viernes, 14 de noviembre de 2025

EL HERRERO Y LA LUZ

Laura Irene Ludueña

 

Antes del amanecer se escuchó un potente, atronador sonido, como si la tierra misma respirara por primera vez. No era el canto de un ave ni el rugido del viento, era el golpe del martillo sobre un yunque. Cada chispa que saltaba encendía un pedazo de cielo. Y así nació la luz..., solía contar a los niños Juan, el viejo herrero del pueblo.

El taller de Juan estaba hundido en la penumbra azul de las madrugadas. A través de las rendijas del techo entraban columnas oblicuas de polvo, que brillaban apenas el fuego las tocaba. El calor, en ese lugar, parecía tener memoria de todo lo que había ardido antes. El fuego –pensaba Juan a veces– es la única criatura que nunca se cansa de nacer.

En su taller, el fuego nunca dormía. Juan golpeaba el hierro hasta que este parecía respirar. Estaba convencido de que cada trozo de metal tenía un alma y que su tarea no era modificarla, sino despertarla. En el centro del taller, el yunque –negro, inmóvil, brillante en sus aristas– parecía latir con cada uno de sus golpes. Algunos juraban que, cuando Juan no estaba, el yunque seguía vibrando solo, como si guardara memoria de su fuego.

Afuera, el pueblo amanecía siempre lento, envuelto en olor a estiércol y a rocío. Pero dentro del taller, la luz del hogar creaba un pequeño mundo: rojo, dorado, tembloroso. La luz, pensaba Juan, era un idioma: el primero que aprendió el universo, el último que olvidaría.

Hacía un tiempo que el herrero se sentía inquieto. Amaba su oficio, pero estaba cansado de forjar espadas, arados, brocales, escudos… ni siquiera quería hacer algo tan simple como una bisagra o una herradura. Ambicionaba crear algo diferente, algo que tuviera vida, que mirara al mundo por sí mismo.

Entonces una mañana tomó un trozo de hierro oscuro, más pesado que el resto, lo colocó en la fragua y dejó que el fuego ardiera más potente que nunca. Aferró el metal con las tenazas y lo depositó sobre el yunque El taller se llenó de una densa bruma azul, y el aire vibró como si el mundo contuviera la respiración. El martillo cayó una y otra vez, y cada golpe parecía tener un eco en las entrañas del mundo.

Durante tres días y tres noches Juan trabajó sin descanso. Sus brazos se volvieron de piedra, su aliento se convirtió en humo, sus ojos en brasas. La fragua iluminaba la estancia como un corazón gigantesco, y las sombras en las paredes se comportaban como si quisieran acercarse a observar. El fuego tenía esa crueldad: daba vida, sí, pero siempre reclamaba algo a cambio.

Y cuando el sol del cuarto día entró por la ventana, vio que sobre el yunque no había una herramienta… sino una forma humana. Era pequeña, apenas del tamaño de un niño. Su piel era de hierro bruñido y en el centro del pecho, bajo una especie de rendija, latía una luz.

El aire del taller estaba quieto, como si el tiempo aguardara la reacción del herrero, que retrocedió asustado por su obra. ¿Qué había hecho? Entonces la criatura abrió los ojos, que no eran más que dos carbones encendidos, y habló:

—¿Quién soy? —preguntó con una voz metálica y suave—. ¿Qué soy? ¿Por qué me creaste?

—Eres mi obra —respondió Juan, dejando caer el martillo—. Pero realmente no sé qué eres todavía.

Durante los días siguientes, la criatura aprendió a moverse, a tocar los objetos, a escuchar el murmullo del viento. No comía, no hablaba, tampoco dormía, solo observaba.

Juan decretó que era femenina y la llamó Luz, por el resplandor que brotaba de su pecho y alumbraba el taller aun cuando el fuego se apagaba. En ocasiones la veía quedarse muy quieta frente a la ventana, mirando cómo la claridad del exterior se filtraba en líneas frías sobre el suelo. Quizá la luz –tal vez ese fuera su pensamiento sin palabras– no está hecha para quedarse en un solo sitio.

—¿Por qué estoy atada a este lugar? —dijo Luz una noche; hablaba otra vez, después de mucho tiempo—. Oigo voces más allá del fuego. Quiero salir.

—Afuera hace mucho frío —dijo Juan—. Además, llueve. Te apagarías.

—Entonces enséñame a resistir —respondió Luz—. Quiero vivir más allá de estas cuatro paredes.

El herrero comprendió que ese era el límite de su arte. Había creado una forma, una criatura con aspecto humano, pero no podía darle un destino.

Fue en ese momento cuando tomó una decisión. Esa madrugada, llevó el yunque al campo y colocó a Luz sobre él. El cielo estaba cubierto de estrellas, como miles de fragmentos de metal fundido. El aire nocturno era delgado, y en la distancia se escuchaba el ronquido profundo de la tierra. Las estrellas eran fuegos viejos, pensó Juan; luces que ardieron tanto que debieron marcharse del mundo.

—Si te libero, dejarás de ser mía.

—Pero si no lo haces —respondió Luz—, nunca seré yo.

Juan levantó el martillo por última vez y golpeó el pecho de la criatura con todas sus fuerzas. El metal se abrió y el corazón de fuego exhaló su último aliento mientras una llamarada blanca se elevaba hacia el firmamento, iluminando todo el valle.

Cuando el resplandor se desvaneció, el yunque estaba vacío y frío.

Juan cayó de rodillas, con los ojos inundados de lágrimas y las manos ennegrecidas. El aire olía a hierro quemado y a aurora. Alzó su mirada y, a lo lejos, sobre las montañas, vio cruzar una chispa en el cielo. Un nuevo cometa ardía con la misma luz que él había forjado. La luz –comprendió entonces– nunca pertenece a quienes la crean, sino a los caminos que ilumina.

Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

 

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