miércoles, 12 de noviembre de 2025

MUERTE EN LA HORNADA

Víctor Lowenstein


Ahora que soy un adulto sin miedo de admitir que me estoy haciendo viejo, cuesta menos recordar los hechos de la juventud; en la hornada, en el pueblo en el que nací para quedarme en él pese a todo.

Ingeniero Gálvez es un pueblo pequeño de La Pampa. La hornada, una antigua fábrica de ladrillos en las afueras, de la que sólo queda en pie un contra piso de cemento de unos cien metros cuadrados surcado por rieles oxidados que servían para el transporte de carros con arcilla. En el centro todavía están las fosas donde se asentaba el horno de cocción; tendrán medio metro de profundidad y con los años fueron cubriéndose por colchones de hojarasca que el viento arrastra los días de invierno. Los perros salvajes se echaban a dormir allí, protegidos del frío.

De pibes, íbamos a jugar por esos rumbos. Trepábamos la explanada y caminábamos por sobre los rieles viajando rutas imaginarias. Al llegar a las fosas nos acercábamos con algún temor; asomábamos nuestras cabecitas sobre los bordes circulares vislumbrando a menudo sobre el montón de hojas secas, uno o varios de esos perros que retozaban y que al vernos, gruñían mostrando los dientes amarillentos.

La chiquillada era grande. Estaban Julito, el hijo del lechero; Froilán, flaquísimo, pupilo del colegio Salesiano. Los mellizos Demetrio y Francisquito; el gordo Vega, Luppi… y falta nombrar a Pablo, el mayor de todos, si no en edad, en tamaño. Era hijo del dispensario. Un italiano grandote y bruto que vivía alcoholizado y descargaba sus broncas propinando a su hijo muy feas palizas. De su madre nada se sabía. A Pablo nunca lo llamaron Pablito: porque era duro y enojoso, y ya se había hecho un hombre antes que los demás. A los golpes se había hecho hombre.

Pablo no era muy amigo de nadie pero era quien dirigía los juegos y decidía el lugar de cada uno de nosotros en los partidos de fútbol. A los once años de edad, era ya casi tan grande como su padre e igual de irritable, por lo que nos parecía natural obedecerlo. No era muy de hacer bromas o reírse; él siempre andaba odiando. A los perros, jurando que los mataría uno por uno, al igual que mataría a su madre, si llegaba a encontrarla viva. O a su propio padre, cuando tuviera la ocasión. Fue en una de aquellas tardecitas de fútbol en el potrero, cuando algo de nuestra niñez se perdió para siempre. No sé cómo explicarlo pues tal vez me ocurrió solamente a mí; creo que desde aquella vez no volví a ser el mismo.

Francisquito estaba en un arco, yo en el contrario. Luppi de delantero. Creo que Julito y Demetrio iban de volantes; o uno de volante y otro en mi equipo. El gordo Vega marcaba el área de Francisco y Froilán el lado nuestro, junto a otro pibe del barrio cuyo nombre ya no recuerdo. No sé qué vino a hacer Pablo ese día, porque el partido ya estaba empezado, pero me acuerdo de que se metió en medio de la cancha y se largó a gritar.

—¡Hagan goles! —Gritaba, y alardeaba su superioridad como goleador. Al pasar a mi lado le vi los ojos enrojecidos y me llegaba su aliento a alcohol y tabaco. No era la primera vez que imitaba a su padre distrayendo algo de su despensa; pero me daba miedo verlo así.

Le temblaba la boca; apretaba los puños, siempre listo a camorrear a cualquiera. Seguimos jugando mientras él iba de un lado a otro de la cancha, desorientado, gritando y buscando roña, pero todos lo evitaban.

De todos los perros que andaban vagabundeando por el pueblo, Reviro, un terrier marrón de ojitos grandes era el más querido. Le decíamos así porque siempre giraba como buscándose la cola. Era de meterse en la cancha en medio de los partidos de fútbol, y lo esquivábamos diciendo: “fuera de acá Revirito; quédese en el banco de suplentes por hoy”. El pobrecito eligió un mal día para estar con nosotros. En cuanto Pablo lo vio, empezó a los gritos. Estaba furioso. Levantó del suelo un ladrillo de los que usábamos para marcar el travesaño de la cancha y se lo tiró con toda su fuerza. La piedra dio de lleno en el costado del animal abriéndole una herida sangrante. Revirito aulló de dolor y se alejó de nosotros a rastras, asustado.

La chiquillada enloqueció. Yo estaba duro primero; petrificado; pero se nota que los chicos ardían de rabia. El gordo Vega cruzó corriendo el medio campo y no sé cómo hizo, pero se le tiró encima a Pablo y lo derribó. Los demás; Luppi, Demetrio, Julito, hasta Froilán, se sumaron a repartir golpes y patadas sobre Pablo. Cuando miré a Reviro, a un costado y como muerto, creo que recién ahí reaccioné. Me lancé sobre Pablo y, apartando a los demás, le empecé a dar en la cara con los puños cerrados. Me enceguecí; no pensé jamás que alguien de mi baja estatura pudiera darle una paliza al muchacho más fuerte del pueblo. Pero ahí estaba yo; un puñetazo atrás de otro. En un momento en el que vi la cara de Pablo casi retrocedo. Estaba pálido, le temblaban más que nunca los labios y tenía los ojos hundidos y una mejilla sangrante a causa de uno de mis zurdazos. Los chicos tuvieron que apartarme. De a poco nos abrimos en círculo alrededor de él.

Vimos al niño grande que en realidad era. Gemía como niño; se acariciaba la mejilla con la mano curtida de peón de almacén. Pero era un chiquilín que lloraba por la golpiza recibida. Nos quedamos callados. Creo que entendimos, recién ahí, que Pablo era un pibe como cualquiera de nosotros. Tal vez pareciera un hombre por fuera; pero ya no era invencible. No imaginaba sin embargo, que algún día iba a ser no sólo vencido sino ultimado y por sus enemigos más vengativos.

Siempre se dice que la niñez dura una eternidad; que después de los treinta, empezamos en verdad a envejecer. Pueden ser frases hechas, pero nunca sentí tan de cerca esa segunda verdad como cuando volví a encontrar a Pablo cerca del pueblo, unos veinte años más tarde.

Uno por ahí todavía se siente joven, y no ve el paso del tiempo en su propia cara. Noté los años transcurridos en la suya, al toparme con él. Era el mismo grandote; los ojos desorbitados, las mejillas rosadas, el cabello revuelto. Pero sus facciones eran más duras. Era el rostro de un hombre con mucho pasado. Me reconoció con una sonrisa, afirmando que yo no había cambiado casi nada y me invitó a pasear en su camioneta. Subí, y me miré los ojos en el espejo retrovisor. Mi ceño fruncido delataba una madurez resignada, forzosa, que ningún halago podría disimular. Al parecer, Pablo no recordaba nada de aquella paliza legendaria de los años de infancia. Mi presencia lo animó a largarse a hablar. Mientras enfilaba para el lado de la hornada, y a los gritos según su vieja costumbre, me fue contando cómo su padre había muerto mucho tiempo atrás dejándole la despensa “que fundí de bruto, nomás” para terminar tomando el empleo de camionero para una fábrica de losa industrial. El vehículo no le pertenecía, pero lo usaba a su antojo.

Me preguntó que fue de mi vida, y de la de los “muchachitos del pueblo” como llamó a los niños que fuimos una vez. Suspiré y con un poco de nostalgia le relaté lo que sabía. Los hermanos Carranza, Demetrio y Francisquito, se habían ido a Bahía Blanca y administraban un hotel familiar. De Luppi no sabía nada. Julito había fallecido de neumonía dos años atrás, “ah, pobre”, dijo Pablo al enterarse. Froilán se hizo sacerdote y trabajaba en una diócesis salteña, y Vega se recibió de ingeniero y vivía en Comodoro Rivadavia. ¿Y vos? Fue su inevitable pregunta que me arrancó otro suspiro pero de tristeza, que sonó como un bufido. Comenté, a las apuradas, que era redactor del periódico local, “El matutino”, y colaboraba con otras publicaciones. No le mencioné mis sueños resignados de ser escritor, ni que componía versos en mis ratos libres.

—¿Te casaste?

—No.

—Yo tampoco.

—¿Hijos?

—¡Nooo! Ni loco.

—Así que sos periodista —dijo equívocamente y sin convicción, estacionando la camioneta a pocos metros de la vieja hornada. Nos bajamos y él, inmediatamente, trepó sobre la plataforma—. ¿Te acordás? —dijo, haciendo señas para que subiera. Mis recuerdos estaban demasiado frescos todavía como para contestarle nada; como jamás quise contradecir a Pablo, y olvidando que ya no éramos unos niños, subí a su lado. Mis cansadas piernas me ayudaron a recordar nuestra común adultez, notoria en los hombros caídos de Pablo; en las facciones angulosas de su cara, con sus ojos saltones atormentados por una mirada siempre inquieta. Distraídamente se puso a caminar por encima de un oxidadísimo riel. Lo seguí, mirando cómo sacaba la petaquita del bolsillo y la vaciaba de a largos tragos. No, si ya venía entonado, es fácil darse cuenta cuándo un hombre está pasado de rosca.

La trayectoria que estábamos siguiendo, como cuando niños, no llevaba a ningún lado. La imagen de un camino sin salidas me resultó tan familiar como asfixiante.

—¿Te acordás? —dijo Pablo señalando las fosas.

—No te acerques, puede haber perros adentro —advertí.

—¡Bah! —Arrojó la petaca vacía dentro de una de las fosas, desde donde brotó un aullido lastimero—. ¿Qué, tenés miedo? —Me miró con sus ojos encendidos de alcohol y de una rabia extraña—; siempre fuiste un petiso cobarde, un cagón. Como aquella vez —agregó al tiempo que se agachaba a recoger piedritas saltadas del pavimento—. ¡Cagón, reverendísimo cagón! ¡Si no fuera por los otros chicos ni te me habrías podido acercar!

Se me revelaba, sin pedirlo ni quererlo, el rencor antiguo de un niño grande, incapaz de madurar los treinta y pico de abriles mal vividos que cargaba; hablando de “los otros chicos”, como si estuvieran en alguna otra parte que no fuera el pasado irreversible al que aludía y que yo buscaba olvidar en la medida de mi propia infelicidad presente. Pablo seguía hablando; me enfrentaba. pero más que temerle a él me asustaba y repugnaba su insensatez, su enfermiza fijación por el tiempo perdido e irrecuperable de la infancia. Estaba tan pegado a esos recuerdos tontos como yo a querer desmemoriarme de ellos. Pero Pablo insistía; me hacia frente…

—¿Por qué no me pegás ahora, si sos guapo? Ahora no están los chicos para que te defiendan…

Pablo tenía toda la razón. Estábamos solos en medio de la nada; con algún que otro perro de testigo y con la noche cayéndonos encima.

Su aliento etílico me rozaba la cara. Esos ojos furiosos. Sí; sentí miedo. Y lástima. Por él; por mí. Dije: “no te pego porque sos más fuerte. Y porque es estúpido hacer cosas de chicos. Los chiquilines se agarran a las trompadas; los hombres, no”.

—Lo que pasa es que tenés miedo.

—Lo que pasa es que pasaron veinte años de una chiquilinada y tus rencores resultan ridículos.

Pablo insistía con su cantinela maniática.

—Lo que pasa es…

—¡Entones pegame vos a mí! —Se me escapó a gritos—. Dale. Demostrá lo que somos; dos perfectos perdedores. Sin mujer y sin hijos. Sin estudios ni amigos. Dos perdedores infelices y aburridos.

Me dio la espalda violentamente y escuché su risa desencajada. Empezó a arrojar las piedritas que tenía en la mano a cada una de las fosas, riendo con atolondrada porfía; repitiendo el sonsonete como un cántico infantil.

—Tiene miedo, tiene miedo…

Los perros comenzaron a emerger de las fosas. Bostezando, gruñendo. A Pablo parecía divertirle muchísimo interrumpir el sueño de esas bestias, tanto como le gustaba gritarles, y herirlas. Seguía tirando piedras y doblándose de risa. Era un espectáculo grotesco. Irritado, me desencaminé hasta el borde de la plataforma. Era absurdo permanecer allí, con ese pobre canalla que fue Pablo.

—¿Qué? ¿Te vas? —me gritó—. ¿Cómo vas a volver?

—Caminando, imbécil —contesté en un alarido.

Ojalá me hubiese perseguido para trompearme. Habría sido lo mejor. Se quedó ahí rumiando su cantinela, hiriendo a los perros, que daban vueltas a su alrededor, molestos. Salté la explanada. Recuerdo una luna llena y silenciosa en el lejano firmamento. La oscuridad cerrada y el frío como mordeduras sobre la piel. Mis deseos de escapar corriendo.

Absorto en su mundo infantil, Pablo llegó a gritarme algo y rio una última vez al oír el aullido de dolor de uno de los perros, al que acababa de dar en el blanco con otra de sus municiones de piedra. Me di vuelta justo en el momento en que la jauría se arrojaba sobre él. Me cubrí los oídos para no escuchar su grito entre los ladridos. Y escapé, corriendo.

Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.

 

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