sábado, 8 de noviembre de 2025

LOS NIÑOS SANTOS

María Cristina Rolnik

 

La madre entró a la habitación, cerrando despacio la puerta tras ella.

La habitación era blanca, las paredes el piso, la Máquina, todo blanco. No había muebles, únicamente una silla, dispuesta frente a su hijo, a la distancia exacta de un metro.

El niño flotaba cubierto de tubos que emitían luces. Los tubos lo conectaban a la Máquina Vital. El niño respiraba y los tubos que entraban y salían de su cuerpo se movían al compás iluminando la habitación, inspiración de verde, espiración de azul. Parecía una gran medusa atada.

La madre se sentó con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas. Miró la cara del niño y su rostro reflejó lo que observaba en ese momento: Nada. Ningún cambio. El niño seguía igual.

Los virus lo necesitaban, necesitaban sus células vivas. Pero llegaría el momento en que las células se agotarían, como se agotó el niño.

La madre sabía porque ese era su trabajo. Investigación. Los virus ingresaban a las células, se replicaban en miles y las células estallaban para liberar a los nuevos. Modificaban el organismo al ritmo de la reproducción. Cuando requerían más células aumentaban el metabolismo del niño, este se agitaba en convulsiones y fiebre, transpiraba, deliraba. Era el único momento que hablaba. No, lo que hacía era gritar. Gritaba. El nombre de la madre y la palabra madre era lo que más gritaba. Sus vasos sanguíneos se dilataban de tal manera que parecían que iba a sangrar por cada poro. Un niño rojo gritando.

La Máquina actuaba entonces y detenía el shock. A través de los tubos recuperaba la hemostasia, el equilibrio del niño. Al inicio de la enfermedad, la Máquina operaba rápidamente, pero en los últimos ataques, la lucha por el cuerpo duraba horas y el niño no salía ileso de las crisis. Primero dejó de hablar. Miraba a su madre con seriedad, sin llorar jamás. Después de la última convulsión cerró los ojos y nunca más despertó.

Pero la madre sabía que el niño aún estaba allí.

Investigaba. Obtenía muestras del hijo a través de conexiones de la Máquina con el laboratorio instalado en la habitación contigua. Estudiaba sin descanso. Sus pasos incluían la habitación del niño y el laboratorio. El resto de la casa era ignorado. Dormía sentada frente al niño cuando el cansancio dominaba a la angustia.

Abandonó su trabajo en el Centro cuando comenzó todo, justificada por madre. El Centro aceptó otorgarle los materiales que necesitaba para instalar un laboratorio en la casa. La enfermedad del niño era desconocida. No era generosidad, era especulación: una madre científica desesperada valía por cien científicos en procura del Premio Nóbel.

El laboratorio incluía centrífugas de alta velocidad, cultivos de células soportes para réplica viral, microscopios varios y simios. La madre no experimentaba con estos animales, desde que tuvo al niño los consideraba demasiado humanos. Pero ahora los necesitaba: 99% genéticamente semejantes. Los simios estaban agrupados en tres sectores, cada uno separado por su jaula de vidrio inviolable.

Un grupo eran los simios sin tratamiento. Abandonados a la evolución de la enfermedad, la mayoría había muerto. Ella observó los detalles de cada agonía, macroscópicamente, microscópicamente. Repetía las imágenes en sus pesadillas: el rostro del niño se fusionaba con facciones de simios convulsionando, los gritos de madre, madre, las células explotando en miles de pequeñas bestias, erupción de virus cómo insectos polígonos que cubrían el cuerpo del niño y desde allí invadían toda la habitación.

El segundo grupo de simios estaba conectado a Máquinas Vitales, reproduciendo el estado del niño. El 30 % sobrevivía en coma. La Máquina establecía que únicamente uno de los simios no presentaba daño cerebral. El resto de los cerebros enfermos constituían masas esponjosas de micro quistes. Con la Máquina Vital los virus estaban latentes, no destruían células pero impedían que continuaran su función. Las células permanecían secuestradas, pasivas.

El tercer grupo eran los simios en los cuales ensayaba tratamientos. Los resultados hasta el momento no eran satisfactorios: la mayoría de las drogas destruían los virus pero afectaban a las células en las que se reproducían. “Se puede decir que el virus se convierte en la célula que invade”. Recordaba la voz del profesor, y apretaba los puños con impotencia.

El niño flotaba quieto.

La madre bajó la cabeza agobiada. Sorprendida vio dos pequeños círculos rojos en el piso por debajo del niño. Caminó contando cuidadosamente sus pasos. Se detuvo en el número tres. No debía cruzar la barrera invisible de rayos ultravioletas que cubría al niño y destruía los virus que escapaban en cada respiración.

La barrera era una esfera de pocos milímetros de espesor, rodeaba al niño sin tocarlo. La energía destruía al virus pero también provocaba lesiones cutáneas y mucosas a los seres vivos que establecían contacto con ella. Nadie podría atravesar la esfera sin sufrir severos daños.

Lo extraño era que las gotas rojas, mas de cerca se veía que eran gotas, estaban del otro lado de la barrera.

Debía ser el niño, el niño sangra, comienza la última etapa de la enfermedad, la fase en que los virus despiertan enloquecidos tratando de escapar, destruyendo todo lo que encuentran en el cuerpo, provocando una hemorragia imparable.

Un golpe de horror dio contra la doctora, la hizo doblarse y gemir. Gritó las palabras claves que desconectaban la barrera y se arrojó hacia el niño.

El rostro no había cambiado. Apoyó su mano sobre la frente del hijo esperando fiebre, pero estaba templada. Miró al piso nuevamente y se arrodilló palpando las gotas. No era sangre, era otra cosa, le recordaba al agar seco del laboratorio. Quién podría atravesar la barrera sin dañarse, era imposible.

—¿Necesita algo, doctora? —Desde el suelo miró hacia la voz: era María Sabina.

No pudo hablar ni moverse. María Sabina la ayudó a incorporarse, la sentó en la silla, le dio de beber un té caliente y comenzó a hablar:

—Discúlpeme doctora, olvidé que la cera de las velas es difícil de quitar, sólo usé agua.

La doctora miró a María, no estaba lesionada. Imposible.

—Queremos ayudar, pero estamos solos —dijo María Sabina.

—¿Solos quiénes? ¿Qué dice? —preguntó la doctora.

—Los Niños Santos y yo. Usted y su hijo —contestó María.

La doctora la miró cómo se mira a una loca, pero no dijo nada. Siguió bebiendo el té, Tenía gusto a miel y un dejo amargo al final de cada trago.

Sí, pensaba la doctora, María estuvo rezando a sus santos encendiendo velas rojas. La religión no estaba prohibida, pero era rechazada socialmente. Existían restos en algunas personas, ella misma recordaba a su bisabuela enseñándole a escondidas oraciones de religiones muertas. “Ángel de la guarda...” No podía continuar, eran datos descartados de su cerebro, por inútiles.

La doctora pensaba lentamente cómo si estuviera explicando cada palabra, cada vez más relajada, probablemente fuera el té.

María Sabina quería a su hijo. La joven era su nana, su cuidadora. La mejor imagen maternal que pudo conseguir en el Departamento Laboral. Física y psicológicamente intachable. El rasgo de religiosidad no se consideraba peligroso, eran los restos de la cultura mazateca, el pueblo de María.

Cuando el niño enfermó, la maternidad de María creció englobando a la doctora en sus cuidados. Ella insistía en las comidas, en las pastillas nutritivas, en beber por lo menos agua. Entre la habitación del niño y el laboratorio, María se las arreglaba para que la doctora siguiera viva.

Pero atravesó la barrera, imposible. La doctora se agarró de la cabeza, en su mundo todo debía tener alguna explicación, el desconocimiento era desorden y dolía.

—Doctora, para que regrese el niño necesitamos su ayuda. El me quiere, pero no soy su madre y no reconoce mi voz. El me mira y sonríe pero no vuelve.

La doctora participaba de un diálogo que consideraba inverosímil, indignante para su mente científica, entonces, ¿por qué deseaba continuar? ¿Y el razonamiento y la lógica? Ya no le importaban y le habló a María.

—¿Dónde está mi hijo?

—Está en un lugar dónde no hay ruido, el mundo de la muerte. Un ruido verdadero haría explotar el sitio en pedazos. Allí sólo su voz de madre puede ser un ruido verdadero, mi voz es apenas un susurro. Debemos apurarnos, queda poco tiempo.

—María, usted ha entrado al laboratorio.

—No señora, no. Sé que ahí están los monos. Los Niños Santos están tristes por ellos, son nuestros hermanos menores.

—¿Hermanos menores, qué es eso? —dijo la doctora

 —En Ampadad, desde los árboles grandes surgieron los gigantes, de los árboles medianos surgimos nosotros y de los árboles pequeños los monos. Somos hermanos. Pero no sé la verdad por los monos. Sé por los Ni Xi Tho.

María se sentó frente a la doctora, la falda del huipil blanco se abrió cómo una campana.

 La doctora escuchaba y hablaba sin filtrar sus sentidos por las redes entramadas de la ciencia. Regía la mujer, la madre. Se inclinó hacia María Sabina.

—¿Qué son los Ni Xi Tho?

—Son los Niños Santos, son los pequeños que brotan.

 La falda de María Sabina reflejaba las luces de la habitación, azul, verde, azul, prolongando la respiración del niño.

La doctora miró a su hijo. Los pequeños que brotan, pensó, mi niño tan quieto cubierto de raíces.

—¿Qué hacemos ahora, cómo sigue? —dijo la madre.

—Debe usted reunirse con María Sabina.

La mueca de la doctora delataba confusión.

—Doctora, todas nos llamamos María Sabina pero ella es la Mayor.

 —¿Y usted me va a acompañar?

—No, la van a guiar los Niños Santos. —Dicho esto, María extrajo del bolsillo unas estructuras amorronadas que la doctora reconoció cómo hongos. Le extendió un par.

La doctora palpó la consistencia carnosa de los sombreros mientras la muchacha murmuraba algo que sonó como una plegaria: “Psilocybe Caerulenscens Murril Var Mazetecorum Heim”. Extinguidos hace casi un siglo, pensó. Abruptamente dejó de razonar. Ya no importa, se dijo y comenzó a masticar.

El sabor le pareció relajante, suave, sentía pastosa la lengua. La boca, la garganta parecían abrirse más y más amoldándose a los hongos. Pero simultáneamente al deseo de comer hongos crecía una nausea imparable; un gusto horrible, que no era de los hongos, emergía de su interior. No aguantó, salió de la habitación y vomitó en el pasillo. Volvió a entrar.

 María Sabina estaba en el mismo sitio, masticando y cantando en un idioma que la doctora no distinguió. Le ofreció mas hongos, la doctora los comió de pie. Sudaban las dos. María cantaba, balanceándose.

La doctora salió a vomitar una vez más. Parecía expulsar todo lo podrido que había acumulado en su vida.

Regresó aliviada pero no reconoció la habitación, era gigantesca, interminable, no vio a su hijo ni a María. Se sentó en el piso, abrazándose acobardada y comenzó a llorar. Hacía frío, temblaba. Escuchó una voz cantando, esta vez comprendió lo que decía:

Soy una mujer que llora

Soy una mujer que escupe

Soy una mujer que ya no da leche

Soy una mujer que habla

Soy una mujer que grita

Soy una mujer que da vida

Soy una mujer que ya no pare

Soy una mujer que flota sobre las aguas

Soy una mujer que vuela por los aires

 

—Escúcheme, doctora, escúcheme bien. —María la cubrió con una manta, ella sintió calidez en el abrigo y en la voz—. Debe levantarse y cruzar la puerta. No tema, todos sabemos qué hacer.

La ayudó a levantarse y juntas se dirigieron al portal.

 La doctora abrió la puerta, dio un paso hacia delante y giró para ver el rostro de María. La tranquilizaron los ojos que se despedían desde la habitación blanca.

La puerta se cerró sin ruido y la oscuridad fue completa.

Estaba en el exterior, olía a tierra mojada, oía ladridos lejanos. Y la voz:

 

Soy una mujer que ve en la tiniebla

Soy una mujer que palpa la gota de rocío posada sobre la hierba

Soy una mujer hecha de polvo y vino aguado

 

Comenzó a caminar hacia aquella voz por una calle de tierra, en subida. Un camino de serpiente, nunca recto.

Ya clareaba. La hora en que los muertos y los vivos se miran a la cara, pensó la doctora y se asombró al permitirse un pensamiento mágico.

Distinguió los perfiles de montes cómo recortados por un niño. Montes azules, luego anaranjados, luego rojos. Se detuvo mareada frente al monte más elevado y su corazón latió rápido.

 La voz de una niña acarició su espalda.

—Nindó Tokosho; allí una vez vimos al Chicon Nindó, el amo de las montañas, su rostro era una sombra, usaba un sombrero blanco, lo cubría un halo.

Giró y vio a dos niñas tomadas de la mano, descalzas. Una de ellas era apenas más pequeña que la otra. Hablaban moviendo los labios con las mismas palabras, sus voces se escuchaban en una sola voz, una voz fuerte y dulce.

—No tenemos nada, sólo hambre, sólo frío. Los Niños Santos nos quitan el hambre y el frío. Nos dejan el espíritu contento. Ellos también cuidarán de ti.

La niña más alta le extendió un hongo que la doctora nunca antes había visto, era rojo carne, parecía crecer desde la mano morena. La mujer intentó tomarlo suavemente pero no pudo separarlo de la manito. Tiró con más fuerza y fue como si lo arrancara. Alarmada vio que en la palma de la niña quedaba un vacío rojo. Pero la niña no dejó de sonreír y la herida se cerró, cómo si se corrieran las cortinas de una ventana.

Entonces sí, la doctora mascó despacio. Esta vez no hubo asco. Sintió sabores deliciosos olvidados y redescubrirlos le dio placer, también tristeza por lo perdido, por lo que no regresa más. Recordó al niño, regurgitó de nuevo el sabor amargo, pero las niñas se aferraron de sus manos una a cada lado y, tironeando, la dirigieron al camino.

Juntas continuaron ascendiendo.

La luz iba extendiéndose. La doctora sintió un amanecer lento, de colores y ruidos fundidos. Iban apareciendo despacio, verde cielo, rojo montañas, naranja suelo, ruido de agua corriendo entre tierra, mezclado con aullidos sin pena de perros salvajes. Y la voz:

 

Soy mujer que mira hacia dentro

Soy mujer luz de día

Soy mujer Luna

Soy mujer estrella de mañana

Soy mujer estrella dios

Soy mujer constelación guarache

 

Se cruzaron con gente cargada con bultos, iban descalzos; los hombres vestían sencillamente, las mujeres estaban envueltas en túnicas largas con finos bordados de colores brillantes fosforescentes. Reconoció el huipil de María Sabina, multiplicado en esos cuerpos bajos y delgados, pero que no transmitían fragilidad.

Una mujer parada al borde del camino, la llamó con gestos suaves. Se acercaron. La doctora observó el rostro de una mujer joven que había envejecido sin esperar al tiempo. Aferraba una azada que se hundía en la tierra negra removida, también sus pies desaparecían en ese surco negro.

—Mi marido murió de la enfermedad del viento. Tengo a mis hijos, usted sabe, tener a los hijos es tener todo.

Escuchó risas, desde la tierra vio tres niños asomarse de tres pozos.

—La tierra los protege del frío y del viento —dijo la mujer—, vaya con ellos. Yo debo continuar trabajando. Los Niños Santos la guiaran.

Los pequeños se sumaron, saltando y jugando por delante de las niñas y la doctora.

La mujer continuó labrando la tierra, mientras cantaba:

 

Soy una mujer que cría víboras y gorriones en el escote

Soy una mujer que cría salamandras y helechos en el sobaco

Soy una mujer que cría musgo en el pecho y en el vientre

 

Se alejaron pero la voz permaneció con ellos un tiempo más. Siguieron caminando, los rodeaban montes tremendos, plantas que se mecían entre rocas con forma de animales y el canto de pájaros que se intuían enormes. Pájaros libres, pensó la doctora y recordó aquellos otros protegidos de la extinción en las jaulas de los zoológicos. El canto era diferente.

Cuando alcanzaron la cima, los niños hablaron.

—Llegamos —dijeron. Señalaron una casa de madera, solitaria. En la puerta había alguien. Los niños corrieron hacia allí, la doctora los siguió con reserva.

Cuando llegó, en el portal se reveló la figura de una anciana, muy delgada y pequeña; su altura apenas superaba la de los niños. Tenía el cabello blanco recogido en una trenza. La cara estaba trazada por surcos, los más profundos en las comisuras, tenía la nariz ancha, cejas gruesas y oscuras que caían hacia los ojos, la mirada destellaba vívida. Vestía un huipil con elaborados bordados de animales, plantas, rostros. La doctora quedó prendida de una imagen: un niño dormido cubierto por raíces, era su hijo. Vio agitarse a las figuras del vestido, vio crecer aún más raíces sobre el niño. Extendió desesperada una mano hacia el huipil, la anciana tomó esa mano.

—Nináa-Tindali —dijo estrechándola. No dijo nada más pero se oyó la voz que emergía de todos lados.

 

Soy María Sabina

Soy sabia desde el vientre de mi madre

Soy hija de Dios

y elegida para ser sabia

Mi sabiduría viene del lugar

donde nace la arena

Los niños santos son la sabiduría

Y la sabiduría es el lenguaje

Yo curo con el lenguaje

Solo soy una que habla con Dios

Nada más

 

La condujo hacia el interior de la casa, los niños las siguieron. Entraron a una habitación oscura.

María Sabina cantaba bajo, mientras encendía velas. La habitación no tardó en llenarse de luces, lenguas naranjas amarillas meciéndose con el canto.

 

Soy la mujer constelación

porque podemos subir al cielo

porque soy la mujer pura

 

Se iluminaron rosarios, las imágenes de varios santos.

Los niños se sentaron en el piso, la doctora los imitó.

La anciana preparó una fogata mientras el canto se hacía mas fuerte, tomó un brasero con pedregones y los quemó. Apareció un humo blanco.

 

El fuego interno nos da poder

el copal consume nuestras lagrimas

y las ofrecemos cómo aroma

al dador de vida

 

La doctora apoyó su espalda en la pared y la angustia regresó estrujando el vientre, comprimiendo el cerebro. Varios bultos la rodearon, veía guardapolvos blancos que la rozaban acercándose y alejándose y voces catedráticas llenas de ira y desprecio, alientos de laboratorio que le gritaban: "No sirves para nada, él se muere, eres una inútil". Comenzó a golpear su cabeza contra la pared. "Inútil, inútil". De la boca salían hilos de sangre, se mordía la lengua para no gritar. María la abrazó acunándola con un monosílabo: so, so, so. Las sombras blancas se alejaron, ella se calmó.

Se separaron despacio mirándose a la cara. María Sabina lloraba, sus lagrimas eran de cristales opacos, al caer producían tintineos. La doctora se palpó el rostro, ella también lloraba cristales. María Sabina tomó el brasero, juntó las lágrimas de la doctora y las propias y el humo se hizo más intenso, llenando la habitación de una niebla espesa.

 

Nadie se interpone, nadie pasa

Nadie nos espanta

¡Anímate!

Con constancia,

Con leche de mamar, con rocío

Con frescura, con ternura

Voy a dar justicia hasta la casa del cielo

 

Tomó un bulto hecho de hojas de plátano y lo desenvolvió, quitó un grupo de hongos y los sahumó. Luego se acercó a la doctora y le dio de comer los hongos en la boca, despacio.

Al terminar, la doctora se incorporó lentamente. Pudo reconocer a los niños; estaban dormidos, cubiertos por frazadas de colores hermosos. La doctora inspiró muy hondo: había olor a flores puras, olores que en su mundo sintético ya no existían. Se sintió fuerte y alta, veía a los pequeños en el suelo desde muy arriba. Descubrió a María Sabina; ella le sonrió mientras abría la puerta y entonces pudo ver a lo lejos a su hijo corriendo en el día.

Y María Sabina cantó. La voz de María Sabina se extendía en espiral podía observar los círculos en el aire que hacían cada letra. La doctora acarició extasiada el espacio, dejando huellas en la niebla.

En un sólo paso llegó a la puerta, era un paso de gigante. Las palabras de la nana regresaron: “No tema, todos sabemos qué hacer”.

La anciana comenzó a acompañar el canto con golpes de su bastón y en cada golpe la tierra vibraba respondiendo que la voz de María Sabina era armonía.

 

Soy la mujer constelación bastón

porque podemos subir al cielo

porque soy la mujer pura

soy la mujer del bien

porque puedo entrar y salir del reino de la muerte

 

La doctora cruzó el portal. Sus piernas se hundieron en el barro. Debía caminar con esfuerzo, cada vez con mas dificultad, sentía que descendía en vez de avanzar. Estaba a metros del niño cuando la tierra ya cubría sus rodillas, levantó con dificultad una pierna por sobre el barro y su cuerpo chocó contra una barrera transparente.

Su hijo estaba sentado bajo un árbol, dándole la espalda. Gritó el nombre del niño golpeando la pared con las manos abiertas. Él no se movió.

Ella sintió la superficie, era vidrio, como el vidrio inviolable de las jaulas del laboratorio.

Ya no podía moverse, el barro se había secado, ella era vida sin piernas, un busto absurdo.

Furiosa, insistió un vez más con los puños cerrados. No hubo sonido, pero el vidrio pareció dilatarse, contraerse, comenzó a empañarse lentamente, como si estuvieran sudando en algún sitio.

Limpió el vidrio con su mano y en el instante que acercó el rostro para mirar retrocedió espantada, un simio hinchado, cubierto de sangre se abalanzó del otro lado del vidrio golpeando contra el, regresando y repitiendo el acto una y otra vez, sin detenerse. La doctora escuchó ruidos similares en toda la barrera: miles de monos sangrando golpeaban y golpeaban. Podía ver las huellas de sangre que los simios dejaban en cada golpe. Abrió la boca para gritar pero sólo fue una boca abierta sin voz. El cielo se oscureció y ya no vio nada más.

—Esto no esta ocurriendo, no es real. María Sabina, basta por favor, quiero volver. —Dijo esto y el aire explotó en remolinos; sintió que el cielo se caía sobre ella, arrancándola bruscamente, expulsándola hacia arriba.

Mientras se alejaba pudo verse a sí misma, la tierra la cubría cada vez más y vio a su hijo de pie del otro lado del vidrio; su nana, María Sabina, lo tomaba de la mano. De alguna manera La joven cuidadora había logrado llegar hasta su hijo. Ambos elevaron la mirada hacia el cielo y en ese instante un rayo de sol quebró la oscuridad y los iluminó.

—Mamá —dijo el niño. Y eso era real, el niño vivo, su voz, tenían que ser reales. Cerró los ojos y rogó a los Niños Santos otra oportunidad. Y cantó con una voz prestada lo más fuerte que pudo:

 

soy mujer que hace tronar

soy mujer que hace soñar

soy mujer águila, mujer águila dueña

soy mujer que gira porque soy mujer remolino

soy mujer de un lugar encantado, sagrado

porque soy mujer aerolito

 

Y cayó en el sitio donde había estado cubierta de barro y dudas. Ahora era su dueña otra vez.

Se aferró a los magueyes que estaban a su alrededor y comenzó a salir.

En la superficie enfrentó otra vez al muro.

Del otro lado, María protegía al niño de los monos hablándoles en su idioma dulce. Los simios se detuvieron. El niño pareció reconocer a su madre y se acercó.

Madre e hijo se enfrentaron apoyando sus manos en el mismo sitio del vidrio; se escuchó un quejido y una línea de fractura apareció en la barrera.

—Hijo, ¿me escuchas? —dijo la madre. El niño asintió con la cabeza—. Hijo, quiero que vuelvas, regresa conmigo —dijo la madre y desde las profundidades de la tierra una fuerza inmensa pareció agitarse, subir a gran velocidad, emerger a la superficie y cuando surgió fue el caos. La barrera de vidrio estalló en fragmentos que permanecieron en el aire unos segundos para caer despacio cómo flores de diente de león.

Madre e hijo se abrazaron. Ya no había estruendos, había paz.

Sin dejar de abrazar al niño, la doctora levantó la mirada y buscó a su nana. Estaba sentada, la rodeaban los simios que parecían dormir, ella acariciaba a uno pequeño acurrucado sobre su falda.

—María, vamos a casa —dijo la doctora—, vamos con nuestro niño.

María Sabina sonrió. 

—Ya no puedo volver, esta es mi casa ahora. —Dijo esto y raíces de gran tamaño comenzaron a cubrir su cuerpo y a los simios, tapándolos completamente muy rápido y de esas raíces emergieron árboles grandes, árboles medianos y árboles pequeños.

La doctora y el niño permanecieron en un claro rodeado por el monte nuevo.

Cerraron los ojos sintiéndose blandos, livianos.

La doctora despertó sacudida por el niño y su voz.

—Mamá. —Acarició despacio la cabeza del hijo temiendo que algo se rompiera. Su felicidad se detuvo en la mirada del niño que la guió hacia un lado: junto a ellos estaba María Sabina, la joven nana, en posición fetal, muy quieta. Se acercaron, la doctora besó su frente y el niño la tomó de la mano por última vez.

En ese instante entraron a la habitación mujeres silenciosas, descalzas, vestidas con huipil. Ocuparon todo el espacio libre del lugar.

La doctora y el niño se separaron de María y las mujeres rodearon su cuerpo murmurando en vibración, la envolvieron con una manta y se la llevaron.

La doctora fue tras ellas y aferró del brazo a la última.

—¿Quiénes son ustedes? —le preguntó.

Y la mujer respondió:

—Todas somos María Sabina.


María Cristina Rolnik nació en 1973 en la provincia de Corrientes, Argentina, y morirá, asegura, en el 2073 en la provincia de Corrientes (Estados del Sur Unidos por el Norte). Hizo estudios primarios, secundarios y terciarios, completos, por lo que puede afirmarse que es el orgullo de mamá y papá. Estudió danzas clásicas, pero las abandonó cuando se vio horrenda con más tutú que encanto. Estudió francés comercial, inglés de postguerra y sabe algunas palabras en guaraní y polaco. Actualmente hace ejercicio casi legal de la Medicina. Película favorita: Las alas del deseo. Escritor favorito: Edgar A. Poe. Poeta favorito: Alejandra Pizarnik. 

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