Gastón Caglia
El siguiente
relato obedece a la más pura realidad, aunque muchos, o todos los que quieran
oír, lo nieguen con un rotundo no en sus rostros. No me demoro en preámbulos, las
pesadillas comenzaron a sucederse la misma noche en que falleció ahorcado un
ignoto y sufriente pariente. Un primo lejano de mi padre con el que gozaba de una
muy lejana relación con él.
Su cadáver fue hallado dos o tres días después de muerto en la mísera
pensión en que se alojaba en el centro de la ciudad. Allí pasaba sus días en un
lento declinar producto de la crisis económica y de sus propios demonios. Sus
humores putrefactos habían hinchado su cuerpo hasta lo indecible. Pendía de una
viga que cruzaba el techo haciendo de él una continuación pero hacia debajo de
la deteriorada estructura. Su cuerpo pendía inclinado hacia el piso de mosaicos
cuadrados y tan desgastados por el paso del tiempo como la vida de este primo.
Sus piernas estaban completamente deformadas, es que la gravedad hace que los
líquidos del cuerpo, que ya no circulan, vayan hacia abajo, depositándose según
la ley de la gravedad. No se asuste amigo lector, hasta acá llega esta breve
descripción forense, lo que viene es peor.
La serie de acontecimientos que se desencadenaron bien tienen relación
con este hecho que pocas líneas periodísticas ocupó. No estoy loco, si eso es
lo que pretende concluir a esta altura. Aunque todos los locos dicen lo mismo,
como los presos en la cárcel, que son todos inocentes. Una prueba de que mi
raciocinio se mantiene intacto es esta idea: el suicidio de una persona puede
ser catalogado como una eutanasia encubierta en razón de la miserable vida
afectiva y laboral que lleva como mochila una persona y aunque otras también
pueden ser las causas y muchos sociólogos han escrito sobre ello, éstas creo
que fueron las que arrojaron a mi primo lejano al abismo.
Una vez a la
semana, tal vez cada quince días, con la excusa de una visita informal,
ocasional y sin previo aviso, se dejaba caer por nuestro hogar, la casa en la
que vivía junto a mis padres y hermanos. Si bien nuestra posición económica no
era holgada, por lo menos permitía siempre poner otro plato a la mesa. La
cuestión es que sus visitas eran el preludio de la invitación forzada para
quedarse a cenar.
Nosotros sencillamente lo sabíamos y nos dábamos el lujo de callarnos
cada vez que se dejaba caer por nuestro domicilio. Lo recibíamos, porque más
que un pariente lejano al que por ley no se le deben alimentos, cuestiones
humanitarias, de conciencia y de salud para nuestros corazones y estómagos, así
lo solicitaban. El olor a sucio por la falta de higiene personal era
soportable, y en contadas ocasiones mi papá le regaló alguna camisa vieja.
Mientras mi madre preparaba la cena y mi padre se abocaba a la limpieza
profunda de algún arma de fuego en la sala contigua, este visitante y yo
departíamos hablando nimiedades y ocasionalmente para matar el tiempo jugábamos
alguna partida de ajedrez.
Las piezas eran conducidas no con disimulado desgano por mi general. Por
el bando contrario las piezas eran llevadas con un absoluto desconocimiento de
las más básicas reglas de la guerra de los trebejos. De común una batalla entre
un general indolente y otro torpe lleva a escaramuzas y chapucerías de tono
cambiante. Así y todo normalmente las partidas nunca terminaban en jaque mate
dado que las charlas, muy similares a monólogos por turnos, estiraban la
refriega hasta lo indecible.
Así transcurrió un tiempo difícil de precisar, propio de los hechos
intrascendentes...
Las visitas
semanales se espaciaron con el tiempo y en algún momento cesaron aunque no
dieron lugar a ningún asombro. Su ausencia no era en absoluto extrañada por mi
familia dado la discontinua periodicidad con que nos visitaba. Así que las
pesadillas comenzaron sin una razón mejor. El día en que nos anoticiamos del
trágico deceso nada cambió en nuestra rutina, tan sólo un comentario de
compromiso y el disgusto de mi padre de tener que visitarlo en el velorio, y
algún papeleo en la Fiscalía Regional, después de todo, él era el único pariente
directo de su primo.
Las pesadillas comenzaron como un juego recurrente que me dejaban
apesadumbrado por horas, corría por el barro en una recta ruta de asfalto lleno
de baches e inundada por olas de un río desbordado. Debía llegar a una montaña
hecha de lodo, que no me permitía treparla de lo imponente que era.
Con el devenir de los días estas horrendas pesadillas, que me dejaban
insomne y en un estado de gran agitación durante la vida diurna, sucedieron
días en los que sufría agudos dolores de cabeza, insoportables jaquecas que
prácticamente me cegaban, llegando al extremo de pensar en quitarme la vida o
arrancarme los ojos con un destornillador con el fin de terminar con ese
sufrimiento. Mis padres nada podían hacer al respecto y sólo velaban por mi
salud poniendo paños fríos en mi frente. Un empecinado esfuerzo de mi parte y
una tozuda resistencia a recibir al galeno de la familia ensombrecieron a mis
padres en un mutismo hermético, todo transcurrió puertas adentro de la casa.
Los vecinos, como es de suponer, nada supieron.
A esos días le sucedieron largas, prolongadas, casi eternas noches sin
sueño durante las que me mantenía en un estado de aparente vigilia noctámbula y
su posterior letargo diurno; la cuestión es que las fuertes jaquecas y ese
estado insomne acentuaron mi mal humor y mi carácter huraño cercenando de cuajo
lo poco de vida social que me quedaba para ese entonces.
La crisis económica del veinte se llevó mi negocio de antigüedades y con
ello a mi prometida.
Al tiempo comencé a investigar con potentes drogas poniéndome como
conejillo de indias, pero los resultados fueron adversos y no fructíferos. Los
raptos de lucidez brindaron nuevos, fuertes y elaborados sufrimientos. Cuando
el tiempo y la declinación de mis facultades se hizo evidente probé con
especialistas médicos y pseudo médicos. Ni el reiki ni la homeopatía resultaron
beneficiosos. Todos confluyeron en degradar más mi salud.
El último
esfuerzo lo realicé arrastrándome hasta un manosanta de los barrios bajos, un médium
que vive recluido a la sombra protectora de los ojos de las autoridades legales
en una zona inaccesible para ellos. Había perdido veinte kilogramos y mi rostro
se encontraba desfigurado por las recurrentes jaquecas y la falta de sueño. No
tuve que golpear las manos para anunciarme, la vivienda, si a esa tapera se la
puede llamar así; carecía de timbre o algo similar, las paredes del frente se
encontraban con el ladrillo a la vista y mucho peor era el interior con muros a
los que les dieron una mano de pintura hace miles de años. Grandes borrones de
humedad remedaban las manchas de Rorschach. Al cruzar el umbral de la precaria
casa, un descolorido personaje apareció en el dintel de la puerta interrumpiendo
el paso. Me tomó de las manos y me introdujo en su santuario. Las velas negras
y rojas emitían diversos y sofocantes olores agridulces y amarillos, los santos
de dudosa procedencia miraban desde su pedestal hacia abajo en un ángulo en el
que desde donde se los observara daban la impresión de que la mirada fija en
uno. Detrás, estaban las desconchadas paredes como únicos testigos.
—Você tem uma conta pendente com um defunto (Tiene una cuenta pendiente con un fallecido) —dijo a modo de presentación.
De mis ojos inyectados de
sangre a causa de las drogas y la debilidad mental brotaron palabras mudas que
solo el gurú del más allá pudo comprender o traducir.
—Você tem um item excepcional com um
parente distante, ele está esperando por você (usted tiene una partida pendiente con un
pariente lejano, él está aguardando por usted). Ele está esperando por um tempo até à data,
você se lembra? (Él está aguardando desde un tiempo a la fecha, ¿usted se
acuerda? —prosiguió. Con un
solo gesto mío el médium continuó—: Yo, el pai Carlitos, te ordeno
que recuerdes, hace mucho tiempo dejaron partidas suspendidas para futuro —farfulló mitad en español, mitad en
portugués— y nunca se
terminó, voce recuerda?
Sus manos se posaron en mis
sienes mientras la situación un tanto estranbótica para mi mente racional comenzaba
a interrogarse cómo había dado mi cuerpo en llegar a esta situación y en ese
lugar sin dudas dantesco.
Sus dedos índices operaron como circuitos conductores de electricidad
poniendo en funcionamiento algunos sectores todavía no dañados de mi cerebro.
La situación, si la hubiera presenciado desde fuera, diría que era propia de
Nicolás Tesla y sus maravillas eléctricas moviendo fuerzas telúricas y
dirigiéndolas hasta lo más recóndito de mi sesera.
La electricidad corrió por mis sienes de izquierda a derecha y, como
recuerdo de un hecho vivido días atrás, vino a mi mente la partida de ajedrez
que dejamos inconclusa en la casa de mis padres la última vez que nos habíamos
enfrentado.
Recuerdo ahora que jugué muy mal, peor que de costumbre, y estando en
posición muy delicada, casi comprometido mi rey por las fuerzas rivales, aduje
que debía partir de inmediato a cumplir con un recado totalmente inexistente.
Esa iba a ser mi primera derrota frente a mi primo. En definitiva, una excusa
de último momento me salvó del oprobio.
—El tablero está allá —dijo el pai—.
La partida debe continuar…
Intenté protestar aunque fue en vano, las palabras no brotaron de mis
labios, simplemente mis pies se arrastraron a los tumbos hacia el cajón de
manzanas que hacía las veces de mesa en donde se apoyaba un deslucido juego de
ajedrez armado con piezas de distintos modelos de juegos, entre ellos un rey
mocho y un alfil pintado evidentemente a mano. Los peones, fiel a su última
condición dentro del juego no respetaban uniformidad ni de color ni de tamaño.
Ya sentado en el piso de tierra, sólo atiné a levantar la vista un
instante a modo de súplica. Sublimes lágrimas rodaron por mis mejillas y mi
mano izquierda se dirigió hacia el caballo cobarde en retirada. Como en la vida
real éste también iría al matadero muy pronto.
—Sei agora que apostar forte neste jogo,
mas não em causa, uma ligeira suspeita me diz que há muita coisa em jogo (Yo se ahora que apostaron fuerte en esta
partida, pero no sé de qué se trata, una leve sospecha me dice que hay mucho en
juego); não é
assim?
Entre tanto mi corcel retrocedía
en busca de resguardo mientras mis peones se batían en titánicos y desiguales
lances sin posibilidad de victoria. Ahora todo es más claro, como en la fría y
despejada mañana invernal, un aire congelado ingresa a mis pulmones y se
desperrama con mi sangre por todo el cuerpo, ahora recuerdo que la apuesta
había quedado abierta, el vencedor podía pedir lo que quisiera. Nunca le dí
importancia.
Estoy en el rancho jugando por
mi vida y mi rey a punto de ser jaqueado. Ahora recuerdo...
Gastón Caglia es abogado, mediador y profesor de ajedrez. Ejerce como funcionario del Poder Judicial de la provincia de Santa Fe. Tiene 48 años, y vive en la localidad de Reconquista, provincia de Santa Fe. Escribe cuentos y relatos de ficción en general y ciencia ficción y terror en particular, bajo el pseudónimo de “Felipe Bochatay”. Ha publicado en algunas antologías de cuentos en formato papel y también en medios electrónicos latinoamericanos como en “Anapoyesis”, o “Narrativa”, entre otras. Asimismo escribe ensayos de sociología, literatura y ciencia ficción en su blog o en medios digitales y podcast. Formó parte del comité científico de “Iberoamérica Social”.

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