Joyce Barker Bucat
Se reunieron, como siempre, en la casa de María. Esta vez fueron Josefa,
Jorge y Juana. La reunión consistía en llevar un invento de ellos, u otra
persona, y mostrarlo a los compañeros en una disertación, haciendo funcionar el
objeto y contestando las preguntas de sus amigos. Ese día fue el turno de
Josefa. Se paró en la mitad de la sala, abrió su cartera y sacó un teléfono
móvil. Lo puso sobre la mesa y dijo que eso no era un celular.
Un año antes de la reunión, Josefa había enviado por
correo, una pregunta a sus amigos: “¿Cuál es el nombre de la última película
que vieron?”. No se preguntaba nada más.
El aparato comenzó a girar sobre la mesa. Después de
un rato, salió una luz blanca; el aparato subió la velocidad del giro y la luz
blanca se transformó en amarilla. Subió aún más la velocidad y la luz se
transformó en azul, siendo esta de una intensidad tan aguda, que costaba
mirarla fijamente, a diferencia de las dos anteriores. María mantuvo la vista,
al igual que Josefa, y soportaron como se soporta un sabor extremadamente
ácido. Jorge y Juana no pudieron mirar más.
“El papel está en la azotea, creo que en el tercer
cajón de la izquierda”, pensó María, mientras subía la escalera con la única
intención de encontrar un papel que contenía la información de “algo
importante”, según ella, pero que no conocía. Al segundo piso iba muy poco, una
vez al mes o menos, solo para limpiar y guardar cosas en desuso. María se
sorprendió al ver que había otros muebles, puestos en lugares diversos y una
cantidad excesiva de polvo, como si el lugar no se hubiera usado en décadas.
Pero no estaba asustada, ni siquiera por las arañas enormes ubicadas cerca de
donde ella se encontraba. Se acercó a una cajonera vieja que, junto a una mesa
de trabajo, eran los únicos muebles que estaban donde mismo y que tampoco
cambiaron su forma o color. Abrió el tercer cajón y sacó un papel doblado por
la mitad. Lo guardó en el bolsillo del pantalón, que era otro cuando se inició
la reunión, y se apresuró en salir de ahí y llevar el papel donde sus amigos, a
la sala. Pero no pudo salir, alguien estaba parado en el umbral de la puerta,
María sabía perfectamente quién era: Antón Chigurh de No country for
old men de los hermanos Coen, la película que respondió en el mail,
vestido de azul oscuro, con botas vaqueras y el pelo hasta los hombros. María
le miró las manos, estaban desocupadas, no traía consigo el tubo de aire
comprimido y eso la relajó un poco; solo estaba parado en la puerta,
bloqueándole el paso.
Al cumplirse un minuto desde que el celular empezó a
girar, Josefa hizo un gesto con sus manos y el aparato se apagó, la velocidad disminuyó
y finalmente se detuvo por completo.
—¿Qué les pareció? —preguntó Josefa, expectante de las
respuestas, porque creía que todo había sido un éxito. Jorge aplaudió y dijo:
—Te compraré uno para regalárselo a mi hija; a
los niños les encantan estas cosas —dijo riendo.
Juana lo miró e hizo un gesto como para irse, él
asintió con la cabeza. María se paró frente a la puerta.
—Debí haber intuido que esto iba a pasar —dijo,
desencantada por su reacción—. No eres el tipo de persona para estas
experiencias, no te sabes concentrar; y tú, Juana, me has desilusionado
también.
—¿Estas experiencias? ¿Cuáles? —respondió Jorge,
tratando de mantener la sonrisa que ya empezaba a fingir. Hubo un silencio,
Josefa miró a María y la notó algo extraña.
—Esperen —les pidió Josefa, pero la puerta de salida
acababa de cerrarse por fuera.
—María, ¿estás bien? —preguntó sin respuesta—. ¡María!
—Estaba con la miraba perdida, y había pasado un buen rato desde que el aparato
fue apagado.
En la azotea, María estaba frente a Antón, que no se
movía de la puerta.
—Hola, ¿cómo estás? —preguntó María. El hombre la miró
sin responder, pero luego dijo:
—¿Cómo se llama este lugar?
—Estás en mi casa, en la azotea —respondió María. Hubo
un largo silencio.
—¿Qué tienes en la mano? —preguntó Antón, súbitamente.
—Información relevante.
—¿Relevante por qué?
—No lo sé, solo sé que tengo que llevar esto donde mis
amigos, van a necesitarlo.
—Quiero leerlo.
—Claro, lo veré contigo, yo también tengo curiosidad.
Antón se puso a su lado. María podía olerlo, tenía
olor a vainilla.
—¿Qué perfume estás usando? —preguntó María, queriendo
tener una conversación liviana con Antón que, a pesar de estar tranquilo y
desarmado, la intimidaba profundamente.
—¿Por qué quieres saber eso? —dijo Antón, esta vez con
algo de entonación en la pregunta, pero casi imperceptible.
—Porque quiero saber —dijo María.
—¿Por qué?
—Realmente no lo sé.
—¿Por qué?
—No sé —dijo ella, fingiendo no estar asustada.
—Dime por qué —insistió Antón tranquilamente.
—Te pregunté porque me gustó tu olor, hueles a
vainilla —respondió, al fin.
—¿Por qué pensaste que a mí me iba a interesar si te
gustó o no mi perfume? —volvió a preguntar Antón.
—No pensé en eso, es más, no debí preguntarte, lo
siento —dijo sumisa.
—Lo sientes…
—Sí—contestó María, tratando de mostrarse impávida.
—Sientes haber preguntado.
—Sí —respondió temblando.
—No tengo puesto ningún perfume, es el olor de mi pelo
cuando me lo corto.
—¡Ah!, ¿te lo cortaste hace poco? —dijo María,
esforzándose en no decir algo que active el morbo de Anton.
—Ayer —respondió, inclinando levemente su cabeza hacia
la izquierda.
María respiró hondo y se cruzó de brazos. Se
tranquilizó, aunque sabía que estaba frente a un enfermo, un sicópata, alguien
extremo e impávido y muy detallista. Y aunque quería preguntar por qué le salía
olor a vainilla cuando se cortaba el pelo, prefirió no seguir.
—¿Te gusta mi corte de pelo? —preguntó pausado.
—No —dijo María, sorprendida por el interés que Antón
tenía en saber eso. De pronto se escucharon gritos, y María reconoció la voz de
Josefa, que corría por las escaleras.
—¡María! Hace más de media hora que estoy esperando a
que regreses —criticó Josefa, entrando en la habitación—. Tuve que meterme en
tu experiencia para encontrarte. Este es un caso extremo, la última de las tres
veces que se hizo este experimento, un hombre no despertó más. Debí preguntar
por películas que no contengan asesinatos: las experiencias pueden ser
terribles. Ven conmigo, la reunión ya terminó y todos se fueron hace rato.
—Josefa, ¡qué mal educada! ¿No ves que estoy con
alguien?
—Sí, lo veo perfectamente, es el personaje de No
country for old men, el sicópata. Por eso estoy aquí, se suponía que ibas a
bajar las escaleras y volverías a tu lugar, pero ¡nunca bajaste! —exclamó
Josefa, un poco más calmada al encontrar a María aún consciente, pero
sintiéndose culpable por haber expuesto a sus amigos a algo tan peligroso. En
un caso anterior, un hombre había quedado en coma, por eso estaba absolutamente
prohibido usar ese aparato, que ni siquiera alcanzó a tener un nombre. Josefa
se esforzó en calmarse y continuó:
—Los personajes te ven como si fueras uno; no tienen
consciencia de lo que son, pero tienen personalidad que, en este caso, es mejor
no hacer la prueba. Debí ser más precavida contigo. Por suerte, los otros no
pudieron concentrarse en la luz azul, eso sí que hubiera sido desastroso
—terminó de hablar, agarrando con fuerza el brazo de María para volver a la
sala. Estaban por sobre el margen de tiempo probado hasta ese minuto.
—Se llama Antón —contestó María, quitando bruscamente
su brazo de la mano de Josefa.
Antón estaba parado entre las dos mujeres y casi no se
movía. Luego de un rato, giró hacia María y le preguntó:
—¿Por qué sabes mi nombre?
—Porque te vi en una película.
—No he salido en ninguna película.
—María —interrumpió Josefa— ¡Es suficiente! Si sigues
acá vas a perder la consciencia, y vivirás esto como tu única realidad —y
mirando a Antón, continuó—. Les quitamos las armas al programarlos.
Antón caminó hacia la mesa donde María hizo
manualidades alguna vez. Tomó un pequeño cuchillo de mango amarillo, muy filoso
y comenzó a apuñalarse la cara, en distintos lugares.
—¡No! —gritó María intentando quitarle el cuchillo,
pero no pudo, tenía una fuerza descomunal.
—¡Déjalo, y vámonos ahora! —exclamó Josefa.
—¡Se va a matar! —gritó, cortándose ella también, al
tratar de frenarlo.
—Claro que no, él no existe, pero tus cortes son
reales acá y dónde iremos también.
Los cortes que se propinaba Antón se cerraban
inmediatamente, pero él los volvía a abrir.
—¡Para, aún nos falta leer el papel! —insistió María,
pero Antón parecía no escucharla.
—¿Qué papel? —preguntó Josefa.
—Este, lo iba a leer con Antón y ¡mira lo que hiciste!
—gritó enojada María; pero Josefa le quitó el papel de la mano y comenzó a
leerlo. Empalideció súbitamente.
—¿Estás bien, Josefa?
—¿Por qué quieres saber? —respondió, mirando a María
fijamente.
—Porque te noto extraña…
—Define extraña.
—¿Qué?
—Que definas esa palabra.
—¡No!
—¿Por qué no? Define extraña.
—Josefa, no sé qué decirte. ¡Para!
Antón seguía apuñalándose la cara, y Josefa insistía
en lo mismo. María necesitaba descansar y bajar a la sala donde estaba el
aparato. Pero bajar era imposible, la puerta de la habitación ahora estaba
repleta de arañas, y supo que no iba a salir fácilmente de ahí. Se sentó en una
silla y miró por la ventana. Afuera estaba oscuro, tanto, como si su casa
estuviera dentro de una caja, y flotaban papeles pero solo uno resplandecía:
"Ese es mi papel", suspiró.
Joyce Barker Bucat es arquitecta y escritora. Nació y vive en Santiago de Chile. Se dedica a los cuentos cortos de ficción. Ha publicado en antologías y en el fanzine Estrellita mía.

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