sábado, 8 de noviembre de 2025

MARFIL. ELEFANTES. VIRGILIO

Cristian Mitelman

 

Desde hace días que duermo dos o tres horas. Luego la noche se convierte en esto, es una especie de ciénaga infinita que debo atravesar a costa de dolores de espalda y de esta molestia en el vientre que ha nacido después del último ataque de disentería que arrasó al grupo. Soy un sobreviviente. Lamento ser un sobreviviente. Cuando enterramos a Ethan Johnson sentí que una íntima envidia se derramaba en mi sangre al igual que la fiebre se me iba desparramando por el cuerpo. Y luego los dolores en la boca del estómago, el infierno vejatorio de no poder controlar las propias necesidades corporales. El hedor. Y es raro, porque el doctor Arnold tomó las mismas precauciones que otras veces para evitar los riegos de la disentería. Algo ha obrado aquí: no sé qué es. Desde hace meses la desgracia no ha dejado de rozarnos los talones. Es extraño, porque nadie en la expedición bebió aguas sospechosas. Alguien dijo que tal vez algún nativo nos haya envenenado. Al principio no quise dar fe a estas palabras porque, a diferencia de los alemanes, no hemos masacrado a ningún pueblo con la perfección rigorista del método prusiano. Pero ya no tengo confianza en nadie y el enemigo está en cualquier parte. La disentería no logró vencerme, aunque me dejó esta secuela insoportable: una especie de dolor reflejo que vuelve cada tanto, como una puñalada en el vientre (no, no es una puñalada, una puñalada es certera; esto es peor: es una mano que aprieta hasta quitarme la respiración, una mano que va hurgando mis intestinos hasta hacerme inclinar y quitarme el aliento).

Por eso envidié tanto al querido Ethan cuando aquella noche lo escuché lanzar un quejido sordo que sólo podía ser la entrada en la muerte. Un ser afincado en la vida no puede emitir aquel sonido. A la exasperación siguió un respirar hondo y luego la paz, la nada. Miraba como obnubilado un cuadrante del techo de paja por donde pasó, subrepticia, una rata pardusca.

No sé quiénes lo enterraron al otro día. Pensé que la tierra enseguida iba a devorar esas carnes y que los huesos quedarían ahí, perdidos para siempre en la intemporalidad de este reino subsahariano.

Yo estoy seguro de que todo esto empezó en cuando seguíamos las huellas de los elefantes sagrados. Marfil. Vivo de él: he matado cientos de elefantes a lo largo de las últimas dos décadas. He perfeccionado el arte de ultimar a estas maravillosas fieras. Admito que he aprendido varias cosas de ellas. Los elefantes tienen una memoria endiablada. Si logran escapar, recuerdan a la perfección quién es el que intentó cazarlos. Incluso conservan el recuerdo de si el cazador fue contra una de las crías. Seres inmensos y rencorosos. He aprendido a respetarlos por eso. Hace años sucedió un hecho curioso. Uno de mis conocidos, el viejo Trevor Bishop, murió destrozado por una de estas bestias. Nadie sabe cómo, pero en medio de la noche apareció un cuerpo brutal, una especie de descompensada máquina de guerra (el elefante se había salvado meses atrás de milagro, pero una de sus patas quedó lastimada) y se abalanzó sobre la improvisada choza de Bishop. ¿Cómo es que nadie se dio cuenta de que merodeaba el campamento? ¿Cómo no percibieron su andar quejumbroso; ese extraño latido que provocan en la tierra bestias primarias? Un nativo aseguró que el elefante parecía una sombra nacida del vacío. Y antes de morir eligió destrozar en el villorrio la morada de Bishop. Era una típica bestia de la sabana. Son más inteligentes; hay una rara astucia en sus desplazamientos. Se diría que saben despistar al hombre. Pero cuando uno aprende sus códigos, darles caza se convierte en una profesión metódica y bien remunerada. No entiendo cómo es que Bishop, con toda su experiencia, se dejó vencer por un rival que, a pesar de su inteligencia, termina siendo algo repetitivo en sus astucias. Después de su venganza, el animal se dejó matar de un modo indolente. Se diría que estaba buscando el fin. Porque lo otro que he aprendido es que son los únicos animales que tienen conciencia del tiempo y de la muerte. Cuando una pequeña manada pasa frente a los huesos descarnados de un antiguo compañero, hacen un extraño silencio y pasan sin hacer el menor ruido, como si la muerte fuera un lugar sagrado; un templo que no debe profanarse.

Yo dejé la cacería del elefante de sabana y me consagré a esos más pequeños que llaman sagrados. El cuerno rosado les eleva inmensamente su precio. Algunas casa de música de Alemania pagan cifras inverosímiles por este tipo de marfil. Aseguran que le dan a la sonoridad del piano una especie de sonido único, como sucede con el misterio de los Stradivarius.

No soy músico ni me interesan estos detalles. Si están dispuestos a pagar tantos marcos o tantas libras por el cuerno rosado, poco me importa que se destine el material para la creación de teclas especiales.

Los elefantes que yo extermino son animales más pequeños y huidizos que reciben una insospechada protección tribal. Cazarlos implica entrar en un infierno selvático donde reciben la ayuda de humanos cuyo proceso evolutivo se ha detenido hace milenios. Porque aquí ha pasado el tiempo, pero no ha pasado el espíritu de la Historia.

Ahora recuerdo aquella noche londinense en que me invitaron a un concierto de no sé qué intérprete ruso. A pesar de estar en mi verdadera patria, no me sentía feliz. De pronto sentí que era una especie de exiliado en las calles que había frecuentado tantas veces. Ni siquiera la visita a una de mis putas preferidas en el burdel que solía frecuentar cuando regresaba a la isla podía apartar esa molesta sensación opresiva en el pecho. Aquella noche estuve con amigos, bebimos champán, nos entregamos a todas las posibilidades de los sentidos. Después me ofrecieron, como una especie de coronación imperial, asistir a un concierto. Los rostros pasaban a mi lado con indiferencia; a todo dije que sí. Antes de entrar en el teatro (recuerdo que los carruajes se detenían formando varias hileras en las calles; recuerdo el frío que no mitigaban los guantes; recuerdo que deseaba volver al prostíbulo y quedarme dormido ahí, en medio de la confusión de los cuerpos) un hombre me habló.

—Van a interpretar a Rachmaninov —me dijo. Mi indiferencia era absoluta. Respondí una vaguedad—. Usted es en parte responsable del éxito de esta noche —continuó—. El piano del solista ha sido hecho completamente con el marfil que usted consigue. De alguna forma se ha convertido en un protector de la música. Ya comprobará la sonoridad del instrumento.

Sabía que esas palabras eran inútiles. Entiendo de armas; no de arpegios. Sé cómo cazar animales salvajes. Sé cómo matar nativos problemáticos. Conozco muchas rutas secretas de ese laberinto de pantanos y ciénagas que es África. Mi pulso no tiembla: cuando tuve que matar, maté sin dilaciones. Sé que por el percutor pasa, con sus argucias, la civilización. Soy, pues, un instrumento del Remington civilizatorio.

La música no me produjo nada hasta el momento en que el pianista comenzó una vigorosa secuencia que conservaba el espíritu de una lucha. De soslayo miré los rostros que me acompañaban: todos parecían estar en una mezcla de éxtasis concentrado. Yo, en cambio, comencé a experimentar una especie de vértigo imposible. Sabía que estaba allí, en una sala londinense de gran prestigio y que la ciudad me brindaba todas sus protecciones. Miré mis manos; temblaban. Era una nueva clase de frío que me corroía desde adentro. Pensé que había un tipo de influenza que estaba arrasando las costas atlánticas donde había estado meses atrás y que probablemente la hubiese contraído. Intenté calmarme pensando que a mi disposición se encontraban los mejores médicos y hospitales del mundo. Los golpes del piano me sacudían la frente. Cerré los ojos. La música de Rachmaninov era parte de una guerra que me rodeaba. Y yo era apenas un cuerpo a la deriva. “He sobrevivido muchas veces: también venceré a Rachmaninov.”

Una hora después estaba en un carruaje que me llevó a casa. Me fui a dormir sintiendo un molesto dolor de cabeza, pero afortunadamente no tuve pesadillas: caí en una especie de inmenso bloque de mármol negro sin vetas.

Al otro día me sentí mejor y me obligué a una extraña dieta de té mezclado con whisky. Los resultados fueron excelentes. Expurgué lo necesario; mi cuerpo volvió a su buena disposición de siempre. Antes de regresar al África me dediqué exclusivamente a las actividades que me eran placenteras: evité conciertos o reuniones con gente gravosa. El último día estuve en el club de Eton. Me reuní con antiguos camaradas y con el viejo profesor de latín Ernst Hopkins. A pesar de su avanzada edad, le permitían seguir enseñando en los cursos superiores. Se había convertido en una especie de caricatura de sí mismo: usaba ampulosamente el monóculo; recordaba cada uno de nuestros nombres y (admito el prodigio de su memoria única) recordaba nuestros fracasos en los exámenes y los dislates que cometíamos al presentar esas pavorosas traducciones que debíamos acometer en una hora. Apenas me vio ingresar en el club levantó su bastón y señalándome con aire de burla soltó unos versos:

Sunt geminae Somni portae, quarum altera fertur

cornea, qua ueris facilis datur exitus umbris,

altera candenti perfecta nitens elephanto,

sed falsa ad caelum mittunt insomnia Manes.

 

—El joven debió entregar el final del descenso a los infiernos cuando terminaba el segundo curso —dijo con tono acusador—. Su impericia, aunque haya sido una ofensa para Virgilio, resultó muy cómica para el tribunal examinador. Han pasado muchos años, espero que en la selva (tengo entendido que se dedica a la noble acción de llevar la cultura ad indomitos populos) sus latines hayan progresado.

—No sea tan optimista, profesor.

—No soy optimista. Nunca lo he sido. Mi edad me permite ser ridículo: es la única forma de soportar este mundo.

La cena, como era de esperar, giró en derredor de anécdotas que todos conocíamos de memoria y que a lo sumo agregaban algún detalle inexistente que todos aprobábamos para ser justificados.

Al otro día, antes de partir, pasé por la vieja librería de la Universidad y compré la Eneida según el texto establecido por Nupton.

Cuando el barco se alejó de la última grada, releí el pasaje que me había citado Hopkins y en un esfuerzo traduje: “Hay dos puertas gemelas del sueño, de las cuales una se dice que es cuerno, por la cual es la fácil salida para las imágenes ciertas. La otra es la que brilla con fulgente marfil, pero los Espíritus remiten al cielo las falsas visiones.”

Me llamó la atención que con los años conservara algo del Latín. Sentí que la memoria era una extraña ciudadela colmada de columnas y pórticos donde las viejas inscripciones distraen al viajero.

Luego volví al mundo de siempre: debía entregar una cantidad de marfil que exigía viajes más extenuantes; seguir el periplo de los elefantes; dar órdenes a los lugareños; organizar provisiones y recorridos.

El clima parecía más tenso que de costumbre. Uno de mis informantes me explicó que, en caso de seguir la ruta que me había propuesto, íbamos a matar a uno de los elefantes sagrados. Con las supersticiones de los idólatras no conviene objetar reparos: pueden ser una auténtica fuente de problemas si no se hace caso en alguna medida de sus pensamientos. Les prometí que no íbamos a tocar ningún animal que consideraran sagrado, fuera un ave, un cocodrilo, una pulga o un elefante. Pero sabía que les estaba mintiendo: las casas de música me exigían material y yo no podía permitirme el lujo de perdonar bestias protegidas vaya a saber por qué milenarias supersticiones.

Lo cierto es que después de dos semanas de marcha no habíamos encontrado nada, hecho que había alterado mis nervios. Pensé que esos malditos estarían llevándome por rutas equivocadas, lo cual era improbable porque había aprendido a conocer el terreno con más precisión que los burdeles británicos.

Durante el viaje, Rachmaninov y Virgilio parecían ocupar mi mente. Se mezclaban y se superponían formando cadencias imposibles. De noche me lanzaba a la lectura del Canto Sexto ayudándome con la traducción que aparecía en la página contigua. El concierto para piano aparecía en mi mente de un modo fragmentario: a veces creía escucharlo con facilidad; otras tantas sabía que estaba inventando una música absurda, fantasmagórica.

Antes de que los ríos comenzaran a bajar su curso aparecieron las huellas de los elefantes. De nuevo me aconsejaron que me abstuviera de tocar aquellos animales. Mandé al diablo a no sé qué jefezuelo y cuando sentí que se ponía agresivo lo acallé con un disparo perfecto entre las cejas. Aunque conozco los rudimentos de estos dialectos primarios, sé que antes de ultimarlo me maldijo. Son circunstancias inevitables.

Luego me dediqué a mi oficio con una especie de alegría inocente. Le estaba entregando al mundo la sustancia de los mejores pianos; las salas europeas iban a colmarse de arpegios nunca oídos. Pensé que el corazón de la música brotaba de mis disparos y que mi arte, mucho más cercano a la percusión, era una especie de anticipo de los mayores refinamientos.

Ahora los sonidos de la ciénaga se van filtrando por mis poros. Siento cada una de las reverberaciones del barro y el salto de las arañas sobre el insecto que se debate en la tela. La luna desgasta su brillo en las aguas barrosas. Ardo en fiebre. De una de las talegas extraigo el marfil. Intento que su frío atempere este ardor que calor innoble. Otra contracción del estómago. Fluyen mis intestinos en un líquido infamante. Estoy manchado y toco la pureza del marfil con mis manos que salpicadas de inmundicia. Algún día van a encontrar los restos de esta expedición. Espero que las temporadas de lluvia y lo posteriores veranos limpien mi carne y borren las marcas de mierda que he dejado en los trozos de cuerno. Espero que lleven el material a Alemania y que de una vez por todas las manos de los hermanos Bechstein pulan las piezas y ensamblen un piano cuyas notas se esparzan por los teatros de Europa y sigan más allá, en las tertulias, en los prostíbulos, en las reuniones de la cancillería. Ya no seré parte de las astucias y las falacias de ese sueño. Yo también soy una pieza más de ese piano que no es más que una vasta máquina cuya astucia todo lo devora. 

Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia.

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