Rogelio Ramos Signes
Cuando llegamos ya había tres personas en el
coche. Como no parecían estar cansadas, pensamos que acababan de llegar; tal
vez unos minutos antes que nosotros. Pero luego, cuando el señor de las botas
labradas, muy amable, se levantó de su asiento para encendernos los
cigarrillos, le vimos los hongos en la espalda y comprendimos que se trataba de
un hombre con mucha paciencia.
En la ventanilla que daba a
otras vías se reflejaba una cara. Luego de acostumbrarnos a la semioscuridad
del coche, supimos que era la verdadera cara de un viajante de comercio, hombre
ya entrado en décadas, que esperaba allí, como todos, el incierto momento de la
partida. Por la ventanilla, también, y por la sonrisa del viajante,
comprendimos que nos habíamos apresurado demasiado al sacar la comida del bolso
y terminar con las hamburguesas durante nuestra primera hora de espera.
Ella me dijo que el jueves a
las nueve de la mañana salía el colectivo de la escala, motivo por el cual
tendríamos que hacer tiempo en algún bar; algo más de cuatro horas, tal vez.
“Cuatro horas se pasan volando” le dije; y el reflejo del viajante en el vidrio
volvió a reírse por tercera vez, a dos horas de estar sentados. Había demasiada
neblina como para poder ver la trocha de los accidentes (así le decían) y hasta
parecía que las ventanillas hubieran estado empañadas por el lado de afuera
desde hacía mucho tiempo. En verdad estábamos aburridos y, tanto como para
sentir algo, sentíamos frío. El señor de las botas se ajustó la corbata y nos
estuvo mirando hasta bastante tarde.
La tercera persona, aparte de
nosotros, era un joven de anteojos oscuros, recostado en actitud indiferente
junto a una pila de libros. La cuarta, que subió dando saltitos de pájaro
mientras yo intentaba iniciar una charla con el joven de los anteojos, era una
mujercita diminuta de flequillo y traje sastre, que en cuanto ocupó su asiento
lo primero que hizo fue preguntarle a ella si ya habían pasado pidiendo los
boletos. Ella me miró y me dijo que la mujercita se parecía mucho a su prima de
la posta. “No. No han pasado pidiendo los boletos todavía” le contesté a la del
flequillo, y le recriminé a ella su mala costumbre de no contestar a las
preguntas.
Esa noche el hombre de las
botas labradas posiblemente tuvo una pesadilla, porque se levantó varias veces
y quiso estrangular al viajante de comercio, que terminó corriendo a lo largo
del pasillo y por entre los asientos desocupados, amenazándolo con un cuchillo.
“Después de cuatro meses uno se acostumbra” dijo el joven de los libros, y casi
al amanecer logró dormirse. La segunda pregunta de la pasajera del flequillo
hizo sonreír nuevamente la cara del viajante reflejada en el vidrio: “¿Se puede
saber a qué hora sale este tren?”.
Al día siguiente, bastante
temprano, oímos la campana de la estación, y tres o cuatro horas después,
cuando estábamos a punto de discutir, volvimos a escucharla. Ella, con mucha
resolución, me dijo que iba a ver si alguien podía servirnos el desayuno; pero,
al cabo de quince minutos volvió desorientada, y ya no quiso abrir la boca ni
siquiera para protestar. Es muy raro que se quede callada tanto tiempo seguido,
pensé. En una de ésas, el viaje es la solución.
A media mañana el joven
despertó de un salto, desparramando los libros por el pasillo. “Conmigo no se
meta” le gritó al señor de las botas labradas, mientras éste, sin moverse de su
asiento, le contestaba que a él ni lo tenía en cuenta. La mujer del flequillo,
indiferente a esa rencilla, se puso a hojear algunos libros. Luego, cuando el
joven se calmó (o cuando terminó de despertarse), intercambió con él algunas
opiniones, en voz muy baja pero que igual llegaban a mis oídos, acerca de una
novela policial en la que el muerto implícitamente hacía recaer las culpas
sobre un mayordomo imaginario. A poco de escuchar la conversación, supuse que
en un par de semanas, a lo sumo, esa pareja daría que hablar dentro del vagón.
A la tarde, desde la banderola
del baño, me llegaron unos silbidos como de alerta y un ruido de pasos a la
carrera. Yo estaba intrigado por unas cucarachas muertas y endurecidas que
encontré junto al inodoro, y no le presté atención a lo demás. Recién cuando
volví a los asientos del coche me di cuenta de que alguien se había sentado
junto a ella, que en ese momento estaba ofreciéndole pastillas en forma de
corazoncitos, y que luego se presentó como no sé quién, profesor de educación
física.
Hacía tiempo que no hablaba
tanto de fútbol como esa noche. El profesor, según dijo, viajaba para
presentarse en un programa de preguntas y respuestas en la televisión sobre el
tema de la selección nacional. En una libreta tenía consignados algunos nombres
que le costaba memorizar, pero no eran más de una docena. Sabía formaciones
completas de equipos de cincuenta años atrás, y recordaba hasta en los mínimos
detalles las jugadas que llevaron a los goles definitivos. En los días que
siguieron fuimos entrando en confianza, tanto que, a pedido suyo, yo iba
tomándole algunos datos fundamentales, que posiblemente figuraran en las
primeras preguntas del concurso. A veces, como una forma de descanso,
formábamos seleccionados posibles (sin preocuparnos por las diferentes épocas
de los jugadores) e imaginariamente los hacíamos enfrentar con tal o cual
equipo extranjero. Fueron días muy buenos, hasta que surgieron dos problemas
difíciles de superar; eso nos hizo sentar en diferentes puntas del coche.
Primero: que sus datos referidos a muchos años atrás no siempre concordaban con
las anécdotas de fútbol que mi padre me había contado (sagradas para mí) y
discutimos muy fuerte. Segundo: que empecé a darme cuenta de que ella se sentía
atraída por él.
Cuando la chica del flequillo,
al cabo de diez días, se cansó de preguntar qué pasaba con el tren que no
salía, comenzaron a aparecer cucarachas muertas bajo las botas labradas del
anciano, que, al parecer, dormía imperturbable desde la tarde anterior. Por
entonces ya era compañera de asiento del joven de los libros, e imaginé que se
acostaban juntos en cuanto vi forzada la puerta del otro vagón.
Creo que fue durante una
siesta cuando hicimos por primera vez las paces con el profesor de educación
física (digo por primera vez, porque hubo otras dos). Él, incluso, fue quien me
dijo que el viajante de comercio (que seguía reflejándose en el vidrio de la
ventanilla) no era lo que decía, sino un agente del gobierno con funciones
secretas a cumplir dentro del mismo vagón. Por eso cuando ella, en voz baja,
preguntó qué se traería entre manos, el profesor dijo que el joven de los
libros tampoco era lo que aparentaba, sino un activista estudiantil de
“nebulosa trayectoria”, palabras textuales. De ahí en más, como si se hubiese
desencajado algún elemento en un rompecabezas comandado por nadie, la joven del
flequillo comenzó a peinarse hacia un costado, adoptando unos anteojos redondos
de muy poco aumento. La incógnita, por entonces, siguió siendo el señor gordo
de las botas labradas que ya llevaba un día sin despertar.
Para ayudar a la convivencia,
centramos nuestro reducto de acción en el baño. Todas las mañanas ella barría
las cucarachas muertas, y después de la campana desayunábamos con las
provisiones del profesor, que parecían multiplicarse bíblicamente y hasta amenazaban
con durarnos toda la vida. Hicimos un juramento que no caducaría ni siquiera
cuando el tren hubiera partido, en el caso que el tren partiera alguna vez.
Fijamos un código de señas especiales con los dedos de la mano derecha, e
incluso nos dispusimos a la lucha frontal en cuanto el pasaje no respondiera a
los movimientos previstos.
Dos días después vino el
segundo problema con el profesor, cuando descubrí que quienes habían
descalabrado la puerta del otro vagón no eran los jóvenes estudiantes, sino él
en acuerdo con ella. Al parecer, la acción era simple y había contado con la
complicidad silenciosa de todos: ellos esperaban que yo me durmiera, para ir a
revolcarse entre los asientos, en unas orgías que duraban hasta el amanecer. La
chica de lentes (la ex joven del flequillo), ajena a nuestras sospechas acerca
de su relación con el muchacho de los libros, dijo que había visto al viejo
gordo mover una mano; eso quería decir que ya no dormía más, luego de tres días
seguidos. Por ese motivo empezamos a zamarrearlo y, como no logramos que
despertara, lo tiramos al suelo y le sacamos las botas labradas (que son las
que ahora llevo puestas). Recién fue cuando empezamos a despegarle los hongos
de la espalda y de la nuca que el vagón se llenó de ese inconfundible olor a
cadáver que anticipa el tránsito entre dos estados. Esa fue la primera vez que
vimos la cara del viajante de comercio fuera del reflejo en la ventana,
inclinada sobre el pecho del gordo descalzo, haciendo muecas de dolor,
desesperándose por hablar y finalmente dejando escapar un aullido interminable.
El profesor, que era el más
friolento, se quedó con el gabán del finado, motivo por el cual discutimos
mucho y casi nos golpeamos. Pero logré recapacitar a tiempo, y acepté que mi
resentimiento con ese hombre venía desde que descubrí su jueguito con ella, a
mis espaldas; y entonces sí, me dije que estaba mezclando dos cosas que nada
tenían que ver, y lo dejé que se quedara con el gabán.
Nunca comprendí la actitud de
ella, pero tampoco mi reacción; siempre nos habíamos movido con un criterio
bastante amplio. Ella tenía sus amigos y podía salir sin mí cuantas veces
quisiera. Pero esa vez había ido demasiado lejos, había comprometido el silencio
de personas que no conocíamos, y había dejado que mi desconocimiento me pusiera
en ridículo; todo eso retardó un poco más las segundas paces con el profesor.
El joven de los anteojos
oscuros nos permitió que dispusiéramos de algunos de sus libros para el funeral
del gordo. Con bastante esfuerzo, volvimos a sentarlo en el lugar donde había
estado siempre. Como las hojas eran demasiado pequeñas para envolverlo, tuvimos
que disponer de cuatro libros íntegros para poder empapelarlo hasta el cuello;
y si sólo dejamos visible la cabeza fue porque el viajante de comercio no podía
hacerse a la idea de que aquella cabeza de toro ya no formara parte de la pared
en que la habíamos conocido.
Esa tarde, la chica de lentes
y yo bajamos del coche y fuimos caminando hasta la estación. En el trayecto, no
tan breve como el recuerdo que de él tenía, me estuvo contando los problemas
que ocasiona el hecho de usar flequillo. “Eso calza la frente” me dijo, pero
parece que era un gusto de la madre verla peinada así, y ella sufría mucho por
ese motivo. “A mí siempre me gustaron las frentes bien amplias” me confesó.
Mientras caminábamos yo
pensaba qué cosas la relacionarían con la muerte del anciano gordo, y trataba
de imaginar hasta qué punto serían verdaderas las sospechas del profesor cuando
la relacionaba afectivamente con el joven de los libros. “Cuando cumplí veinte
años –me dijo– comencé a darme cuenta de que no debe descuidarse la parte
física. Aunque parezca algo superficial, no lo es, porque permite que nos
encontremos mejor dispuestos para enfrentar anímicamente cualquier tipo de
problemas.” Luego siguió comentándome algo acerca del flequillo, relacionado
con aquel tema, y yo le contesté que se la veía muy bien con el pelo hacia un
costado. “Ya cumplí los veinticuatro” me dijo casi en secreto, como si alguien
pudiera escucharla; y yo le contesté que apenas aparentaba dieciocho. A las
mujeres les encantan esas mentiras. Lo cierto es que estábamos llegando a la
primera oficina de la estación cuando vimos que un hombre, que estaba de
espaldas, escribía encorvado sobre una vieja máquina. Pero al detenernos frente
al transparente (todo fue cosa de un segundo), ya había desaparecido.
Estuvimos llamándolo hasta la
noche, pero recién apareció dos horas más tarde para decirnos que volviéramos
al vagón, que el tren partiría de un momento a otro.
Nos pareció ridículo decirle
que hacía más de un mes que esperábamos la partida del tren (él seguramente ya
lo sabía), así que regresamos sin ninguna prisa.
Cuando subimos al vagón, ella
miró a la joven de lentes como recriminándole mi tardanza; ¿sería porque
siempre pensamos que los demás son capaces de hacer lo que nosotros hacemos?;
pero si de algo ella podía estar segura era de mi fidelidad. En tanto, el gordo
muerto seguía supervisando, con la cabeza al descubierto, el movimiento normal
de lo que sucedía y de lo que no sucedía en el coche.
No recuerdo si fue esa noche o
al día siguiente cuando el profesor me acercó una aspirina para calmarme el
dolor de cabeza, e hicimos las paces por segunda vez. Aunque no lo conversamos,
quedó sentado que ella estaría permanentemente junto a mí; y que si él quería
decirle algo, antes tendría que consultarlo conmigo. Además explicitamos un
trabajo que él, y sólo él, debería realizar: tendría que ir pidiéndole al joven
de lentes oscuros que le prestara los libros, de uno en uno. La idea era tratar
de descubrir, a través de la lectura, su posible participación en la muerte del
anciano.
Como ya dije, no sé si fue esa
noche o al día siguiente cuando hicimos las paces con el profesor, pero sí
recuerdo perfectamente que era cerca del mediodía cuando quise sacar mi bolso
de atrás de la barandilla y, sin querer, tiré al suelo la valija de cartón del
viajante de comercio. Por la propia vejez de la cerradura, la valija se
despanzurró y aparecieron corpiños de los más variados modelos, tamaños y
colores. No tendría sentido negar que aquello fue una sorpresa; grata, para las
mujeres, y simplemente sorpresa para los demás. Recuerdo que el profesor me
dijo al oído que los corpiños tanto podían ser artículos de trabajo como el
motín ambulante de un fetichista degenerado. El viajante, lejos de molestarse o
de sonrojarse por la evidencia, guardó todo en la valija con sumo cuidado, y
dejó afuera dos corpiños, que le ofreció a las damas con un galante movimiento
de cabeza. Ella quedó encantada con el suyo (siempre le gustó la ropa íntima de
colores fuertes), y la joven de lentes lo guardó en la cartera, con apuro, casi
sin mirarlo y sin agradecer. Totalmente metido en su papel de investigador, esa
noche el profesor volvió a hacer otro tanto con la valija del viajante, que
esta vez no se abrió, pero que sirvió para descubrir que el hombre era mudo.
A las ocho de la mañana, como
todas las mañanas a esa hora, sonaron las campanadas y cada uno se dispuso a
realizar sus trabajos habituales. El profesor, a elucubrar argumentos
policiales de ínfima categoría; ella, a rasparse las uñas con una limita de acero,
por si le habían crecido desde la mañana anterior; el joven de los anteojos
oscuros, a marcar con trazos rojos algunas frases del libro que leía; la chica
de lentes (la ex joven del flequillo, ya se dijo), a ensayar caras de extrema
inocencia ante el vidrio de la ventanilla; el mudo (más conocido como el
viajante, o como el de los corpiños), a resoplar por la nariz, ante la
imposibilidad de decir con palabras “así es la vida”, refiriéndose a la muerte
del gordo, que ya había entrado en su segunda semana de resignada
descomposición; y yo, ¿qué puedo decir de mí, salvo que andaba espiando, sólo
por ver si cruzaban entre ellos alguna mirada digna de recordar?
En la víspera de Navidad
llegamos a la conclusión de que no teníamos con nosotros nada que pudiera
servirnos para festejar esa fecha. Ellas fueron dos veces hasta la estación
para ver si conseguían algo, pero sólo encontraron las ventanas y las puertas invadidas
por telarañas. Sin otra posibilidad más que el desencanto, volvimos a la
desazón de los primeros días. La chica de lentes y yo, de puro aburridos,
comenzamos a leer los libros del joven; ella conversó con el profesor (bajo mi
consentimiento, que quede claro) y descubrieron que contándose chistes, y
anotándolos en un cuaderno, podían pasar un par de días divertidos; el
profesor, además, me pidió prestadas las botas del muerto y se entretuvo casi
una semana con eso; y entre todos nos fuimos turnando para sentarnos junto al
viajante de corpiños y hacerle compañía durante sus múltiples suspiros de
nariz. Puedo asegurar, sin equivocarme, que ni siquiera nos dimos cuenta de los
cambios ocurridos en el nuevo año, en los que recién reparamos un mes después.
A saber: la campana dejó de sonar a las ocho para sonar a las ocho y media;
desaparecieron del baño las cucarachas muertas; y el pelo del profesor, antes
ligeramente canoso, cobró un tinte amarillento que, desde su apariencia
deportiva y ganadora, lo arrojó sin escalas a la decrepitud. Otro tanto sucedió
a mediados de febrero, cuando descubrimos que desde la puerta del coche hasta
la primera oficina de la estación ya no había 148 pasos de bota, sino 234; y,
hacia fines de marzo, 325 pasos de mujer, lo que significaba algo así como 290
y hasta 295 pasos de los nuestros. Ya para entonces, el joven de los libros
había dejado de usar los dientes postizos, lo que reveló su edad verdadera, y
ella me confesó que ya no me aguantaba, pasándose los días íntegros junto al
mudo. El profesor me dijo que ese era un clásico comportamiento de coquetería
femenina, porque ella deseaba, en verdad, estrenar uno corpiño cada día; “hasta
agotar stock” como hubiesen dicho en la radio. Entonces vino la tercera pelea
entre el profesor y yo, esa vez a los golpes. Batalla en la cual yo fui el más
estropeado, o el único, pero en ningún momento dejé de defenderla,
atribuyéndole todos los defectos que se me ocurrieron, menos el de interesada.
Pero sucedió que en esos días, casi a principios de abril, tuvimos una semana
de muchísimo calor, acrecentado aún más por las chapas metálicas del coche, sin
aislación alguna, y anduvimos casi desnudos. Por eso no tuve más remedio que
pedirle disculpas al profesor de educación física, pues ella lució en esa
semana casi todos los corpiños de la valija, convirtiendo el pasillo del vagón
en la pasarela de un desfile de modas. Luego vinieron tres días de lluvia, en
los que salimos a bañarnos a un costado del tren, todos amigos y sin
inhibiciones, sin ningún tipo de compromiso entre nosotros, aunque el más
perjudicado volví a ser yo. La chica de lentes resultó tener un cuerpo
increíble bajo el pacato traje sastre, y el primero en sentir el llamado de la
naturaleza fue el joven de los libros, que desnudo y mal alimentado parecía una
rana escuálida. O sea que ella pasó a segundo plano frente al éxito de la chica
de lentes, que sin lentes y sin flequillo era aún mejor, y creo que todos
tuvimos algo que agradecerle esa noche; la primera noche de lluvia.
Casi al amanecer, por sobre el
ruido ensordecedor del agua golpeando en el techo del vagón, oímos los quejidos
del joven que, con una pulmonía y una debilidad insalvable, aullaba de muerte.
Al día siguiente, tal vez por la lluvia, no escuchamos la campana, pero igual,
suponiendo que ya había sonado y como el joven hacía varias horas que no
respiraba, comenzamos a rodearle el cuerpo con las hojas de los libros que
quedaban, hasta cubrirlo completamente. Luego lo sentamos junto al bulto de
papeles descoloridos que marcaban el sitio donde alguna vez hubo un hombre
gordo, y no volvimos a reparar en él hasta que terminó la lluvia, dos días
después.
Al cabo de esos dos días, el
mudo tomó las riendas del vagón, que es una manera folclórica de decir que se
hizo cargo de todas las decisiones. Reconozco que con gestos y señas se hizo
entender bastante bien, y organizó el trabajo para detener la correntada de
agua que, bajando desde el oeste, entraba por la puerta del fondo. Tal vez esos
días fueron los peores, ya que no pudimos distraernos ni un segundo. No tuve
tiempo ni siquiera para disculparla o para llorarla, cuando el profesor la
trajo ahogada desde el otro vagón. Simplemente le dije que la tirara por la
ventanilla, como habíamos hecho esa mañana con los otros dos, y le pedí que nos
ayudara a sostener la puerta, porque con tantas arremetidas del agua terminaría
desintegrándose.
No sé bien cuántos días
estuvimos así, pero recuerdo que la mañana en que pudimos abrir la puerta sin
miedo al agua tampoco escuchamos la campana. Un vaho putrefacto se levantó en
los campos y también en el vagón, y si la niebla era la forma física de ese
vaho, también cubrió la trocha de los accidentes y el aire, hasta mucho más
arriba de nuestras cabezas. Las ventanillas chorrearon un líquido amarillento,
con mucho más de viejos vómitos que de herrumbre, y el barro se endureció sobre
los asientos, que crujieron penosamente resignándose al nuevo huésped.
Por entonces, a pesar de que
ya nos habíamos acostumbrado a no comer, la chica de lentes volvió de una de
sus excursiones con la falda llena de cangrejos, que devoramos en un santiamén
y salimos a buscar más. De una de esas recorridas, que duraron desde el fin de
la inundación hasta que volvió a alzarse el polvo a los costados del tren, una
semana después o algo así, fue que el profesor no regresó; y, como había dejado
su portafolios colgado en el perchero del baño, lo dimos por muerto en algún
lugar más allá de nuestra vista. Confieso que en lo más profundo, en lo más
oscuro de mis sentimientos, experimenté un alivio o una variedad de alegría que
todavía no puedo descifrar.
Cuando al cabo de esa semana
amainaron los vientos y se afianzaron el sol y el frío, volvimos a ver la
estación, casi a la distancia de siempre, y no quisimos contar los pasos;
simplemente nos echamos a caminar. El viajante abrazó por la cintura a la chica
de lentes, y ella me tomó del brazo. Antes de subir a la camioneta de la
policía, que colaboraba con las brigadas de salvataje, decidimos hacernos los
mudos, para que no nos abrumaran con preguntas. La verdad es que eso no le
costó demasiado al viajante de corpiños. Todavía me río cada vez que me
acuerdo.
Rogelio Ramos Signes nació en San Juan en 1950,
pero reside en San Miguel de Tucumán desde 1972. Publicó numerosos cuentos y
microficciones en antologías y revistas, y los siguientes libros: Las escamas del señor Crisolaras (cuentos, 1983) Diario del tiempo en la nieve (novela, 1985),
En los límites del aire, de Heraldo
Cuevas (novela, 1986), Soledad del
mono en compañía (poesía, 1994), Polvo
de ladrillos (ensayos, 1995), El
ombligo de piedra (ensayos, 2000), En
busca de los vestuarios (novela, 2005), Un
erizo en el andamio (ensayos, 2006), La
casa de té (poesía, 2009), Por amor a
Bulgaria (novela, 2009), Todo dicho
que camina (microrrelatos, 2009), La
sobrina de Úrsula (novela, 2015) y Hotel Carballido (poesía, 2023).
En 2022 y solo en formato digital, se había publicado otro libro de poesía: Eleanor
Rigby. Fue compilador de tres antologías:
Monoambientes, microficciones del NOA
(2008), Ajenos al vecindario (poesía, 2009) y Cuaderno
Laprida (microrrelatos), en colaboración con Julio Estefan (2016).

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