Rogelio Ramos Signes
No está en los libros, por supuesto; ni tampoco en el
álbum de familia; ni en el periódico del pueblo. Estaba hasta hace poco entre
los relatos de doña Zulma Clavijo, ya fallecida, y en los rezos de Alcira Chicahuala,
entontecida al caer de un árbol. Y nada más.
El periódico del pueblo,
justo es reconocerlo, son cuatro hojas dobladas impresas al viejo estilo, con
tipos de plomo que transparentan por elevación el texto de la página anterior.
El pequeño periódico del pueblo es un catálogo de nacimientos y de muertes,
matizado por algún casamiento al que siempre asiste el cronista. A no ser por
una crítica constante al gobierno (representado por un delegado comunal, un
concejal que hace las veces de secretario, cuatro empleados para alumbrado y
limpieza, y una cocinera) el periódico bien podría ser un boletín del Registro
Civil. La crítica sistemática a la acción del gobierno ya es un acto
folclórico, que se repite y que no hace mella, sostenido por Estaudino Palomar.
Ese estilo fue impuesto por el primer Estaudino Palomar, abuelo de este; viejo
anarquista llegado a La Caleta allá por los años 20, cuando la oposición al
gobierno era una forma de vida. Pero el Estaudino Palomar (nieto) es amigo del
delegado comunal y de su media docena de subordinados. Si hoy sigue criticando
a los funcionarios es porque así lo exigen las reglas del juego, inofensivas ya
y nunca cuestionadas por la administración comunal.
Visto con ojos de ciudad, un
pequeño pueblo como éste puede parecer el paraíso. Visto con ojos de aquí, esto
es hastío y es cárcel, difícilmente entretenimiento y casi siempre desazón. En
este espacio (del poblado al bosque, del bosque a la playa siempre solitaria, y
de la playa a la caleta) transcurrió la vida de Ludmila. Como la vida de tantas
otras niñas, la vida de Ludmila fueron horas y horas de lectura, encerrada en
su habitación de gruesos troncos, a veces mirando por la ventana a los hombres
que iban al aserradero, a veces soñando con otro mundo mucho mejor, y sin saber
cómo decirlo.
Su historia es muy sencilla.
Llegó aquí dos meses antes de nacer, en el vientre de su mamá y tras un largo
viaje desde una de esas ciudades grandes que miran a los pueblos pequeños como
quien mira el paraíso. Su madre, muy joven y muy bella bailarina de un teatro,
siempre le echó a Ludmila la culpa de haber truncado su carrera. (Hay algunas bailarinas muy jóvenes que no
deberían ser madres). Y su padre, un hombre algo mayor y bastante enfermo,
que escapaba de una familia repleta de rezongos, mujer gritona e hijos
desobedientes, huyó con la joven bailarina a punto de ser madre hasta este
pequeño pueblo de La Caleta, pero murió al poco tiempo. (Hay algunos hombres mayores, muy enfermos, que no deberían alejarse del
radio de la medicina y de los médicos que la aplican en las grandes ciudades).
Desde muy pequeña, Ludmila
debió barrer y restregar y lavar y planchar y cocinar para ella y para una mamá
que seguía siendo joven, aunque no lo parecía. Además, su madre ya no bailaba,
salvo en las noches frente al espejo del ropero cuando suponía que la niña
dormía. Es que, en verdad, estaba muy deprimida y no podía barrer ni restregar
ni lavar ni planchar ni cocinar para ella y para Ludmila. “Después de todo –se
decía– la niña sólo tiene que preparar el desayuno, hacer las compras, resolver
el almuerzo, ir a la escuela, hacer los deberes para el día siguiente y cuidar
la huerta” porque de eso vivían. “Pero su principal ocupación –continuaba
diciéndose a sí misma– es pasarse el día íntegro leyendo y leyendo, con sus
inmensos anteojos, esos libros que su maestra le trae cada vez que viaja a la
ciudad”, ciudad donde todos pensaban que la vida en los pueblos chicos era algo
así como el paraíso. Sí. Ya lo dije.
Ludmila nunca salió del
pueblo; jamás puso un pie fuera de este pequeño pueblo donde nació. Pero viajó
a través de los libros por exóticas geografías donde diminutos monos
chilladores saltaban de fruto en fruto, libando como colibríes. Fue la pequeña
protagonista de novelas de aventureros jugándose la vida, enfrentándose a lobos
hambrientos en medio de la nieve. Fue la depositaria de colecciones de poesías
que hablaban del amor de una niña por un niño, de una madre por su hija, de un
pastor por su rebaño. ¡Maravillosos libros con parques de diversiones, con luces
que hipnotizan, con juegos de todos los colores!
Y Ludmila creció sin niños
que visitaran su casa, porque esa señora siempre tan despeinada les daba miedo
y hablaba sola y caminaba en puntas de pie (como si bailara) y fumaba sin parar
y se reía con una voz ronca cuando no había cosa alguna de qué reírse y movía
la cabeza (como siguiendo una música que nadie escuchaba) y tosía. Tosía mucho.
Y bebía.
Una tarde, al volver de la
escuela, Ludmila fue hasta la caleta de La Caleta a cumplir con un recado de su
madre. Debía canjearle a los hombres de las barcas un manojo de zanahorias de
la huerta por un pescado. “Si es una cojinova o un congrio, mucho mejor, le
había dicho. Y si no, lo que sea.”
Cuando la niña llegó a la
caleta ya caía el sol y las barcazas eran empujadas sobre la arena hasta un
lugar seguro. Había hecho esa diligencia infinidad de veces y tras cada una de
ellas había recibido un reclamo y, raramente, un beso o una golosina. Así que
aquella vez decidió poner todo su empeño en elegir de la mejor manera para que
su madre no la retara. Y lo hizo hasta tal punto que terminó eligiendo un
congrio que aún estaba vivo. Y con el congrio todavía dando aletazos en la
bolsa, corrió hacia su casa.
Pero en el camino sintió por
aquel pez algo difícil de describir, seguramente compasión o tal vez la loca suposición
de estar asesinando a alguien tan indefenso e insatisfecho como ella misma. Y
retrocediendo hasta las aguas del océano, que ya comenzaban a tapar las piedras
más bajas, lo liberó de su prisión y lo dejó ir.
Volvió a su casa cuando ya
estaba bastante oscuro, y sin el pescado. Esa noche, previsiblemente, no hubo
beso ni golosina y, aunque no hubo paliza ni reclamos, tampoco hubo cena. Como
tampoco hubo almuerzo al día siguiente, y la comida de toda la semana se redujo
a verduras. Un castigo extraño, si se lo quiere ver así, pero castigo al fin
dentro de sus códigos.
Desde entonces, cada tarde
al volver de la escuela, Ludmila se detuvo en el mismo punto de su camino, a
orillas del océano, donde había soltado al congrio y, mirando con avidez hacia
el agua, fue esperando largos minutos. Esa extraña actitud, unida al hecho de
que la historia ya circulaba entre los habitantes del pueblo (sin que nadie
supiera con certeza cómo había escapado de círculo tan estricto) alertó a
algunos y arrimó a otros.
Como un espectáculo al que
sólo podían asistir tras las cortinas, los vecinos más próximos al mar (los de
las cabañas del bosque y los parroquianos del Bar Billares) asistieron
justamente desde atrás de las cortinas a las largas esperas de la niña junto al
agua. Que estaba buscando una moneda o un anillo, sostenían unos; que se quería
suicidar, temían otros. “Piensa que su padre volverá en un barco desde la otra
vida”, arriesgó alguno más imaginativo. “Está harta de esa loca que es su madre
y no quiere volver a la casa” supuso alguien ligeramente más cuerdo. “Es la
eucaristía. Es el pez. Es el alimento de Lázaro resucitado”, argumentó doña Zulma
Clavijo, que ya estaba vieja y enferma y no perdía oportunidad de encontrarle
el costado sobrenatural a todas las cosas. “Es la palabra sagrada que vuela
sobre la pequeña. Es el espíritu de la Cuaresma que viene a castigarla por
oponerse a la muerte del pez.” Y la pobrecita Alcira Chicahuala, que aún no se
había caído del árbol, se persignaba sin parar.
Tres días después, recién
tres días después y gracias a un rayo de sol algo tardío que esa tarde atravesó
la bruma e iluminó la escena, pudieron descubrir que Ludmila se miraba
largamente con un congrio. “¿Será el congrio que le debe la vida?” se
preguntaron algunos sin esperar respuesta, mientras otros guardaron silencio. Y
todos, lentamente, empezaron a comprender.
Y a ese día siguieron otros
días, parecidos pero no iguales, con una niña comiendo vegetales en silencio,
frente a una madre que sólo recordaba el aplauso del público coronando sus
antiguos números de baile; con una niña regando la huerta en silencio y
asistiendo a la escuela también en silencio y caminando en silencio entre el
apagado murmullo de los vecinos, que ya no tuvieron que esconderse detrás de
las cortinas para poder mirarla.
Hasta que una tarde, como
cualquier otra pero una tarde al fin, al volver de la escuela se detuvo otra
vez frente al océano. Pero esa vez fue unos metros antes del lugar de siempre y
lo suficientemente lejos de las miradas habituales. Seguramente se habían
puesto de acuerdo ellos dos. Y se miraron largo rato, directo a los ojos; ella,
a través del grueso cristal de sus lentes; él, tras diez o veinte centímetros
de agua. Y aprovechando la bruma, que esa vez no dejó que ningún rayo de sol
indiscreto se filtrara para delatarlos, hablaron en silencio, como siempre, y
al parecer se entendieron una vez más. Y eso fue todo. Aunque ahora sea hora de
suponer.
Se supone que él entró en
ella (varón en hembra, al fin de cuentas) y que huyeron muy lejos, más allá de
este pueblo y del pueblo que está más allá de este pueblo, después de un
desierto, y del pueblo que viene luego, después de una salina, y del pueblo
siguiente y del que sigue y del de más allá, que es algo así como llegar al
otro lado del mundo.
Pero también es posible que
ella lo siguiera a él después de diez o de veinte centímetros de agua, o
después de diez o de veinte metros, o de diez o de veinte kilómetros de agua,
que es algo así como decir el mar.
Y si alguien hoy, por esas
cosas de la vida, llora o sufre por ella, es posible que se equivoque. Porque
nadie (pero nadie nadie) sabe el final de la historia; porque la historia no
está en los libros, ni tampoco en el álbum de familia (que en verdad no
existe), ni en el periódico del pueblo (que se dedica a otras cosas) y Ludmila
posiblemente vive, posiblemente respira bajo el agua y es muy feliz.
Rogelio Ramos Signes nació en La Rioja en 1949, pasó su infancia en San Juan, su adolescencia en Rosario, y reside en San Miguel de Tucumán desde 1972. Publicó numerosos cuentos y microficciones en antologías y revistas, y los siguientes libros: Las escamas del señor Crisolaras (cuentos, 1983) Diario del tiempo en la nieve (novela, 1985), En los límites del aire, de Heraldo Cuevas (novela, 1986), Soledad del mono en compañía (poesía, 1994), Polvo de ladrillos (ensayos, 1995), El ombligo de piedra (ensayos, 2000), En busca de los vestuarios (novela, 2005), Un erizo en el andamio (ensayos, 2006), La casa de té (poesía, 2009), Por amor a Bulgaria (novela, 2009), Todo dicho que camina (microrrelatos, 2009), El décimo verso (poesía, 2011) y La sobrina de Úrsula (novela, 2015). Ediciones Desde la Gente le editó la antología Monoambientes, microficciones del NOA (2008); y La aguja de Buffon la antología Cuaderno Laprida (2016) en homenaje a David Lagmanovich.
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