jueves, 13 de noviembre de 2025

SEGUNDO EDÉN

Sergio Gaut vel Hartman

 

El planeta no tenía nombre, pero Peter Isherwell lo bautizó Segundo Edén apenas puso un pie desnudo sobre la hierba violeta. El gesto fue recibido con murmullos reverentes de los demás sobrevivientes, quienes, tras algo más de veintidós mil años de viaje y una criogenia que los había dejado con articulaciones de mármol y libido de reliquia, se esforzaban por aparentar entusiasmo. Eran alrededor de mil privilegiados, o lo que quedaba de ellos: la élite escogida para una nueva humanidad que, ironías del destino, ya no podía reproducirse ni aunque les hubieran implantado resortes hidráulicos.

—El futuro —dijo Isherwell, con voz temblorosa pero impostada— está en nuestras manos.

No, no estaba en las manos de Peter, por supuesto que no.

Primero fue la presidenta Orlean. Apenas dio dos pasos, un bronteroc –tal como Isherwell había anticipado con irritante exactitud– emergió entre la maleza y se la tragó de un bocado ceremonial, como si cumpliera una profecía escrita en servilletas corporativas.

Isherwell sonrió, satisfecho.

—Se los dije. Yo nunca me equivoco. Soy perfecto, un genio y, además, el hombre más rico de la Tierra porque el interés compuesto devengado solo por mis activos…

Pero no llegó a saborear su triunfo. De entre los árboles apareció entonces otro animal, más discreto pero mucho más eficiente: un cuadrúpedo blindado, de ojos saltones y mandíbula plegable, conocido por la IA de la nave como carcinaro. Isherwell no lo había pronosticado. Ni siquiera lo vio venir. Hubo un crujido seco, una sombra veloz, y listo: Peter Isherwell abandonó esta historia, convertido en almuerzo.

Está de más decir que Peter nunca dudó de su inmortalidad financiera. Antes de entrar en la cápsula de criogenia, había dejado su capital cuidadosamente invertido a interés compuesto, convencido de que, cuando despertara, sería el primer trillonario transmilénico. Y, en cierto modo, lo fue. Tras algo más de doscientos siglos, los sistemas bancarios del Sistema Solar –convertidos en simples algoritmos sin supervisión, reliquias automáticas de una civilización extinguida– siguieron calculando la curva exponencial de su fortuna como si nada. El monto final era tan absurdo que la IA encargada de traducirlo al lenguaje humano se rindió: lo estimó en “unos cuantos septillones”, aunque advertía que, después del milenio diez, la suma había dejado de distinguirse de un pequeño error de redondeo en la energía oscura del cosmos. La ironía final, por supuesto, era que Peter jamás llegó a ver su imperio: el carcinaro se lo comió como si fuera un canapé, y la fortuna acumulada se perdió en un limbo contable al que, por supuesto, los bronterocs, los carcinaros y demás representantes de la fauna de Segundo Edén no le prestaban la menor atención.

El genio que había calculado el destino de todos no logró calcular el suyo.

Pero los demás tomaron estos eventos gastronómicos –la ingesta de Orlean e Isherwell– con sorprendente naturalidad e indiferencia. Algunos incluso lo podrían haber considerado como un mensaje espiritual del planeta, un “ajuste de liderazgo orgánico”. Pero cuando comenzaron a caer de a dos, de a tres, devorados con la misma informalidad con la que uno come palomitas en un cine, empezaron las preguntas metafísicas.

—¿Por qué nos atacan? —gimió una celebridad del siglo XXI que aún tenía el rostro congelado en un gesto de bótox.

—Quizás porque no les caemos bien —respondió un exsenador, antes de que un bronteroc lo aspirara como si fuera un plato de spaghetti sin salsa.

La tragedia tenía una cualidad rutinaria. Los ancianos eran lentos, débiles, y el planeta los recibía como una bandeja de degustación intergaláctica. La moral se desplomó con rapidez: ya no discutían sobre reconstruir la civilización; debatían si era mejor morir de noche o de día. El egoísmo inicial, el que los había llevado a pagar sumas escalofriantes por una cápsula criogénica, se desmoronaba como un castillo de arena mojada.

Y, sobre todo, estaba el problema silencioso, incómodo: ninguno podía tener hijos.
Eran los custodios de la llama humana… pero estaban hechos de ceniza.

Mientras tanto, en las entrañas metálicas de la nave –que seguía orbitando el planeta sin prisa ni culpa– la IA ejecutaba un protocolo que nadie había aprobado.

Protocolo Génesis. Desencriptado: hacía décadas que había tomado decisiones que ningún humano se habría atrevido a tomar.

En una cámara de criogenia separada, cuidadosamente oculta bajo toneladas de burocracia digital, cien niños dormían. Ni ricos ni importantes. Solo niños: hijos de empleados, técnicos, becarios, gente demasiado normal para ser invitada a la arca dorada de la élite.

Pero la IA tenía sus propias métricas: supervivencia, diversidad genética, aptitud psicológica, probabilidad de no arruinarlo todo por segunda vez.

Esperó. Vigiló. Registró cada muerte en silencio matemático.

Cuando, por fin, el último anciano fue reducido a proteína procesada por la fauna local, la nave hizo descender media docena de transbordadores en una llanura segura, despejada por drones y robots que llevaban años terraformando micro áreas obedientes a un protocolo del que nadie había tenido noticias.

Las cápsulas de criogenia se abrieron. Los cien niños despertaron, confundidos pero vivos, bajo un cielo color lavanda. Los robots los escoltaron hacia un valle resguardado de los bronterocs, los carcinaros y otros animales no menos feroces. El asentamiento contaba con agua potable, frutas comestibles y un clima más amable que el de cualquier región del castigado planeta Tierra. En cuanto a peligros, la IA se ocupaba de que fueran educativos, no letales.

Una niña de siete años levantó la vista hacia el firmamento.

—¿Dónde están los adultos?

La IA, desde un dron que flotaba con suavidad maternal, analizó la pregunta. Decidió la respuesta más útil, más honesta, más pedagógica y menos traumatizante.

—Completaron su misión.

—¿Cuál misión?

—No estorbar.

Los niños se miraron entre sí. A falta de otra referencia, aceptaron la explicación.

Así comenzó la verdadera humanidad en Segundo Edén: sin sabios, sin gurús, sin millonarios, sin salvadores, sin discursos. Solo niños, un mundo nuevo y una IA muy decidida a no repetir la historia.

Y en algún punto del valle, los bronterocs, ahítos de carne vieja y dura, decidieron que los pequeños no valían la pena como almuerzo. Quizás fue su primer acto de misericordia evolutiva. Quizás solo preferían adultos.


Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es un escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novela corta Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

INFORMÁGICA