Claudia
Isabel Lonfat
Abrió
los ojos sin saber donde estaba. El pulso acelerado, la garganta seca, como si
hubiese corrido sin parar durante mucho tiempo. Por un instante la confusión y
el miedo lo habían sobrepasado. Respiró profundo varias veces, pero sintió que
se ahogaba. Estaba hiperventilando. Tomó una bolsa, encerró su boca y nariz. Apretó
bien para que no se fugara el aire. Después de un rato el ritmo cardíaco se normalizó.
Enchufó la cafetera. Puso café y agua. Dos tazas de café con unas lágrimas de
leche serían suficientes para arrancar el día. Mientras bebía de a sorbos,
largos y ruidosos, se observaba las manos. Notó un leve temblor, incipiente,
que luego sofocaría con una pastilla, la primera del día. Tenía las uñas largas
y con una línea oscura debajo, los dedos índice y medio amarillentos por la
nicotina. Hacía unos meses que fumaba uno tras otro sin parar, hasta llegar a
los cuatro paquetes. Antes fumaba uno
que otro porro, y solo porque le convidaban. No quería quedar como un snob, como
esos que predican el veganismo y están en contra de todo. Te clavan la mirada.
Se horrorizan de los zapatos de cuero, del maquillaje testeado en animales. De todos
los laboratorios. De las fábricas de animales de moda, de los circos, las
corridas de toros, el tiro al pichón. Incluso de los plumeros, como si vieran
al mismo diablo abrazado a un tapado de piel de leopardo.
Miró el reloj, uno grande y antiguo
que había heredado de su abuela, y que tenía un martillito que golpeada y
producía un sonido similar a las campanas. Le gustaba usarlo porque le
recordaba lindos momentos de su infancia, quizás los únicos que valieron la pena.
Todavía no había ido al baño, le fallaron los reflejos rutinarios más básicos.
Entró esquivando el espejo. No quería ver su rostro deteriorado, prematuramente
avejentado. Sabía que sus ojeras estaban más intensas. Sus labios, rojos y
gruesos, como un pedazo de carne cruda con un tajo mal hecho, le daban esa expresión
colgada, animal. Tenía las mejillas hundidas, las orejas pequeñas, de niño, que
ocultaba con unos mechones de pelo raído que él mismo cortaba.
Salió del baño sin cepillarse los
dientes. Ni siquiera se dio cuenta. Abrió el segundo cajón del chifonier y sacó
un porta cosméticos de tela, deformado por su contenido. Lo guardó en su
mochila. Luego lo volvió a sacar y esta vez corrió el cierre. Nunca había visto
una de cerca, tampoco de lejos. No brillaba como en las películas, y olía feo.
Un olor desconocido e indescriptible. Lo más rápido y seguro sería dejarla suelta
en la mochila, para luego meter la mano y ya.
La logística había sido muy
rudimentaria. Meses de observación, estudiar sus movimientos, cada rutina.
Seguir en las redes sociales, entrar y salir en los perfiles activos de cientos
de personas. Leer cada publicación con
mucho cuidado, abrir varios perfiles amistosos. Son muy desconfiados, no es
fácil. Hay aliados en el mismo edificio, alguien que finge ser lo que no es. Se
la da de vecina piola, de mujer de mundo, pero nada es lo que parece.
Se dio cuenta de que la mañana se
hizo mediodía entre cavilaciones y pensamientos muertos. Se sirvió el segundo,
tercero o cuarto café del día. Los nervios otra vez. Acidez, reflujo, nauseas. Hay que salir, caminar entre la gente, fingir
normalidad, alisar la mirada, el rictus amargo de la boca. Comportarse como un transeúnte
más. Como un empleadito del montón. Con
esas ropas pobretonas, ¿qué otra cosa podría reflejar? Sueldo básico, fijo más comisiones,
propinas. Vendedor de chucherías que nadie necesita. Alfajores, turrones,
algodón de azúcar. Rifas para los bomberos o los ex combatientes de Malvinas. “
Tenés que jugarte. Tenés que salir a que te rompan la cara, que te maten, que
te pisen…” tarareó por dentro. Moviendo los labios. Haciendo playback
con sus pensamientos.”Tenés que amar a cualquiera. Tenés que odiar a cualquiera”
La acidez empeoraba al ritmo mudo de la canción. Esa canción que su padre
odiaba y que estaba en el único cassette que le había quedado de su
hermano mayor. Hasta que un día lo rompió y ya no quedó nada porque su hermano
nunca volvió.
Se metió en una librería. Revolvió
la mesa de ofertas. Clásicos en ediciones baratas impresas en papel reciclado
que se parece al papel higiénico berreta del supermercado chino.. Novelas de
autores desconocidos que nadie compró, o saldos de otros tiempos que durmieron demasiado
en sótanos polvorientos. Poetas suicidados de abandono y excesos. Militantes de
la vida sana. Autobiografías que a nadie le interesa. Todo mezclado con
revistas coleccionables de tejidos o manualidades con regalito incluido. Una
tijerita con cabeza de colibrí para cortar hilo y lana. Un mini bastidor para
bordar. Lentejuelas y canutillos transparentes. Imitación de relojes antiguos.
Todos los relojes iguales. Revolvió cosa por cosa lo que había en la mesa. Ese
remolino de ofertas. Un poco para hacer tiempo y otro poco por curiosidad.
En la calle todo empezaba a ser caótico.
Gente apurada para volver a sus trabajos. Chicos saliendo de los restoranes de comidas
rápidas con las papitas en las manos o una gaseosa. Excedidos de peso. Nada de
actividad física y demasiado tiempo frente a la computadora o celular. Solos o
mal acompañados. Chicos para ser responsables y
grandes para tener niñera.
Caminó hacia la plaza más cercana.
Se sentó en un banco de piedra con las cagadas de paloma chorreando. Salpicadas
como un brochazo en la tela. Un shot de mierda dulzona en tonos de grises.
La caca seca es veneno para los asmáticos. Es una mezcla de ácido úrico y
minerales. También de agua y comida.
Una mirada lisérgica de la realidad
no estaría mal. Hay otra realidad y otra más. Infinitas realidades. Todas son verdaderas o todas son falsas.
Ahora mismo un viejito con mirada bonachona saca de una bolsa algo que les tira
a las palomas. Será un simple alimento o quizás veneno. Tal vez su mirada no
sea bonachona sino de burla. De una secreta satisfacción. Como si les dijera a
las palomas “tengo el poder de joderte y te voy a joder”. Abrió la mochila y
sacó el pastillero. Tomó la segunda, tercera o cuarta pastilla. Ya no
recordaba. Como tampoco recordaba la cantidad de cafés que había bebido.
Cuando la vecina piola llame se
termina todo. Un alboroto lo sacó de sus pensamientos. Justo en el momento que
una respuesta asomaba y el vacío doloroso volvía a instalarse en su estómago. Las
palomas aletearon ubicándose alrededor de un pan que tiró alguien al pasar. Se
veían enojadas. Ninguna quería compartirlo. Se atacaban picoteándose unas a
otras y el pan pasaba de una pata al pico de la atacante desmigajándose. Los
pedazos salpicaban y las palomas que no participaban de la disputa terminaron
por comerse casi todo el botín de guerra. Se rio. Quizás inconscientemente
sabía que la vida era así. Siempre había alguien que se quedaba con la mejor
parte.
Él había nacido para perder. Para
no trascender, como millones de personas en el mundo. Vidas insignificantes. Innecesarias.
Tal vez estaba frente a la única oportunidad
de romper con ese destino y no morir paloma. De pronto sintió náuseas. Asco por
esos animales que la gente alimentaba pero también odiaban porque se habían
adueñado de las plazas. De los monumentos y balcones. De los campanarios de las
iglesias y los techos. Por eso les ponían trampas mortales donde sus patas
quedaban ensartadas. Tironeaban tanto para zafar que se arrancaban los dedos. Tres
dedos tienen. Tres dedos que se convirtieron en el símbolo de la paz. Elegido
por los hippies. Vagos y roñosos. La escoria social que dio el puntapié inicial
de la destrucción.
No sabía cuántas horas habían
pasado. Ya estaba como anestesiado. Hasta las palomas se habían ido a sus
provisorios refugios. Sintió vibrar el celular en sus costillas inferiores
donde tenía apoyada la mochila. Era de noche pero estaba muy iluminado. Cruzó
la plaza. Fue adquiriendo ritmo con cada zancada.
Cuando llegó a destino había mucha
gente. Volvió a vibrar el celular. Era la señal de que lo tenían a la vista. La
tercera vez que vibró significaba que debía avanzar. Se metió entre la gente
que cantaba y repetía su nombre como un mantra. Algunos llevaban niños sobre
los hombros que la querían tocar. Ella los abrazaba y les sonreía. Los niños se
veían felices. Él no entendía ese sentimiento. Quería arrancar esa imagen de
sus pupilas y comerse los ojos para que no quedara nada de ella. Quería odiarla
más si es que fuera posible tanto.
Estaba bien cerca. Casi podía
olerla. Abrió la mochila. Sacó el arma y le apunto a la cara. La bala se negó a
salir. Volvió a gatillar en el preciso instante en el que ella se agachó para recoger
algo. Tampoco salió. Algunos le saltaron encima y le quitaron el arma mientras murmuraba:
“Malditas palomas”.
Claudia Isabel Lonfat es una narradora y poeta argentina, nacida en Caseros, provincia de Buenos Aires que actualmente reside en la localidad de Tortuguitas, de la misma provincia. Participó en antologías, tanto de narrativa como de poesía géneros, nacionales e internacionales, como Grageas 3, Cuentos de terror, Primera antología de escritores de Malvinas Argentinas, Sin fronteras y muchas otras. Es una de las fundadoras del grupo “EIMA” (escritores independientes de Malvinas Argentinas) que promovió la edición de una antología local. También colaboró como columnista en un diario digital, tocando temas sociales y políticos (México). Publicó Casi un libro de cuentos en coautoría con Luis Venosa y Los nombres que me nombran (cuentos, 2023). Además está terminando otro libro de relatos breves: La crueldad de las mariposas.

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