Marcela Iglesias
Sentada en ese sofá, sin ánimo siquiera de ir a buscar algo con qué abrigarme, a pesar del frío que estaba haciendo, lo único que quería era dejar de pensar.
Yo lo pedí, pasé siete años de mi vida rezando para su conversión, suplicando, orando, implorando. Y Dios me lo concedió. Pero ¿para qué, por qué? ¿Es una prueba de fe que no pude pasar?
Yo siempre había creído que tenía un buen matrimonio. Un hogar estable y feliz. Ejemplo para nuestros seres queridos. Por eso no podía entender por qué me sentía como una muerta que camina. No era coherente. ¿O sí? Los últimos años habían pasado de malos a infernales.
—¿Qué haces ahí, echada, como monigote de año viejo? Ya levántate. ¿No tienes algo de provecho que hacer?
De repente sus improperios me sacaron de mis divagaciones. Era mi esposo que, como cada mañana desde hacía algunos años, empezaba el día con alguna grosería.
—Me siento enferma —le dije—, creo que hoy no voy a ir a trabajar.
—Allá tú, pero igual YO-SÍ-TEN-GO que trabajar, para que tú y tus hijos puedan tragar, gorda inmunda. Rápido. Sírveme el desayuno.
Nunca me había atrevido a contestar sus groserías, pero esa mañana fue diferente.
—Bueno, entonces sírvete tú mismo. En la cocina está todo lo que necesitas. —Y lo enfrenté con la mirada. Él me miró desafiante.
—¿No me vas a servir el desayuno? —me preguntó.
—Te dije que me siento enferma, sírvete tú —contesté sin bajar la mirada—; tienes dos manos, ¿no?
En ese mismo momento se activó una voz en mi cabeza.
—Bien, bien. Buena contestación. No le des gusto, no caigas en su provocación. Él no te manda. Quédate sentada.
Pero otra voz replicó…
—No, ¿y si nos sigue gritando? Tengo miedo, está cada vez más agresivo.
—No importa que grite, ¡no te levantes!
—¡No! Mejor hagamos lo que él dice. Observen su mirada, se está poniendo furioso…
—¡No! No te levantes.
Él se fue acercando lentamente, sosteniendo mi mirada, amenazante. Cuando estuvo frente a mí, se agachó y me cogió la cara con la mano izquierda, apretándome las mejillas, causándome un ligero dolor.
—¿Me sirves el desayuno? —dijo con tono imperativo, pero casi entre dientes.
Las voces en mi cabeza comenzaron otra vez.
—¿Vieron? Les dije que se iba a poner agresivo. Tengo miedo, me duele. Quiero que me suelte la cara.
—¡Noooo! No te dejes. Dale un manotazo para que te suelte la cara.
Impulsada como por un resorte, hice un movimiento con el brazo derecho que golpeó la mano con la que apretaba mi rostro y me solté.
—¿Qué hiciste? Nos va a volver a pegar. ¿Qué hiciste?
Comencé a temblar de modo incontrolable. De verdad, ¿qué había hecho?
Está bien, tranquilízate, está bien. No tengas miedo. Mira su cara, está desconcertado. Levántate y enciérrate en el baño. Aprovecha.
En efecto, él estaba muy sorprendido. En esos segundos eternos, antes de que reaccionara, me paré y salí corriendo al baño. De repente sentí un tirón doloroso. Me había agarrado del cabello en mi intento de huida.
—¡Te dije que me sirvieras el desayuno! —Al mismo tiempo que decía eso, me apretó más el cabello y me llevó a la fuerza a la cocina.
—Tengo miedo, tengo miedo. Nos va a hacer algo malo. Como las otras veces.
—Tranquilízate! No luches. Hazle creer que estás amedrentada para que te suelte.
Pero una tercera voz dijo:
—Abre el cajón, ahí está el cuchillo. Mátalo. Ya fue suficiente.
—No, por favor, piensa en los niños, tengo miedo.
—Mátalo.
—Tengo miedo, los niños.
—Mátalo.
—¡Basta! Por hoy, trata de que te suelte sin hacerte demasiado daño. Vamos a matarlo, pero hay que planificarlo bien.
Dejé de luchar para que me soltara el cabello, adopté actitud sumisa. Lágrimas gruesas se deslizaban por mis mejillas, quemando mi piel.
—Ya te hago, ya te hago. Anda a bañarte. Cuando salgas, ya te tengo listo.
—Más te vale, gorda inútil. —Y después de sacudirme la cabeza, me soltó—. Tengo algo de tiempo, me meteré a la tina para relajarme. Me pones de malgenio. Bruja.
Cuando se fue, la lucha en mi cabeza arreció nuevamente.
—Se va a meter a la tina. ¡Aprovecha!
—Les dije, me dolió, me dolió mucho. ¿Por qué lo hacen poner así?
—Mátalo.
—Tenemos que aprovechar que está en la tina. Cuando “se relaja” cierra los ojos.
Comencé a preparar el desayuno. Gracias a Dios los niños tenían una semana de vacación y estaban donde mi hermana. No me gustaba que vieran esas escenas. Seguí llorando, quedito.
—Coge el cuchillo. Mátalo. Entra con la excusa de llevarle toallas. Entiérraselo en la garganta.
—A ver, pensemos. Vamos al baño, a ver si está en la tina primero.
—Por favor, hagamos el desayuno. No quiero que se enoje.
No entiendo qué me impulsó a hacer caso a las voces y me dirigí al baño. Entré despacio. Efectivamente estaba en la tina, con los ojos cerrados. De espaldas a la entrada.
—Es tu oportunidad. Mátalo. Ve a buscar el cuchillo.
—Paciencia .
—Sólo termina de preparar el desayuno, por favor.
Como si las hubiera oído, él se volteó y me dijo:
—¿Planeando cómo matarme?
Casi me desmayo.
—¿Qué dices?
—Nada, era una broma. ¿Qué haces ahí parada como idiota? ¿Buscando tu “premio”? Hoy no hay. Te portaste mal.
—Vine a ver si tenías toallas.
—Ah, no hay. Incompetente. Tráelas rápido que ya voy a salir.
—Ya te las traigo.
Mientras me dirigía al cuarto de lavado por toallas limpias, las voces discutían en mi cabeza.
—Con el cuchillo, lo agarra por detrás y le corta la yugular .
—Mejor un golpe .
—Riega jabón líquido en el piso para que se deslice y se golpee la cabeza.
—¡Nooo, los niños!
—Están con la hermana. Por ellos mismos lo tiene que hacer.
—¡Mátalo!
—Si, es verdad. Los niños y yo tenemos miedo. Ya no quiero que tengamos miedo. El miedo es horrible.
Por fin, ya vamos entendiendo.
Afortunadamente había toallas limpias. No quería imaginar lo que hubiera pasado si le llevaba toallas sucias o húmedas. Agarré dos que estaban sobre el montón de ropa limpia que no había doblado desde hacía días.
—Hey, la secadora de cabello —dije en voz alta—, hace rato que no la veía. Claro, la dejé aquí el día que llevé a los niños donde mi hermana. La tomé junto con las toallas para ir a ponerla en su sitio del baño. Mientras se viste, pensé, termino de hacer el desayuno. Que se vaya rápido para tener algo de paz. Entré al baño, él seguía con los ojos cerrados. Me pareció que estaba dormido, coloqué las toallas en su espacio favorito, al lado de la tina. Cuando iba saliendo, me acordé de la secadora de cabello que llevaba en la mano y regresé para ponerla en su sitio. La conecté en el zócalo, pero no me fijé que me había enredado la pierna en el cable. Casi me caigo y con eso jalé la secadora, que se hundió en la tina.
—Ya no vamos a tener miedo…
Marcela Iglesias nació en San Salvador el 12 de marzo de 1972. Por causa de la guerra civil desatada en su país emigró a Ecuador, donde reside desde 1988. Profesora de matemáticas desde los 13 años, siempre tuvo el deseo de escribir. Ahora se considera una escritora en construcción.
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