Daniel Frini
El silencio domina la
tarde calurosa en el monasterio eutiquiano de Deir Mar Takla, a orillas del
Éufrates, en un día del año que siglos más tarde será conocido como setecientos
cuarenta después del natalicio de Jesús el Cristo.
Acacio es un
hombre inteligente y lector ávido de los antiguos textos griegos y árabes que
enriquecen la biblioteca a su cargo, lo que le ha conferido un merecido
prestigio de hombre sabio y santo.
Pasó los últimos
meses abstraído en una idea apasionante, sugerida por los libros, que lo
sobresalta y emociona. Hace semanas que duerme poco y nada, descuida las
oraciones, apenas come y se muestra distraído y ausente. Solo esta mañana
compartió su razonamiento con los otros diez monjes, mientras comían unos
mendrugos de pan ácimo, y agitó la atmósfera tranquila y centenaria de los
claustros ganados a la roca. La respuesta, tal como lo esperaba, ha sido de
duda, en el mejor de los casos, y de escándalo en la mayoría. Solo el abad se
mantuvo callado y meditando las palabras del bibliotecario.
Ahora, en el
tiempo quieto que sigue al mediodía, Acacio decide que una buena manera de
ordenar sus pensamientos es ponerlos por escrito.
Está en su kalbbia
y, por el ventanuco abierto en la piedra, mira sin ver el horizonte árido, más
allá del río. En un gesto mecánico, con su mano, limpia el palimpsesto sobre el
que va a trabajar. Hunde el kálamos en el recipiente con tinta—hecha por el
hermano especiero con leño de espino, nuez de agalla, piedra negra, miel, vino
y vitriolo azul—, escurre el sobrante y lo dirige a la superficie, detiene su
mano en el aire durante un segundo, dudando, y finalmente escribe:
«¿Por qué, mi Señor y
Dios, me es dado hacerme esta pregunta? ¿Es el Gran Enemigo quien quiere
hacerme pecar dudando de Tu Sabiduría? ¿Me he dejado ganar por la soberbia? Si
has querido que algunos conocimientos permanezcan vedados a los hombres, ¿por qué
encuentro que mi reflexión no es equivocada?
He conocido el
ingenio sutilísimo que poseen los sabios de
Un carraspeo lo detiene.
Acacio gira la cabeza y se encuentra con la figura diminuta y encorvada del
abad que se recorta en la puerta baja de la kalbbia.
—Bendiciones,
hermano bibliotecario.
—Bendiciones,
hermano abad
Acacio baja la
cabeza en señal de sumisión y, aunque sabe porqué su superior está allí,
pregunta con cortesía:
—¿A qué debo el
honor de tu visita?
―Seré franco y
directo, hermano. El Señor me ha dado la gracia inmerecida de una inteligencia
que me permite apreciar el trabajo de los eruditos, como es el caso de los
hombres del Panyab o de Bendosabora; o el tuyo propio, querido hermano. Me
gratifico y sorprendo con la grandeza de Dios que ha negado Su Persona a los
infieles, y sin embargo los ha iluminado para que con nueve trazos
convenientemente ubicados resuelvan lo que ha sido un esfuerzo extraordinario
para los latinos y nuestros padres griegos. Y está bien que así sea: nueve
lunas necesita la madre para traer un niño a la vida, Parménides dice que el
nueve es el número de las cosas absolutas, Porfirio dice, en sus Enneádes: «he tenido la alegría de
hallar el producto del número perfecto, por el nueve»; nueve son las órdenes de
los angeles, hay nueve clases de demonios y nueve piedras preciosas; nueve
puertas permitían el acceso al kodesh
ha-kodashim del Templo de Jerusalén; tres mundos hay –cielo, tierra e
infierno– y en cada uno de ellos hay una tríada; por ello el nueve es el número
que cierra el tercer ciclo a partir de la unidad, y con ello, la creación. Pero
no entiendo, querido hermano, tu empecinamiento en decir que a los sabios que
nos precedieron se les ha pasado algo por alto…
—Hermano abad, en
mis meditaciones me he encontrado con cierta anomalía que es la raíz de mi
desasosiego. Los Padres latinos enseñan que el Hijo de Dios volvió de entre los
muertos al tercer día, y así lo aceptamos. Es nuestra fe que entregó su alma a
—Ni los hindúes,
ni los muslimes mencionan nada acerca de este acertijo.
—Es verdad. Y solo
en Ptolomeo, en el sexto tomo de su Hè Megalè
Syntaxis, he encontrado un símbolo al final de una cantidad para indicar un
centenar; y no puedo saber si él llegó a la misma conclusión a la que he
arribado, pues nada aclara sobre el tema, y si así fuera, su notación no ha
sido utilizada otra vez.
—Pero Acacio,
hermano; si tal signo existiese, debería ser un signo ideado por el maligno y
contrario a
—Eso me inquieta,
hermano abad. Tal signo representa la ausencia de cantidad. Cuando deseo
adicionar a cualquier cifra la ausencia de cantidad, el resultado es la misma
cifra; en cambio, cuando intento usar la tabla de Pitágoras para hacer el
producto, agregando a ella el signo de la ausencia; transformo cualquier
cantidad en nada. Aún cuando repetí innumerables veces esta conducta no
encuentro equivocación en mi razonamiento…
—¿Te das cuenta,
hermano, de lo que propones? De existir tal signo, Acacio, sería arquetipo de
la ausencia y paradigma de la nada. Tendríamos a mano el Poder del Señor para destruir
mundos mediante un simple signo.
—Lo he visto. Y me
asusta este descubrimiento. Ruego porque
El Abad respeta la
erudición de Acacio y lo admira; y no puede más que asombrarse de la lógica del
razonamiento del santo. Él ha recorrido todo el Oriente defendiendo la doctrina
de Eutiques en disputas cristológicas desde Nicea hasta Antioquía. Es un hombre
capaz y sabe reconocer el poder inmenso que ha descubierto Acacio en el décimo
signo. Y esto lo asusta más que los daimones, diábolos y espíritus impuros a
los que ha vencido; más que Asmodai, Choronzon o Jaldabaoth.
Acacio, que aún no
ha soltado el kálamos, baja su cabeza y cierra los ojos.
El abad, veterano
de mil batallas contra el Indigno, se mueve rápido. Toma el instrumento de caña
de la mano del monje y lo clava, con todas sus fuerzas, en la garganta del
bibliotecario que no alcanza, siquiera, a sorprenderse. Minutos después, Acacio
muere.
El Abad sabe que
el peligro está aún latente: él mismo ha visto el fruto del Árbol del
Conocimiento que le fue prohibido al Padre Adán y desea olvidar con toda la
fuerza de su viejo corazón, pero entiende que no podrá hacerlo. Sabe, también,
que en el futuro podría ser engañado por el Oscuro y persuadido a revelar el
misterio. Entonces, toma el recipiente de tinta y bebe el contenido de un
trago. Se acuesta en el suelo caliente del pequeño cuarto. Reza en voz
inaudible pidiendo perdón. El calor de la tarde que se alarga hacia la noche lo
adormece. Recuerda la melodía de una vieja canción que le cantaba su madre; y,
aunque se empeña, no consigue recordar la letra. Luego, los venenos de la tinta
apagan todo para él también.
Daniel Frini. (Berrotarán, Córdoba, 1963). Es Ingeniero Mecánico Electricista de profesión, escritor y artista visual. Publicó Poemas de Adriana (2017), Manual de autoayuda para fantasmas (2015) El Diluvio Universal y otros efectos especiales (2016) y Nueve hombres que murieron en Borneo (2018). Colabora en numerosos blogs y espacios digitales. Sus ficciones integraron diversas antologías, entre las que merecen destacarse Visiones (2009), Grageas 2 (2010), Pupilas (2012), Tricentenario (2013), Lectures d'Argentine (2013), Primeros exiliados (2013), Circo Gallatico (2013), Todo el país en un libro (2014), Fútbol en breve, microrrelatos del jogo bonito (2014), Borrando fronteras (2014), Grageas 3 (2014), Il meglio di Pegasus (2015), El fantasma de las navidades presentes (2015), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Extremos (2016) y Espacio Austral (2016). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010), Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle (2017) y el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017.

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