sábado, 8 de noviembre de 2025

EL HOMBRECITO DE LA HORCA

Víctor Lowenstein

 

Noté que algo empezaba a andar muy mal en cuanto me remangué los pantalones para cruzar el río. El siseo de unos juncos meciéndose en la brusquedad de un golpe de viento –y a esa hora del crepúsculo es suficiente una brisa para poner tensos los sentidos– trajo a mi nariz un aroma vegetal y animal a la vez. Algo entre almizcle y ámbar gris, con una fuerte pregnancia como de ruda medicinal. La sudoración de mi piel mezclada con las fragancias forestales me impresionaba vivamente; pero eso no explicaba la enervante aprensión al mirar mis brazos, de una palidez inconcebible. Mis manos lechosas, y por efecto del resplandor de una prematura luna, hallar en mis extremidades una similitud inquietante con el blanco de los brotes del cañaveral que me circundaba.

La visión del matorral próximo a la orilla me provocó angustiosas asociaciones de ideas. Las cañas se alzaban desde la tierra cual lanzas erectas acabadas en oblicuas puntas que señalaban al firmamento.

Lo más molesto, sin embargo, no era esta miríada de pensamientos sino la conciencia de saber que estas, mis aprensiones, eran producto de mi carácter supersticioso, de suponer inverosímil toda igual aprensión, y no obstante hallar imposible el librarme de este escarnecimiento en la parte física, como si en lugar de pensamientos o sensaciones fuesen las mías reacciones inevitables como tics nerviosos, inclusive independientes de toda visión, de cualquier pensamiento nefasto.

Luego de dados los primeros pasos, a contracorriente y con el fresco de las aguas en mis pantorrillas, volví a pensar en eso. Debía reflexionar, me sentía en la obligación de hacerlo.

Yo sufría miedos tontos, o que juzgaba como tontos, y deseaba dilucidar la causa. La luna brillaba en las alturas; la espesa noche vegetal reinaba a mi alrededor. Verdes juncos y exóticas madreselvas. Totoras, sauces, intrépidas hiedras. Un panal de abejas pendiendo hinchado de la rama de un arce se me antojó de pronto ominoso. Un nido abandonado que en la copa de un árbol fenecía me transmitió mudamente su agonía.

Todas estas señales de desasosiego se disparaban en mí desde remotas simas interiores, oscuridades de otra gran selva o bosque insondable en el territorio de mi alma torturada...

Pero ¿qué debía temer yo, en la simple noche del bosque? Raro era que se hubiese hecho de noche tan repentinamente, pasando apenas el meridiano del atardecer, y es que acaso vadeando el río y habiendo traspuesto la mitad de su curso ya todo estaba a oscuras y no había estrellas en el firmamento, donde la luna se cubría con nubes que se me antojaron también ominosas.

Una de mis zapatillas cayó al agua resbalando de mi mano y sentí otra vez ¡ay!, ese pulso ya horrendo de malos augurios. Cada maldito susurro entre las hojas, por nimio que fuese se me hacía señal de posibles desgracias.

El panal de abejas, vuelto a ver, tenía forma de testículos de hombre. No obstante la idea, por demás idiota me estremeció. Era ridículo, pero realmente tenía esa forma curvada y caída. Me avergoncé de mis asociaciones de ideas; pero al girar el cuello (llegaba a la otra orilla pues me había detenido súbitamente no sé por qué causa y miraba de reojo el panal de abejas) volvía a ver ese testículo, aquella glándula rugosa del color de la piel humana que hacía crujir la rama del árbol de la cual pendía. Parecía sostenida con perversa gracia, a la espera de desmembrarse y caer por el peso de la maldita colmena.

Procuré calmarme. Solo era yo, con mis miedos, en el bosque. Nada con forma humana iba a aparecer detrás de los matorrales. Ni siquiera los malditos cáñamos con sus brozas agitándose en el viento como extremidades de una multitud energúmena me impresionaba mucho más allá de mis sabidos terrores nocturnos. Ningún fantasma alteraría la inquietud natural de la noche y de sus sombras y sus criaturas. No confiaba, empero, estar libre de merodeadores, de asaltantes o de algún aparecido. ¡Ni siquiera de un fantasma del bosque! La moderna ciencia no nos salvaguarda de lo que aún no explican sus dictámenes. Por ello y por mi propia intuición atravesaba con cautela el último tramo del río. Desde allí se divisaban los granados; con sus frutos rojos y globosos colgando bajo ramas solitarias. Pervivían de emociones primarias. ¡No! Era mi alma la que se dejaba engatusar y era yo quien fantaseaba en la desangelada noche sin sueños. Pero ¿no era la granada una fruta prohibida? ¿No era la que había tentado a Perséfone en el Hades griego? Por unos momentos el negro cielo me pareció terroso como el techo de un mundo subterráneo; me dejé ahogar por fantasías del tártaro; la horripilante presunción de un infierno sobre esta tierra. Pero lo que el destino dispone los seres humanos lo deben padecer. Y lo que el destino tenía para mí dispuesto era una aciaga noche de desasosiegos. Imposible mensurar lo extenso de todo mi recorrido; lo interminable de aquellas horas en las que transité el espeso bosque nocturno camino a mi hogar. Las sentidas inquietudes de la noche; sus vulgares rumores me detuvieron en más de una ocasión, con una perplejidad refleja en los momentos en que me apoyaba en la corteza de un árbol para descubrirme luego, de rodillas sobre la hierba, que contemplaba el firmamento con embeleso, a la espera de lo que me tuviera reservada la providencia. Nadie en este universo es capaz de afirmar que la naturaleza de lo predecible rige todos los ámbitos y todos los tiempos; solo un necio se creería con el derecho a declarar que aquella noche, aquella vil y desconocida noche no pudo ser la última de las noches para mí; que pude sucumbir ante enemigos fabulosos o desfallecer exánime bajo la voluntad de mis propios demonios, o de mi propio Dios. En cualquier caso, sobrevivir a la negrura de mi pesadilla merece la sinceridad de un acto de contrición. ¿Será ese el milagro? Pero como en cualquier jornada en la que anochece, mi cuerpo reclamaba descanso y mi alma luchaba contra el sueño para sostenerlo. Mi cerebro ya no era capaz de pensar como horas atrás, en la mañana (¡tan lejana!) en tanto que mis párpados realizaban su función con evidente lentitud, un claro síntoma de fatiga. Al subir por la hondonada de tierra firme esperaba una vaga disipación de temores estigios a las puertas mismas de la ciudad, de la vida mundana; nada deseaba yo más que una cama limpia bajo un techo.

Con las zapatillas en una mano y el cuerpo goteando agua de río fui dejando atrás tierras silvestres para reingresar en la ciudad.

 

Las calles estaban desiertas a esa hora; no sé cuál era, alguna entre la noche y la madrugada creciente. Las luces encendidas aún iluminaban malamente una larga avenida transida por el mayor de los silencios; esa luz mortecina anidó en mi alma con la premura de un ave rapaz, bajo cuyas alas negras se dejaba entrever la misma lobreguez que llenaba cada espacio dado a mis ojos.

Caminé descalza sobre el asfalto sintiendo en las piernas la humedad de mis pantalones empapados. Aspiré fuertemente el aire nocturno que todavía olía a juncos y tierra mojada. Bajé los párpados y me concentré. Solo oía el zumbido de una luz de neón, por encima de mi cabeza. Dentro, las dudas esculpían formas abigarradas de verde luz ancestral. ¿Qué supervivencias, qué figuras humanas o qué clase de criaturas seducían remotos parajes de mi psiquis profunda evocando aquellos tubérculos de piel humana, aquellas aberraciones de carne vegetal? ¿Quién me aseguraba la verdad; quién me la negaba? O a un mejor decir, ¿acaso había un quién? Estaba en todo el derecho de pensar en la absoluta ausencia de un Dios o cualquier forma de sapiencia fuera de mi propio ser consciente, sacudido por las atroces pertinencias del miedo hacia todo y en todas sus formas posibles.

Y al llegar a casa la televisión estaba encendida. Lo noté al entrar al living precedida por el gran silencio de la noche. Al ingresar oí claramente la estática del aparato y los sonidos propios de alguna película entremezclados con voces. Allí, en el sofá vi a Rómulo, el amigo con quien vivo. Debo aclarar que Rómulo es un hombre que suele cambiar de apariencia con bastante asiduidad. Junto a él estaba un sujeto a quien yo no conocía; un corpulento y calvo anciano que conversaba con mi amigo en idioma alemán. Sin inquietarse por mi llegada apenas me dirigieron una mirada y siguieron comentando el film que estaban viendo; un viejo western con Charles Bronson haciendo de indio. Me sorprendió sobremanera descubrir a Rómulo dialogando fluidamente en alemán. Desconocía que mi amigo hablase algo más que un pobre castellano.

Pasé junto a ellos y con la misma indiferencia me encerré en el baño. Me senté al borde de la bañera deslumbrada por la agradable lumbre artificial que se reflejaba sobre los grandes azulejos blancos. Me gustaba ese baño. Todo era tan blanco ahí; tan silencioso durante las madrugadas que invitaba a quedarse simplemente mirando esos azulejos, sin pensar en nada. Empezaba a sentir ese cansancio en la espalda que sobreviene después de una larga caminata, de una transición desde la noche. Abrí los grifos, deseosa por darme una ducha tibia. Quité las ropas de mi cuerpo casi con asco sintiendo que despegaba de él cosas húmedas y sucias como algas u hojas podridas. Desnuda bajo la caricia del agua y entre brillos acuosos de azulejos blancos, tarareando una melodía aprendida en la niñez quedé mirando la blancura frente a mis ojos, obnubilada en mis sentidos por un deseo de dormir aparejada en la larga noche insomne atravesada a pie y nervios en las pasadas horas, que al momento se me hacían una sola pesadilla, soñada en un único instante terrible acabado de pasar y tras el cual, como entre nubes y bajo la poderosa iluminación eléctrica del baño, era exactamente como un mal sueño ya soñado que reclamaba otra vuelta a las sábanas, el urgente reparo de otro descanso, en una cama suave y bajo la protectora oscuridad.

Recuerdo haber palpado con los dedos las superficies blancas, resbalosas de agua en medio de la luminosidad que lastimaba mi vista fatigada y añorar de alguna manera la oscuridad del bosque; el mosaico tenue de claroscuros que bajaban por las enramadas invitando a las criaturas que lo habitan a pernoctar en sus muchas moradas. Dentro de los troncos huecos... en madrigueras bajo las colinas...

Cabeceó sobre los azulejos húmedos. Se estaba quedando dormida. Su brazo inseguro se estiró en busca de una toalla y oyó las voces, afuera. Ese maldito alemán hablaba a gritos descaradamente. La cerveza estaba haciéndoles efecto.

Zwei Seelen wohnen...

Ambos reían juntamente y ¿la engañaban sus oídos o también estaban entonando a coro una ramplona versión de Horst Wessel Lied a toda voz?

El estúpido de Rómulo no se detenía hasta beberse la última gota de cerveza. Solía ser generoso con los invitados y servía cada copa que veía vacía. No hablaba mucho ahora; se limitaba a responder: Ia, ia, tras lo cual se hizo un corto silencio. Luego rumores, bisbiseos y por lo bajo unas risas que no presagiaban nada agradable; el alemán vociferó algo que no pudo entender pero intercaló en la frase su nombre y tembló. Se reconoció a sí misma en aquel baño como si despertase de un sueño de siglos en el que inevitablemente volvía a ser la víctima. Ya era tarde para muchas cosas. Llena de horror se despabiló por completo y solo pensó en la toalla, en cubrirse para escapar de esos dos seres brutales cuyos pasos se aproximaban ya a la puerta del baño con evidentes intenciones de abusar de ella. In meiner Brust ! Ia ! a Jewish... ¡aj!

Estaba semidesnuda y se miró antes de animarse a salir. Esos pequeños pies descalzos no podían ser los suyos pero caminaban paso a paso desde el baño hacia el dormitorio. Las voces de Rómulo y el alemán intercambiaban risas allá en el living, donde la oprobiosa campanada del reloj de pared tañía el aire justo al caer las... doce de la noche. La doceava nota del bronce rompió lejana en el imperio de la medianoche. Allí afuera todo debía ser un paisaje de soledades dolientes hasta la lágrima. Se detuvo en mitad del pasillo. Tiritando... mojada... los oyó poniéndose de pie y cambiando palabras ininteligibles por sobre la estática del televisor y el sonido del viento, afuera; creyó entender que el alemán le pedía otra botella a Rómulo, quien con tanta bebida encima y pasadas las doce debía ser ya un vampiro o algo más monstruoso aún... los gritos del otro se lo confirmaron. La sobresaltaron sus voces cada vez más altas y el insulto desgargantado por un ataque histérico, seguido o respondido por una murmuración gutural. Y un silencio tremebundo... ICH WEISS NICHT!!!!! ARRRGGGHHH!!!!! Shhhhhh......

Corrí hacia el cuarto; temiendo que, quizás, me hubiesen visto por un instante al pasar a través del dintel de la puerta que proyectaba su sombra hasta la cocina; un relumbre de ojos rojos me siguió como un rayo. Fue inútil apresurarme hasta la cama y cubrirme debajo de las sábanas como niña asustada, como si no supiera lo que ocurriría y la forma en que los había seducido con la visión de mi cuerpo desnudo envuelto en la toalla húmeda...

Y en ese momento, un horror mayor se apoderó de mi mente y las interrogaciones más agudas estremecieron mi interior. Quien era yo, por ejemplo, era la pregunta que pugnaba por no hacerme mientras esos dos brutos se aproximaban a mi cuarto... y ya no recordaba quién era Rómulo; me esforzaba por ordenar las ideas que giraban a mi alrededor, pero tampoco estaba claro para mí quién realizaba este esfuerzo, arropada entre sábanas húmedas o quizá aún en el baño, apoyando mis manos temblorosas en los azulejos fríos.

Razonaba estas cosas, padeciendo esos horrores en mi carne; mi ser se estremecía por entero en la visión de ideas lúgubres y se descomponía en retortijones sin abandonar aquel estado de alucinada lucidez que surgía con cada espasmo de dolor, acerca de la vinculación intrínseca entre pensamientos y carne, renunciado el origen, sabiendo que bajo la misma piel y en toda la extensión de mi cuerpo éste mismo era quien pensaba, sufría y visionaba todo derramamiento de sangre; alarido agónico, desgarro visceral y multitud de tormentos pero ¿más allá de mí? En las afueras, en el bosque, una musiquilla delirante vuelve a sonar. Es el runrún de un golpe de viento entre las hojas, quebrantamientos cortos y ásperos de ramillas de arbustos violentadas por brisas nocturnas. No se escuchan los pasos de quien ande por ahí, los pies suelen hundirse en la broza húmeda sin hacer el menor ruido. Pero quien camina, como lo hacen el viento y los reptiles describiendo precisas rutas a través de enmarañadas cuestas, oye la voz del misterio en todas sus formas. La voz de los espíritus de la naturaleza entona himnos engañosos; el croar de la rana se funde con el último graznido del pájaro muerto.

Todo vuelve a ser reboño y descomposición. Lejos, bajo la tierra mora, lo que acabará por llegar a la superficie. No puede sentirse sino hasta que alcanza un cielo de humus. Pero el instante llega, fatal y lóbrego, cuando La Parca viene a reclamar lo que le pertenece desde siempre. El roer del gusano y el ladrido del cánido la conocen ya; solo la desoyen aquellos que caminan sin el temor a Dios palpitando en sus corazones; los paseantes nocturnos. Aquella noche ella retornó al bosque; la sangre manaba por entre sus piernas y reía como loca. Llorando una tristeza extraña por lo que había olvidado. Sin rencor hacia nadie. No le dolían los magullones; no le mortificaban las culpas; no gruñía de rabia. Atinó a responder el llamado de la noche. La voz de Pan entonando una sinfonía profana en las aflautadas gargantas del cañaveral cercano a la orilla de un río; y en las murmuraciones de éste, eran las arias de un rapsoda en la hora del duelo. El hombrecito de la horca, pálido niño, arrojó una soga desde la copa del árbol de mandrágoras donde vivía, para que ella pudiera subir a jugar con él. Y ella, sonriéndole, la anudó a su cuello... 


Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.

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