Carlos Enrique Saldívar
Ayer vi un toro sentado frente a mi ventana. Este hecho resulta inexplicable, pues vivo en un cuarto piso. Aún más insólito sería explicar cómo salté de la cama al techo, y la ropa de calle, con la que debía vestirme, vino hacia mí impulsada por un mágico e invisible resorte. Además (para colmo de bienes) sería imposible describir las palabras que esas bailarinas prendas me soltaban cuando tal operación de ensueño tuvo lugar.
Porque yo flotaba... en aquel momento flotaba.
Era un niño al
principio, mas fui cambiando poco a poco. Me complació tanto que esto sucediera
que empecé a gritar como loco, no por miedo, no sentí temor, ya dejé en claro
que este exabrupto de mi esencia fue debido al placer intenso de experimentar
lo imposible. Fue un tipo de deseo realizado y ahora los hechos consecuentes se
manifestarían tal como debían ser. No habría aprensión ni pesar en mi corazón;
no habría lágrimas o gritos provenientes de mi interior. Mi cerebro había
estado preparado las últimas horas para esto. Mis padres no se hallaban en
casa, lo cual no era importante; casi nunca estaban en el lugar donde se desenvolvía
mi existencia. Me sentía libre, contento, el cúmulo de sensaciones resultaría
incomprensible para una mente adulta o falta de imaginación. Mis padres no
podrían comprender. Por eso no les necesitaba. La libertad de mi ser era total.
Así concluyo, seria y lógicamente, que lo ocurrido tenía que pasar. Me
hice aún más ligero y continué flotando por el aire de mi amplia habitación.
Puedo recordar las extrañas apariciones que me rodearon y la exánime sensación
de ser tragado por un remolino una y otra vez, para luego ser expulsado
rebosante de energía, mucho más grande, más gordo, más alegre. Había algo curioso
en todo ello: percibí que mi ser se había vuelto diminuto, del volumen de un
insecto pequeño o algo similar.
Entonces comprendí aquello de la relatividad, pero fue tan solo por un
microsegundo.
Sentí una puerta que se abría con el aire y salía por la ventana.
Sentí la ventana que se cerraba con el viento y entraba por la puerta.
Sentí ruidos que se callaban a sí mismos en el piso que yo habitaba.
Percibí silencios que hacían ruidos en todos los pisos del edificio
donde me encontraba.
Durante toda la experiencia no pude respirar bien, ya que el polvo me
golpeaba el rostro como una ráfaga de meteoritos de algodón. No los sentía
potentes, les evadía con facilidad.
Yo era fuerte, ágil, esponjoso. Era único.
Mucho tiempo volé por las calles fastuosas hasta que la misteriosa
ráfaga me impulsó de nuevo hacia adentro. Decidí establecerme en mi ventana y
vi un toro entrar por ella, me buscaba dentro de la habitación, lo noté cuando
embistió con furia a otros seres de mi tamaño. Luego el toro salió volando por
la ventana contigua, arre, torito, salga
de aquí. Al moverme, hice que el cornudo volador huyera. Arre, torito, vaya junto al chanchito y la hormiguita,
salga de mi cuarto. El bicho se fue, bufando de modo feroz y sorprendente.
Después de todo, si yo hubiera sido de talla normal, lo hubiera aplastado con
mi almohada. Hubiese sido sencillo ¿y cruel? No obstante, yo había pedido un
deseo y disfrutaba de este.
De pronto me encontré nuevamente flotando dentro de mi recámara. Había
muchos niños conmigo. Lucían huesos alargados y pieles cubiertas de mucho
vello. Eran como yo. Deseaban platicar, aunque no estaba de humor para ello.
Admito que soy algo insociable.
Sin embargo, decidí jugar a los empujones. Fue divertido. Tras ello,
estornudé, una vez y otra vez. Me sentí feliz, muy feliz de poder flotar. Mi
fantasía hecha realidad era lo mejor que había experimentado. Pasado un buen
rato, sentí sueño porque era muy relajante lo que vivía. Me dormí y permanecí
así hasta que escuché el ruido de algo absorbiendo otra cosa: era una
aspiradora que me tragaba y no podía resistirme.
La puerta se abrió y se comió la ventana. Yo salí por esta, pero, al
hacerlo, entré por la puerta. La habitación emitía ruidos que creaban un
silencio sepulcral y este fenómeno me dejaba sordo. Un toro con sus bramidos
entró volando a mi cuarto y me buscó por todos lados. No pudo hallarme. Yo era
pequeño y peludo, casi insignificante.
Ahora estoy prisionero dentro de una bolsa y me siento triste. Mi mamá
había entrado a mi cuarto sin permiso y casi me mató. De algún modo oyó mis
gritos y apagó la aspiradora. Cuando salí volando de la bolsa, con un gesto de
asco, me abofeteó, aunque muy despacito.
—Despierta
—me
dijo mi mamá—;
acabo de limpiar un poco tu habitación y ni cuenta te has dado. Ya levántate y
lávate las manos que no es hora de dormir, es hora de almorzar. Abrígate bien,
Toñito, no te vayas a enfermar de nuevo.
Bostecé y me puse en pie de inmediato. Es verdad que no la había oído,
pero reaccioné cuando vi a mi gato marrón entrando con flojera para sentarse en
un rincón. Su ronroneo era sobrecogedor. A veces veía como mi gatito Tontón
miraba las pelusas que flotaban en el aire, las seguía con la vista como si se
tratara de exquisitos trozos de pescado. Juega con ellas. Me pregunto: ¿qué
diversión puede haber en mirar una pelusa por horas? Siempre he sido curioso,
por eso hace unas horas decidí hacer lo mismo que Tontón: seguir a una pelusa
hasta quedarme dormido y... bueno, no recuerdo mi sueño, así que no podré
contarlo de nuevo; debió ser alguna tontería, de esas que inundan mi
imaginación tan a menudo. Los sueños a veces son tontos y lastiman al soñador.
¿Por qué soñamos?, a veces me pregunto, y no puedo hallar respuesta a esa
dificilísima cuestión. Quizá pueda encontrar la causa en…
¡La veo de nuevo! ¡La pelusa, la misma pelusa! Se está acercando a mí.
La miro con fijeza. Pareciera como si emitiese un pequeño grito o una ligera
risita, lo cual es imposible. Alcanzo a distinguirla bien. Es como si dijera: «¿Cambiamos
de lugar un rato, qué dices?»
Pues no. De ninguna manera, pelusilla parlanchina.
Han transcurrido un par de horas desde que yo deseé ser una pelusa. Y
fue fascinante, realmente algo asombroso. Por ello, confieso, me da algo de
temor contemplar la ventana abierta, la puerta entrejunta, el aire travieso que
zarandea sin avisar y aquel torito furioso que entra zumbando por la ventana y
que, acercándose con rapidez, a solo un palmo de mi nariz, se traga una
pelusilla. La misma que yo atisbé.
Debo reconocer que tengo miedo. He escuchado a esta criatura, similar a
un toro, aunque en su versión artrópoda, moverse con rapidez. Se habrá ido
volando por la ventana conmigo dentro de su sistema digestivo. No quiero ni
imaginarme lo que me pasará cuando llegue el proceso de asimilación. Será mi
fin, no volveré a casa.
No estaré vivo para ver a quienes más quiero. Empiezo a pensar en muchas
cosas, casi no logro moverme. A mi lado hay otras pelusillas moribundas que
esperan su turno de ser asimiladas por los jugos gástricos de esta criatura. Me
dicen que ellos también fueron niños, que las pelusas quisieron ser como ellos,
que los engañaron, haciéndoles creer que entraban a un mundo de ensueño, mas
todo era un plan siniestro.
Me asusta más que nada saber que en mi recámara quedó un niño que no es
tal, que es un ser que adquirió consciencia y ahora tomará mi sitio con el fin
de hacer lo que todas las pelusas: ocupar un lugar en el cual no son
bienvenidas.
Somos absorbidos mientras lloramos. Hay sueños malos a veces, pero esta
locura es real.
Carlos Enrique Saldívar (Lima,
Perú, 1982). Estudió Literatura en la UNFV. Codirector de la revista virtual El Muqui. Coadministrador de la revista Babelicus. Publicó los libros de cuentos
Historias de ciencia ficción (2008,
2018), Horizontes de fantasía (2010),
El otro engendro y algunos cuentos
oscuros (2019) y El viaje positrónico
(en colaboración, 2022). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de cuentos peruanos de
terror (2017, 2018, 2021, 2022), Muestra
de literatura peruana (2018), Constelación:
muestra de cuentos peruanos de ciencia ficción (2021) y Vislumbra: muestra de cuentos peruanos de
fantasía (2021). Apoyó en la gesta de la antología Unicornios decapitados (2023, Lektu).
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