Gergely Buglyó
Subo con cuidado la
caja por las escaleras: me gasté dos meses de sueldo en el televisor nuevo. Por
fin hoy podré tirar ese viejo trasto de tubo. En el segundo piso ya me resbalan
las manos del sudor, tengo que cambiar el agarre. Ni en la puerta me atrevo a
apoyarlo en el suelo; mejor toco el timbre con el codo.
—¿Y bien? —le digo a Dia con una
sonrisa cuando abre. Recorre la enorme caja con la mirada, sorprendida: seguro
no imaginaba lo que significaban en la vida real esos ciento veintisiete
centímetros de pantalla.
Solo lo pongo en el suelo lo justo
para quitarme los zapatos, y ya lo estoy llevando al salón. Mientras busco unas
tijeras en el cajón, noto que me tiemblan las manos como cuando era chico, en
Navidad. Sin duda es un buen regalo para celebrar que nos mudamos juntos.
—Pantalla OLED, resolución 4K,
WebOS, función 3D… —enumero mientras corto las cintas adhesivas.
—Ajajá —niega Dia con la cabeza,
divertida—. ¿Y todo eso realmente lo necesitamos?
Por ahora dejo el televisor viejo
en un rincón, sobre unas cajas que aún no hemos vaciado, y enseguida me pongo a
instalar el nuevo. Mientras corre la búsqueda de canales, alterno entre
sentarme en el borde del sofá moviendo la pierna nerviosamente y ponerme de pie
para caminar por el cuarto.
—Ahora sí podremos invitar a tus
padres a ver tele —bromeo a medias, y ella me lanza una mirada afilada.
—Te dije que mi papá no puede
caminar. ¿También querés cargarlo escaleras arriba?
Intento poner cara de comprensión.
Yo presenté a Dia a mi familia desde el principio, pero ella lleva meses
retrasando ese encuentro, como si le avergonzara mostrarme. Siempre surge
alguna excusa: que están arreglando la casa, que tienen invitados ese fin de
semana, y así. En realidad fue ella quien eligió nuestro departamento, así que
no entiendo para qué demonios quería mudarse a un edificio sin ascensor si su
padre es discapacitado. Pero no voy a discutir ahora. Parece que el sistema por
fin está listo.
—Mirá esa nitidez HD. ¡Y esos
contrastes, la hostia!
—Está bueno —admite Dia.
—¿También te gusta, no?
—Claro.
No le creo del todo; si fuera por
ella, ese dinero seguiría guardado en nuestra cuenta como ahorro. Así que, con
un impulso repentino, le pongo uno de los lentes 3D en la mano.
—Veamos Gravedad en 3D.
Dicen que así es como se disfruta de verdad.
Ya en las primeras escenas me
invade una sensación extraña, como si algo no encajara. Seguro es solo cuestión
de que mis ojos se acostumbren al efecto tridimensional. A Dia no digo nada;
parece no notar nada raro.
Llegamos a la escena en la que
Sandra Bullock se queda dormida en gravedad cero. Y ahí, por fin, lo veo: su
silueta proyecta una sombra larguísima sobre los cables de la derecha… aunque
la fuente de luz está detrás. No aguanto más y pauso la película.
—¿Lo ves? —le señalo la imagen.
—¿Ver qué?
—Esa sombra no debería existir.
Parece… como si saliera de la pantalla. No entiendo un carajo.
Me saco los lentes 3D a prueba. Las
siluetas se duplican, el efecto se pierde, pero también desaparece la sombra.
—¿Será un fantasma de imagen?
—arriesga Dia.
—Imposible —respondo tajante—. Son
lentes polarizados: sin ellos tus ojos ven las dos imágenes a la vez, pero la
señal es la misma. Si fuera un defecto de verdad, tendría que verse también
ahora.
Me pongo de nuevo los lentes. La
sombra reaparece: una mancha oscura, borrosa, asentada sobre esa falsa
profundidad.
—¿Llamaste al
servicio técnico? ¿Qué te dijeron? —pregunta Dia mientras deja la ropa del
gimnasio en el cesto.
—Puras idioteces —lanzo una mirada
de odio al teléfono, como si fuera su culpa—. Que me fije en la distancia, en
el ángulo desde el que veo la pantalla… estupideces así. Ni entendieron de qué
tipo de falla hablo.
—¿No sería mejor llevarlo para que
lo revisen?
Me quedo pensando en eso. Me
encantaría experimentar más con el error, pero lo importante es que tengamos un
televisor que funcione bien.
—Mañana lo llevo antes del trabajo.
Vamos a comer la pizza antes de que se enfríe; me muero de hambre.
—¿Estás loco? —Dia me mira
indignada—. ¡Ya estoy demasiado gorda para mi papel! ¿Para qué te crees que
entreno tanto, para comer pizza después?
—Pero no necesitas adelgazar. —Trato
de convencerla con un beso rápido, y me siento en la cocina a atacar mi
porción.
El viernes
siguiente me llaman del servicio técnico: no encontraron nada, el 3D funciona
perfecto. No me parece que sea así.
—A algunos les pasa eso: ven partes
de la imagen duplicadas —me explica amablemente la empleada—. No es una falla
del aparato.
¿Y ahora qué? ¿Gritarles para que
lo cambien? Al final solo agradezco y corto la comunicación. No me tocaba
trabajar ese día, así que tengo la tarde libre para llegar al fondo del asunto.
Pruebo varias películas en 3D. La
sombra siempre aparece: primero después de media hora, luego a los cinco
minutos y en la última, de inmediato. Y siempre en el mismo sitio. Incluso
cuando en la escena no hay nada que pueda proyectarla.
No te exaltes, me repito. Es solo
una sombra tonta, un error de imagen. Pero alrededor de esa sombra… empieza a
tomar forma algo más. Algo que se parece…
Golpean la puerta de repente. Quien
sea, llega en el peor momento. Pauso la película y voy a abrir como en
automático. Antes de darme cuenta, ya estoy estrechando manos. Varias.
—Hola.
Son dos chicos: Imi y… Atesz, creo.
Compañeros de trabajo, aunque sé poco de ellos porque están en el área de
electrónica.
—Perdón que caigamos así —dice
Atesz. Su cabeza rapada brilla bajo las luces del pasillo—. Egresi tenía tu
nueva dirección anotada, pero no tu número. Escuchamos lo del televisor… y
bueno, si no te molesta, nos gustaría verlo. Ya nos encontramos con algo así
antes.
Lo dudo mucho, pienso, pero los
dejo pasar. ¿A quién carajo le conté esto en el trabajo? La oficina es un nido
de chismes, parece un geriátrico.
Justo entonces llega Dia. Se queda
mirando al grupo en silencio, atónita, pero antes de que pueda explicarle qué
hacen ahí, desaparece en el baño. Yo destapo un par de cervezas para los chicos
y les muestro la tele.
—¡Qué bruto! —Imi abre la boca,
dejando ver unos dientes enormes y torcidos—. ¿Cuánto cobran en logística?
La película está detenida; solo
corre el protector de pantalla del reproductor. Se me ocurre cambiar de fuente
y buscar videos 3D en Youtube.
—¿Dónde está la sombra? —pregunta
Atesz.
—Solo aparece en 3D. —Pongo un
video de un bosque. Atesz agarra los lentes al tiempo que sigue hablando sin
parar:
—Entonces no es un pixel muerto. Si
lo fuera, lo verías siempre. ¿Probaste cambiar la resolución? —Asiento—.
¿Desactivar el motion processing?
—Ya la vio el servicio técnico
—interviene Dia desde la puerta, molesta. Ni la oí entrar.
Atesz se ríe mientras acomoda los
lentes en su nariz.
—No te metas, bebé. Esto es cosa de
hombres.
—Eh, ¡un momento! —alzo la voz,
pero Imi grita.
—¡La puta madre! —y salpica cerveza
en el sofá.
Mientras Dia, furiosa, limpia la
mancha, yo miro a los chicos. Aunque los lentes ocultan sus ojos, el gesto de
sus rostros lo dice todo: están tan shockeados como yo. Y extrañamente eso me
tranquiliza. Prueba que no estoy loco.
Les pido los lentes. El bosque
cobra profundidad… y aparece la sombra. Pero ya no es solo eso. Entre los
árboles se distingue una figura encorvada, humana, pero no del todo. Destaca
del entorno, se nota que no pertenece al video, que no está filmada ahí. Y la
sombra es suya.
Silencio. Cierro los ojos bajo los
lentes; solo siento el aliento con olor a cerveza de los chicos. La figura y su
sombra tardan en desvanecerse, como si la imagen se me hubiera quedado grabada
en la retina. Me recorre un escalofrío.
—Quizá es un hacker —dice Imi, con
los dientes sobresaliendo bajo la luz—. Alguno que quiere joder.
Todos sabemos que no. Esto solo
aparece en 3D, y encima son archivos externos: las películas eran Blu-ray, y
ahora el video viene de un servidor de Youtube.
Cuando se van los chicos, sigo
rebobinando el video una y otra vez. El bosque empieza a volverse borroso y veo
otra cosa: vigas en el suelo, una cama, paredes, una puerta. Es un desván. Y la
figura encorvada está en la entrada.
Pero hay algo más, algo que debería
ver. Lo sé. A veces aparece apenas, en el borde de la imagen, y luego se
esfuma, como si jugara conmigo.
Casi ni registro cuando Dia junta
las cervezas a medio terminar.
—Por favor, no vuelvas a invitar a
esos dos —dice bajito. Al no responder, me pone la mano en el hombro—. Te
vendría bien un descanso. El televisor no se va a ir.
—No. Mejor veámoslo juntos.
La oigo inhalar hondo, y luego
soltarse lentamente. Finalmente se sienta a mi lado y se pone el otro lente.
Vuelvo a ver el video una y otra
vez, ahora con ella. Las imágenes cambian constantemente: la escena del bosque
es devorada poco a poco por la del desván. Al final el video se divide en dos
realidades: sin lentes, un paseo por el bosque con contornos dobles; con
lentes, una pesadilla tridimensional. Y en el borde de la pantalla, apenas
perceptible, sigue apareciendo esa cosa blanquecina.
¿Qué es? Me enloquece no saberlo,
pero justo esa obsesión me da un foco. Sin ella, mis pensamientos se
derrumbarían como una torre de Jenga mal armada.
Dia también parece cada vez más
asustada, pero debe ver en mi cara por lo que estoy pasando.
—Tranquilo, amor —fuerza una
sonrisa—. Seguro tiene una explicación.
No tengo ánimo ni para agradecer.
Media hora después me deja solo, pero yo no puedo soltarlo. Ceno frente al
televisor.
—¡Basta! —exige Dia más tarde—. ¡Te
estás obsesionando!
Quizá tiene razón, pero no puedo
dejarlo así.
—¿No te intriga saber qué es eso
del costado?
—No —responde tajante—. Ya sé que voy
a dormir bastante mal. Te espero en la cama, ¿o vas a pasar la noche con tu
tele?
No tengo respuesta. Cuando sigo
pensando qué decir, ella se encoge de hombros y se encierra en el dormitorio.
Rebobino el video una última vez.
La imagen ya es casi nítida, pero la figura oscura sigue siendo solo un
contorno, porque una lámpara se balancea a sus espaldas. Parece que mueve los
pies, como si avanzara. Y del lado más cercano del efecto 3D, junto a la cama,
veo esa cosa. La profundidad hace que parezca tan cercana que podría tocarla,
pero al mismo tiempo tiene el mismo desenfoque difuso de los objetos fuera de
foco.
Luego la imagen se aclara. Y lo
veo. Huesos. Un enorme montón de huesos humanos.
Paso todo el fin de semana frente
al televisor. Le había prometido a Dia que el sábado a la noche iríamos juntos
al show de su amiga, pero me doy cuenta de que sería incapaz de disfrutar de
nada hasta descubrir el secreto del desván. Estoy convencido de que todo esto
tiene sentido, que si lo resuelvo esa opresión en el estómago desaparecerá. Se
lo explico a Dia, pero ella se pone el disfraz, toma su bolso y se va sola. Da
un portazo digno de una adolescente.
El fin de semana pasa y no avanzo
nada. El lunes aviso que estoy enfermo, toda la semana; de todas formas no
podría concentrarme en el trabajo. Pero hasta yo noto que estoy estirando
demasiado la cuerda. El martes ya tengo los gemelos contracturados, me duele la
espalda de tanto estar sentado, pero lo peor es la neblina mental que se me va
asentando en el ánimo. Después de mucho resistirme, dejo que Dia me arrastre
lejos del televisor. Nos sentamos en una cafetería, pero no puedo hablar con
ella como antes. Me quedo mirando la pared empapelada con estrellitas.
—¿A vos te parece que esto está
bien? —rompe el silencio mientras esperamos el café. —Niego con la cabeza.
Algunas de las estrellas impresas parecen sobresalir del papel, como en relieve—.
¿Así imaginabas que sería vivir juntos? —pregunta con frialdad.
—Perdoname —es todo lo que logro
decir.
Me aprieta el hombro.
—¿Qué carajo te pasa? Casi no te
reconozco.
—No es nada grave. Lo voy a
resolver, solo necesito tiempo para…
—¡Ningún tiempo! —estalla ella. La
pareja de la mesa de al lado deja de besarse para mirarnos—. ¡Ese maldito
televisor es el problema! Mañana tengo ensayo general en Budapest, vuelvo tipo
diez de la noche. Para entonces, quiero que te hayas deshecho de él.
—¿Qué? ¿Que lo venda? ¿En un día?
—O que lo devuelvas, o lo hagas
pedazos con un martillo. Me da igual. Pero cuando vuelva, no quiero verlo.
Dia se va al amanecer. Apenas oigo
cerrarse la puerta, me levanto de la cama y me quedo mirando al televisor
apagado en el salón: la pantalla es demasiado oscura, parece contener la
oscuridad y empujarla hacia afuera. ¿Qué hago? ¿Lo llevo al servicio técnico
como dijo Dia? Al final agarro el mando y lo enciendo.
En cuanto me pongo los lentes, ya
estoy dentro del desván. Esto ya no es simple 3D, no es una ilusión. Me
levanto. Crujen las vigas bajo mis pies, no el parqué del departamento. De
reojo distingo el montón de huesos, pero no quiero mirarlo. Más allá del marco
vacío de la puerta, una luz se balancea. Alguien viene. El pulso me retumba en
los oídos, pero aun así oigo los pasos. Algo oscuro aparece en la entrada.
Me arranco los lentes. El desván se
esfuma, pero tardo varios minutos en recuperar el ritmo de la respiración. Me
lavo la cara. Pienso. Si no hago algo, voy a enloquecer. ¿Pero qué?
Abro la laptop y escribo “asesor
paranormal” en el buscador. Aparece de todo: coaching espiritual, castillos
encantados, tonterías así. Hasta que encuentro a alguien. “Visitas a domicilio.
Amplia experiencia. Capaz de detectar restos de ectoplasma sin instrumentos.”
Esa última frase me da mala espina… pero lo llamo igual.
Dos horas después suena el timbre.
En la puerta hay un tipo bien vestido, con una sonrisa confiada.
—Hola, soy Ervin Westhilfer. ¿Dónde
viste a la entidad? En este rubro solemos tutearnos, ¿no te molesta?
Me presento rápidamente y lo llevo
hacia el salón. En la entrada se detiene varias veces y palpa las paredes.
—Percibo… cómo decirlo… rastros de
una presencia ajena.
—¿La de mi novia? Si mirás esa
mancha, fue ella la que tiró café contra la pared. No está en casa.
Lo apuro para que siga. Tropieza
con una caja llena de tapitas que colecciono, pero al fin llegamos al salón.
Enciendo el televisor.
—A veces, una entidad no se
manifiesta físicamente, sino que se comunica a través de dispositivos
electrónicos —explica Ervin cuando empieza a entender de qué le hablo—. ¿No
habrán asesinado al dueño anterior del aparato?
—Lo compré nuevo. Recién salido de
fábrica —gruño.
—Entonces es posible que estés
recibiendo un mensaje del plano astral —continúa alegremente—. Suele pasar
cuando la entidad quiere advertir, vengarse o pedir ayuda.
Mi paciencia se va agotando, pero
igual pongo un video 3D. Ni toco los lentes; se los doy a Ervin y le indico que
se los ponga.
—Veo una sombra —dice. Parece que
lo que sea que habita en el televisor se modera un poco para él.
—¿Qué puede ser? —pregunto.
—Los mensajes astrales suelen tener
una conexión personal. ¿Perdiste a alguien que quisiera contactarte? Si no
encontramos la respuesta ahora, igual puedo ayudarte. Trabajo para una empresa
parapsicológica; por una tarifa muy accesible…
Noto que ya ni mira la pantalla.
¿Cómo puede no afectarle ver cómo cambia la imagen? Seguro cree que es un truco
mío para llamar la atención. Debe estar acostumbrado a eso con sus clientes.
Me siento a punto de desmayarme. Le
pago rápido, a ver si capta la indirecta.
—Acá tenés mi tarjeta —dice en la
puerta—. También vendemos trampas astrales, por si la enti…
—Hasta luego. —Le cierro la puerta
en la cara.
Preferiría quedarme solo con mis
pensamientos, pero justo cuando me siento a almorzar, suena el teléfono. Es
Egresi, del trabajo.
—Mirá —empiezo—, esta semana
todavía no puedo ir, pero…
—No es por eso por lo que te llamo.
Al menos a vos te puedo ubicar —dice con una inquietud que me crispa.
—¿Cómo?
—¿No sabés nada de Imi Szabó y Attila
Újhelyi? El viernes estuvieron viendo tu tele. Desde entonces no aparecen por
el trabajo ni atienden el móvil.
Balbuceo algo y lo corto.
Seguramente están bien… pero ¿y si no? ¿Y si esto es una especie de maldición?
¿Y si yo soy el próximo?
Me asomo detrás del televisor y voy
desenchufando todos los cables uno por uno. Lo levanto y lo llevo hacia la
ventana. ¿Lo tiro? Me acuerdo del sueldo invertido y lo dejo en el suelo, junto
al sofá. Lo venderé en unos días, pero así, apagado, no puede hacerme daño.
Traigo el viejo televisor de tubo del rincón y lo conecto.
Me recibe la imagen granulada de
siempre. Un tipo aburrido habla de dentífricos. No hay desván, ni sombras, ni
huesos. Por probar, me pongo los lentes 3D. Todavía dentífricos.
—Progreso —murmuro.
—Así que lo vas a
vender, ¿eh? —dice Dia, tocando con los dedos el marco del televisor nuevo.
—Sí. Y no pienso encenderlo. Ya
tuve suficiente.
Se sienta a mi lado y me mira largo
rato. Tiene aún un pequeño manchón rojo cerca de la oreja, restos del
maquillaje de ensayo. Seguro apuró el regreso para llegar a tiempo.
—No te creo —dice al fin—. Seguís
obsesionado. Si fuera verdad que lo querés vender, ya no estaría acá.
De pronto ve la tarjeta de Ervin
sobre la mesita. La levanta, la mira un segundo… y sus ojos se agrandan.
—¿Qué es esto? —pregunta,
desorientada—. ¿Llamaste a uno de estos… payasos?
—Yo solo…
—No —me interrumpe. La confusión de
su mirada da paso a la decepción… y a una especie de frialdad extraña—. Antes
no creías en estas tonterías. Cambiaste.
¿En serio? ¿Después de todo
queremos hablar de creencias? Me darían ganas de patear la mesa, pero al final
solo termino gritando.
—¡Vos también lo viste, ¿no?! ¡Ese
televisor, ese desván, no eran ninguna tontería!
—Pero un tipo así…
—…no va a arreglar nada, lo sé —la
corto—. ¡Yo mismo lo desenchufé y yo mismo lo voy a vender! ¡Ya está, se acabó,
no más errores de imagen!
Se hace un silencio breve.
—Otra vez “yo”. —Dia se pone de
pie—. ¡Vos! ¡Siempre vos! ¡Tu televisor, tu vida, tu obsesión!
—¿Qué…?
—¿No te entra en la cabeza que
vivir juntos no es eso?
—Ajá. Y vos podrías haber ayudado
en vez de dejarme hundirme en esta mierda. Egoísta de mierda —me sale. Apenas
lo digo me quiero morder la lengua.
Dia me mira como si fuera un
insecto repugnante. Después se da vuelta y se encierra en el dormitorio.
La soledad me despeja un poco.
Respiro hondo y vuelvo al sofá. Ya es casi medianoche cuando Dia sale. Me
disculpo, y aunque acepta, su mirada sigue triste.
—No es solo culpa tuya —susurra,
tomando mi mano—. Yo también arruiné esto de vivir juntos.
—¿A qué te referís?
—A que la idea era conocernos de
verdad. Si querés, el domingo te presento a mis padres.
—Quiero —respondo. Y solo después
de decirlo me doy cuenta de lo raro que sonó. ¿Querés tomar por esposa a la
aquí presente Széphalmy Diána? Siento que se me dibuja una media sonrisa.
—¿Nervioso?
—pregunta Dia al volante. El camino polvoriento se va acabando mientras nos
acercamos a la última casa del barrio.
—No mucho —miento.
—Mentiroso —dice, y tiene razón.
¿Quién no estaría nervioso por conocer a los padres de su novia?
Al estacionar, nos recibe un
concierto de ladridos. Por un instante entro en pánico, pero resulta que el
perro está encerrado en el patio trasero. Una señora mayor, mejillas sonrosadas
y una leve cojera, se acerca al portón. Así que ella es Gyöngyi. No parece
peligrosa. Ojalá pudiéramos pasar rápido esos incómodos primeros minutos.
Me sienta en la cocina y me ofrece
galletitas. Sé que se acercan las preguntas inevitables: en qué trabajo, qué
clase de familia tengo y, con mala suerte, hasta para cuándo pensamos la boda.
Busco la mirada de Dia, pero por alguna razón ella sale al recibidor.
—Un joven simpático —dice Gyöngyi
con una sonrisa amable—. Preséntale también a tu papá.
—Claro.
—Pobrecito, ya no puede levantarse
de la cama. ¿Le llevarías la medicina, por favor?
Acepto encantado: así pospongo la
tanda de preguntas. Tomo la cajita de pastillas y subo la escalera. La madera
vieja cruje bajo mis pies y de la barandilla se desprende la pintura cada vez
que la toco. Entiendo por qué Dia se avergüenza de la casa de sus padres.
Cruzo un umbral y casi tropiezo con
un tronco en el suelo: la luz de la lámpara del techo apenas entra allí. ¿Por
qué no hay ventana? Más adelante distingo una cama en la penumbra. Al acercarme
veo que está vacía. ¿No era que el padre de Dia estaba postrado?
A un lado, algo blanquea. Un bulto.
Un bulto demasiado familiar.
Quiero gritar, pero no me sale la
voz. Me acerco. Huesos. Me sorprendo a mí mismo mirando una calavera: mandíbula
alargada, dientes prominentes. Los dientes de Imi.
Me cuesta no caer. El mundo gira.
Tengo que largarme de allí. Me doy vuelta hacia la puerta, pero ya hay alguien.
No se le ve la cara; su sombra cae sobre mis pies. Retrocedo hasta pegarme
contra la pared. Por un instante veo exactamente lo mismo que en la imagen 3D
del televisor. Quisiera sacarme los lentes, pero no llevo lentes.
El personaje se acerca… y reconozco
a la madre de Dia. Ya no cojea.
Se me cae la caja de medicamentos:
se abre de golpe. Está vacía.
—No te preocupes —dice Gyöngyi—. Papá
no necesita ese tipo de medicina.
¿Papá? Miro la cama vacía. Está…
respirando. Esta vez sí grito.
Entonces aparece Dia en lo alto de
la escalera.
—¡Ayudame! —le grito. No responde.
Su mirada es triste, pero helada. Nunca la vi así.
Las dos mujeres avanzan lentamente,
con caras de cera. Giro sobre mí mismo buscando una salida. No hay.
Gyöngyi toma un hueso grueso del
montón. Le arranca la punta de un mordisco y empieza a sorber. El sonido húmedo
me revuelve el estómago.
—Deshacete de estos, mamá —dice
Dia, señalando el montón—. Últimamente están demasiado activos.
“Si una entidad quiere advertirte…”
oigo la voz de Ervin en mi cabeza. El charlatán había acertado.
Pero no hay tiempo para pensar. Ni
para nada. Intento correr hacia la puerta, pero Dia me agarra del hombro y me
empuja sobre la cama. Tiene una fuerza monstruosa. Golpeo, pataleo, hago todo
por soltarme. Es como pegarle a un muro. Entre su agarre y el olor rancio del
cubrecama empiezo a dar arcadas. Algo se mueve bajo mi espalda, dentro del
colchón. Papá.
Busco el cuello de Dia con mis
manos, pero Gyöngyi me agarra la muñeca.
—Tranquilo, amor —susurra Dia.
Unas fauces se me clavan en la
espalda. Grito. Sigo luchando, pero entre la niebla del dolor cada vez veo
menos la cara de Dia. Solo su mirada triste… y luego ya ni eso.
Cuando vuelve la conciencia, no sé
cuánto tiempo ha pasado. Estoy recostado en algo duro, áspero, frío. Huele a
humedad y madera podrida. Apenas logro abrir los ojos: todo es oscuro, salvo
por una luz parpadeante detrás de una rendija.
Intento moverme. Un dolor punzante
me atraviesa la espalda, como si una sierra me hubiera abierto la carne. Me
tiemblan las manos. Las piernas… no las siento. El pánico me sube por la
garganta como un vómito.
Oigo voces. Dos. Reconozco a
Gyöngyi –esa voz dulce y enmohecida–, la otra es Dia. Hablan como si estuvieran
clasificando ropa vieja.
—¿Y este? —pregunta Dia.
—Se está calmando —responde su
madre—. Y ya casi está listo.
“Listo para qué”, pienso, pero no
quiero saberlo realmente.
La luz parpadea detrás de la
rendija. Una sombra se proyecta contra la madera. La figura se inclina, como si
me estuviera mirando desde el otro lado. Después escucho el golpe seco: una
llave girando. Luego, un chirrido largo, chirriante, de bisagras que no se
aceitan desde hace décadas.
La puerta se abre.
Es el desván. O quizás nunca
dejamos el desván. Quizás nunca hubo una casa, ni una visita cordial, ni un
plato de galletas. Tal vez siempre estuve acá, atrapado en ese espacio entre
imagen y realidad, donde lo tridimensional deja de ser un efecto óptico y se
vuelve un lugar.
Dia se agacha. Tiene la mirada
serena, casi triste, como si lamentara algo… pero no lo suficiente como para
detenerse.
—Va a doler —dice, como si me
pidiera disculpas por adelantado.
Detrás de ella, en la penumbra, se
mueven las otras figuras: Papá, Gyöngyi, quizá otros… formas ennegrecidas por
la falta de luz y humanidad.
Intento arrastrarme hacia atrás,
pero mis músculos ya no obedecen. Estoy clavado al suelo, o al mueble, o a lo
que sea en lo que me dejaron. La respiración me silba entre los dientes. Quiero
gritar, pero solo sale un gemido.
—Tranquilo —dice Dia, igual que
aquella noche en el sofá, pero ahora su mano no es cálida: es firme y fría,
como madera vieja.
Un sonido húmedo, viscoso, se
acerca desde atrás. No tengo que ver para saber qué es: la mordida que sentí en
la espalda fue solo el comienzo. Algo reptante se desliza bajo el colchón, como
si una criatura atrapada en las entrañas de la casa se acercara, guiada por mi
olor.
—Va a ser rápido —murmura Gyöngyi,
aunque no le creo.
Me toman de los hombros. Me
inmovilizan con fuerza. Siento dedos nudosos aferrarse a mi mandíbula para
obligarme a mirar al frente.
Y de pronto comprendo algo.
La imagen.
La sombra.
El desván.
Todo lo que vi en el televisor no
era un error del aparato.
Era un aviso.
Una filtración.
Una grieta.
Una ventana.
Y yo la abrí. Yo la mantuve
abierta. Como un idiota, insistí en mirar más y más hondo. Les di entrada. Les
di forma. Les di un rostro.
Un dolor insoportable me parte en
dos. La oscuridad me traga como un pozo sin fondo. Tal vez es el mismo pozo
donde cayó todo lo que quedaba de mi juicio.
La última voz que escucho es la de
Dia, suave y apagada:
—No te resistas. Solo es una imagen
más.
Y después, nada.
Gergely Buglyó nació en 1980 en Debrecen, Hungría,
donde actualmente vive con su esposa, sus tres hijos y un gato. Se graduó como
médico, pero trabaja como investigador en el campo de la genética humana. Su
primera obra publicada fue una trilogía de fantasía juvenil, Oni (Gray
Blood, The Silent City, The Puppet and the Talisman). Además de sus
novelas, también ha escrito relatos cortos para lectores de todas las edades.
Además de escribir, sus pasatiempos favoritos son los videojuegos y el shogi
(ajedrez japonés).

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