Santiago Oviedo
El cuchillo sajó la garganta del
adversario e imaginó que el rancio hedor de las heces de ese cuerpo que se
desplomaba le hería las fosas nasales. Contuvo la náusea y limpió la hoja del
arma. Aún no se había acostumbrado a esa forma de matar. Al estertor cortado
súbitamente y a la consecuente dilatación de los esfínteres de la víctima.
El desembarco al
anochecer se había desarrollado sin inconvenientes. Los comandos se agruparon
en la playa bajo la niebla, se dividieron en los piquetes preestablecidos y
marcharon hacia el objetivo.
—Tengo una fea
sensación —le cuchicheó Vázquez por el intercomunicador.
—¡Shhh! —intervino
el sargento.
—El cretino del
capitán se podría haber reservado para la vuelta.
—Es un buen
combatiente —le contestó el otro—; lo demostró en cada uno de los bandos en los
que sirvió. Pero no mide las consecuencias... Los que empezaron la guerra eran
como él.
Por toda
contestación, trató de escupir hacia un costado. No pudo. Estaba encerrado en
el traje. Tuvo que tragárselo todo. La flema. La guerra. Tres años metido en
eso.
Primero habían
sido las protestas pacíficas y las interferencias contra el accionar de los
buques factoría o ante el vertido de sustancias tóxicas. Luego fueron las
marchas contra los cuarteles y las refinerías. Por último, se había llegado a
lo que era de esperar.
Las potencias –tanto
las menguantes como las más prósperas– y los capitanes de la industria de la
guerra habían descubierto un nuevo tablero de batalla. Esta vez todo el mundo
se encontró jugando la partida cuando cada poderoso apadrinó una ideología. La
causa original se desvirtuó y la Danza de la Muerte –ejecutada por los músicos
de siempre– se bailaba al compás de la misma tonada en todo el planeta.
Excusas no
faltaron: la desaparición de especies; los daños colaterales por acciones
militares, como los incendios en las plataformas petroleras o las fugas
radiactivas de centrales nucleares. Las alianzas se forjaban y se rompían a una
velocidad inaudita y con los aliados más inverosímiles.
Después de aquel
diálogo, el ritmo de la marcha los separó y no hubo más palabras. Cuando
llegaron al objetivo –a la hora prevista, como correspondía–, las instrucciones
fueron impartidas por gestos secos y perentorios.
Observaron el
blanco. La base de misiles estaba ahí, pero había más efectivos acantonados de
los que se esperaba. Tal vez el ataque al buque había generado esa temida
situación de alerta. Sin embargo, no iban a echarse atrás. Revisaron por última
vez sus trajes QBN y alistaron las armas.
Los relojes
marcaron la hora. Inexorables.
El primer misil
portátil filoguiado fue el preludio para una lluvia de fuego que perforó el
perímetro. Los asaltantes se lanzaron por las brechas con el ímpetu del
granizo, vomitando metralla y destrucción. Se colocaron las cargas explosivas,
que estallaron iluminando la noche como una erupción volcánica. El ataque fue
un éxito. Pero la superioridad numérica del enemigo no podía sino jugar el
papel que le tocaba.
El contraataque
fue arrollador y el repliegue se transformó en desbandada. Los hombres
perdieron el contacto entre sí y se lanzaron en una carrera desenfrenada hacia
la playa. La desolación que se había aposentado en la base se extendió a todo
el terreno. En las escaramuzas individuales primaban las granadas de gas
nervioso. Las defensas del enemigo hicieron un bombardeo en alfombra de la faja
costera con cargas neutrónicas. En respuesta, los satélites espías de los
incursores ordenaron un ataque de misiles con cabezas portadoras de bacterias
de acción fulminante, para formar una cubierta que cubriera la retirada de la
propia tropa.
El humo casi
constante y los pulsos electromagnéticos hacían imposible el uso de los drones
y de las comunicaciones. Los combatientes parecían ser la única cosa viva en la
tierra desolada. Los marchitos árboles defoliados eran mudos testigos del
combate.
Una ráfaga le segó
las piernas y rodó por la arena. Supo que iba a morir. El aire que entró por
las rasgaduras de su uniforme sabía a contaminación química y a millones de
virus en tren de multiplicación.
Pero treinta
segundos es un tiempo demasiado largo para fallecer. Mientras se le hinchaba la
lengua en la boca y se le cerraba la tráquea, pudo ver cómo la embarcación se
alejaba buscando la protección del submarino. Observó a los uniformados
corriendo por la playa envueltos en sus grotescos trajes protectores. Pudo
preguntarse qué sentido había tenido que los movimientos pacifistas y
ecologistas iniciaran aquella violenta escalada contra instalaciones militares
y plantas industriales. Intentó comprender el sentido del lema “Extirpar lo
dañino para que sobreviva la naturaleza”.
De repente, algo
atrajo su atención. Un objeto se movía en aquel yermo. Algo que no se tendría
que estar moviendo.
Con un agónico
esfuerzo, logró aprehender su última visión consciente. Era un cangrejo de
caparazón tornasolado. Un mutante. Un verdadero guerrero del arco iris,
impertérrito en el medio de ese infierno. Una criatura que sobrevivía.
Antes de que se
apagaran sus signos vitales, él –un hombre agonizante– tuvo las respuestas que
nunca pidió.
Santiago Oviedo nació en Buenos Aires en 1960. Desde sus orígenes como escritor de horror cósmico, amplió sus horizontes con la ciencia ficción, en su vertiente humanista y filosófica. Corrector de oficio y autor aficionado, sumó a eso actividades de articulista, editor y traductor de inglés de material de ciencia ficción y de literatura celta irlandesa. Entre los años 80 y 90 del siglo pasado integró las filas del histórico CACyF (Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía) y colaboró con la mayoría de las publicaciones surgidas de aquel colectivo. Último director del fanzine Nuevomundo, entre 2006 y 2016 editó como homenaje la revista electrónica NM, que rescató material de su predecesora, sirvió como palestra para nuevos escritos y aún se puede leer en línea:
(https://sites.google.com/view/revistanm/inicio).

No hay comentarios:
Publicar un comentario