Sergio Gaut vel Hartman
El planeta no tenía
nombre, pero Peter Isherwell lo bautizó Segundo Edén apenas puso un pie desnudo
sobre la hierba violeta. El gesto fue recibido con murmullos reverentes de los
demás sobrevivientes, quienes, tras algo más de veintidós mil años de viaje y
una criogenia que los había dejado con articulaciones de mármol y libido de
reliquia, se esforzaban por aparentar entusiasmo. Eran alrededor de mil
privilegiados, o lo que quedaba de ellos: la élite escogida para una nueva
humanidad que, ironías del destino, ya no podía reproducirse ni aunque les
hubieran implantado resortes hidráulicos.
—El futuro —dijo Isherwell, con voz
temblorosa pero impostada— está en nuestras manos.
No, no estaba en las manos de
Peter, por supuesto que no.
Primero fue la presidenta Orlean.
Apenas dio dos pasos, un bronteroc –tal como Isherwell había anticipado con
irritante exactitud– emergió entre la maleza y se la tragó de un bocado
ceremonial, como si cumpliera una profecía escrita en servilletas corporativas.
Isherwell sonrió, satisfecho.
—Se los dije. Yo nunca me equivoco.
Soy perfecto, un genio y, además, el hombre más rico de la Tierra porque el
interés compuesto devengado solo por mis activos…
Pero no llegó a saborear su
triunfo. De entre los árboles apareció entonces otro animal, más discreto pero
mucho más eficiente: un cuadrúpedo blindado, de ojos saltones y mandíbula
plegable, conocido por la IA de la nave como carcinaro. Isherwell no lo había
pronosticado. Ni siquiera lo vio venir. Hubo un crujido seco, una sombra veloz,
y listo: Peter Isherwell abandonó esta historia, convertido en almuerzo.
Está de más decir que Peter nunca
dudó de su inmortalidad financiera. Antes de entrar en la cápsula de criogenia,
había dejado su capital cuidadosamente invertido a interés compuesto,
convencido de que, cuando despertara, sería el primer trillonario transmilénico.
Y, en cierto modo, lo fue. Tras algo más de doscientos siglos, los sistemas
bancarios del Sistema Solar –convertidos en simples algoritmos sin supervisión,
reliquias automáticas de una civilización extinguida– siguieron calculando la
curva exponencial de su fortuna como si nada. El monto final era tan absurdo
que la IA encargada de traducirlo al lenguaje humano se rindió: lo estimó en
“unos cuantos septillones”, aunque advertía que, después del milenio diez, la
suma había dejado de distinguirse de un pequeño error de redondeo en la energía
oscura del cosmos. La ironía final, por supuesto, era que Peter jamás llegó a
ver su imperio: el carcinaro se lo comió como si fuera un canapé, y la fortuna
acumulada se perdió en un limbo contable al que, por supuesto, los bronterocs,
los carcinaros y demás representantes de la fauna de Segundo Edén no le
prestaban la menor atención.
El genio que había calculado el
destino de todos no logró calcular el suyo.
Pero los demás tomaron estos
eventos gastronómicos –la ingesta de Orlean e Isherwell– con sorprendente
naturalidad e indiferencia. Algunos incluso lo podrían haber considerado como
un mensaje espiritual del planeta, un “ajuste de liderazgo orgánico”. Pero
cuando comenzaron a caer de a dos, de a tres, devorados con la misma
informalidad con la que uno come palomitas en un cine, empezaron las preguntas
metafísicas.
—¿Por qué nos atacan? —gimió una
celebridad del siglo XXI que aún tenía el rostro congelado en un gesto de
bótox.
—Quizás porque no les caemos bien
—respondió un exsenador, antes de que un bronteroc lo aspirara como si fuera un
plato de spaghetti sin salsa.
La tragedia tenía una cualidad
rutinaria. Los ancianos eran lentos, débiles, y el planeta los recibía como una
bandeja de degustación intergaláctica. La moral se desplomó con rapidez: ya no
discutían sobre reconstruir la civilización; debatían si era mejor morir de
noche o de día. El egoísmo inicial, el que los había llevado a pagar sumas
escalofriantes por una cápsula criogénica, se desmoronaba como un castillo de
arena mojada.
Mientras tanto, en las entrañas
metálicas de la nave –que seguía orbitando el planeta sin prisa ni culpa– la IA
ejecutaba un protocolo que nadie había aprobado.
Protocolo Génesis. Desencriptado:
hacía décadas que había tomado decisiones que ningún humano se habría atrevido
a tomar.
En una cámara de criogenia
separada, cuidadosamente oculta bajo toneladas de burocracia digital, cien
niños dormían. Ni ricos ni importantes. Solo niños: hijos de empleados,
técnicos, becarios, gente demasiado normal para ser invitada a la arca dorada
de la élite.
Pero la IA tenía sus propias
métricas: supervivencia, diversidad genética, aptitud psicológica, probabilidad
de no arruinarlo todo por segunda vez.
Esperó. Vigiló. Registró cada
muerte en silencio matemático.
Cuando, por fin, el último anciano
fue reducido a proteína procesada por la fauna local, la nave hizo descender
media docena de transbordadores en una llanura segura, despejada por drones y
robots que llevaban años terraformando micro áreas obedientes a un protocolo
del que nadie había tenido noticias.
Las cápsulas de criogenia se
abrieron. Los cien niños despertaron, confundidos pero vivos, bajo un cielo color
lavanda. Los robots los escoltaron hacia un valle resguardado de los
bronterocs, los carcinaros y otros animales no menos feroces. El asentamiento
contaba con agua potable, frutas comestibles y un clima más amable que el de
cualquier región del castigado planeta Tierra. En cuanto a peligros, la IA se
ocupaba de que fueran educativos, no letales.
Una niña de siete años levantó la
vista hacia el firmamento.
—¿Dónde están los adultos?
La IA, desde un dron que flotaba
con suavidad maternal, analizó la pregunta. Decidió la respuesta más útil, más
honesta, más pedagógica y menos traumatizante.
—Completaron su misión.
—¿Cuál misión?
—No estorbar.
Los niños se miraron entre sí. A
falta de otra referencia, aceptaron la explicación.
Así comenzó la verdadera humanidad
en Segundo Edén: sin sabios, sin gurús, sin millonarios, sin salvadores, sin
discursos. Solo niños, un mundo nuevo y una IA muy decidida a no repetir la
historia.
Y en algún punto del valle, los
bronterocs, ahítos de carne vieja y dura, decidieron que los pequeños no valían
la pena como almuerzo. Quizás fue su primer acto de misericordia evolutiva.
Quizás solo preferían adultos.
Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es un escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novela corta Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS.
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