Finalmente, lejos de la finca, bien adentrado en el monte, llegué a destino: una mujer, aparentemente joven, de mirada lastimosa, cabello enmarañado, puños tensamente apretados, conteniendo una gran conmoción, gritaba y gritaba sin poder cesar, como si una fuerza superior a ella la llevara a elevar esos “aullidos” que poco tenían de naturales.

Asustaba verla en ese estado, incluso causaba pavor en un viejo insensible como yo. Aun así, me acerqué a aquella pobre muchacha. Intenté hablarle, le pregunté su nombre, si estaba perdida, si alguien le había hecho algo, si se acordaba dónde vivía… Nada contestaba y el grito seguía y seguía.

Mis oídos estaban comenzando a sentirse afectados por el persistente sonido, ¡no se imaginan la fuerza, la potencia de aquellos alaridos infernales! ¡Deseaba hacerla callar con urgencia! Pero continuaba, sin pausa, y lo peor era cómo contrastaban esos chillidos con los plácidos sonidos del monte por la noche.

Sabía que tenía que hacer algo sino la muchacha terminaría con las cuerdas vocales totalmente destrozadas. Reconozco que no me gusta el contacto directo con las personas, dar besos, abrazos, palmadas o caricias, es algo que no va conmigo. Sin embargo, pensé que a lo mejor la joven necesitaba algún tipo de contacto para volver a la realidad.

Me aproximé lentamente a la aullante criatura y hablando en un tono de voz desconocido para mí (suave, calmo, hasta algo paternal), le tomé las manos y le susurré que todo estaría bien.

Cuando me acerqué a ella y tomé sus manos, no fue sólo ese contacto físico lo que ocurrió… el espanto me invade ahora, tiembla mi pulso, se me eriza la piel… pero debo continuar. Cuando la toqué, esta muchacha mi miró, apretó con fuerzas mis manos y, entonces ¡ME MOSTRÓ SU HORROR, EL MOTIVO DE SUS GRITOS! Me llevó adentro de sus propios chillidos infernales, antinaturales… adentro… en el abismo de sus gritos.

Pude “ver” en el interior, un grito eterno, ancestral, maléfico, que contenía dolores de todo tipo. En ese grito estruendoso me vi a mí mismo, con todas mis bajezas, con mi indiferencia, mi frialdad, mi desprecio por todos. Me vi malgastando mi propia vida, dejando pasar un tiempo preciado que ya no podría recuperar. También vi el dolor que causé a otros. Vi (y sentí, en cuerpo, piel y alma) el sufrimiento de mujeres maltratadas, de niños abandonados, de hombres infelices, de seres que día a día vagan por el mundo sin encontrar su lugar, sintiéndose perdidos, profundamente solos y desamparados, a la deriva en un ancho mar. Y vi también lo que vendría; ese futuro cubierto de tinieblas, sin esperanza, acumulando más y más dolor… estábamos perdidos, lo supe en esos momentos. Y les aseguro que fue el peor sentimiento que experimenté en toda mi vida: el saber que no habría futuro para nuestra humanidad. 

Ya era demasiado. No podía soportar por más tiempo aquellas nefastas imágenes. Quería escapar, quería gritar también yo con todas mis fuerzas, gritar hasta que el dolor desaparezca, gritar hasta que el mundo se deshaga, y yo con él…

Entonces, solté violentamente sus manos. No me importó si tenía o no algo para decir, si necesitaba ayuda, si era real o una ilusión de mis sentidos. La dejé allí, sentada, con su mirada de hielo fija en mí. Y me fui.

Cuando llegué a casa traté de encontrar sentido a lo ocurrido, de ordenar los sucesos, pero en mi cabeza daban vuelta, una y otra vez, las terribles imágenes que aquella joven me enseñó. Comprendí el porqué de su grito pues yo también, de haber cargado con el maléfico don de portar esas fotografías mentales, hubiese tenido la urgencia de gritar, sin poder parar jamás.

Pero creo que no hay explicación posible; ni con toda mi frialdad e insensibilidad puedo hacer de cuenta que nada pasó. Noche a noche creo escuchar de nuevo ese grito y sueño con imágenes de dolor que se repiten como en una película.

 

Ayer, en el comercio cercano a la plaza, escuché comentarios de la gente. Me llamó la atención una charla. Decían que unos chicos se habían encontrado con la aparición que bautizaron como “la gritona”: una mujer que gritaba y gritaba. Al verla, los niños corrieron aterrorizados. Pero no escuché que nadie haya tomado sus manos o haya visto en el interior de su profundo grito, o haya experimentado la carga de todos los dolores del mundo en una sola persona…

 

Y ahora, después de esa confirmación de que no estoy loco, puedo reflexionar sobre mí mismo. No sé si esto fue una lección o una cachetada para que me despierte a la vida y deje de aislarme en mi propia burbuja. No lo sé, pero creo que es hora de ser más humano. Comprobé que no soy tan duro y frío como creí y que puedo volver a ser aquel Ramoncito que alguna vez fui.

Seguramente el mundo está perdido, y yo también, pero creo que, aunque todo se sepa, aunque las esperanzas se desvanezcan, aunque el dolor nos llegue hasta el cuello, aunque parezca inútil cualquier esfuerzo, es necesario continuar y volver a empezar las veces que sea necesario. Yo, Ramón Oyola, tal vez esté listo.

Un grito me mostró lo que por mucho tiempo no quise ver.

Hoy pienso que no hace mal gritar de vez en cuando. Pero les dejo un consejo: cuando alguien grite, déjenlo. No intenten consolarlo, ni mucho menos, tomarlo de las manos. Yo sé bien por qué se los digo.

Adriana Guadalupe Lucero es Licenciada en Letras, Profesora de italiano, Magister en Tecnologías de la Comunicación, Profesora de Educación Musical, investigadora y escritora. Nació en San Miguel de Tucumán, el 17 de enero de 1983. Entre sus publicaciones se destacan: “El Guardián” (2011, Plan Nacional de Lectura); “Un preludio” (2011, Editorial Dunken), en la antología de relatos Acaso la Vida; los libros de cuentos Extraña Presencia (2013, Ed. del Parque), Entre Sombras y sueños (2015, Ed. del Parque), Vuelta al deseo en cuarenta mundos (2017, Ed. del Parque); En las Tierras de David, antología de microrrelatos (2022, La Aguja de Buffon Ed.); Reunidas, antología de poetas tucumanas (2022, Tafí Viejo Ed.); Coordenadas, 4° Festival de Poesía de Boedo, antología poética (2024, Clara Beter Ed.); Fervor de Tucumán II, antología de microrrelatos (2024, La Aguja de Buffon Ed.), Más allá del borde (2025, Puerta Roja Ediciones) y trabajos de investigación publicados en Libros y Actas de Congresos, Simposios y Jornadas. Actualmente se desempeña como docente de italiano en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT, en el Instituto Superior de Música y es personal adscripto en la Dirección Artística de Letras del Ente Cultural de Tucumán. Además, es miembro de la Asociación literaria de microrrelatistas “Dr. David Lagmanovich”. 

 

 

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