Laura Irene Ludueña
Antes del amanecer
se escuchó un potente, atronador sonido, como si la tierra misma respirara por
primera vez. No era el canto de un ave ni el rugido del viento, era el golpe
del martillo sobre un yunque. Cada chispa que saltaba encendía un pedazo de
cielo. Y así nació la luz..., solía contar a los niños Juan, el viejo herrero
del pueblo.
El taller de Juan estaba hundido en
la penumbra azul de las madrugadas. A través de las rendijas del techo entraban
columnas oblicuas de polvo, que brillaban apenas el fuego las tocaba. El calor,
en ese lugar, parecía tener memoria de todo lo que había ardido antes. El fuego
–pensaba Juan a veces– es la única criatura que nunca se cansa de nacer.
En su taller, el fuego nunca
dormía. Juan golpeaba el hierro hasta que este parecía respirar. Estaba
convencido de que cada trozo de metal tenía un alma y que su tarea no era
modificarla, sino despertarla. En el centro del taller, el yunque –negro, inmóvil,
brillante en sus aristas– parecía latir con cada uno de sus golpes. Algunos
juraban que, cuando Juan no estaba, el yunque seguía vibrando solo, como si
guardara memoria de su fuego.
Afuera, el pueblo amanecía siempre
lento, envuelto en olor a estiércol y a rocío. Pero dentro del taller, la luz
del hogar creaba un pequeño mundo: rojo, dorado, tembloroso. La luz, pensaba
Juan, era un idioma: el primero que aprendió el universo, el último que
olvidaría.
Hacía un tiempo que el herrero se
sentía inquieto. Amaba su oficio, pero estaba cansado de forjar espadas,
arados, brocales, escudos… ni siquiera quería hacer algo tan simple como una
bisagra o una herradura. Ambicionaba crear algo diferente, algo que tuviera
vida, que mirara al mundo por sí mismo.
Entonces una mañana tomó un trozo
de hierro oscuro, más pesado que el resto, lo colocó en la fragua y dejó que el
fuego ardiera más potente que nunca. Aferró el metal con las tenazas y lo
depositó sobre el yunque El taller se llenó de una densa bruma azul, y el aire
vibró como si el mundo contuviera la respiración. El martillo cayó una y otra
vez, y cada golpe parecía tener un eco en las entrañas del mundo.
Durante tres días y tres noches
Juan trabajó sin descanso. Sus brazos se volvieron de piedra, su aliento se
convirtió en humo, sus ojos en brasas. La fragua iluminaba la estancia como un
corazón gigantesco, y las sombras en las paredes se comportaban como si
quisieran acercarse a observar. El fuego tenía esa crueldad: daba vida, sí,
pero siempre reclamaba algo a cambio.
Y cuando el sol del cuarto día
entró por la ventana, vio que sobre el yunque no había una herramienta… sino
una forma humana. Era pequeña, apenas del tamaño de un niño. Su piel era de
hierro bruñido y en el centro del pecho, bajo una especie de rendija, latía una
luz.
El aire del taller estaba quieto,
como si el tiempo aguardara la reacción del herrero, que retrocedió asustado
por su obra. ¿Qué había hecho? Entonces la criatura abrió los ojos, que no eran
más que dos carbones encendidos, y habló:
—¿Quién soy? —preguntó con una voz
metálica y suave—. ¿Qué soy? ¿Por qué me creaste?
—Eres mi obra —respondió Juan,
dejando caer el martillo—. Pero realmente no sé qué eres todavía.
Durante los días siguientes, la
criatura aprendió a moverse, a tocar los objetos, a escuchar el murmullo del
viento. No comía, no hablaba, tampoco dormía, solo observaba.
Juan decretó que era femenina y la
llamó Luz, por el resplandor que brotaba de su pecho y alumbraba el taller aun
cuando el fuego se apagaba. En ocasiones la veía quedarse muy quieta frente a
la ventana, mirando cómo la claridad del exterior se filtraba en líneas frías
sobre el suelo. Quizá la luz –tal vez ese fuera su pensamiento sin palabras– no
está hecha para quedarse en un solo sitio.
—¿Por qué estoy atada a este lugar?
—dijo Luz una noche; hablaba otra vez, después de mucho tiempo—. Oigo voces más
allá del fuego. Quiero salir.
—Afuera hace mucho frío —dijo
Juan—. Además, llueve. Te apagarías.
—Entonces enséñame a resistir
—respondió Luz—. Quiero vivir más allá de estas cuatro paredes.
El herrero comprendió que ese era
el límite de su arte. Había creado una forma, una criatura con aspecto humano,
pero no podía darle un destino.
Fue en ese momento cuando tomó una
decisión. Esa madrugada, llevó el yunque al campo y colocó a Luz sobre él. El
cielo estaba cubierto de estrellas, como miles de fragmentos de metal fundido.
El aire nocturno era delgado, y en la distancia se escuchaba el ronquido
profundo de la tierra. Las estrellas eran fuegos viejos, pensó Juan; luces que
ardieron tanto que debieron marcharse del mundo.
—Si te libero, dejarás de ser mía.
—Pero si no lo haces —respondió
Luz—, nunca seré yo.
Juan levantó el martillo por última
vez y golpeó el pecho de la criatura con todas sus fuerzas. El metal se abrió y
el corazón de fuego exhaló su último aliento mientras una llamarada blanca se
elevaba hacia el firmamento, iluminando todo el valle.
Cuando el resplandor se desvaneció,
el yunque estaba vacío y frío.
Juan cayó de rodillas, con los ojos
inundados de lágrimas y las manos ennegrecidas. El aire olía a hierro quemado y
a aurora. Alzó su mirada y, a lo lejos, sobre las montañas, vio cruzar una
chispa en el cielo. Un nuevo cometa ardía con la misma luz que él había
forjado. La luz –comprendió entonces– nunca pertenece a quienes la crean, sino
a los caminos que ilumina.
Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

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