Armando Rosselot
Recuerdo que Estela se encontraba a mi lado como siempre lo hacía, con gracia, agrado y algo de resignación. Bella.
Ese día, íbamos a la casa de sus padres, cerca de Viña del Mar. La espera de tres meses para obtener el pase de circulación por fin había llegado y ya estábamos en camino. Por lo menos ella tenía parientes; a mí se me murieron todos en el último terremoto.
La música que oíamos en el VIA (vehículo inteligente autónomo) era agradable y Estela cantaba, conocía las canciones y las disfrutaba enormemente.
Hay tantas canciones, le dije, casi infinitas; ya que con el término del derecho de autor y los sellos, toda persona con un buen programa y los accesorios indicados podía hacer música que sonaba a la de antes y como la de antes, distribuirla por la red y a un costo ínfimo. Hacerse famoso muchas veces era cosa de días, al igual que el periodo de fama.
En la actualidad existen más canciones que personas en el mundo, le dije.
Y eso a pesar de todo lo que se ha hecho, como castigo de dios, sigue aumentando la población día a día, y nada parece detenerla. Ya ningún tipo de anticonceptivo ni cirugía funciona, pues se regeneran los órganos y las drogas son anuladas por el cuerpo. La vida se impone, decían los naturistas y la iglesia. Nos vamos a reventar todos, decían los sociólogos.
Que se acabe toda esta mierda, decía yo.
Y así, más que nunca, la gente buscaba el placer rápido para olvidar, estar junta en largas y extenuantes orgías. Pero siempre sucedía lo mismo: la vida se impone.
A mi lado, Estela se acariciaba el vientre, ocupado con el ser que crecía en su cuerpo hacía cinco meses.
A ella la conocí en una fiesta Pick–up hacía esos mismos cinco meses. Luego de la fiesta nos drogamos y nos dimos duro como todos los demás una semana entera. Pero ahí estaba ella en el vehículo, diferente, malditamente cambiada, como si alguien le hubiese robado el chip del cerebro y le puso otro cuando la jodida concepción se realizó. La maldita vida se impuso.
A raíz de lo mismo, había leído, antes de conocer a Estela, que debido a la sobre población mundial se habían efectuado ciertos “ajustes” a nivel hospitalario con los bebés nacidos luego del ´70. Estela según me dijo, nació el ´71, y yo, sólo un viejo de mierda del ´65; esos que todavía se emocionan con el dorado atardecer de los otoños en la capital, con los árboles semidesnudos y el gris de mayo.
Lo concreto era que nadie sabía cuáles eran los famosos “ajustes”, pero desde hace unos meses se estaban muriendo decenas de personas por día, pero de nada, sólo aparecían muertos sin vida y sonrientes. Nadie se explicaba el motivo, nadie quería saberlo en verdad; y qué más da, es lo que todos deseábamos, menos gente, más trabajo, más comodidad, menos tacos, más libertad. Con seguridad, pensé, esto debe tener alguna relación con los “ajustes” del ´70 y no estaba equivocado. Lamentablemente muy pocas veces me equivoco en mis conclusiones.
Hablamos con Estela lo que le diríamos a sus padres, de la posibilidad de emigrar a las colonias del sur y del posible futuro de nuestro hijo no nato.
Cuando sonó la canción.
Su melodía era suave, armónica y a la vez rítmica. Estela sonreía, comenzó a tatarear la letra, parecía que la había oído siempre, dio la impresión que era su canción, cada tonalidad, cambio de ritmo y velocidad era asumido por Estela en canto, movimiento, o algo… hasta de pronto calló. Quedó tiesa, tan rígida como sólo una estatua podía estar.
Muerta.
Claro que estaba muerta, bien muerta; pero sus ojos aún brillaban con alegría como observando más allá de los árboles y edificios.
Ordené al VIA que se detuviera y enviara un código de emergencia a la policía. Ya habían pasado casi tres horas desde que habíamos subido. Era el tráfico de mierda. Todo para sólo avanzar treinta kilómetros.
Nos faltaban sólo tres kilómetros y habríamos llegado, si a Estela no le hubiese gustado tanto oír música y el maldito “ajuste”.
Salí del VIA y observé el cadáver de Estela. Dos de un viaje, pensé. Caminé de vuelta al departamento a esperar los formularios.
Mientras esperaba, de algo sí estaba seguro: Estaría nuevamente solo, más solo que nunca y no volvería a escuchar música por un largo tiempo. Decidí, después de pensarlo mucho, venirme al sur.
Aquí, en las colonias del sur ya no hay radio ni menos televisión. La música está prohibida por ley y los niños corren libremente por la tundra llevados por el viento.
La vida se impone por todos los rincones y yo, finalmente, lo comprendí. Además, hoy por la noche tengo mi primera cita en meses. Iremos a cenar.
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