Gustavo Nielsen
La nave tenía forma de sopera. No tenía techo y en una de sus puntas había una especie de pico. Se entraba por una manga como de baquelita, que bajaba hasta la plaza General San Martín desde el borde superior de la porcelana.
El comisario, Alberto “Tito” Mitre, después de revisarla minuciosamente, dijo que adentro no había nadie y que podíamos subir.
Esperaba encontrar mutantxs y alienígenxs; era el tipo de nave madre en la que ellxs solían viajar. Por eso había desplegado su ejército de gendarmes siempre dispuestos a la “limpieza social”.
Chichita Acuña de Figueroa, dueña del restorán patricio, fue la que describió el interior para Radio Nación: “hay una mesada circular que le da toda la vuelta al plato, con cantidad de miniaturas de la nave, como maquetas, ordenadas en fila. Casi iguales, con asas, pero sin picos”. Se había cansado de contarlas cuando llegó a la 135. Otras damas de sociedad que subieron después advirtieron que los tazones estaban llenos de líquidos espesos y fríos. Todas coincidieron en que olían bien. Omar Bullrich, el dueño del hotel Majestic, bebió uno del borde: era sopa de alcauciles al marsala, dijo, y estaba riquísima. Humeante, en el momento en que la bebió.
Para cuando las autoridades del Rotary local se hicieron ver con el objeto de tomar nota sobre los diferentes buquets, ya habían aparecido las cucharas de plata. Nomenclaron dieciséis sabores de sopas diferentes, que volvían a repetirse de tanto en tanto. Había de habas, de cebollas, de tomate, de zanahoria, de zapallo y combinaciones de julianas. Llevaron a una catadora francesa de nombre Pascale. Josefina Alcázar de Pavón, la dueña del supermercado “Encore!”, dijo que las pocas que tenían cremas, eran de almendras o de “fina soja”. Esto fue después de que aparecieran las servilletas con las iniciales bordadas: cada comensal, con el mínimo esfuerzo y sin ninguna sorpresa, fue encontrando las suyas.
Norman Hidalgo y su esposa Jaqui, periodistas aferrados al oficialismo y los únicos vegetarianos del pueblo, notaron que ninguna de las sopas contenía carne: ni pescado, ni pollo, chancho o res. Opinaban que estaban muy bien condimentadas, aunque también había sal y pimienta para agregarles. Y gruyére, y croutons. Sacaron una nota en el periódico local anticipando que lo sucedido podía ser un evento publicitario de Knorr o de Campbell, desde sus casas matrices en el exterior. Josefina lo desmintió: en ese caso ella iba a ser la primera en enterarse, porque trabajaba con los gremios. “Esos negros”, dijo, al referirse.
Al cabo de un mes el cuerpo local de policía civil se había hecho adicto a la sopa de choclo, y el militar al minestrón picante. Ellos, que eran unos represores respetables, festejaban que la cata de sopas no se hubiera mezclado con las premoniciones del jefe Mitre. Odiaban a los putos, a las lesbianas y a los que se operaban el sexo porque sí, vinieran del planeta que vinieran. “A todos esos anticlericales de la Vía Láctea”, como bien decía el párroco desde el púlpito de la Iglesia. No había que mezclar paladar con perversión.
Los especialistas de la NASA preferían las de espinacas, con más o menos concentración y verdor, según el estricto gusto de cada uno. Frank Miller, de Minnesota, el observador sideral de racismo que los yanquis habían enviado, la solía tomar en su pueblo con yogur y maní. Extrañamente, la que comía acá siempre tenía yogur y maní.
El último domingo de marzo el intendente reelecto, Duilio Álvarez, se adjudicó el fin del hambre de su pueblo gracias a las negociaciones con los hermanos LGTB del espacio. Había que admitirlo, aunque viniera bajo en proteínas: nos habían ayudado a combatir la pobreza con sopa. Decidió dar un discurso de agradecimiento adentro de la nave. Sus adláteres subieron la cinta roja y la tijera. Las cámaras de TV lo enfocaron. Más de medio pueblo estaba ahí reunido, sus correligionarios y unos cuantos curiosos. Había tantos tipos de caldos de verdura como gente colmando la manifestación. Más y más variedades aparecían cuanta más gente entraba. El mismo lugar parecía ampliarse acorde a las necesidades, como si la nave fuera de goma. El métre del César Palace le alcanzó al intendente una taza con su soupe favorita: á l´oignon. En el mango de la cuchara estaba grabado el escudo de la Ciudad.
Entonces Duilio dijo: “Respetamos las otras sexualidades del universo justamente porque están afuera y lejos, y les agradecemos que en el recetario seleccionado para nosotros hayan excluido sus abominables preferencias carnales”. La gente lo aplaudió.
Todavía estaban entrando cuando la nave levó la manga, estirándola unos metros por sobre el techo. Pudimos escuchar los gritos de los que se apretaban por ingresar, cayendo de cabeza al interior. Y también los gritos de la gente que comía, y el acople del micrófono de Duilio en los parlantes dispuestos sobre la plaza. Después se hizo un silencio. En tierra había quedado una cola trunca, de diez o doce personas. La nave flotó un ratito sobre los plátanos y las typas, sobre el busto del General.
Nunca replegó la manga, pero despegó.
—¡Nuestros mejores vecinos y contribuyentes! —alcanzó a gritar el barrendero Miguel Gómez, el último de la formación, mientras seguía el vuelo con la vista. La secretaria de Duilio, que anotaba los documentos de los que pasaban al acto, dejó caer la carpeta al pasto.
Yo escuché todo por los amplificadores que la Municipalidad había colgado de los árboles. No subí por tres motivos. Primero, porque me molesta hacer la cola para cualquier cosa. Después, porque odio la sopa (me pasa desde chico).
—¡Desde acá la baquelita parece el mango saliente de un cucharón gigante! —gritó el vendedor de globos amarillos. Señaló la sopera con el dedo.
Tercero, porque no los voté.
Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto es socio fundador de Galpón Estudio, con una amplia obra construida en territorio nacional y premios locales y en el extranjero. Como escritor tiene varios libros publicados: Playa quemada, La flor azteca, La fe ciega, El amor enfermo, Auschwitz, El corazón de Doli, El contagio social, entre otros. Con “Marvin” obtuvo el Premio Municipal de Literatura en cuento y con La otra playa el Premio Clarín de Novela. Está traducido a siete idiomas. Su último libro es fff.
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