sábado, 8 de noviembre de 2025

LA CASA ENTRE LAS DUNAS

Lidia Nicolai

La playa está desierta y el viento arrecia. Ernesto Rodríguez sale del mar. Camina encorvado en dirección a los médanos friccionándose los brazos con las manos. De pronto se vuelve hacia el mar: intenta distinguir algo entre las olas. Sacude la cabeza contrariado, y sigue andando hacia los arbustos, en busca de su ropa. No bien se pone el jean, ve en lo alto del médano al muchachito que estaba buscando. Sin quitarle los ojos de encima, se calza las zapatillas, se abriga con el rompevientos y ajusta el reloj a su muñeca.

Sonriente, el chico baja hacia él rodeando los matorrales. Ahora que puede verlo con más detenimiento, Rodríguez le calcula unos doce años. Sin deliberación, sino llevado por el hábito de tantos años en la Policía –ahora está retirado–, observa y deduce. Y todo el aspecto del niño, desde el pelo enmarañado y el gesto sonriente a la campera y la malla que bailan sobre su contextura robusta, le hace pensar en un pequeño sinvergüenza. 

—¡Estás acá! — le grita por encima del ruido de las olas.

—Acá estoy, sí. ¿Dónde, si no?

—Te me fuiste de las manos. Pensé que…

—Nadé —dice el muchachito, y levanta los hombros en un gesto de suficiencia. La sonrisa es amplia; el tono, impertinente. De la nariz le baja un hilo de mocos, que se limpia con el brazo—. Conozco estas aguas mejor que nadie. 

—¿Y entonces…? —El hombre se da calor con las manos y arruga el ceño.

—Hice como que me ahogaba. Siempre hago eso. Me gusta ver qué hace la gente. Quién se arriesga y quién no. 

—¡Bien que me jodiste! Y ahora te hace gracia, ¿no? ––Rodríguez empieza a enojarse—. ¿Cómo te llamás?

—Gustavo, pero me dicen Tavo. Venga conmigo, mi mamá nos espera con algo caliente para tomar.

—Justamente con tus padres quiero hablar. No puede ser que hagas estas cosas. 

Y a Rodríguez –que habla con tono serio y sereno, aunque está furioso–, no se le escapa el hecho de que el muchachito no muestra la menor pesadumbre por lo que acaba de decirle. Al contrario, la amenaza parece haberlo animado: la sonrisa es más amplia, y el movimiento incesante del cuerpo permite imaginar un extraño estado de entusiasmo. ¿Sufrirá de algún retraso mental?

—Vamos, señor. —El tono es de exaltada insistencia—. Mi mamá nos espera con un té calentito. 

Rodríguez repara ahora en el “mamá nos espera”. ¿Acaso la madre tiene poderes adivinatorios y sabe que su hijo va a ir acompañado? 

Mira la hora, y decide seguirlo. Tavo ya sube el médano. Se alejan de la playa, entre las dunas, rodeando los arbustos cada vez más altos y abigarrados. El chico va dando saltitos y de vez en cuando echa miradas sonrientes hacia atrás, la nariz siempre goteándole. La furia del hombre se va espesando, y le cuesta no dejarla traslucir. No le encuentra sentido a la alegría de Tavo: ¿cómo puede ser que la amenaza de hablar con los padres no le importe? Rodríguez se dice que lo agarraría y le daría una buena paliza en esas nalgas morrudas que tiene. Reprime esos impulsos; sólo debe informar a los padres acerca del peligro que corre su hijo al hacerse el ahogado. 

—Usted está enojado conmigo, señor.

—Es que lo que hacés no es ningún chiste. Es algo muy jodido. Pusiste en peligro mi vida y la tuya. Para colmo, hoy es un día de bandera roja, con este viento. —Sólo por unos segundos, Tavo deja de moverse y sonreír; mira algo a unos metros por delante—. Y que te quede claro ––la voz de Rodríguez truena–– que voy a tu casa sólo para informarles a tus padres. 

Tavo se sorbe los mocos y se adentra en un matorral. Desaparece de la vista.

—¿Qué hacés? 

La respuesta llega opacada por el ramaje:

—Espéreme un minuto, que estoy agarrando un yuyo para mi mascota, que sufre de la panza.

Y sale del matorral con unas cuantas ramas de florcitas amarillentas, que estampa contra la nariz del hombre antes de que este atine a dar un paso atrás. 

—Tienen rico olor —dice Tavo riéndose; después las huele él. 

Siguen subiendo por la ladera de una duna hasta que el chico de pronto se detiene y señala una hondonada verde. 

—Ya llegamos a mi casa.

—¿Dónde está? No veo ninguna casa.

—Abajo.

El hombre camina hasta la parte más alta del médano, mira hacia abajo y distingue una casita con techo a dos aguas semioculta por arbustos altos. No imaginaba que hubiera construcciones entre las dunas; seguro que esta casa es ilegal, no paga ningún impuesto.

—¡Vamos ––apura el muchachito––, no se quede ahí parado!

Rodríguez casi no lo oye. Piensa: maldita suerte la mía. No hace ni un mes que trabajo en el hotel, y el primer día que se me ocurre caminar hasta el faro Querandí, ¡me vengo a encontrar con esto! Vacila. Debería respetar mi olfato, se dice, que nunca me ha fallado. Algo raro pasa con este chico: no me gusta, y no sólo por su facha. 

—Venga, no tenga miedo —Tavo insiste, irritante, los ojos muy abiertos––. Vamos, no podemos quedarnos acá arriba.

—No tengo miedo —ahora sí Rodríguez se cabrea y le vienen ganas de decir que es policía, pero se lo calla—. ¿Vos qué te creés, chiquilín? Cuidadito con lo que me decís.

Traga saliva. Tiene la boca avinagrada, aunque esta sensación apenas roza su conciencia. Y llevado por la furia, baja a pasos largos hacia la casa entre las dunas. 

Es del tipo de las prefabricadas, de madera, y se ve bastante ruinosa. Sobre el techo se acumulan ramas verdes que el hombre interpreta como un camuflaje; por eso cuesta distinguirla desde lo alto. 

Tavo abre la puerta y lo invita a entrar. Rodríguez barre con la mirada las inmediaciones: el mar ya no está a la vista, el faro Querandí emerge a la distancia a su izquierda. El reloj le indica que la caminata les ha llevado unos diez minutos.

El interior, en penumbras, obliga al visitante a detenerse unos segundos y a forzar la vista hacia adelante, donde ve luz tras una puerta entornada. 

El chico pega un grito:

—¡Llegué, ma! ––y tira a un costado el manojo de yuyos.

Rodríguez camina a tientas. Da tres o cuatro pasos y pisa algo metálico, que suena a hueco. Se detiene.

—¿Qué es esto?

Tavo le contesta que puede pisar tranquilo, que la chapa está firme, y corre adelante. De un puntapié abre del todo la puerta entornada y, con un gesto de la mano, lo invita a pasar. 

Rodríguez ve dos faroles encendidos –de esos viejos, de querosén– que cuelgan de las paredes, una cocina antigua a leña, un armario, una mesa y tres bancos de madera. Y no tarda en identificar un olor rancio a pescado frito. 

—Ma, ya llegué. ¡Hoy tuve suerte!

—¿Suerte? —pregunta Rodríguez.

No le contestan: la madre sale de atrás de una cortina que cuelga del techo, cortina que él acaba de descubrir. 

—Buen día, señora ––dice, tendiéndole la mano––. Me llamo Ernesto Rodríguez. Disculpe la intromisión, pero tengo que hablarle. 

La menuda mujer avanza con las manos extendidas, la mirada vigilante. Del escote del pulóver cuelgan unos anteojos, y su pollera se ve raída. 

El pensamiento del policía se ha detenido en los ojos de la mujer: su mirada le recuerda a alguien, no sabe a quién. Madre e hijo sonríen y miran de manera muy parecida. 

—Es una suerte, sí —explica ahora Tavo, acercándose a la cocina encendida a calentar sus manos––: la tengo cuando alguien me salva.

—Sí ––le dice la madre a Rodríguez—: ya sé, es una salvajada la que hace este hijo mío. Siempre fue muy travieso. No puedo evitarlo: soy viuda, y estoy sola con él. 

Rodríguez escucha las palabras de la madre, pero al que mira es a Tavo: clavados sus ojos en la mujer, el chico sonríe y mueve la cabeza asintiendo. Y la escena remata con una mirada de la madre al hijo: ¿ella busca su aprobación? El policía analiza esas miradas y descubre en ellas una extraña complicidad. Tan extraña como la incomodidad que le hace cambiar varias veces la pierna sobre la que apoya su peso.

––¿Todos los días hacés esto? —pregunta Rodríguez.

La madre lo invita a sentarse. El hombre se sienta en uno de los bancos que rodean la mesa. Ella le acerca una taza humeante, sosteniéndola con un trapo rejilla percudido.

—Cuando llueve, no —dice Tavo—: con lluvia nadie camina por la playa.

Rodríguez toma un sorbo de té, prestando atención a los saltitos ansiosos que da Tavo, y a la madre que, con gestos bruscos, le indica que se quede quieto.

—¿Hace mucho que viven acá? 

—Desde siempre —responde la mujer. 

—¿Los dos solos?

—Mi marido murió el año pasado, cuando un barco encalló en el banco de arena. Intentaba ayudar a la gente a llegar hasta la playa.

—Bueno, ayudar… —interrumpe Tavo, 

—Mi pésame. 

—No lo sienta usted, señor. Él no era bueno.

—¡Ma!

La madre le ordena a Tavo que se calle, se quede quieto y ponga a calentar más agua. 

—¿Y cómo se mantienen ustedes acá? ––quiere saber Rodríguez––. ¿De qué viven?

La madre va a hablar; el hijo, con la pava en la mano, se le adelanta. Rodríguez tiene la sensación de que quien dirige las cosas en esa casa no es la madre sino Tavo. Ya ha conocido casos similares entre delincuentes juveniles. 

—Mamá fabrica pan, y yo lo vendo. 

—Qué bien. Pero, ¿no sos demasiado joven para trabajar vos? ¿Y la escuela?

—Ya tengo trece —contesta con orgullo—. Terminé la primaria el año pasado.

—¿Puedo ayudarlos en algo? 

—Lo que más necesitamos… ––empieza a decir la madre. Un ruido, un retumbo desde el pasillo de la entrada hace temblar el piso. Rodríguez se sobresalta.

—¿Hay alguien más en la casa?

—No, señor —dice la mujer—, algo se ha caído. Voy a ver —sale, y cierra la puerta tras ella. Vuelve nos segundos después con un farol en la mano:

—Se cayó la lámpara. Debo haberla dejado mal apoyada.

Miente, piensa Rodríguez.

—Tengo que irme —dice.

Tavo apoya una de sus manos sobre el hombro del visitante. 

—Lo que más necesitamos es que nos visite ––sigue la mujer––. Estamos tan solos acá…

—Algún otro día puedo venir a conversar con ustedes —dice Rodríguez y se levanta del banco.

—¿Qué día? —el chico pregunta, da saltitos, aplaude y mira sonriendo a la madre; está contentísimo.

—El lunes es un buen día.

La mujer saca de un cajón una libreta. La abre, se calza los anteojos y dice:

—El lunes tenemos un invitado a almorzar. ¿Podría ser el martes?

—Perfecto. Ahora tengo que irme. Muchas gracias por el té, señora —y se dispone a salir.

—Lo acompaño —dice el muchachito dando un brinco y girando el cuerpo hacia la salida.

A Rodríguez le falta un poco el aire. Sigue a Tavo por el pasillo. La madre va detrás, con un farol. 

—¿Se siente bien? ––le pregunta el chico, sin abandonar su sonrisa.

—Nada más un poco mareado. Me levanté muy rápido. 

El piso vuelve a temblar. 

––Es mi mascota —dice Tavo, y se mueve más que nunca––. Vive en el pozo.

—Ah, tu mascota… 

—¿Quiere verla? 

Tavo levanta la chapa que Rodríguez había pisado al entrar. 

El visitante fuerza la vista: no alcanza a ver a la mascota. Sólo vislumbra una gran masa oscura que se desplaza viscosamente en el fondo del pozo, y huele algo parecido a la tierra en descomposición. El temblor se intensifica. Un chapoteo pasa a primer plano. A sus labios llegan unas gotas. “Agua salada”, piensa Rodríguez. Descubre que está muy al borde del pozo. Levanta el pie izquierdo para retroceder. Entonces, un suave y preciso empujón lo lanza a la profundidad. 


Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires. Este cuento recibió el Primer Premio en el Concurso V Aniversario de la SADE, Delegación Bernal Quilmes, 2010.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

MATE AMARGO

Sergio Gaut vel Hartman   Gumersindo Salvatierra tomaba mate a la sombra de un ombú. La Pampa, inmensa, dormía la siesta acunada por el ca...