Cristian Mitelman
Desde hace días que duermo dos o tres horas.
Luego la noche se convierte en esto, es una especie de ciénaga infinita que
debo atravesar a costa de dolores de espalda y de esta molestia en el vientre
que ha nacido después del último ataque de disentería que arrasó al grupo. Soy
un sobreviviente. Lamento ser un sobreviviente. Cuando enterramos a Ethan
Johnson sentí que una íntima envidia se derramaba en mi sangre al igual que la
fiebre se me iba desparramando por el cuerpo. Y luego los dolores en la boca del
estómago, el infierno vejatorio de no poder controlar las propias necesidades
corporales. El hedor. Y es raro, porque el doctor Arnold tomó las mismas
precauciones que otras veces para evitar los riegos de la disentería. Algo ha
obrado aquí: no sé qué es. Desde hace meses la desgracia no ha dejado de
rozarnos los talones. Es extraño, porque nadie en la expedición bebió aguas
sospechosas. Alguien dijo que tal vez algún nativo nos haya envenenado. Al
principio no quise dar fe a estas palabras porque, a diferencia de los
alemanes, no hemos masacrado a ningún pueblo con la perfección rigorista del
método prusiano. Pero ya no tengo confianza en nadie y el enemigo está en
cualquier parte. La disentería no logró vencerme, aunque me dejó esta secuela
insoportable: una especie de dolor reflejo que vuelve cada tanto, como una
puñalada en el vientre (no, no es una puñalada, una puñalada es certera; esto
es peor: es una mano que aprieta hasta quitarme la respiración, una mano que va
hurgando mis intestinos hasta hacerme inclinar y quitarme el aliento).
Por eso envidié tanto al querido
Ethan cuando aquella noche lo escuché lanzar un quejido sordo que sólo podía
ser la entrada en la muerte. Un ser afincado en la vida no puede emitir aquel
sonido. A la exasperación siguió un respirar hondo y luego la paz, la nada.
Miraba como obnubilado un cuadrante del techo de paja por donde pasó,
subrepticia, una rata pardusca.
No sé quiénes lo enterraron al otro
día. Pensé que la tierra enseguida iba a devorar esas carnes y que los huesos
quedarían ahí, perdidos para siempre en la intemporalidad de este reino
subsahariano.
Yo estoy seguro de que todo esto
empezó en cuando seguíamos las huellas de los elefantes sagrados. Marfil. Vivo
de él: he matado cientos de elefantes a lo largo de las últimas dos décadas. He
perfeccionado el arte de ultimar a estas maravillosas fieras. Admito que he
aprendido varias cosas de ellas. Los elefantes tienen una memoria endiablada.
Si logran escapar, recuerdan a la perfección quién es el que intentó cazarlos.
Incluso conservan el recuerdo de si el cazador fue contra una de las crías.
Seres inmensos y rencorosos. He aprendido a respetarlos por eso. Hace años
sucedió un hecho curioso. Uno de mis conocidos, el viejo Trevor Bishop, murió
destrozado por una de estas bestias. Nadie sabe cómo, pero en medio de la noche
apareció un cuerpo brutal, una especie de descompensada máquina de guerra (el
elefante se había salvado meses atrás de milagro, pero una de sus patas quedó
lastimada) y se abalanzó sobre la improvisada choza de Bishop. ¿Cómo es que
nadie se dio cuenta de que merodeaba el campamento? ¿Cómo no percibieron su andar
quejumbroso; ese extraño latido que provocan en la tierra bestias primarias? Un
nativo aseguró que el elefante parecía una sombra nacida del vacío. Y antes de
morir eligió destrozar en el villorrio la morada de Bishop. Era una típica
bestia de la sabana. Son más inteligentes; hay una rara astucia en sus
desplazamientos. Se diría que saben despistar al hombre. Pero cuando uno
aprende sus códigos, darles caza se convierte en una profesión metódica y bien
remunerada. No entiendo cómo es que Bishop, con toda su experiencia, se dejó
vencer por un rival que, a pesar de su inteligencia, termina siendo algo
repetitivo en sus astucias. Después de su venganza, el animal se dejó matar de
un modo indolente. Se diría que estaba buscando el fin. Porque lo otro que he aprendido
es que son los únicos animales que tienen conciencia del tiempo y de la muerte.
Cuando una pequeña manada pasa frente a los huesos descarnados de un antiguo
compañero, hacen un extraño silencio y pasan sin hacer el menor ruido, como si
la muerte fuera un lugar sagrado; un templo que no debe profanarse.
Yo dejé la cacería del elefante de
sabana y me consagré a esos más pequeños que llaman sagrados. El cuerno rosado
les eleva inmensamente su precio. Algunas casa de música de Alemania pagan
cifras inverosímiles por este tipo de marfil. Aseguran que le dan a la
sonoridad del piano una especie de sonido único, como sucede con el misterio de
los Stradivarius.
No soy músico ni me interesan estos
detalles. Si están dispuestos a pagar tantos marcos o tantas libras por el
cuerno rosado, poco me importa que se destine el material para la creación de
teclas especiales.
Los elefantes que yo extermino son
animales más pequeños y huidizos que reciben una insospechada protección
tribal. Cazarlos implica entrar en un infierno selvático donde reciben la ayuda
de humanos cuyo proceso evolutivo se ha detenido hace milenios. Porque aquí ha
pasado el tiempo, pero no ha pasado el espíritu de la Historia.
Ahora recuerdo aquella noche
londinense en que me invitaron a un concierto de no sé qué intérprete ruso. A
pesar de estar en mi verdadera patria, no me sentía feliz. De pronto sentí que
era una especie de exiliado en las calles que había frecuentado tantas veces.
Ni siquiera la visita a una de mis putas preferidas en el burdel que solía
frecuentar cuando regresaba a la isla podía apartar esa molesta sensación
opresiva en el pecho. Aquella noche estuve con amigos, bebimos champán, nos
entregamos a todas las posibilidades de los sentidos. Después me ofrecieron,
como una especie de coronación imperial, asistir a un concierto. Los rostros
pasaban a mi lado con indiferencia; a todo dije que sí. Antes de entrar en el
teatro (recuerdo que los carruajes se detenían formando varias hileras en las
calles; recuerdo el frío que no mitigaban los guantes; recuerdo que deseaba
volver al prostíbulo y quedarme dormido ahí, en medio de la confusión de los
cuerpos) un hombre me habló.
—Van a interpretar a Rachmaninov —me
dijo. Mi indiferencia era absoluta. Respondí una vaguedad—. Usted es en parte
responsable del éxito de esta noche —continuó—. El piano del solista ha sido
hecho completamente con el marfil que usted consigue. De alguna forma se ha
convertido en un protector de la música. Ya comprobará la sonoridad del
instrumento.
Sabía que esas palabras eran
inútiles. Entiendo de armas; no de arpegios. Sé cómo cazar animales salvajes.
Sé cómo matar nativos problemáticos. Conozco muchas rutas secretas de ese
laberinto de pantanos y ciénagas que es África. Mi pulso no tiembla: cuando
tuve que matar, maté sin dilaciones. Sé que por el percutor pasa, con sus
argucias, la civilización. Soy, pues, un instrumento del Remington
civilizatorio.
La música no me produjo nada hasta
el momento en que el pianista comenzó una vigorosa secuencia que conservaba el
espíritu de una lucha. De soslayo miré los rostros que me acompañaban: todos
parecían estar en una mezcla de éxtasis concentrado. Yo, en cambio, comencé a
experimentar una especie de vértigo imposible. Sabía que estaba allí, en una
sala londinense de gran prestigio y que la ciudad me brindaba todas sus
protecciones. Miré mis manos; temblaban. Era una nueva clase de frío que me
corroía desde adentro. Pensé que había un tipo de influenza que estaba
arrasando las costas atlánticas donde había estado meses atrás y que
probablemente la hubiese contraído. Intenté calmarme pensando que a mi
disposición se encontraban los mejores médicos y hospitales del mundo. Los
golpes del piano me sacudían la frente. Cerré los ojos. La música de
Rachmaninov era parte de una guerra que me rodeaba. Y yo era apenas un cuerpo a
la deriva. “He sobrevivido muchas veces: también venceré a Rachmaninov.”
Una hora después estaba en un
carruaje que me llevó a casa. Me fui a dormir sintiendo un molesto dolor de
cabeza, pero afortunadamente no tuve pesadillas: caí en una especie de inmenso
bloque de mármol negro sin vetas.
Al otro día me sentí mejor y me
obligué a una extraña dieta de té mezclado con whisky. Los resultados fueron
excelentes. Expurgué lo necesario; mi cuerpo volvió a su buena disposición de
siempre. Antes de regresar al África me dediqué exclusivamente a las
actividades que me eran placenteras: evité conciertos o reuniones con gente
gravosa. El último día estuve en el club de Eton. Me reuní con antiguos
camaradas y con el viejo profesor de latín Ernst Hopkins. A pesar de su
avanzada edad, le permitían seguir enseñando en los cursos superiores. Se había
convertido en una especie de caricatura de sí mismo: usaba ampulosamente el
monóculo; recordaba cada uno de nuestros nombres y (admito el prodigio de su
memoria única) recordaba nuestros fracasos en los exámenes y los dislates que
cometíamos al presentar esas pavorosas traducciones que debíamos acometer en
una hora. Apenas me vio ingresar en el club levantó su bastón y señalándome con
aire de burla soltó unos versos:
Sunt geminae
Somni portae, quarum altera fertur
cornea, qua
ueris facilis datur exitus umbris,
altera candenti
perfecta nitens elephanto,
sed falsa ad caelum
mittunt insomnia Manes.
—El joven debió entregar el final del descenso
a los infiernos cuando terminaba el segundo curso —dijo con tono acusador—. Su
impericia, aunque haya sido una ofensa para Virgilio, resultó muy cómica para
el tribunal examinador. Han pasado muchos años, espero que en la selva (tengo
entendido que se dedica a la noble acción de llevar la cultura ad indomitos
populos) sus latines hayan progresado.
—No sea tan optimista, profesor.
—No soy optimista. Nunca lo he
sido. Mi edad me permite ser ridículo: es la única forma de soportar este
mundo.
La cena, como era de esperar, giró
en derredor de anécdotas que todos conocíamos de memoria y que a lo sumo
agregaban algún detalle inexistente que todos aprobábamos para ser
justificados.
Al otro día, antes de partir, pasé
por la vieja librería de la Universidad y compré la Eneida según el texto establecido por Nupton.
Cuando el barco se alejó de la
última grada, releí el pasaje que me había citado Hopkins y en un esfuerzo
traduje: “Hay dos puertas gemelas del sueño, de las cuales una se dice que es
cuerno, por la cual es la fácil salida para las imágenes ciertas. La otra es la
que brilla con fulgente marfil, pero los Espíritus remiten al cielo las falsas
visiones.”
Me llamó la atención que con los
años conservara algo del Latín. Sentí que la memoria era una extraña ciudadela
colmada de columnas y pórticos donde las viejas inscripciones distraen al
viajero.
Luego volví al mundo de siempre:
debía entregar una cantidad de marfil que exigía viajes más extenuantes; seguir
el periplo de los elefantes; dar órdenes a los lugareños; organizar provisiones
y recorridos.
El clima parecía más tenso que de
costumbre. Uno de mis informantes me explicó que, en caso de seguir la ruta que
me había propuesto, íbamos a matar a uno de los elefantes sagrados. Con las
supersticiones de los idólatras no conviene objetar reparos: pueden ser una
auténtica fuente de problemas si no se hace caso en alguna medida de sus
pensamientos. Les prometí que no íbamos a tocar ningún animal que consideraran
sagrado, fuera un ave, un cocodrilo, una pulga o un elefante. Pero sabía que
les estaba mintiendo: las casas de música me exigían material y yo no podía
permitirme el lujo de perdonar bestias protegidas vaya a saber por qué
milenarias supersticiones.
Lo cierto es que después de dos
semanas de marcha no habíamos encontrado nada, hecho que había alterado mis
nervios. Pensé que esos malditos estarían llevándome por rutas equivocadas, lo
cual era improbable porque había aprendido a conocer el terreno con más
precisión que los burdeles británicos.
Durante el viaje, Rachmaninov y
Virgilio parecían ocupar mi mente. Se mezclaban y se superponían formando
cadencias imposibles. De noche me lanzaba a la lectura del Canto Sexto
ayudándome con la traducción que aparecía en la página contigua. El concierto
para piano aparecía en mi mente de un modo fragmentario: a veces creía
escucharlo con facilidad; otras tantas sabía que estaba inventando una música
absurda, fantasmagórica.
Antes de que los ríos comenzaran a
bajar su curso aparecieron las huellas de los elefantes. De nuevo me
aconsejaron que me abstuviera de tocar aquellos animales. Mandé al diablo a no
sé qué jefezuelo y cuando sentí que se ponía agresivo lo acallé con un disparo
perfecto entre las cejas. Aunque conozco los rudimentos de estos dialectos
primarios, sé que antes de ultimarlo me maldijo. Son circunstancias
inevitables.
Luego me dediqué a mi oficio con
una especie de alegría inocente. Le estaba entregando al mundo la sustancia de
los mejores pianos; las salas europeas iban a colmarse de arpegios nunca oídos.
Pensé que el corazón de la música brotaba de mis disparos y que mi arte, mucho
más cercano a la percusión, era una especie de anticipo de los mayores
refinamientos.
Ahora los sonidos de la ciénaga se
van filtrando por mis poros. Siento cada una de las reverberaciones del barro y
el salto de las arañas sobre el insecto que se debate en la tela. La luna
desgasta su brillo en las aguas barrosas. Ardo en fiebre. De una de las talegas
extraigo el marfil. Intento que su frío atempere este ardor que calor innoble.
Otra contracción del estómago. Fluyen mis intestinos en un líquido infamante.
Estoy manchado y toco la pureza del marfil con mis manos que salpicadas de
inmundicia. Algún día van a encontrar los restos de esta expedición. Espero que
las temporadas de lluvia y lo posteriores veranos limpien mi carne y borren las
marcas de mierda que he dejado en los trozos de cuerno. Espero que lleven el
material a Alemania y que de una vez por todas las manos de los hermanos
Bechstein pulan las piezas y ensamblen un piano cuyas notas se esparzan por los
teatros de Europa y sigan más allá, en las tertulias, en los prostíbulos, en
las reuniones de la cancillería. Ya no seré parte de las astucias y las
falacias de ese sueño. Yo también soy una pieza más de ese piano que no es más
que una vasta máquina cuya astucia todo lo devora.
Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia.

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