sábado, 22 de noviembre de 2025

EL TREN, LA LLUVIA, ELLA Y LOS CANGREJOS

Rogelio Ramos Signes

 

Cuando llegamos ya había tres personas en el coche. Como no parecían estar cansadas, pensamos que acababan de llegar; tal vez unos minutos antes que nosotros. Pero luego, cuando el señor de las botas labradas, muy amable, se levantó de su asiento para encendernos los cigarrillos, le vimos los hongos en la espalda y comprendimos que se trataba de un hombre con mucha paciencia.

En la ventanilla que daba a otras vías se reflejaba una cara. Luego de acostumbrarnos a la semioscuridad del coche, supimos que era la verdadera cara de un viajante de comercio, hombre ya entrado en décadas, que esperaba allí, como todos, el incierto momento de la partida. Por la ventanilla, también, y por la sonrisa del viajante, comprendimos que nos habíamos apresurado demasiado al sacar la comida del bolso y terminar con las hamburguesas durante nuestra primera hora de espera.

Ella me dijo que el jueves a las nueve de la mañana salía el colectivo de la escala, motivo por el cual tendríamos que hacer tiempo en algún bar; algo más de cuatro horas, tal vez. “Cuatro horas se pasan volando” le dije; y el reflejo del viajante en el vidrio volvió a reírse por tercera vez, a dos horas de estar sentados. Había demasiada neblina como para poder ver la trocha de los accidentes (así le decían) y hasta parecía que las ventanillas hubieran estado empañadas por el lado de afuera desde hacía mucho tiempo. En verdad estábamos aburridos y, tanto como para sentir algo, sentíamos frío. El señor de las botas se ajustó la corbata y nos estuvo mirando hasta bastante tarde.

La tercera persona, aparte de nosotros, era un joven de anteojos oscuros, recostado en actitud indiferente junto a una pila de libros. La cuarta, que subió dando saltitos de pájaro mientras yo intentaba iniciar una charla con el joven de los anteojos, era una mujercita diminuta de flequillo y traje sastre, que en cuanto ocupó su asiento lo primero que hizo fue preguntarle a ella si ya habían pasado pidiendo los boletos. Ella me miró y me dijo que la mujercita se parecía mucho a su prima de la posta. “No. No han pasado pidiendo los boletos todavía” le contesté a la del flequillo, y le recriminé a ella su mala costumbre de no contestar a las preguntas.

Esa noche el hombre de las botas labradas posiblemente tuvo una pesadilla, porque se levantó varias veces y quiso estrangular al viajante de comercio, que terminó corriendo a lo largo del pasillo y por entre los asientos desocupados, amenazándolo con un cuchillo. “Después de cuatro meses uno se acostumbra” dijo el joven de los libros, y casi al amanecer logró dormirse. La segunda pregunta de la pasajera del flequillo hizo sonreír nuevamente la cara del viajante reflejada en el vidrio: “¿Se puede saber a qué hora sale este tren?”.

Al día siguiente, bastante temprano, oímos la campana de la estación, y tres o cuatro horas después, cuando estábamos a punto de discutir, volvimos a escucharla. Ella, con mucha resolución, me dijo que iba a ver si alguien podía servirnos el desayuno; pero, al cabo de quince minutos volvió desorientada, y ya no quiso abrir la boca ni siquiera para protestar. Es muy raro que se quede callada tanto tiempo seguido, pensé. En una de ésas, el viaje es la solución.

A media mañana el joven despertó de un salto, desparramando los libros por el pasillo. “Conmigo no se meta” le gritó al señor de las botas labradas, mientras éste, sin moverse de su asiento, le contestaba que a él ni lo tenía en cuenta. La mujer del flequillo, indiferente a esa rencilla, se puso a hojear algunos libros. Luego, cuando el joven se calmó (o cuando terminó de despertarse), intercambió con él algunas opiniones, en voz muy baja pero que igual llegaban a mis oídos, acerca de una novela policial en la que el muerto implícitamente hacía recaer las culpas sobre un mayordomo imaginario. A poco de escuchar la conversación, supuse que en un par de semanas, a lo sumo, esa pareja daría que hablar dentro del vagón.

A la tarde, desde la banderola del baño, me llegaron unos silbidos como de alerta y un ruido de pasos a la carrera. Yo estaba intrigado por unas cucarachas muertas y endurecidas que encontré junto al inodoro, y no le presté atención a lo demás. Recién cuando volví a los asientos del coche me di cuenta de que alguien se había sentado junto a ella, que en ese momento estaba ofreciéndole pastillas en forma de corazoncitos, y que luego se presentó como no sé quién, profesor de educación física.

Hacía tiempo que no hablaba tanto de fútbol como esa noche. El profesor, según dijo, viajaba para presentarse en un programa de preguntas y respuestas en la televisión sobre el tema de la selección nacional. En una libreta tenía consignados algunos nombres que le costaba memorizar, pero no eran más de una docena. Sabía formaciones completas de equipos de cincuenta años atrás, y recordaba hasta en los mínimos detalles las jugadas que llevaron a los goles definitivos. En los días que siguieron fuimos entrando en confianza, tanto que, a pedido suyo, yo iba tomándole algunos datos fundamentales, que posiblemente figuraran en las primeras preguntas del concurso. A veces, como una forma de descanso, formábamos seleccionados posibles (sin preocuparnos por las diferentes épocas de los jugadores) e imaginariamente los hacíamos enfrentar con tal o cual equipo extranjero. Fueron días muy buenos, hasta que surgieron dos problemas difíciles de superar; eso nos hizo sentar en diferentes puntas del coche. Primero: que sus datos referidos a muchos años atrás no siempre concordaban con las anécdotas de fútbol que mi padre me había contado (sagradas para mí) y discutimos muy fuerte. Segundo: que empecé a darme cuenta de que ella se sentía atraída por él.

Cuando la chica del flequillo, al cabo de diez días, se cansó de preguntar qué pasaba con el tren que no salía, comenzaron a aparecer cucarachas muertas bajo las botas labradas del anciano, que, al parecer, dormía imperturbable desde la tarde anterior. Por entonces ya era compañera de asiento del joven de los libros, e imaginé que se acostaban juntos en cuanto vi forzada la puerta del otro vagón.

Creo que fue durante una siesta cuando hicimos por primera vez las paces con el profesor de educación física (digo por primera vez, porque hubo otras dos). Él, incluso, fue quien me dijo que el viajante de comercio (que seguía reflejándose en el vidrio de la ventanilla) no era lo que decía, sino un agente del gobierno con funciones secretas a cumplir dentro del mismo vagón. Por eso cuando ella, en voz baja, preguntó qué se traería entre manos, el profesor dijo que el joven de los libros tampoco era lo que aparentaba, sino un activista estudiantil de “nebulosa trayectoria”, palabras textuales. De ahí en más, como si se hubiese desencajado algún elemento en un rompecabezas comandado por nadie, la joven del flequillo comenzó a peinarse hacia un costado, adoptando unos anteojos redondos de muy poco aumento. La incógnita, por entonces, siguió siendo el señor gordo de las botas labradas que ya llevaba un día sin despertar.

Para ayudar a la convivencia, centramos nuestro reducto de acción en el baño. Todas las mañanas ella barría las cucarachas muertas, y después de la campana desayunábamos con las provisiones del profesor, que parecían multiplicarse bíblicamente y hasta amenazaban con durarnos toda la vida. Hicimos un juramento que no caducaría ni siquiera cuando el tren hubiera partido, en el caso que el tren partiera alguna vez. Fijamos un código de señas especiales con los dedos de la mano derecha, e incluso nos dispusimos a la lucha frontal en cuanto el pasaje no respondiera a los movimientos previstos.

Dos días después vino el segundo problema con el profesor, cuando descubrí que quienes habían descalabrado la puerta del otro vagón no eran los jóvenes estudiantes, sino él en acuerdo con ella. Al parecer, la acción era simple y había contado con la complicidad silenciosa de todos: ellos esperaban que yo me durmiera, para ir a revolcarse entre los asientos, en unas orgías que duraban hasta el amanecer. La chica de lentes (la ex joven del flequillo), ajena a nuestras sospechas acerca de su relación con el muchacho de los libros, dijo que había visto al viejo gordo mover una mano; eso quería decir que ya no dormía más, luego de tres días seguidos. Por ese motivo empezamos a zamarrearlo y, como no logramos que despertara, lo tiramos al suelo y le sacamos las botas labradas (que son las que ahora llevo puestas). Recién fue cuando empezamos a despegarle los hongos de la espalda y de la nuca que el vagón se llenó de ese inconfundible olor a cadáver que anticipa el tránsito entre dos estados. Esa fue la primera vez que vimos la cara del viajante de comercio fuera del reflejo en la ventana, inclinada sobre el pecho del gordo descalzo, haciendo muecas de dolor, desesperándose por hablar y finalmente dejando escapar un aullido interminable.

El profesor, que era el más friolento, se quedó con el gabán del finado, motivo por el cual discutimos mucho y casi nos golpeamos. Pero logré recapacitar a tiempo, y acepté que mi resentimiento con ese hombre venía desde que descubrí su jueguito con ella, a mis espaldas; y entonces sí, me dije que estaba mezclando dos cosas que nada tenían que ver, y lo dejé que se quedara con el gabán.

Nunca comprendí la actitud de ella, pero tampoco mi reacción; siempre nos habíamos movido con un criterio bastante amplio. Ella tenía sus amigos y podía salir sin mí cuantas veces quisiera. Pero esa vez había ido demasiado lejos, había comprometido el silencio de personas que no conocíamos, y había dejado que mi desconocimiento me pusiera en ridículo; todo eso retardó un poco más las segundas paces con el profesor.

El joven de los anteojos oscuros nos permitió que dispusiéramos de algunos de sus libros para el funeral del gordo. Con bastante esfuerzo, volvimos a sentarlo en el lugar donde había estado siempre. Como las hojas eran demasiado pequeñas para envolverlo, tuvimos que disponer de cuatro libros íntegros para poder empapelarlo hasta el cuello; y si sólo dejamos visible la cabeza fue porque el viajante de comercio no podía hacerse a la idea de que aquella cabeza de toro ya no formara parte de la pared en que la habíamos conocido.

Esa tarde, la chica de lentes y yo bajamos del coche y fuimos caminando hasta la estación. En el trayecto, no tan breve como el recuerdo que de él tenía, me estuvo contando los problemas que ocasiona el hecho de usar flequillo. “Eso calza la frente” me dijo, pero parece que era un gusto de la madre verla peinada así, y ella sufría mucho por ese motivo. “A mí siempre me gustaron las frentes bien amplias” me confesó.

Mientras caminábamos yo pensaba qué cosas la relacionarían con la muerte del anciano gordo, y trataba de imaginar hasta qué punto serían verdaderas las sospechas del profesor cuando la relacionaba afectivamente con el joven de los libros. “Cuando cumplí veinte años –me dijo– comencé a darme cuenta de que no debe descuidarse la parte física. Aunque parezca algo superficial, no lo es, porque permite que nos encontremos mejor dispuestos para enfrentar anímicamente cualquier tipo de problemas.” Luego siguió comentándome algo acerca del flequillo, relacionado con aquel tema, y yo le contesté que se la veía muy bien con el pelo hacia un costado. “Ya cumplí los veinticuatro” me dijo casi en secreto, como si alguien pudiera escucharla; y yo le contesté que apenas aparentaba dieciocho. A las mujeres les encantan esas mentiras. Lo cierto es que estábamos llegando a la primera oficina de la estación cuando vimos que un hombre, que estaba de espaldas, escribía encorvado sobre una vieja máquina. Pero al detenernos frente al transparente (todo fue cosa de un segundo), ya había desaparecido.

Estuvimos llamándolo hasta la noche, pero recién apareció dos horas más tarde para decirnos que volviéramos al vagón, que el tren partiría de un momento a otro.

Nos pareció ridículo decirle que hacía más de un mes que esperábamos la partida del tren (él seguramente ya lo sabía), así que regresamos sin ninguna prisa.

Cuando subimos al vagón, ella miró a la joven de lentes como recriminándole mi tardanza; ¿sería porque siempre pensamos que los demás son capaces de hacer lo que nosotros hacemos?; pero si de algo ella podía estar segura era de mi fidelidad. En tanto, el gordo muerto seguía supervisando, con la cabeza al descubierto, el movimiento normal de lo que sucedía y de lo que no sucedía en el coche.

No recuerdo si fue esa noche o al día siguiente cuando el profesor me acercó una aspirina para calmarme el dolor de cabeza, e hicimos las paces por segunda vez. Aunque no lo conversamos, quedó sentado que ella estaría permanentemente junto a mí; y que si él quería decirle algo, antes tendría que consultarlo conmigo. Además explicitamos un trabajo que él, y sólo él, debería realizar: tendría que ir pidiéndole al joven de lentes oscuros que le prestara los libros, de uno en uno. La idea era tratar de descubrir, a través de la lectura, su posible participación en la muerte del anciano.

Como ya dije, no sé si fue esa noche o al día siguiente cuando hicimos las paces con el profesor, pero sí recuerdo perfectamente que era cerca del mediodía cuando quise sacar mi bolso de atrás de la barandilla y, sin querer, tiré al suelo la valija de cartón del viajante de comercio. Por la propia vejez de la cerradura, la valija se despanzurró y aparecieron corpiños de los más variados modelos, tamaños y colores. No tendría sentido negar que aquello fue una sorpresa; grata, para las mujeres, y simplemente sorpresa para los demás. Recuerdo que el profesor me dijo al oído que los corpiños tanto podían ser artículos de trabajo como el motín ambulante de un fetichista degenerado. El viajante, lejos de molestarse o de sonrojarse por la evidencia, guardó todo en la valija con sumo cuidado, y dejó afuera dos corpiños, que le ofreció a las damas con un galante movimiento de cabeza. Ella quedó encantada con el suyo (siempre le gustó la ropa íntima de colores fuertes), y la joven de lentes lo guardó en la cartera, con apuro, casi sin mirarlo y sin agradecer. Totalmente metido en su papel de investigador, esa noche el profesor volvió a hacer otro tanto con la valija del viajante, que esta vez no se abrió, pero que sirvió para descubrir que el hombre era mudo.

A las ocho de la mañana, como todas las mañanas a esa hora, sonaron las campanadas y cada uno se dispuso a realizar sus trabajos habituales. El profesor, a elucubrar argumentos policiales de ínfima categoría; ella, a rasparse las uñas con una limita de acero, por si le habían crecido desde la mañana anterior; el joven de los anteojos oscuros, a marcar con trazos rojos algunas frases del libro que leía; la chica de lentes (la ex joven del flequillo, ya se dijo), a ensayar caras de extrema inocencia ante el vidrio de la ventanilla; el mudo (más conocido como el viajante, o como el de los corpiños), a resoplar por la nariz, ante la imposibilidad de decir con palabras “así es la vida”, refiriéndose a la muerte del gordo, que ya había entrado en su segunda semana de resignada descomposición; y yo, ¿qué puedo decir de mí, salvo que andaba espiando, sólo por ver si cruzaban entre ellos alguna mirada digna de recordar?

En la víspera de Navidad llegamos a la conclusión de que no teníamos con nosotros nada que pudiera servirnos para festejar esa fecha. Ellas fueron dos veces hasta la estación para ver si conseguían algo, pero sólo encontraron las ventanas y las puertas invadidas por telarañas. Sin otra posibilidad más que el desencanto, volvimos a la desazón de los primeros días. La chica de lentes y yo, de puro aburridos, comenzamos a leer los libros del joven; ella conversó con el profesor (bajo mi consentimiento, que quede claro) y descubrieron que contándose chistes, y anotándolos en un cuaderno, podían pasar un par de días divertidos; el profesor, además, me pidió prestadas las botas del muerto y se entretuvo casi una semana con eso; y entre todos nos fuimos turnando para sentarnos junto al viajante de corpiños y hacerle compañía durante sus múltiples suspiros de nariz. Puedo asegurar, sin equivocarme, que ni siquiera nos dimos cuenta de los cambios ocurridos en el nuevo año, en los que recién reparamos un mes después. A saber: la campana dejó de sonar a las ocho para sonar a las ocho y media; desaparecieron del baño las cucarachas muertas; y el pelo del profesor, antes ligeramente canoso, cobró un tinte amarillento que, desde su apariencia deportiva y ganadora, lo arrojó sin escalas a la decrepitud. Otro tanto sucedió a mediados de febrero, cuando descubrimos que desde la puerta del coche hasta la primera oficina de la estación ya no había 148 pasos de bota, sino 234; y, hacia fines de marzo, 325 pasos de mujer, lo que significaba algo así como 290 y hasta 295 pasos de los nuestros. Ya para entonces, el joven de los libros había dejado de usar los dientes postizos, lo que reveló su edad verdadera, y ella me confesó que ya no me aguantaba, pasándose los días íntegros junto al mudo. El profesor me dijo que ese era un clásico comportamiento de coquetería femenina, porque ella deseaba, en verdad, estrenar uno corpiño cada día; “hasta agotar stock” como hubiesen dicho en la radio. Entonces vino la tercera pelea entre el profesor y yo, esa vez a los golpes. Batalla en la cual yo fui el más estropeado, o el único, pero en ningún momento dejé de defenderla, atribuyéndole todos los defectos que se me ocurrieron, menos el de interesada. Pero sucedió que en esos días, casi a principios de abril, tuvimos una semana de muchísimo calor, acrecentado aún más por las chapas metálicas del coche, sin aislación alguna, y anduvimos casi desnudos. Por eso no tuve más remedio que pedirle disculpas al profesor de educación física, pues ella lució en esa semana casi todos los corpiños de la valija, convirtiendo el pasillo del vagón en la pasarela de un desfile de modas. Luego vinieron tres días de lluvia, en los que salimos a bañarnos a un costado del tren, todos amigos y sin inhibiciones, sin ningún tipo de compromiso entre nosotros, aunque el más perjudicado volví a ser yo. La chica de lentes resultó tener un cuerpo increíble bajo el pacato traje sastre, y el primero en sentir el llamado de la naturaleza fue el joven de los libros, que desnudo y mal alimentado parecía una rana escuálida. O sea que ella pasó a segundo plano frente al éxito de la chica de lentes, que sin lentes y sin flequillo era aún mejor, y creo que todos tuvimos algo que agradecerle esa noche; la primera noche de lluvia.

Casi al amanecer, por sobre el ruido ensordecedor del agua golpeando en el techo del vagón, oímos los quejidos del joven que, con una pulmonía y una debilidad insalvable, aullaba de muerte. Al día siguiente, tal vez por la lluvia, no escuchamos la campana, pero igual, suponiendo que ya había sonado y como el joven hacía varias horas que no respiraba, comenzamos a rodearle el cuerpo con las hojas de los libros que quedaban, hasta cubrirlo completamente. Luego lo sentamos junto al bulto de papeles descoloridos que marcaban el sitio donde alguna vez hubo un hombre gordo, y no volvimos a reparar en él hasta que terminó la lluvia, dos días después.

Al cabo de esos dos días, el mudo tomó las riendas del vagón, que es una manera folclórica de decir que se hizo cargo de todas las decisiones. Reconozco que con gestos y señas se hizo entender bastante bien, y organizó el trabajo para detener la correntada de agua que, bajando desde el oeste, entraba por la puerta del fondo. Tal vez esos días fueron los peores, ya que no pudimos distraernos ni un segundo. No tuve tiempo ni siquiera para disculparla o para llorarla, cuando el profesor la trajo ahogada desde el otro vagón. Simplemente le dije que la tirara por la ventanilla, como habíamos hecho esa mañana con los otros dos, y le pedí que nos ayudara a sostener la puerta, porque con tantas arremetidas del agua terminaría desintegrándose.

No sé bien cuántos días estuvimos así, pero recuerdo que la mañana en que pudimos abrir la puerta sin miedo al agua tampoco escuchamos la campana. Un vaho putrefacto se levantó en los campos y también en el vagón, y si la niebla era la forma física de ese vaho, también cubrió la trocha de los accidentes y el aire, hasta mucho más arriba de nuestras cabezas. Las ventanillas chorrearon un líquido amarillento, con mucho más de viejos vómitos que de herrumbre, y el barro se endureció sobre los asientos, que crujieron penosamente resignándose al nuevo huésped.

Por entonces, a pesar de que ya nos habíamos acostumbrado a no comer, la chica de lentes volvió de una de sus excursiones con la falda llena de cangrejos, que devoramos en un santiamén y salimos a buscar más. De una de esas recorridas, que duraron desde el fin de la inundación hasta que volvió a alzarse el polvo a los costados del tren, una semana después o algo así, fue que el profesor no regresó; y, como había dejado su portafolios colgado en el perchero del baño, lo dimos por muerto en algún lugar más allá de nuestra vista. Confieso que en lo más profundo, en lo más oscuro de mis sentimientos, experimenté un alivio o una variedad de alegría que todavía no puedo descifrar.

Cuando al cabo de esa semana amainaron los vientos y se afianzaron el sol y el frío, volvimos a ver la estación, casi a la distancia de siempre, y no quisimos contar los pasos; simplemente nos echamos a caminar. El viajante abrazó por la cintura a la chica de lentes, y ella me tomó del brazo. Antes de subir a la camioneta de la policía, que colaboraba con las brigadas de salvataje, decidimos hacernos los mudos, para que no nos abrumaran con preguntas. La verdad es que eso no le costó demasiado al viajante de corpiños. Todavía me río cada vez que me acuerdo.

Rogelio Ramos Signes nació en San Juan en 1950, pero reside en San Miguel de Tucumán desde 1972. Publicó numerosos cuentos y microficciones en antologías y revistas, y los siguientes libros: Las escamas del señor Crisolaras (cuentos, 1983) Diario del tiempo en la nieve (novela, 1985), En los límites del aire, de Heraldo Cuevas (novela, 1986), Soledad del mono en compañía (poesía, 1994), Polvo de ladrillos (ensayos, 1995), El ombligo de piedra (ensayos, 2000), En busca de los vestuarios (novela, 2005), Un erizo en el andamio (ensayos, 2006), La casa de té (poesía, 2009), Por amor a Bulgaria (novela, 2009), Todo dicho que camina (microrrelatos, 2009), La sobrina de Úrsula (novela, 2015) y Hotel Carballido (poesía, 2023). En 2022 y solo en formato digital, se había publicado otro libro de poesía: Eleanor Rigby. Fue compilador de tres antologías: Monoambientes, microficciones del NOA (2008), Ajenos al vecindario (poesía, 2009) y Cuaderno Laprida (microrrelatos), en colaboración con Julio Estefan (2016). 

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