viernes, 14 de noviembre de 2025

ODIO

Rafael Martínez Liriano

 

El monaguillo entró de manera intempestiva a la sacristía trayendo el polvo de la calle en sus pies.

—¡Doña Herminia le manda decir que vaya rápido! —Soltó el chico quedándose sin aliento—. Don Manuel se está muriendo y ella quiere que se confiese antes.

—¿Don Manuel se quiere confesar? —preguntó el padre Fonseca al chico que tomaba un largo sorbo de agua del jarrón—. ¿No será cosa de doña Herminia?

El chico se encogió de hombros por toda respuesta. 

Resignado, el padre tomó el polvoriento camino hacia la casa de don Manuel dando por hecho la inutilidad del viaje. 

En el lujoso recibidor lo esperaba doña Herminia dormitando en una silla mecedora. 

La anciana levantó su nonagenaria humanidad al notar la presencia del sacerdote, con dificultad se puso de pie e hizo una reverencia. El padre dibujó una cruz en el aire y de inmediato fue al grano.

—Juanito me ha dicho que usted quiere que confiese a don Manuel. ¿Está segura? No quiero problemas con don él.

La anciana se dejó caer de nuevo en la silla, luego ordenó al padre que hiciera lo mismo. 

—Hace mucho tiempo que no estoy segura de nada —respondió doña Herminia con la respiración pesada—. Pero veo que al parecer mi hijo se marchará primero que yo de este mundo… y no quiero vivir sabiendo que él está en el infierno. Por eso le pedí que viniera.

—No creo que a don Manuel le importe mucho donde vaya cuando muera. Usted lo sabe.

—A él tal vez no, pero a mí sí me importa —aclaró la anciana—. Además debería importarle a usted también padre, al final mi hijo es otra oveja descarriada esperando un pastor que la devuelva al rebaño. 

 El sacerdote sonrió levemente ante el sarcasmo de la anciana.

—Su hijo no es precisamente una oveja perdida que necesite ser rescatada —respondió el padre con la misma ironía—. Además esto no se trata de lo que usted o yo queramos, hay que ver qué opina su hijo, y conociendo como es no creo que le interese hacer una confesión.

—Él aceptó verlo por petición mía, no es que tenga muchas ganas de discutir.

Con sus reservas el padre aceptó ver al moribundo.

Doña Herminia acompañó al sacerdote hasta la habitación del enfermo que yacía en la cama sin moverse, don Manuel giró la cabeza con dificultad al notar la presencia de su madre y el padre.

—El padre Fonseca ha venido. —La anciana soltó estas palabras y de inmediato abandonó la habitación sin esperar respuesta.

El padre se quedó parado al lado de la cama, sin saber qué hacer a continuación. 

—Siéntese, padre —dijo el enfermo con una voz llena de autoridad a pesar de la evidente agotamiento.

—Su madre me ha dicho que quiere confesarse —dijo el padre con timidez.

—Ella es la que lo desea —aclaró—. A mí me da igual a donde vaya a parar mi alma si es que la tengo. 

—¿No quiere hacerlo entonces?

—No he dicho eso padre, por lo que veo a usted tampoco le agrada mucho la idea de que mi alma se salve y vaya al cielo. —Don Manuel miraba fijamente al padre que esquivaba su mirada—. Preferiría que yo renunciara a cualquier posibilidad de redención, ¿me equivoco?

—Tengo un deber que cumplir y no me toca a mí decidir sobre estas cosas.

—¿Y qué tal si estuviera en sus manos mi salvación, me salvaría padre? —preguntó don Manuel sin ocultar la burla en su pregunta. —El sacerdote se quedó callado—. No se preocupe padre —continuó don Manuel—. No me voy a confesar en busca de salvación, no creo que arrepentirme de lo malo que he hecho vaya a cambiar nada, por supuesto tampoco es que me arrepienta.

—¿Qué haremos entonces? 

—Le contaré una historia, algo que sucedió hace más de cincuenta años en este pueblo, algo tan terrible que la gente lo borró de su memoria, y que explica en parte lo que soy como persona. Usted no la conoce y no tiene por qué. A nadie he narrado lo que ahora escuchará padre, y se lo cuento a usted tal vez con la esperanza de redención, no mía sino de los involucrados. Es la historia de Renata Ramírez. 

—Le escucho.

 

Hace cuarenta y cinco años atrás yo tenía dieciocho años y estaba listo para convertirme en hombre o al menos eso pensaba; tenía las tierras que mi padre me había dado y la mujer con quién quería compartirlas, Renata Ramírez, la más bella del pueblo por mucho, espigada y de una palidez enfermiza que le confería un halo divino para todo aquel que la viera. 

Ella me fue prometida desde los seis años por acuerdo de nuestros padres, la imposición del matrimonio en lo personal no me molestaba, de hecho me agradaba la idea, yo amaba a Renata desde el primer momento en que la vi. Así se lo hice saber años después. Ella sin embargo, respondió con un parco “yo también te quiero”. Más que alegrarme, me dejó confundido la falta de emoción de la respuesta. Era tan reservada para mostrar sus emociones que era difícil saber lo que le pasaba por la cabeza... y por el corazón. Pero a pesar de mis sentimientos por Renata, siempre fuimos amigos, yo estaba convencido de que esa relación de amistad sería suficiente para tener una buena convivencia cuando llegará el momento de vivir juntos como pareja. 

Nuestra vida parecía encaminada hasta que las cosas empezaron a cambiar, mejor dicho, Renata cambió de pronto su forma de ser. Siempre fue una chica tímida pero alegre y de carácter apacible. Sin embargo, de pronto se volvió voluble e irascible, podía estallar de ira por la mínima provocación, cada vez salía menos de su casa y todos los que la conocíamos nos preguntamos qué le sucedía. La respuesta empezó a correr un día como rumor por todo el pueblo, nadie sabe de dónde salió o si tenía algún rastro de verdad, el caso es que todos el mundo comentaba que alguien había visto a Renata y a su padre teniendo sexo en lugar apartado que cambiaba dependiendo de quien contara el chisme.

Por supuesto nadie se atrevía a desmentir o confirmar aquel rumor, todos nos dedicamos a mantener una pose de normalidad, ya que nadie se atrevía a tratar un tema tan escabroso. Todos sonreían en la calle al ver a la familia de Renata y así la vida siguió hasta una mañana en la que la gente del pueblo halló un cartel gigante en medio de la plaza denunciando la conducta depravada de Renata y su padre. En ese momento todo el pueblo se unió para insultar a la familia Ramírez en frente de su casa, solo esperaban que alguien lanzara la primera piedra para desatar su reprobación y odio. 

El padre y los hermanos de Renata salieron armas en mano para callar las voces que los acusaban, pero por suerte la multitud se dispersó y la sangre no llegó al río aquel día. Yo por mi parte traté de hablar con Renata más de una vez pero su padre veía a todos como enemigos y no dejaba entrar a nadie en la casa. Yo estaba desesperado por aclarar aquella situación, quería… necesitaba escuchar de sus labios que todo aquello era mentira y así recuperar la tranquilidad que había perdido. Pero Renata se llevó la verdad con ella esa misma noche, al amanecer la gente del pueblo halló en la plaza la palidez mortuoria y los ojos vacíos inyectados en sangre de Renata que se movía con la brisa como un péndulo macabro. Renata le dio a la gente del pueblo redención de sus pecados con el sacrificio supremo. La mayoría de la gente tomó el suicidio como una confesión. Renata no pudo soportar la culpa, decían algunos. 

Días después, el padre de Renata desapareció sin dejar rastro. Todos en el pueblo dijeron que había huido del rechazo de la gente. Al poco tiempo la gente empezó a quejarse del mal olor y sabor que tenía el agua del pueblo. Cuando el alcalde mandó investigar en el tanque que abastecía de agua al pueblo hallaron el cadáver ya podrido de Ramírez, que no encontró una mejor manera de vengarse que hacer que todos tomáramos sus líquidos internos. Y esa venganza tuvo éxito, ya que mucha gente enfermó debido al espanto de haber tomado agua de cadáver y más de uno acabó muriendo tras exhibir los más diversos síntomas. 

Un año después todos en el pueblo querían dejar atrás el asunto de Renata y su padre, y el resto de la familia se fue del pueblo buscando alejarse de tantos recuerdos dolorosos. 

Por mi parte decidí continuar con mi vida, busqué una nueva pareja y me casé aquel mismo año. Sandra era una chica alegre y anodina en comparación con Renata, una chica del montón que no destacaba en nada. Pero sería una buena esposa o eso esperaba. Los primeros años de matrimonio fueron normales, cada quien cumpliendo su función, ella siendo la esposa abnegada y yo el esposo proveedor con pocas muestras de afecto, pero tampoco de desagrado, todo marchaba como estaba previsto hasta que una noche la escuché hablar con una amiga sobre el incidente de Renata, decían lo triste que había sido y lo arrepentidas que estaban de haber puesto aquel cartel en la plaza. En ese momento algo dentro de mi estalló, una furia terrible recorrió mi cuerpo. Por un rato me quedé paralizado por la revelación, quería matarla por haber hecho algo tan bajo con su amiga y con la mujer que amé. Como pude, salí en silencio de la casa y estuve horas caminando sin rumbo por mis tierras, con la cabeza revuelta por la confusión. Al final tomé la peor decisión, matarla solo me haría otra víctima de toda aquella estúpida historia, iría a la cárcel solo por hacer justicia. 

Desde aquel día la vida de mi esposa sería un infierno y así sería hasta que exhalara su último aliento. Me transformaría en el ser humano más bajo y ruin del que podía ser capaz. Y así fue, padre; desde aquel día en todo el pueblo se conoció la maldad con la que torturé a Sandra. La humillé y maltraté de formas que aún me duelen. Y lo peor de todo es que ella nunca supo el motivo de todo aquel odio. 

Es decir, no lo supo hasta su último día. Ahí, en su lecho de muerte, dónde fue a parar gracias a mí, que Renata tuvo su venganza. Al final le hable de la conversación que escuché años atrás entre ella y su amiga. Ella sonrió y como pudo me confirmó que sí, que había puesto aquel cartel con la ayuda de su amiga, pero que lo hizo por pedido de la misma Renata, que estaba cansada de sufrir los ultrajes de su padre y quería mostrar su verdadera cara ante todo el pueblo, que no sabía de las intenciones de Renata de cometer suicidio, y que solo lamentaba no haber podido hacerme feliz.

El padre Fonseca se quedó en silencio procesando aquella historia.

—Sandra en su lecho de muerte me hizo el peor daño que podía hacerme —dijo Manuel con tristeza—. Hubiera preferido que fuera culpable mil veces, que hubiera matado ella misma a Renata, pero no. En vez de eso, al final resulta ser otra víctima en toda esta maldita historia de mentiras y secretos. 

—Cada uno hace lo que cree correcto en su momento —dijo el cura—, usted lo hizo, lo hizo Sandra y Renata también.

—Y así tuve que vivir con las consecuencias de mis acciones todos estos años. 

—Todos debemos hacerlo, es la voluntad de Dios—dijo el padre.

—Quisiera que fuera la voluntad de Dios —dijo Manuel con una sonrisa desanimada en los labios—. Si así fuera entonces yo no tendría responsabilidad en todo esto, ya que todo lo que ha sucedido no sería más que el plan macabro de algún ser caprichoso, pero usted y yo sabemos que al final no hay excusas, todos somos responsables y no hay un infierno para mí ni un cielo para Sandra y Renata.

—Eso no puede usted saberlo hasta que muera —replicó el sacerdote visiblemente alterado.

—Tiene razón padre y ahora quiero que se vaya. Ya dije lo que quería decir. Si quiere tómelo como una confesión y haga lo que debe con esta historia. Solo le pido que no ruegue por mi alma.

—¿Ni siquiera en este momento deja usted esa soberbia?

—No es soberbia padre —respondió tranquilo don Manuel—. Es solo que de existir algo parecido al cielo no quisiera que mi alma vaya a parar al mismo lugar que Sandra y Renata; eso no sería justo. 

Esa noche don Manuel murió mientras dormía. Al día siguiente el padre Fonseca rogó por su alma.


Rafael Martínez Liriano tiene cuarenta y ocho años. Vive en Villa la Mata, en la provincia Sánchez Ramírez, norte de su país, la República Dominicana. Escribe desde hace cinco años y la mayor parte de su actividad, individual y colectiva, la realiza en el ámbito del TALLER 9. 


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