sábado, 8 de noviembre de 2025

Y HABLANDO DE FUNES…

Gabriela Vilardo

 

Y hablando de Funes, Borges, enfrente, justo enfrente de mi casa, desde donde yo siempre observaba el mar, un hombre se apostó en esa orilla durante siete veranos, como si vigilara algo. Era su forma de existir si a eso se le podía llamar existir. Un hombre diferente a su mencionado “Funes, el memorioso”, el de su historia; pero muy cercano en la forma de enajenarse. Cuando supe de este hombre, me acordé de su Funes. Y pensé que éste era el mío, el que yo había conocido y por eso le cuento. Mi Funes, distinto del suyo, Borges. Y recuerdo también, como usted, su cara no taciturna ni aindiada; tampoco singularmente remota pero sí redonda, con ojos saltones que, a veces, parecían desaparecer bajo los párpados caídos y, en ocasiones, agrandarse demasiado como queriendo alcanzar algo; y la verdad es que el hombre algo quería alcanzar. Y sabe, Borges, yo a mi Funes lo recuerdo siempre parado ahí, en la orilla o entre los arbustos, caminando con la cabeza gacha y pala en mano. Diques de jardinero que se daba en su casa, la que lindaba con la mía, después me enteré. También mi Funes se paraba detrás de la reja como un prisionero, cuando no se le daba por apostarse frente al mar, y desde ahí mirar hacia mi ventana. Es muy perspicaz su pregunta: supongo que miraría otras ventanas también.

 Y aquella actividad, rol u oficio, como usted prefiera llamarlo, la de jardinero por elección, era lo que lo mataba, porque el pensamiento, mientras él podaba o acomodaba algún arbusto caído por acción de los vientos huracanados, sí, el pensamiento hacía de las suyas. Pero no como el de Funes, su Funes, Borges. No, todo lo contrario. Su Funes recordaba tantos detalles de todo lo que vivía que no podía hacer ningún tipo de abstracción. Su Funes, Borges, era capaz de saber, como usted dijo, “las formas de las nubes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez”, así contó usted, Borges. Su Funes se atormentaba con los detalles, con la nitidez de los detalles y con la abundancia de los detalles. No así mi Funes. No, su Funes se agobiaba recopilando recuerdos y cada segundo se convertía en una imagen nueva, por lo que yo entendí; y los tenía a todos en la conciencia intentando una infernal convivencia entre ellos. En cambio, a mi Funes, le pasaba todo lo contrario. Estaba trastornado con un solo recuerdo. Uno solo. Uno que atravesaba sus momentos de vigilia y de sueños. Uno que le impedía proyectar algo. Uno que opacaba la claridad de todos los detalles de las imágenes, productos de sus percepciones. Y en esa actividad, la de la jardinería, en la que sólo se escuchaba el canto de los pájaros, uno podía ver a Funes, mi Funes, mirando las plantas pero sin verlas porque entre las múltiples hojas y sus láminas, nervaduras, estípulas, pecíolos, ranuras, folíolos, ápices y márgenes que su Funes hubiese percibido, éste, mi Funes, veía una sola foto: la imagen de una mujer de cabello oscuro y ondulado.

 Mi primer recuerdo de ese hombre fue muy nítido. Lo vi ahí, con sus manos en los bolsillos y su campera de jean, mirando el mar. Su cabeza, protegida con una gorra. El hombre, frente al horizonte; y el horizonte, en donde el cielo y el agua se unen, invadiéndolo a la distancia y sumiéndolo en un único pensamiento. Lo sé, Borges. Lo sé. Una imagen recurrente.

 Mire, ¡qué curioso! y sé por qué le hablo de algo recurrente: vi el cartel de venta en la casa lindera con la mía durante muchos veranos, pero estaba a las claras que no aparecía comprador porque Funes, mi Funes volvía una y otra vez cada año. Era un hombre de familia que veraneaba solo. Diciembre por medio traía a su madre, a quien sentaba debajo de una higuera añeja, mientras él se acercaba a aquella mujer de cabello oscuro y ondulado cuya figura ocupaba todo su pensamiento. Dicen que la primera vez que la vio fue cuando ella estaba totalmente concentrada, con su cámara fotográfica, en el momento justo en que una gaviota había decidido, por decirlo de algún modo, apoyar sus patas en la arena. Sí, por supuesto que su Funes hubiese contabilizado treinta aleteos, al menos ocho o nueve movimientos de cabeza del animal, cuatro o cinco planeamientos intentando el aterrizaje, y estaríamos hablando de cuarenta y cuatro imágenes en menos de diez segundos en la cabeza de su Funes. Pero en la de mi Funes, ni siquiera se había dibujado la gaviota, que él mismo había espantado con su presencia, sino la figura de la mujer que apretaba el disparador de su máquina fotográfica en un intento fallido de congelar esa realidad. Dicen que cuando sus miradas se encontraron él había tomado una fotografía de ella pero sin cámara. La imagen de esa mujer de cabello oscuro, ondulado, que iba descalza con un vestido de bambula blanco y que llevaba una cámara fotográfica había quedado en la retina de mi Funes. Sí, la conservó por años. Dicen que la buscaba en cada rostro de cada lugar adonde llegaba. La veía en la camarera del bar, la veía en la enfermera de su madre, la veía entre las monjas de una procesión. La buscaba en la playa de estacionamiento, entre los árboles de un bosque, la descubría entre las nubes que oficiaban de espesa niebla en un cerro.

 La vio en París, en Londres, Barcelona. La buscó en Buenos Aires en las cantinas de la Boca, en las tanguerías de San Telmo, en las piernas de alguna bailarina, en una muestra de pinturas entre los espectadores. La buscó en un recital. La buscó en el cementerio, entre los vivos el día de los muertos. La buscó en las gigantografías de avenidas. La tenía ahí, en su cerebro como figura. El fondo era todo lo otro: botellas de licor, sueros y vendas, cirios y santos, señalizaciones viales, troncos añosos, precipicios y valles, la torre Eiffel, el Arco de Triunfo, Los Beatles y su “She loves you”, una tribuna, un bandoneón y un piano. Y las tumbas. Todo junto y desdibujado en grandes carteles de ciudades con una figura central: ella.

En Mar del Plata la solía tener frente a frente. Inventaba caminatas para detenerse y admirarla mientras ella pasaba su tiempo tomando fotos a la orilla del mar. Funes se le acercaba con el pretexto de conocer acerca de la técnica… que si la lejanía del objeto, que si el foco, que si el marco… Sí, había logrado un acercamiento.

 Y después, a su regreso, ya en Buenos Aires, la volvía a ver en el subte, la buscaba en las plazas y en las esquinas atestadas de gente. La descubría en una fotografía de un álbum viejo, la veía escuchando una canción en la tapa de un disco imaginario, hasta el próximo verano. Y ahí, en la playa, se le juntaban las dos. La de su retina y la real. Se hacían una. Sí, Borges, así como le cuento. El trastorno de un solo recuerdo se le había hecho una realidad concreta que supo tener junto a él en su cama. Créase o no, supo arrancarle admiración luego de confesarle su sentimiento. Obsesivo, por cierto. Lejos de rechazarlo ella se había sorprendido y lo había empezado a ver atractivo. Pero lo atractivo desapareció gradualmente conforme él le manifestaba su necesidad de poseerla. Y ella emprendió una elegante retirada que lo lastimó hasta desquiciarlo. Dicen que él escuchaba la música preferida de la mujer de vestido blanco, que se acostaba pensando en ella y se despertaba a medianoche con aquella imagen del deseo hecho realidad, y que lloraba al comprobar que la mujer ya no estaba... Dicen que sin abrir los ojos, la veía. Sí, Borges. Estoy segura. Y hablando de Funes, mi Funes, dicen que hubo intento de la mujer de conciliar emociones por lo cual él había recuperado chispa en la mirada, pero su deseo de posesión eterna fue recurrente y la retirada elegante de ella, también. Dicen que además de acostarse y despertarse con esa foto en su cabeza, se volvió taciturno, distraído; dejó de contestar a las preguntas con coherencia. Dicen que perdió a sus amigos y a sus conocidos más cercanos, que se volvió huraño y agresivo, y que miró a su madre desde lejos cuando la encontraron muerta debajo de la higuera. Sí, Borges estoy segura. Fíjese, una sola imagen, inamovible, puede afectar la salud de alguien, tal como lo opuesto, tal como le pasó a su Funes que recordaba múltiples y miles de detalles. Este Funes dinamitó su cerebro con aquel único pensamiento. Lo sé. Usted debería creerme. Ese hombre nunca me devolvió aquel vestido blanco de bambula. Perdón, Borges, si me disculpa, una gaviota ha decidido, por decirlo de algún modo, apoyar sus patas en la arena. La veo desde aquí. Una fotografía que siempre quise tomar.


Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018) En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica).

 

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