Laura Irene Ludueña &
Víctor Lowenstein
Sentado al borde de la cama
hecha que no utilizaba hacía semanas, salvo, claro, para recostarse cada dos
por cuatro de puro aburrido para después levantarse y alisar el acolchado, de
puro maniático, De Jacques contemplaba su cuarto como
si no lo conociera de memoria. Tal vez presintiendo que no lo volvería a
ver, casi como una persona que espera partir hacia un destino final de esos de
los que no se regresa ni en sueños. Miraba la taza de porcelana sobre el
escritorio; la silla detrás, con el polar colgado sobre el respaldo y más allá
el angosto ropero siempre cerrado, testigo mudo y eficaz de su denodada
soledad.
Miraba todo como
si lo viera por vez primera, recorriendo con los ojos detalles seguramente bien
vistos y sabidos. Encontrando casi sin querer nuevos detalles, perspectivas
acaso insólitas, dejando a su mirada caer en esa inercia perezosa de quedar
colgada en el contorno de la taza, las manzanas en la frutera o el portalápiz
azul, o el polar o la silla, que la conciencia reposara allí sin pensamientos,
vacía de ruido mental y concentrada en las formas en particular.
Ese juego
estaba, como otros similares, dejando de funcionar. Lo conocía demasiado bien,
igual que ese cuarto. Tantas veces lo había recorrido con sus ojos cerrados –otro
juego infantil– para probarse que era capaz de transitar un espacio así de
estrecho sin chocar con nada, aunque por lo general acababa por llevarse la
silla puesta al primer descuido, y abría los ojos desconcertado ante su
torpeza. Por ello mismo le extrañó, pero tanto, no reparar siquiera en ese
brillo de metal cromado que relucía desde el borde mismo del escritorio. Era
tan inexplicable esa omisión visual que se quedó perplejo unos instantes,
consciente de que su mirada había recorrido esa habitación una docena de veces,
sin notar el relumbre metálico. Se la había comprado al dealer que le
vendía la coca, quien supo convencerlo de que el mercado negro de armas no era
una opción segura, que tenía una Beretta casi sin uso y se la dejaba a buen
precio, incluyendo municiones. ¿Te sirve, De Jacques? Por ser tú te la dejo en
cuarenta malditos dólares, ¿qué dices?
—Sí —había
dicho como un idiota perdido en una nube de humo y con una extraña
sensación
simultánea de relajación y euforia.
Vagamente recordaba a su dealer
moviendo los labios como si recitara vaya a saber que verso que a él no le
interesaba. Porque en realidad, no le interesaba nada. Hacía rato que vivía
porque el aire era gratis y aún tenía algo para proveerse de aquello que
sustentaba su mísera soledad.
De Jacques
contempló una y otra vez su escritorio ahora engalanado con ese brillo cromado.
Tenía
la sensación de estar en un sueño, con imágenes que parecían surgir y
desvanecerse sin conexión clara con la realidad. En un momento aparecía su dealer,
en otro estaba amando a Vanessa, en otro su madre lloraba, luego volvía Vanessa
echándolo del departamento con lágrimas en los ojos y diciéndole que no
toleraría más sus adicciones. ¿Qué le estaba pasando? Volvió los ojos al
escritorio. Cada vez que veía el brillo metálico de la pistola sentía un
escalofrío recorriéndole la espina dorsal. Nunca había sido violento, ni
siquiera en sus peores momentos. El sonido de los disparos en las películas
siempre lo había puesto nervioso, y ahora, tenía una de esas cosas en su propia
casa. Todo había empezado a ir mal desde que fue a ese bar de mala muerte al
que lo invitó su primo Tomy. Al principio fue para festejar su reencuentro con
Vanessa, luego para olvidar que lo había dejado, después para olvidar que su
madre lo echó y así sucesivamente. Las primeras idas al bar eran esporádicas,
luego se hicieron más frecuentes y las cantidades de cocaína que consumía iban aumentando
al mismo ritmo hasta que la paranoia creció en proporción directa a su consumo.
Una noche, Tomy le contó sobre un par de
tipos que merodeaban el bar y que lo habían asaltado.
—No es seguro, andar por aquí desarmado hermano
— dijo —Voy a conseguir un arma para mí y otra para vos, así andas seguro.
En su estado, había aceptado sin pensarlo
mucho ni entender de qué le hablaba. Ahora, con el arma en su poder, la
situación se sentía más pesada, como si hubiera cruzado una línea de la que no
podía volver.
El reloj en la pared marcaba las 3 de la
mañana. No podía dormir, el miedo y la ansiedad lo mantenían despierto. Se lavó
la cara y cuando se miró al espejo la imagen que vio lo asustó. ¿Ese era él?
¿dónde estaban los ojos verdes brillantes de los que Vanessa decía haberse
enamorado? Parecía un espectro. Sentía que el peso de sus decisiones lo habían
llevado a este punto. Como si fuera poco, la presencia de la pistola lo
asfixiaba. Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. La ciudad estaba
silenciosa, pero su mente era un torbellino. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo
había permitido que su vida se saliera tanto de control? Pensó en llamar a
alguien, pedir ayuda, pero no sabía por dónde empezar.
La luz de la luna iluminaba el arma sobre
la mesa. Era una visión surrealista, como si perteneciera a otra vida. Sabía
que no podía seguir así, tenía que encontrar una salida. El brillo cromado
sobre el escritorio parecía llamarlo, se acercó a él y tomó el arma para verla
mejor. Observó el cañón de la Beretta, allí el brillo cromado no se veía, al
contrario, estaba oscuro, tan oscuro…
La detonación se oyó en todo el edificio. Su último pensamiento fue que su alma era igual a la del arma, brillante por fuera pero muy oscura por dentro.
LA DECEPCIÓN
Tamara Golob & Gabriela Vilardo
Stepan
se sentó frente a la pantalla de su computadora, una vez más, con el mismo
desinterés apático que había sentido desde hacía meses. Desde la muerte de
Yelena, su esposa, su vida había caído en un abismo de monotonía y
desesperanza. A pesar de tener solo cincuenta y nueve años, se sentía como un
anciano cansado del mundo. Su rutina diaria se reducía a recorrer las redes
sociales sin propósito, esperando encontrar algo que llenara el vacío que lo consumía.
Con un suspiro pesado, abrió Facebook y
comenzó a desplazarse por el interminable flujo de publicaciones triviales y
noticias irrelevantes. Las sonrisas felices y las vidas perfectas de sus amigos
virtuales solo servían para acentuar su propio dolor y soledad. Nada le
interesaba realmente, y se encontró divagando, su mente creando escenarios
oscuros y finales morbosos para su propia vida. Imaginaba de qué manera podría
acabar con su sufrimiento, desde sobredosis hasta accidentes aparentemente
fortuitos. Cada pensamiento era más sórdido que el anterior, y la sombra de la
desesperación lo envolvía cada vez más.
Sin embargo, en medio de esa espiral de
pensamientos oscuros, algo llamó su atención. Un nombre que no había escuchado
en casi medio siglo apareció en la pantalla. Se quedó paralizado por un
momento, sus ojos fijos en el perfil de Facebook de una mujer. Era ella, su
primera novia. Casi no podía creerlo. Después de tantos años, ahí estaba, en la
pantalla, como un fantasma del pasado que regresaba para sacudir su letargo.
La mujer, a pesar del tiempo transcurrido,
se veía increíblemente bella. Había envejecido con gracia y elegancia. Su
perfil mostraba una vida llena de éxitos y logros. Era una profesional
reconocida en el campo de la psicología y había escrito una novela que acababa
de publicarse. Stepan no podía evitar sentir una mezcla de nostalgia y
curiosidad. ¿Qué había sido de su vida? ¿Cómo había llegado a ser la mujer
exitosa que ahora veía en la pantalla?
Impulsado por una mezcla de desesperación
y un atisbo de esperanza, decidió escribirle. Las palabras salieron torpemente
al principio, pero luego, a medida que los recuerdos fluían, encontró más fácil
expresar lo que sentía. Le habló de los viejos tiempos, de cómo la había
recordado a lo largo de los años y de lo sorprendido que estaba al encontrarla
de nuevo. No esperaba una respuesta, pero había algo en ese acto que le dio un
pequeño rayo de esperanza.
Para su sorpresa, la respuesta llegó
rápidamente. La mujer le respondió con calidez y entusiasmo, recordando con
cariño los momentos que habían compartido. A pesar del paso del tiempo, parecía
que todavía había una conexión entre ellos, algo que había sobrevivido a las
décadas de separación. Comenzaron a intercambiar mensajes, primero de manera
casual y luego con más profundidad. Compartieron historias de sus vidas, sus
éxitos y fracasos, sus alegrías y tristezas.
Stepan se encontró esperando ansiosamente
cada nuevo mensaje, sintiendo cómo una chispa de vida comenzaba a encenderse en
su interior. Por primera vez en meses, sentía algo más que dolor y apatía.
Había encontrado una razón para seguir adelante, una conexión que lo hacía
sentir menos solo en el mundo. Y aunque no sabía qué depararía el futuro,
estaba dispuesto a descubrirlo, un paso a la vez.
Le propuso a Marisa hacer una video llamada,
aunque su apariencia no era la misma; ni siquiera se había mantenido jovial
como ella. Su tristeza parecía acentuar las arrugas y bajarle más los párpados.
Se miró al espejo y se acomodó un poco el cabello. Buscó una camisa a cuadros
que era la que usaba para ocasiones especiales. Ubicó la computadora en un
lugar que disimulaba la dejadez de la casa. Le costó evitar trapos tirados y
superficies descascaradas. Apenas se salvaba del desorden, una parte de una de
las paredes del comedor que mostraba un espejo devolviendo la espalda corva de
Stepan. Se acomodó, trató de erguirse y puso la computadora sobre una mesa,
bastante alejada de su cuerpo para que no lo tomara en un primer plano. Estaba
ansioso. Cuando acordaron prender el
celular, ella entró con la llamada sin video, pero él apretó la camarita y se
encontraron frente a frente. Se miraron, sonrieron como dos chiquilines y
hablaron de la rareza de la tecnología, eso de estar y no estar. Stepan la veía
preciosa, no sabía si ella a él. Stepan se levantó, se excusó, dijo que lo
esperara un segundo, que se preparaba un cafecito; y la invitó a que hiciera lo
mismo. Algo que ella aceptó. Él se tropezó en la cocina, pero no perdió el
equilibrio. Estaba abombado como un adolescente. Volvió con su café batido y se
sentó otra vez frente a la pantalla.
—Contame de tu novela, Marisa.
—Ah… mi novela me ha traído tantas
satisfacciones… —Marisa revolvió el café con una cucharita, sin apremio. Luego
se la llevó a la boca saboreando lo que había quedado en ella. Y miró a Stepan.
—Seguramente has metido la psicología que
tanto te gusta y has creado una gran ficción. Sé de la repercusión que ha
tenido. El título ya anuncia una historia prometedora: La decepción.
—Sí, claro. Lo que se vive se cuenta
mejor, Stepan.
—¿Está basada en un hecho real?
—Sí, tan real que me amalgamé con la
protagonista hasta el final, sin opción a otra cosa. Creeme que fue sanador.
—No tengo dudas, viniendo de vos… Te
conozco tanto. Ya ves, que hemos hablado de la vida tal como entonces.
Marisa sonrió apenas.
—¿De verdad creés que me conocés tanto?
Creo que, si así hubiese sido, no hubieras desaparecido de mi vida con tu
compañera de banco.
—¡Éramos dos chiquilines! ¿O no?
—Yo no. Tal vez vos, sí. Las mujeres, aun
jóvenes, siempre nos comprometemos más con el amor hasta imaginar el fin de
nuestros días.
—Bien, pero no es para tanto… ¿Por qué no
nos encontramos a tomar un café y lo conversamos como adultos? Ha pasado
bastante tiempo de aquello.
—Mi tiempo se extendió hasta la
publicación de mi novela, no hace tanto, y no puedo tomar ese café, porque en
la última página te maté. Lo siento, Stepan. Creo que no es tu mejor día.
Marisa se inclinó y apagó la cámara. Algo
que confundió y sorprendió a Stepan. Su
página de Facebook seguía mostrando sonrisas y éxitos inventados por los demás
y antes de perder la voluntad y de volver a entrar en la sombra de la desesperación,
puso un símbolo de luto en su perfil y la tapa de la novela de Marisa en la
portada.
CAMINOS CERRADOS
Carmina Shapiro &
Sergio Gaut vel Hartman
Sonia salió del predio de oficinas, cruzó el estacionamiento
y echó a andar por la vereda lindera del parque. La noche estaba más azul que
oscura, el aire calmo. Eran cinco cuadras hasta la parada del colectivo sobre
la avenida Iyuna. Andaba con paso regular pero sin prisa. Distraídamente vio a
algunas otras mujeres caminando en el mismo sentido que ella.
Se cruzó de vereda para ver los
plátanos, añosos e imponentes, y el parque detrás de ellos con mejor
perspectiva. El parque, las luces amarillas esparcidas por el llano y la cúpula
azul le traían sensaciones de recuerdos cálidos.
Al llegar a la esquina, un
muchachito cruzó su camino detrás de ella, entre caminando y trotando. Llevaba
una mochila medio vacía que se sacudía con él, y una camiseta de esas de
tecnología deportiva. Esa esquina correspondía a una cortada, al final de la
cual el muchachito se agachó y agarró un pedazo de baldosa rota. Mirando hacia
atrás exclamó, “¡vamos a la canchita, a la canchita!
Sonia, que había seguido sus
movimientos, notó que no la miraba a ella, sino más atrás aún. Se giró entonces
hacia el otro lado y vio a otros dos muchachos juntando baldosas rotas y
piedras. Ya tenían algunas entre los brazos. Más allá otros cinco se acercaban
corriendo. Venían desde el predio de oficinas y se dirigían a la avenida. La
penumbra de los plátanos los hacía ver más espectrales que lo que eran, apenas
muchachitos. Aunque sus movimientos decididos delataban una mayor experiencia
de lo que se hubiera esperado.
Sonia se había detenido y parada
en el lugar vio que las mujeres volvían sobre sus pasos, corriendo en alerta.
—¡Corré! ¡Corré! —le dijo la que
estaba más cerca. Eso significaba que otro grupo iba al encuentro, o tal vez
harían algún atraco o alguna manifestación contra los Propietarios...
Hizo una mueca de angustia, se
ajustó el bolso y emprendió la carrera. La angustia era doble. Esta noche ya no
podría llegar a casa a dormir. Y otra vez esa pregunta de fuego quemándole la
conciencia... ¿Estaba corriendo en la dirección correcta? ¿Hacía bien en
alejarse en lugar de acercarse a la acción?
De pronto, como salidos de la
nada, fantasmales y prepotentes, aparecieron los blindados de la GP. ¿Demasiado
rápido? ¿Acaso estaban sobre aviso? Avanzaron por la avenida bufando como
monstruos y moviendo los cañones en todas direcciones. Pero los muchachos, que
ahora ya eran docenas, tuvieron la precaución de moverse entre los árboles, sin
ofrecerse como blanco.
Frenándose agitada, Sonia vio con
sorpresa que la mujer que le había gritado que corriera se había sentado en un banco de metal
—¿Qué le pasa? —dijo Sonia
tocándole el hombro.
—¿Qué me pasa? —La mujer expulsó
la mano como si se tratara de una alimaña—. Estamos muertas, eso me pasa.
—Venga, vayámonos de aquí.
—No es posible; todos los caminos
están cerrados.
Sonia levantó la cabeza para ver que
los muchachos se agrupaban para lanzar una andanada de piedras contra los
blindados, y eso le pareció ridículo; lo único que iban a lograr era ser
masacrados por los GP.
—Tenemos que salir para algún
lado. Lagarde no está cerrada.
—Por ahí vienen los mutantes…
—¿Los qué? —Sonia no estaba
segura de haber escuchado correctamente la palabra pronunciada por la mujer,
pero tal vez, más que nada, era una triquiñuela de su mente para no hacerse
cargo de lo que se rumoreaba.
—Los mutantes, ¿es sorda?
—replicó la mujer, irritada—. Por Tinto vienen los extraterrestres y por
Juntero los robots. Lo que le dije: estamos rodeadas, no hay salida.
Ese fue el momento elegido por
los blindados para empezar a disparar; y no eran chorros de agua y tampoco
gases. Disparaban lenguas de fuego que no tardaron en convertir el parque en
una gigantesca hoguera.
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