Rolando José Di Lorenzo
En una mesa del Marechiare nos habíamos juntamos, como siempre, el viejo grupo de amigos. Estábamos en plena charla cuando recordé el caso de doña Luisa.
—¿Ustedes saben lo que le pasó a la dueña de la pinturería con Darío?
—¿Darío? ¿Quién es ese? —dijo el Negro, sorprendido.
—El empleado de la pinturería —dije—, aunque ya no está más.
—Sí, ya sé —dijo Carlitos, al que no se le escapa nada—; vos también lo conocés, Negro, un tipo gordito y pelirrojo; lo que no sabía era que se había ido… además… ¿saben que es un robot?
—Ya sé de quién hablás, ¡no me digas que es un robot! —dijo el Negro riéndose y mirándonos a los dos.
—Yo tampoco lo sabía, me enteré después del lío; porque es de los nuevos y no se nota, pero ¿les cuento o no? —les dije haciéndome rogar—. Pero ojo que esto no es una broma, pasó en serio y lo sé de buena fuente.
—Seguro que te venís con un drama, aunque pensándolo bien ¿los robots tienen dramas? —me dijo Carlitos preparándose para el relato.
—Y… ya los hacen tan iguales a nosotros, que en una de esas los aparatos esos sufren —siguió el Negro, ya filosofando—. Dale contá lo que sabés.
Autorizado por la mesa, me dispuse a contar lo que le había pasado a doña Luisa y su robot.
—Todo comenzó hace un tiempo. Darío parecía un buen muchacho y sobre todo con buena presencia. Lo habían pagado muy caro, porque era uno de esos aparatos preparados para trabajar sin descanso. Muy formal con los clientes y servicial, digamos un tipo correcto, de esos que te olvidas que son una máquina. Luego de un tiempo, el robot fue sometido por la dueña de la pinturería a un acoso sexual permanente. Aparentemente la mujer vio la posibilidad de recuperar viejos tiempos y como se lo imaginó, estas máquinas estaban preparadas para no negarse nunca a los deseos de sus dueños. Era quizá la última oportunidad que le quedaba en la vida.
—¿Estás hablando de la dueña de la pinturería?… ¡Es una vieja! —argumentó Carlitos.
—Es que cuando a uno le agarra fuerte la pasión es bravo —acotó el Fede, que recién llegaba a la mesa.
—Seguí con el cuento—me dijo el Negro, interesado, y así lo hice.
—Darío, al principio no le daba bola, posiblemente porque no tenía idea de cómo actuar. Pero parece que una noche, luego del cierre del negocio, la mujer lo llevó a una habitación de arriba. Esto comenzó a pasar seguido y llamó la atención de Tito, el viejo robot que trabaja como ordenanza, al que no se le escapa ningún detalle. Este se la rebuscó para acercarse a la ventana de doña Luisa, en el primer piso y haciendo equilibrio sobre el techo de tejas, pudo ver lo que había imaginado. —Ya me había ganado la atención de todos en la mesa, por lo que continué—: Él mismo fue el que me contó todo, por eso dije que era de buena fuente. —Detuve mi relato para crear un ambiente de suspenso y luego de unos segundos continué—. Aunque parezca mentira, la vieja fue convenciendo a Darío, y enseñándole lo necesario, hasta que lo convirtió en su amante. Esto no tardó en intrigar de don Pedro, el marido, al ver que día por medio, luego del cierre, ella subía con el empleado a revisar anotaciones contables. El hombre, como todos saben, está condenado a una silla de ruedas, no podía subir escaleras ni hacer ninguna investigación, pero se animó y le pidió a Tito que le hiciera un favor especial, tenía que ir a la habitación de arriba y bajo su responsabilidad, ver qué pasaba allí, porque estaba seguro que Darío los estaba estafando en el negocio.
—El viejo piola se dio cuenta de la metida de cuernos —gritó el Negro.
—Quizá, pero si me dejan les sigo contando. —Y nuevamente autorizado a hacerlo, seguí—: A Tito le dio mucha lástima, porque ya sabía lo que pasaba y no pensaba decírselo a don Pedro, para no hacerlo sufrir; ya tenía demasiado con su invalidez. Se le ocurrió entonces meter mano en el asunto y hacer justicia secretamente. Sabía que el traidor era un robot de los buenos, pero igual se la ingenió para atacarlo una noche cuando se iba para su casa. En realidad, dos cosas lo motivaban: hacer justicia por un lado y demostrarse a sí mismo que podía ser mejor que este último modelo, tan publicitado. Había cargado con una serie de herramientas como para desarmarlo o inutilizarlo. Luego de arrastrarlo hacia el garaje de la casa, bien atado, lo estudió de arriba abajo y como buen robot que era. Aunque de un modelo viejo, se dio cuenta enseguida que en la zona de la nuca tenía una abertura, cubierta con una tapa de piel; allí encontró una serie de plaquetas y conexiones diminutas con las que se entretuvo un rato probando las reacciones del aparato cuando las sacaba y las ponía de diferentes formas. Por último dio por terminado su trabajo, tapó la abertura y desató a Darío; había pasado toda la noche trabajando.
Al día siguiente, cuando abrieron la pinturería, Darío se acercó a don Pedro y cariñosamente le dio un beso y le hizo una caricia, luego se dirigió primoroso al mostrador dispuesto a atender a los clientes mañaneros y, ante el asombro de doña Luisa, no le dirigió la mirada; solo pronunció un frio “buenos días, señora”. A medida que fue pasando la jornada de trabajo, fue embarazosa la actitud del robot hacia los varones que llegaban al negocio; les dirigía miradas furtivas, les hacía “ojitos”, sonrisas melosas y hasta algún que otro piropo. Tito no pudo aparecer en toda la mañana por el negocio; invadido por una risa incontrolable con solo con mirar a la enfurecida doña Luisa y al satisfecho y divertido don Pedro.
Rolando José Di Lorenzo nació en Necochea, ciudad en la que donde vive actualmente, el 10 de noviembre de l945. Está casado, tiene dos hijas y cinco nietos. Está jubilado. Intervino en varias antologías y editó un libro de cuentos: El martillo de José.
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