jueves, 18 de diciembre de 2025

EL VESTIDO NEGRO

Goran Ćurčić

 

Recibió una llamada extraña… Pensó que sería otro día aburrido más, con otra clase aburrida de la aún más aburrida profesora de sociología. Cuando salió a fumar un cigarrillo durante el receso de la clase, alguien le dejó una invitación dentro de su cuaderno. Un sobre negro. No tenía nada que hacer allí, entre las páginas de sus apuntes. Dentro del sobre había también un trozo de papel negro, escrito con letras caligráficas de color rojo. Era una entrada de regalo para una fiesta esa misma noche, con la dirección del evento. En el reverso del papel había una nota que decía que debía ponerse un vestido negro.

Mientras hacía girar ese pedazo de papel entre los dedos, sorprendida, recordó que justamente la semana anterior había comprado un vestido negro, largo y ajustado. Sabía que en él se veía perfecta. Como si hubiera sido cosido a medida solo para ella. El vestido seguía a la perfección cada curva de su cuerpo. De ese vestido solo sabía su hermana… Pensó que se trataba de una simple coincidencia.

Miró alrededor del anfiteatro y se dio cuenta de que solo ella había recibido una invitación. Volvió a recorrer con la mirada el aula enorme y recién entonces notó que, desde el otro extremo, la observaba un muchacho al que veía por primera vez en esas clases. Estaba segura de no haberlo visto nunca antes. Cuando lo miró, él le asintió con la cabeza. Lo habría recordado: los zapatos tipo Lennon con lentes grises y la campera de cuero gastada le habrían llamado la atención si lo hubiera visto en la facultad aunque fuera solo una vez. La entrada de la profesora y la continuación de la “interesante” lección interrumpida por el recreo la sacaron de sus pensamientos.

Su concentración y la toma de apuntes volvieron a interrumpirse por ese mismo chico del otro lado del anfiteatro… Se levantó de su asiento, bajó lentamente entre las filas de bancos, pasó frente al estrado, llegó a la puerta, la miró y salió. Lo extraño fue que solo ella notó que había salido del aula.

No, es imposible que nadie más lo haya visto, pensó. Y que además hubiera pasado tan fácilmente junto a la profesora sin que ella le dijera nada… no, imposible. Tal vez con otros docentes, pero no con esa vieja socióloga.

Cansada, volvió a su departamento. Casi había olvidado al extraño muchacho del anfiteatro cuando empezó a sacar el maquillaje y el teléfono de la cartera, y volvió a encontrarse con la invitación. La hizo girar entre los dedos, sonriendo. Podía elegir: ir a esa fiesta o pasar toda la noche escuchando las quejas de su mimada compañera de piso. No lo pensó demasiado; además, tenía el vestido negro…

Se alisó el largo cabello negro. Alrededor del cuello se puso un gran collar de plata con un medallón de ámbar en el que, desde hacía varios millones de años, había quedado atrapado un extraño insecto alado. Había gastado dos becas estudiantiles completas en ese collar. No le gustaba usar lápiz labial, pero resaltó sus ojos con una sombra oscura. Adornó su muñeca izquierda con una pulsera ancha y se calzó unos zapatos negros de tacos altos, sobre los cuales caía el final de su vestido.

Partió hacia la dirección indicada. De pronto se encontró en un laberinto de callejuelas estrechas, completamente opuestas a los bloques de edificios modernos y al centro estudiantil contemporáneo. Ni siquiera sabía que existía esa parte tan peculiar de la ciudad, una zona que parecía olvidada: pequeñas casas bajas, con ventanas salientes decoradas e incluso algún que otro techo de paja… Finalmente encontró la casa de la dirección. Entró…

En el pasillo reinaba una extraña luz neón azulada, como si proviniera de esas bombillas chinas baratas de bajo consumo. No había nadie; se oía música al final del pasillo. Este conducía a un patio amplio. Dio un paso hacia el patio, iluminado por la luna y por una extraña luz neón cuyo origen no lograba ver. Con esa iluminación tan rara, solo podía distinguir las siluetas de algunas personas al otro extremo del patio, de pie bajo un gran roble.

Avanzó lentamente hacia ellas, tratando de distinguir los rostros. A cada paso, la música se hacía más fuerte. Lo extraño era que las canciones eran justamente las que más le gustaban. Le resultaba placentero el sonido tan familiar de sus bandas favoritas. Como si alguien hubiera elegido la música solo para ella. Como si alguien le hubiera robado su lista de reproducción.

Con cada paso comprendía que el patio estaba cada vez más lleno de gente que bailaba al ritmo de sus melodías favoritas. Aún no podía distinguir los rostros a su alrededor. La luz se lo impedía. Parecía como si alguien hubiera encendido innecesariamente una máquina de humo; todo estaba envuelto en niebla. La gente se apretujaba a su alrededor. De repente, el patio estaba repleto.

Se dejó llevar por la música: bailaba, saltaba, gritaba como nunca antes. La multitud la arrastraba; no conocía a nadie, no podía reconocer el rostro de nadie. La luz se volvía cada vez más oscura: azul profundo, índigo, azul noche, si es que ese color podía emitir luz.

En uno de sus saltos notó que entre dos sauces llorones había un balcón, desde donde provenía esa extraña luz. Se detuvo un instante en medio del baile, los gritos y los saltos. Forzó la vista para ver quién estaba allí. Primero distinguió una silueta y luego reconoció claramente la campera del chico del anfiteatro que le había dejado la invitación. Estaba solo en el balcón, con un vaso en la mano. Estaba segura de que la observaba solo a ella y, mientras lo miraba, vio cómo levantaba el vaso y brindaba en su dirección. Sonrió.

Pensó en intentar abrirse paso hasta el balcón para conocer por fin al desconocido. En ese momento, la multitud la empujó, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer, pero logró enderezarse a tiempo. Cuando volvió a mirar hacia el balcón, estaba vacío. Tal vez había bajado hacia ella, pensó, y luego volvió a entregarse a la música, esperando que el extraño se le acercara.

Nadie se le acercaba, pero la masa de desconocidos crecía cada vez más y su cuerpo era una gota en la ola de un mar embravecido, envuelto en el mejor sonido que había escuchado jamás. Disfrutaba sola, rodeada de cientos de personas que ni siquiera la notaban. No existía una diversión mejor… No entendía dónde estaba... Disfrutaba... Todo lo demás era irrelevante... Su voz se perdía en un coro de gritos, sus pies apenas tocaban el suelo... Flotaba, relajada en el éxtasis del sonido y el movimiento... Por un momento pensaba en un joven desconocido, y esperaba que finalmente se acercara a ella, o que él también se perdiera en ese mar. Sintió que el cansancio la vencía, pero siguió bailando, saltando, gritando, hasta que cayó exhausta sobre el suelo húmedo y embarrado.

Sabía que despertó cuando el sol ya estaba bastante alto. Yacía sola en medio del patio fangoso, junto a una fuente de agua antigua. Nada en el patio indicaba que allí hubiera habido una fiesta la noche anterior, que cientos de personas hubieran bailado en trance.

Miró hacia los sauces llorones, buscando el balcón desde el cual el desconocido la había saludado la noche anterior. El balcón no existía: detrás de los árboles solo había un muro plano de ladrillos toscos. Se miró a sí misma: su vestido negro estaba impecablemente limpio, pero en el borde inferior faltaba un pedazo desgarrado de tela, no más grande que una mano humana… No recordaba haberlo enganchado; sí, lo habían pisado y tironeado varias veces, pero perder un trozo de tela así, seguro que no…

Asustada, corrió por el pasillo hasta la calle. Pronto se encontró rodeada de edificios de varios pisos y de calles y bloques que conocía bien. Volvió a su departamento; por suerte su compañera ya se había ido a clases, así que no la molestaría preguntándole dónde había pasado la noche.

Se duchó, comió y se recostó con la intención de dormir, pero el sueño no llegaba. Llamó a varios amigos por teléfono, aquellos de los que sabía que nunca se perdían fiestas así, pero nadie sabía nada ni había oído hablar de lo ocurrido la noche anterior. Dejó de pensar en eso. Después de todo, se había divertido muchísimo, fuera donde fuese donde había estado.

Decidió que por la tarde iría, después de todo, a la aburrida clase que siempre se salteaba. Entró al anfiteatro, donde había unos veinte estudiantes perseverantes. Vio que nadie de su grupo había asistido. Se dirigió a un asiento en la esquina superior del aula, pensando que allí podría dormitar si el sueño finalmente la vencía.

Mientras caminaba hacia el lugar elegido, le llamó la atención una campera de cuero colgada en un perchero junto a la puerta del anfiteatro. Era idéntica a la del extraño muchacho, pero él no estaba allí ese día. Miró por las dudas a los estudiantes aplicados y se aseguró de no equivocarse: no estaba.

Antes de sentarse, notó un pedazo de tela. Era el trozo que le faltaba a su vestido. Lo tomó en sus manos y vio un bordado con hilo rojo sobre la tela negra: letras ornamentadas. Le llevó un momento reconocerlas. Leyó el mensaje bordado con caligrafía:

“ESPERO QUE HAYAS DISFRUTADO DE MI REGALO…”

Instintivamente se dio vuelta hacia la campera del perchero. Ya no estaba allí.

Goran Ćurčić nació en Zrenjanin, Serbia, en 1984. Es miembro de la asociación de aficionados a la ciencia ficción SCI&FI de Belgrado. Autor de las novelas Potomstvo (2012), Ratnik i Kudrava (2020), por la que recibió el premio "Raskrsća" 2020, y Gozba (2025). Sus relatos se han publicado en numerosas colecciones regionales de fantasía.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

YA NO