jueves, 27 de noviembre de 2025

ALTA DEFINICIÓN

Joan Antoni Fernández

 

—Veamos, joven. ¿Dice usted reunir todos los requisitos, estar cualificado para formar parte de nuestro selecto club? No se apresure, medítelo con calma y sea sincero.

Teo tragó saliva y miró dubitativo a su entrevistador. ¿Estaba realmente seguro del paso que iba a dar en aquellos momentos? ¡Por supuesto que sí!

—Desde luego —afirmó categórico, aunque su voz sonó estridente—. No tengo la menor duda, soy uno de los pocos afortunados.

—Comprenda que su simple palabra no nos basta, deberemos revisar con detalle su expediente —el otro se mostró firme—. Suele suceder con frecuencia que individuos de bajo nivel tratan de embaucarnos, pretenden ser admitidos mediante embustes en el seno de nuestra sociedad. Pero sólo aceptamos a los más puros, es la norma de esta institución.

—Lo entiendo, y apruebo su prudencia.

—Excelente, entonces repasemos el informe oficial —el hombre tecleó con rapidez en su portátil y observó la pantalla frunciendo el ceño—. Aquí dice que usted nació en la ciudad de Terrassa hace veintinueve años, ¿es correcto?

—Así es.

—Explíqueme de forma somera cómo llegó a descubrir su... peculiaridad.

—Bueno... —Teo aspiró el aire con fuerza—. En realidad debo admitir que yo nunca mostré ser un niño precoz, ni siquiera me percaté de mi particular situación hasta cumplidos los doce años de edad. Desde muy pequeño tuve un carácter introvertido y no era demasiado buen estudiante, llegando a repetir varios cursos por mis malas notas. En clase me costaba concentrarme, era incapaz de prestar atención a las lecciones. De hecho ni siquiera podía leer bien, siempre acababa divagando. A todas horas tenía la mente repleta de imágenes y voces atrayentes, ecos extraños que me dejaban embelesado la mayor parte del tiempo, sumido en un mundo interior. Por eso los compañeros de clase murmuraban a mis espaldas, se reían de mí y me llamaban Cara-de-plato. Durante años, a pesar de que aquella situación me irritaba en extremo, no le di demasiada importancia y permanecía gran parte del tiempo embelesado en mis propios pensamientos, ajeno a lo que me rodeaba. Pero a medida que me hacía mayor noté que en casa también crecía la tensión. Mi madre comenzó a estrecharme entre sus brazos con mayor asiduidad a la vez que lloraba sin motivo alguno mientras que mi padre solía mostrar el rostro fruncido, apenas me hablaba e incluso parecía cohibido ante mi sola presencia.

—Un comportamiento típico —comentó despectivo el entrevistador—, pero prosiga usted.

—Bueno, así transcurrió mi infancia hasta alcanzar la adolescencia. Tendría trece o catorce años cuando una noche me desperté cubierto de sudor y con un desagradable zumbido sonando atronador dentro de mi cabeza. Todo aparecía distorsionado ante mis ojos y me costaba concentrarme, como si el mundo hubiera perdido nitidez. Un extraño bulto había brotado en la base de mi nuca produciéndome una dolorosa quemazón. Me asusté mucho y llamé a mis padres, quienes me contemplaron con miedo, en especial mi padre. Tras una larga discusión entre ellos, por fin acordaron llevarme al día siguiente al médico.

»Supongo que mi historia es similar a la de tantos otros jóvenes. En aquella época yo acababa de alcanzar la adolescencia y mi cuerpo estaba reaccionando a los cambios del desarrollo hormonal. Hoy en día resulta un proceso de lo más normal, por el que pasa gran cantidad de jóvenes dotados, pero entonces era algo todavía nuevo y aterrador. El médico que me visitó al principio quedó muy sorprendido y comenzó a realizarme todo tipo de pruebas. Fui sometido a radiografías, electrocardiogramas, resonancias magnéticas y varios reconocimientos más que ya no recuerdo. Se me extrajo sangre, se analizó mi orina y hasta me practicaron biopsias. El resultado fue siempre el mismo: mi código genético parecía haber mutado y era muy inestable.

»Lo peor fue que mi padre no aceptó la situación. El hombre se sulfuró y acusó a mi madre de cosas horribles, pues según las pruebas practicadas yo no poseía casi ninguno de sus genes. Mi pobre madre juró y perjuró que ella no había hecho nada malo y que siempre le había sido fiel, pero él no se dejó convencer y al final todo acabó en divorcio y yo me quedé en casa bajo la custodia de ella. Por suerte para nosotros el doctor Comelles, nuestro médico de cabecera, se interesó vivamente por mi estado. Gracias a él descubrimos que yo no era un caso aislado: en todo el mundo había ido surgiendo una cantidad ingente de jóvenes adolescentes que presentaban unas mutaciones tanto o más extrañas que las mías. Parecía como si hubiera estallado una extraña epidemia a escala planetaria. Pero a pesar de aquellas noticias mi padre ya no volvió a vivir con nosotros.

»Como yo era el primer catalán en sufrir dicha alteración, pronto fui recluido en el Hospital de Catalunya para ser estudiado con mayor detenimiento. De semejante época no guardo un mal recuerdo, pues todo el equipo médico me trataba con afecto y cordialidad. Cierto que me sometían a pruebas con una periodicidad abrumadora, pero a cambio tenía a mi disposición cualquier capricho que deseara. Mi madre acudía a visitarme todos los días y nos lo pasábamos muy bien. Luego, de repente, empezaron a llegar más chicos como yo, así que dejé de ser un caso aislado y perdí parte de mis privilegios.

»Un día el doctor Comelles nos llamó a mi madre y a mí, diciendo que ya habían encontrado la causa de todas las alteraciones que yo estaba padeciendo. Bueno, usted ya lo sabe, claro, hoy en día semejante mutación resulta del dominio público y a nadie causa asombro. Pero diez años atrás fue un verdadero shock emocional para mí.

»Bueno, no hace falta que le diga que mis padres habitaban en una zona rodeada de cables de alta tensión y de antenas tanto parabólicas como de radio-frecuencia. Al parecer semejante flujo electromagnético había desestabilizado el fenotipo de mis progenitores produciendo cierta mutación en su genoma, una mutación que yo heredé. El gen egoísta de mi ADN se recombinó gracias a las radiaciones ionizantes, mutando hasta adaptarme a un medio ambiente dominado por el bombardeo masivo de ciertas emisiones. Entonces comprendí la infinidad de extrañas imágenes que siempre invadían mi mente, así como las voces que parecía surgir de la nada. Yo había desarrollado en la parte superior de mi cerebro un receptor de televisión que captaba las ondas hertzianas mediante el bulto de mi nuca, una especie de potente antena creada a través de terminaciones nerviosas, y las transmitía mediante impulsos eléctricos haciéndolas inteligibles para mí.

—O sea que era usted un humano-televisor. —El entrevistador sonrió satisfecho.

—En efecto —Teo asintió complacido—, durante años he estado practicando con mi don hasta dominarlo por completo. Ahora ya soy capaz de bajar el volumen, dar o quitar color, cambiar de canal o simplemente desconectarme a voluntad. Por eso, cuando capté su anuncio, comprendí que yo también era un miembro adecuado para su club. Estoy harto de relacionarme con gente plana incapaz de captar la belleza que hay en las ondas que nos rodean. Necesito entablar relación con gente igual que yo, seres superiores con los que compartir mis sentimientos sin necesidad de utilizar aparatos rudimentarios.

—Bien —el otro suspiró complacido—, creo que está todo en orden. Por lo que parece, usted puede llegar a ser un digno miembro de nuestro club. Ya sabe que aquí sólo aceptamos genuinos hombres-televisor, aunque algún hombre-radio ha intentado ingresar en la cofradía con engaños. Nosotros somos un club de élite y sólo acogemos a los humanos más perfectos, no aceptamos seres medio desarrollados. El mundo será para quien domine los medios audiovisuales, nada pues de hombres-teléfono ni hombres-dínamo. Semejantes mutaciones están destinadas a desaparecer pues su capital genético no podrá adaptarse al entorno actual. Nosotros postulamos el emparejamiento entre individuos con las mismas características para que los hijos obtengan la transmisión de los caracteres adquiridos para bien de la especie humana.

—¿Lamarkismo? —Teo parpadeó.

—Si lo quiere usted llamar así... —El hombre frunció el ceño y miró de nuevo el informe en la pantalla—. Un momento, no he podido dejar de fijarme en un detalle que no me ha gustado. Espere usted aquí, vuelvo enseguida.

Teo observó cómo su entrevistador se levantaba y abandonaba la sala con rapidez. Una extraña sensación de desasosiego se apoderó de él. ¿Qué había pasado? Estaba deseando formar parte de aquel club selecto y poder relacionarse con seres como él, incluso acariciaba la idea de llegar a casarse con alguna mujer-televisor de buena figura y atractivas antenas de cien megahertzios...

Al cabo de unos instantes el hombre volvió a entrar en el despacho acompañado de un individuo de enorme cabeza (un cuarenta y siete pulgadas, seguro) que observó a Teo con ojo crítico.

—Soy el doctor Ericksson —dijo este último con voz bien modulada—, parece ser que se ha presentado un pequeño problema.

—¿Un problema? —Teo parpadeó con creciente ansiedad.

—¿Lo ha visto usted? —El primer hombre asió al médico por el brazo mostrando su nerviosismo.

—Sí, no hay la menor duda —el galeno asintió muy serio—. Tenía usted razón.

—¿Qué sucede? —Teo miró alternativamente a los otros dos sintiéndose cada vez más alarmado.

—Lo siento, joven —el doctor Ericksson mostró su pesar—, pero no podemos aceptarle a usted en nuestro club. No reúne las condiciones exigidas.

—¡Pero eso es ridículo! —Teo se sobresaltó—. ¡Soy un hombre-televisor, se lo juro! ¡Les aseguro que capto las imágenes en color y el sonido en estéreo! ¡Tengo una alta definición!

—Tal vez —el médico intercambió una mirada con su compañero—, pero por desgracia no cumple los requisitos. Pruebe en otro club menos exigente que el nuestro.

—Pero, ¿por qué?

—Usted parpadea, lo siento.

—¿Que yo parpadeo?

—Sí, usted posee una onda senoidal que recibe la frecuencia analógica, con líneas. Aquí sólo aceptamos definiciones digitales, muchacho. Usted no es apto.

—¡Dios mío!

Teo sintió como si todo se desvaneciera a su alrededor. Por fin comprendió por qué de un tiempo a aquella parte cada vez parecía captar menos señales en su cerebro, su recepción era obsoleta. La mutación desarrollada en sus genes no había sido la más adecuada y él estaba destinado a desaparecer sin dejar huella. Semejante a una mosca drosófila de laboratorio su vida sería breve y estéril, sin salida factible.

La evolución continuaba su marcha implacable. Debía dejar paso a otros caracteres hereditarios que fueran viables, mejor preparados para enfrentarse al futuro. Genes capaces de desarrollar una nueva generación más competente.

Una generación poseedora de alta definición.

Joan Antoni Fernández nació en Barcelona el año 1957, actualmente vive retirado en Argentona. Escritor desde su más tierna infancia ha ido pasando desde ensuciar paredes hasta pergeñar novelas en una progresión ascendente que parece no tener fin. Enfant terrible de la Ci-Fi hispana, ha sido ganador de premios fallidos como el ASCII o el Terra Ignota, que fenecieron sin que el pobre hombre viera un céntimo. Inasequible al desaliento, ha quedado finalista de premios como UPC, Ignotus, Alberto Magno, Espiral, El Melocotón Mecánico y Manuel de Pedrolo, premio éste que finalmente ganó en su edición del 2005. Ha publicado relatos, artículos y reseñas en Ciberpaís, Nexus, A Quien Corresponda, La Plaga, Maelström, Valis, Dark Star, Pulp Magazine, Nitecuento y Gigamesh, así como en las webs Ficción Científica, NGC 3660 y BEM On Line, donde además mantenía junto a Toni Segarra la sección Scrath! dedicada al mundo de los cómics. Que la mayoría de estas publicaciones haya ido cerrando es una simple coincidencia... según su abogado. También es colaborador habitual en todo tipo de libros de antologías, aunque sean de Star Trek ("Últimas Fronteras II"), habiendo participado en más de una docena de ellas (Espiral, Albemuth, Libro Andrómeda, etc.). Hasta la fecha ha publicado siete libros: "Reflejo en el agua", "Policía Sideral", "Vacío Imperfecto", “Esencia divina”, “La mirada del abismo”, “Democracia cibernética” y “A vuestras mentes dispersas”. Además, amenaza con nuevas publicaciones. Su madre piensa que escribe bien, su familia y amigos piensan que sólo escribe y él ni siquiera piensa.

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