Gabriela Vilardo
Y
hablando de Funes, Borges, enfrente, justo enfrente de mi casa, desde donde yo
siempre observaba el mar, un hombre se apostó en esa orilla durante siete
veranos, como si vigilara algo. Era su forma de existir si a eso se le podía
llamar existir. Un hombre diferente a su mencionado “Funes, el memorioso”, el
de su historia; pero muy cercano en la forma de enajenarse. Cuando supe de este
hombre, me acordé de su Funes. Y pensé que éste era el mío, el que yo había
conocido y por eso le cuento. Mi Funes, distinto del suyo, Borges. Y recuerdo también,
como usted, su cara no taciturna ni aindiada; tampoco singularmente remota pero
sí redonda, con ojos saltones que, a veces, parecían desaparecer bajo los
párpados caídos y, en ocasiones, agrandarse demasiado como queriendo alcanzar
algo; y la verdad es que el hombre algo quería alcanzar. Y sabe, Borges, yo a
mi Funes lo recuerdo siempre parado ahí, en la orilla o entre los arbustos,
caminando con la cabeza gacha y pala en mano. Diques de jardinero que se daba
en su casa, la que lindaba con la mía, después me enteré. También mi Funes se
paraba detrás de la reja como un prisionero, cuando no se le daba por apostarse
frente al mar, y desde ahí mirar hacia mi ventana. Es muy perspicaz su
pregunta: supongo que miraría otras ventanas también.
Y aquella actividad, rol u oficio, como usted
prefiera llamarlo, la de jardinero por elección, era lo que lo mataba, porque
el pensamiento, mientras él podaba o acomodaba algún arbusto caído por acción
de los vientos huracanados, sí, el pensamiento hacía de las suyas. Pero no como
el de Funes, su Funes, Borges. No, todo lo contrario. Su Funes recordaba tantos
detalles de todo lo que vivía que no podía hacer ningún tipo de abstracción. Su
Funes, Borges, era capaz de saber, como usted dijo, “las formas de las nubes del
amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las
vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez”, así contó
usted, Borges. Su Funes se atormentaba con los detalles, con la nitidez de los
detalles y con la abundancia de los detalles. No así mi Funes. No, su Funes se
agobiaba recopilando recuerdos y cada segundo se convertía en una imagen nueva,
por lo que yo entendí; y los tenía a todos en la conciencia intentando una
infernal convivencia entre ellos. En cambio, a mi Funes, le pasaba todo lo
contrario. Estaba trastornado con un solo recuerdo. Uno solo. Uno que
atravesaba sus momentos de vigilia y de sueños. Uno que le impedía proyectar
algo. Uno que opacaba la claridad de todos los detalles de las imágenes,
productos de sus percepciones. Y en esa actividad, la de la jardinería, en la
que sólo se escuchaba el canto de los pájaros, uno podía ver a Funes, mi Funes,
mirando las plantas pero sin verlas porque entre las múltiples hojas y sus
láminas, nervaduras, estípulas, pecíolos, ranuras, folíolos, ápices y márgenes
que su Funes hubiese percibido, éste, mi Funes, veía una sola foto: la imagen
de una mujer de cabello oscuro y ondulado.
Mi primer recuerdo de ese hombre fue muy
nítido. Lo vi ahí, con sus manos en los bolsillos y su campera de jean, mirando
el mar. Su cabeza, protegida con una gorra. El hombre, frente al horizonte; y
el horizonte, en donde el cielo y el agua se unen, invadiéndolo a la distancia
y sumiéndolo en un único pensamiento. Lo sé, Borges. Lo sé. Una imagen
recurrente.
Mire, ¡qué curioso! y sé por qué le hablo de
algo recurrente: vi el cartel de venta en la casa lindera con la mía durante
muchos veranos, pero estaba a las claras que no aparecía comprador porque
Funes, mi Funes volvía una y otra vez cada año. Era un hombre de familia que
veraneaba solo. Diciembre por medio traía a su madre, a quien sentaba debajo de
una higuera añeja, mientras él se acercaba a aquella mujer de cabello oscuro y
ondulado cuya figura ocupaba todo su pensamiento. Dicen que la primera vez que
la vio fue cuando ella estaba totalmente concentrada, con su cámara
fotográfica, en el momento justo en que una gaviota había decidido, por decirlo
de algún modo, apoyar sus patas en la arena. Sí, por supuesto que su Funes
hubiese contabilizado treinta aleteos, al menos ocho o nueve movimientos de
cabeza del animal, cuatro o cinco planeamientos intentando el aterrizaje, y
estaríamos hablando de cuarenta y cuatro imágenes en menos de diez segundos en
la cabeza de su Funes. Pero en la de mi Funes, ni siquiera se había dibujado la
gaviota, que él mismo había espantado con su presencia, sino la figura de la
mujer que apretaba el disparador de su máquina fotográfica en un intento
fallido de congelar esa realidad. Dicen que cuando sus miradas se encontraron
él había tomado una fotografía de ella pero sin cámara. La imagen de esa mujer
de cabello oscuro, ondulado, que iba descalza con un vestido de bambula blanco
y que llevaba una cámara fotográfica había quedado en la retina de mi Funes.
Sí, la conservó por años. Dicen que la buscaba en cada rostro de cada lugar
adonde llegaba. La veía en la camarera del bar, la veía en la enfermera de su
madre, la veía entre las monjas de una procesión. La buscaba en la playa de estacionamiento,
entre los árboles de un bosque, la descubría entre las nubes que oficiaban de
espesa niebla en un cerro.
La vio en París, en Londres, Barcelona. La
buscó en Buenos Aires en las cantinas de la Boca, en las tanguerías de San
Telmo, en las piernas de alguna bailarina, en una muestra de pinturas entre los
espectadores. La buscó en un recital. La buscó en el cementerio, entre los
vivos el día de los muertos. La buscó en las gigantografías de avenidas. La
tenía ahí, en su cerebro como figura. El fondo era todo lo otro: botellas de
licor, sueros y vendas, cirios y santos, señalizaciones viales, troncos añosos,
precipicios y valles, la torre Eiffel, el Arco de Triunfo, Los Beatles y su “She
loves you”, una tribuna, un bandoneón y un piano. Y las tumbas. Todo junto
y desdibujado en grandes carteles de ciudades con una figura central: ella.
En Mar del Plata la solía tener
frente a frente. Inventaba caminatas para detenerse y admirarla mientras ella pasaba
su tiempo tomando fotos a la orilla del mar. Funes se le acercaba con el
pretexto de conocer acerca de la técnica… que si la lejanía del objeto, que si
el foco, que si el marco… Sí, había logrado un acercamiento.
Y después, a su regreso, ya en Buenos Aires,
la volvía a ver en el subte, la buscaba en las plazas y en las esquinas
atestadas de gente. La descubría en una fotografía de un álbum viejo, la veía
escuchando una canción en la tapa de un disco imaginario, hasta el próximo
verano. Y ahí, en la playa, se le juntaban las dos. La de su retina y la real.
Se hacían una. Sí, Borges, así como le cuento. El trastorno de un solo recuerdo
se le había hecho una realidad concreta que supo tener junto a él en su cama. Créase
o no, supo arrancarle admiración luego de confesarle su sentimiento. Obsesivo,
por cierto. Lejos de rechazarlo ella se había sorprendido y lo había empezado a
ver atractivo. Pero lo atractivo desapareció gradualmente conforme él le
manifestaba su necesidad de poseerla. Y ella emprendió una elegante retirada
que lo lastimó hasta desquiciarlo. Dicen que él escuchaba la música preferida
de la mujer de vestido blanco, que se acostaba pensando en ella y se despertaba
a medianoche con aquella imagen del deseo hecho realidad, y que lloraba al
comprobar que la mujer ya no estaba... Dicen que sin abrir los ojos, la veía.
Sí, Borges. Estoy segura. Y hablando de Funes, mi Funes, dicen que hubo intento
de la mujer de conciliar emociones por lo cual él había recuperado chispa en la
mirada, pero su deseo de posesión eterna fue recurrente y la retirada elegante
de ella, también. Dicen que además de acostarse y despertarse con esa foto en
su cabeza, se volvió taciturno, distraído; dejó de contestar a las preguntas
con coherencia. Dicen que perdió a sus amigos y a sus conocidos más cercanos,
que se volvió huraño y agresivo, y que miró a su madre desde lejos cuando la
encontraron muerta debajo de la higuera. Sí, Borges estoy segura. Fíjese, una
sola imagen, inamovible, puede afectar la salud de alguien, tal como lo
opuesto, tal como le pasó a su Funes que recordaba múltiples y miles de
detalles. Este Funes dinamitó su cerebro con aquel único pensamiento. Lo sé.
Usted debería creerme. Ese hombre nunca me devolvió aquel vestido blanco de
bambula. Perdón, Borges, si me disculpa, una gaviota ha decidido, por decirlo
de algún modo, apoyar sus patas en la arena. La veo desde aquí. Una fotografía
que siempre quise tomar.
Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018) En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica).

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