Laura Irene Ludueña
Pasar las vacaciones en
la casa de mis abuelos en el campo me encantaba. El abuelo Domingo era un
maestro contando historias, y nosotros adorábamos esas noches tibias en que se
sentaba en su sillón de totora, con la lámpara a querosén proyectando sombras
en la pared. Tenía una voz grave, pausada, una mirada profunda que parecía ver
más allá de lo que decía, y una postura encorvada que le daba un aire de sabio
antiguo.
Recuerdo
que solía decirnos que uno puede no creer en las cosas del otro mundo, pero que
igual conviene tenerles respeto. Que no hay que burlarse de lo que cuenta la
gente de campo, ni de las islas, ni de los que aseguran haber visto fuegos
flotando entre los pajonales al anochecer. Hablaba de almas en pena, de
caballos que no pisaban ciertas partes del monte y, sobre todo, de la luz mala.
—¿Qué
es la luz mala, abuelo?
—Es
un fuego que camina por los campos como si buscara algo —decía—. Quizás una
deuda o una tumba sin nombre. El que la ve no tiene que mirarla fijo, tampoco
debe acercarse, ni hablar, ni pensar en cosas feas.
Mis
primos Julio y Marito se burlaban de mi hermana y de mí porque, como porteñas
que éramos –solo veníamos al campo por unas semanas durante las vacaciones–,
teníamos terror de encontrarnos con un espectáculo de esa naturaleza durante
nuestra estadía. Pero ellos, nacidos y criados entre vacas y alambrados, decían
que esas cosas eran puro cuento. Hasta que lo vivimos en carne propia.
Fue
hace más de treinta años, pero lo tengo grabado como si fuera ayer. Era un fin
de semana largo del mes de marzo, y habíamos ido a pasar unos días a la casa de
los abuelos. Una tarde acompañamos al abuelo a un campo vecino a llevar unas
herramientas que le habían prestado. Como don Ezio tenía problemas con unas
terneras, el abuelo se demoró explicándole cómo había curado a las suyas.
Mientras tanto, nosotras jugábamos en el patio de la casa. La cuestión es que
se hizo de noche y todavía estábamos ahí.
Emprendimos
el regreso en el carro tirado por un caballo llamado Maravilla, cosa que nos
encantaba. El abuelo tenía un auto viejo en el que solía movilizarse, pero
cuando estábamos las porteñitas, como solía llamarnos, nos llevaba en el carro
porque sabía que era nuestro medio de transporte preferido. Al principio todo
iba bien. El aire estaba quieto, cargado del olor dulce de la tierra húmeda, y
las estrellas titilaban como si nos saludaran desde arriba. Pero de golpe,
Maravilla se frenó en seco. Empezó a resoplar y a sacudir la cabeza. Fue
entonces que la vimos. Flotando sobre el pasto, a unos metros, había una luz.
Pero no era cualquier luz. No venía de una linterna, ni de un auto, ni de una
casa. Era una bola de fuego, rojiza, pulsante, como un corazón enfermo
suspendido en el aire. Se movía despacio, pero no oscilaba con el viento ni
proyectaba sombra. Y lo peor, tampoco hacía ruido.
El
abuelo nos hizo señas para que no habláramos. ¡Cómo íbamos a hacerlo si
estábamos muertas de miedo! Recuerdo que el campo parecía haberse vuelto mudo.
No cantaban los grillos, ni las ranas, ni se escuchaba el crujido de ninguna
rama. Era un silencio que asustaba. Miré a mi hermana y me di cuenta de que se
sentía igual que yo. De pronto, algo me apretó el pecho, sentí que el aire se había
vuelto pesado y me empujaba. Maravilla retrocedía de a poco, como si el
instinto le dijera lo que nosotras aún no queríamos aceptar.
El
abuelo intentó hacerlo dar la vuelta, pero Maravilla no se movía. Nosotras
tampoco. Parecía que algo invisible nos sujetaba. Pero el abuelo Domingo,
conocedor de estas situaciones, nos miraba con ternura para tranquilizarnos.
Mientras tanto, la luz flotaba hacia nosotros, lenta, como si no tuviera ningún
apuro. En ese momento, me acordé de las palabras que el abuelo nos había dicho
una vez: “Cuando aparece la luz mala hay que pensar en algo bueno y, si se
puede, rezar alguna oración.”
Yo
no era de rezar mucho, pero cuando miré a mi hermana me di cuenta de que lo
estaba haciendo. Así que dije todas las oraciones que me acordaba: el
Padrenuestro, el Ave María, la del Ángel de la Guarda… hasta la bendición que
mi mamá nos decía cuando nos íbamos a dormir.
De
pronto, el aire se liberó. Maravilla relinchó fuerte y salió al galope. El
abuelo no dijo nada, pero tenía una sonrisa en los labios. Mi hermana y yo ni
siquiera nos atrevimos a mirar atrás para ver qué había sido aquello.
Al
llegar a la casa, me bajé temblando. Mi hermana no podía hablar del susto, pero
yo enseguida conté lo que nos había pasado a la abuela, a mi mamá, a Marito y
Julio, que habían ido a cenar. Nadie creyó del todo lo que conté. Mis primos se
reían, mientras mi hermana seguía muda. Me dijeron que seguramente había sido
algún gas del suelo, una luciérnaga gigante o una alucinación. Pero los abuelos
y mamá me miraron de una forma que no olvido. Como quien ya sabe lo que uno no
se anima a nombrar.
Cuando
volvimos a Buenos Aires se lo conté a mis amigas de la escuela, que sí me
creyeron. Recuerdo que me miraban asombradas mientras yo engalanaba el relato
con algunos agregados fantásticos que lo enriquecían. Sin embargo, cada vez que
volví al campo de los abuelos, me negué a salir de noche. Y aún hoy no lo hago.
Por
ahí dicen que, cada tanto, en las madrugadas de calor, cuando el aire se espesa
y la humedad se vuelve rara, alguien ha visto una luz allá lejos, entre los
pastizales. Dicen que no alumbra, que no calienta, que solo flota. Y que cuando
aparece, es mejor no preguntar. Porque hay cosas en el campo que no son reales
ni fantásticas.
Son apenas historias del campo, esperando oídos atentos dispuestos a
escucharlas.
Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

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