Víctor Lowenstein
Noté que algo empezaba a andar muy mal en
cuanto me remangué los pantalones para cruzar el río. El siseo de unos juncos
meciéndose en la brusquedad de un golpe de viento –y a esa hora del crepúsculo
es suficiente una brisa para poner tensos los sentidos– trajo a mi nariz un
aroma vegetal y animal a la vez. Algo entre almizcle y ámbar gris, con una
fuerte pregnancia como de ruda medicinal. La sudoración de mi piel mezclada con
las fragancias forestales me impresionaba vivamente; pero eso no explicaba la
enervante aprensión al mirar mis brazos, de una palidez inconcebible. Mis manos
lechosas, y por efecto del resplandor de una prematura luna, hallar en mis
extremidades una similitud inquietante con el blanco de los brotes del
cañaveral que me circundaba.
La visión del matorral próximo a la orilla me provocó angustiosas
asociaciones de ideas. Las cañas se alzaban desde la tierra cual lanzas erectas
acabadas en oblicuas puntas que señalaban al firmamento.
Lo más molesto, sin embargo, no era esta miríada de pensamientos sino la
conciencia de saber que estas, mis aprensiones, eran producto de mi carácter supersticioso,
de suponer inverosímil toda igual aprensión, y no obstante hallar imposible el
librarme de este escarnecimiento en la parte física, como si en lugar de
pensamientos o sensaciones fuesen las mías reacciones inevitables como tics
nerviosos, inclusive independientes de toda visión, de cualquier pensamiento
nefasto.
Luego de dados los primeros pasos, a contracorriente y con el fresco de
las aguas en mis pantorrillas, volví a pensar en eso. Debía reflexionar, me
sentía en la obligación de hacerlo.
Yo sufría miedos tontos, o que juzgaba como tontos, y deseaba dilucidar
la causa. La luna brillaba en las alturas; la espesa noche vegetal reinaba a mi
alrededor. Verdes juncos y exóticas madreselvas. Totoras, sauces, intrépidas
hiedras. Un panal de abejas pendiendo hinchado de la rama de un arce se me
antojó de pronto ominoso. Un nido abandonado que en la copa de un árbol fenecía
me transmitió mudamente su agonía.
Todas estas señales de desasosiego se disparaban en mí desde remotas
simas interiores, oscuridades de otra gran selva o bosque insondable en el
territorio de mi alma torturada...
Pero ¿qué debía temer yo, en la simple noche del bosque? Raro era que se
hubiese hecho de noche tan repentinamente, pasando apenas el meridiano del
atardecer, y es que acaso vadeando el río y habiendo traspuesto la mitad de su
curso ya todo estaba a oscuras y no había estrellas en el firmamento, donde la
luna se cubría con nubes que se me antojaron también ominosas.
Una de mis
zapatillas cayó al agua resbalando de mi mano y sentí otra vez ¡ay!, ese pulso
ya horrendo de malos augurios. Cada maldito susurro entre las hojas, por nimio
que fuese se me hacía señal de posibles desgracias.
El panal
de abejas, vuelto a ver, tenía forma de testículos de hombre. No obstante la
idea, por demás idiota me estremeció. Era ridículo, pero realmente tenía esa
forma curvada y caída. Me avergoncé de mis asociaciones de ideas; pero al girar
el cuello (llegaba a la otra orilla pues me había detenido súbitamente no sé
por qué causa y miraba de reojo el panal de abejas) volvía a ver ese testículo,
aquella glándula rugosa del color de la piel humana que hacía crujir la rama del
árbol de la cual pendía. Parecía sostenida con perversa gracia, a la espera de
desmembrarse y caer por el peso de la maldita colmena.
Procuré
calmarme. Solo era yo, con mis miedos, en el bosque. Nada con forma humana iba
a aparecer detrás de los matorrales. Ni siquiera los malditos cáñamos con sus
brozas agitándose en el viento como extremidades de una multitud energúmena me
impresionaba mucho más allá de mis sabidos terrores nocturnos. Ningún fantasma
alteraría la inquietud natural de la noche y de sus sombras y sus criaturas. No
confiaba, empero, estar libre de merodeadores, de asaltantes o de algún
aparecido. ¡Ni siquiera de un fantasma del bosque! La moderna ciencia no nos
salvaguarda de lo que aún no explican sus dictámenes. Por ello y por mi propia
intuición atravesaba con cautela el último tramo del río. Desde allí se
divisaban los granados; con sus frutos rojos y globosos colgando bajo ramas
solitarias. Pervivían de emociones primarias. ¡No! Era mi alma la que se dejaba
engatusar y era yo quien fantaseaba en la desangelada noche sin sueños. Pero
¿no era la granada una fruta prohibida? ¿No era la que había tentado a
Perséfone en el Hades griego? Por unos momentos el negro cielo me pareció
terroso como el techo de un mundo subterráneo; me dejé ahogar por fantasías del
tártaro; la horripilante presunción de un infierno sobre esta tierra. Pero lo
que el destino dispone los seres humanos lo deben padecer. Y lo que el destino
tenía para mí dispuesto era una aciaga noche de desasosiegos. Imposible mensurar
lo extenso de todo mi recorrido; lo interminable de aquellas horas en las que
transité el espeso bosque nocturno camino a mi hogar. Las sentidas inquietudes
de la noche; sus vulgares rumores me detuvieron en más de una ocasión, con una
perplejidad refleja en los momentos en que me apoyaba en la corteza de un árbol
para descubrirme luego, de rodillas sobre la hierba, que contemplaba el
firmamento con embeleso, a la espera de lo que me tuviera reservada la
providencia. Nadie en este universo es capaz de afirmar que la naturaleza de lo
predecible rige todos los ámbitos y todos los tiempos; solo un necio se creería
con el derecho a declarar que aquella noche, aquella vil y desconocida noche no
pudo ser la última de las noches para mí; que pude sucumbir ante enemigos
fabulosos o desfallecer exánime bajo la voluntad de mis propios demonios, o de mi
propio Dios. En cualquier caso, sobrevivir a la negrura de mi pesadilla merece
la sinceridad de un acto de contrición. ¿Será ese el milagro? Pero como en
cualquier jornada en la que anochece, mi cuerpo reclamaba descanso y mi alma
luchaba contra el sueño para sostenerlo. Mi cerebro ya no era capaz de pensar
como horas atrás, en la mañana (¡tan lejana!) en tanto que mis párpados
realizaban su función con evidente lentitud, un claro síntoma de fatiga. Al
subir por la hondonada de tierra firme esperaba una vaga disipación de temores
estigios a las puertas mismas de la ciudad, de la vida mundana; nada deseaba yo
más que una cama limpia bajo un techo.
Con las
zapatillas en una mano y el cuerpo goteando agua de río fui dejando atrás
tierras silvestres para reingresar en la ciudad.
Las calles estaban desiertas a esa hora; no sé
cuál era, alguna entre la noche y la madrugada creciente. Las luces encendidas
aún iluminaban malamente una larga avenida transida por el mayor de los
silencios; esa luz mortecina anidó en mi alma con la premura de un ave rapaz,
bajo cuyas alas negras se dejaba entrever la misma lobreguez que llenaba cada
espacio dado a mis ojos.
Caminé
descalza sobre el asfalto sintiendo en las piernas la humedad de mis pantalones
empapados. Aspiré fuertemente el aire nocturno que todavía olía a juncos y
tierra mojada. Bajé los párpados y me concentré. Solo oía el zumbido de una luz
de neón, por encima de mi cabeza. Dentro, las dudas esculpían formas
abigarradas de verde luz ancestral. ¿Qué supervivencias, qué figuras humanas o
qué clase de criaturas seducían remotos parajes de mi psiquis profunda evocando
aquellos tubérculos de piel humana, aquellas aberraciones de carne vegetal? ¿Quién
me aseguraba la verdad; quién me la negaba? O a un mejor decir, ¿acaso había un
quién? Estaba en todo el derecho de pensar en la absoluta ausencia de un Dios o
cualquier forma de sapiencia fuera de mi propio ser consciente, sacudido por
las atroces pertinencias del miedo hacia todo y en todas sus formas posibles.
Y al
llegar a casa la televisión estaba encendida. Lo noté al entrar al living
precedida por el gran silencio de la noche. Al ingresar oí claramente la
estática del aparato y los sonidos propios de alguna película entremezclados
con voces. Allí, en el sofá vi a Rómulo, el amigo con quien vivo. Debo aclarar
que Rómulo es un hombre que suele cambiar de apariencia con bastante asiduidad.
Junto a él estaba un sujeto a quien yo no conocía; un corpulento y calvo
anciano que conversaba con mi amigo en idioma alemán. Sin inquietarse por mi
llegada apenas me dirigieron una mirada y siguieron comentando el film que
estaban viendo; un viejo western con Charles Bronson haciendo de indio. Me
sorprendió sobremanera descubrir a Rómulo dialogando fluidamente en alemán.
Desconocía que mi amigo hablase algo más que un pobre castellano.
Pasé junto
a ellos y con la misma indiferencia me encerré en el baño. Me senté al borde de
la bañera deslumbrada por la agradable lumbre artificial que se reflejaba sobre
los grandes azulejos blancos. Me gustaba ese baño. Todo era tan blanco ahí; tan
silencioso durante las madrugadas que invitaba a quedarse simplemente mirando
esos azulejos, sin pensar en nada. Empezaba a sentir ese cansancio en la
espalda que sobreviene después de una larga caminata, de una transición desde
la noche. Abrí los grifos, deseosa por darme una ducha tibia. Quité las ropas
de mi cuerpo casi con asco sintiendo que despegaba de él cosas húmedas y sucias
como algas u hojas podridas. Desnuda bajo la caricia del agua y entre brillos
acuosos de azulejos blancos, tarareando una melodía aprendida en la niñez quedé
mirando la blancura frente a mis ojos, obnubilada en mis sentidos por un deseo
de dormir aparejada en la larga noche insomne atravesada a pie y nervios en las
pasadas horas, que al momento se me hacían una sola pesadilla, soñada en un
único instante terrible acabado de pasar y tras el cual, como entre nubes y
bajo la poderosa iluminación eléctrica del baño, era exactamente como un mal
sueño ya soñado que reclamaba otra vuelta a las sábanas, el urgente reparo de
otro descanso, en una cama suave y bajo la protectora oscuridad.
Recuerdo
haber palpado con los dedos las superficies blancas, resbalosas de agua en
medio de la luminosidad que lastimaba mi vista fatigada y añorar de alguna
manera la oscuridad del bosque; el mosaico tenue de claroscuros que bajaban por
las enramadas invitando a las criaturas que lo habitan a pernoctar en sus
muchas moradas. Dentro de los troncos huecos... en madrigueras bajo las
colinas...
Cabeceó
sobre los azulejos húmedos. Se estaba quedando dormida. Su brazo inseguro se
estiró en busca de una toalla y oyó las voces, afuera. Ese maldito alemán
hablaba a gritos descaradamente. La cerveza estaba haciéndoles efecto.
Zwei
Seelen wohnen...
Ambos
reían juntamente y ¿la engañaban sus oídos o también estaban entonando a coro
una ramplona versión de Horst Wessel Lied a toda voz?
El
estúpido de Rómulo no se detenía hasta beberse la última gota de cerveza. Solía
ser generoso con los invitados y servía cada copa que veía vacía. No hablaba
mucho ahora; se limitaba a responder: Ia, ia, tras lo cual se hizo un
corto silencio. Luego rumores, bisbiseos y por lo bajo unas risas que no
presagiaban nada agradable; el alemán vociferó algo que no pudo entender pero
intercaló en la frase su nombre y tembló. Se reconoció a sí misma en
aquel baño como si despertase de un sueño de siglos en el que inevitablemente
volvía a ser la víctima. Ya era tarde para muchas cosas. Llena de horror se
despabiló por completo y solo pensó en la toalla, en cubrirse para escapar de
esos dos seres brutales cuyos pasos se aproximaban ya a la puerta del baño con
evidentes intenciones de abusar de ella. In meiner Brust ! Ia ! a Jewish... ¡aj!
Estaba semidesnuda y se miró antes de animarse a salir. Esos pequeños
pies descalzos no podían ser los suyos pero caminaban paso a paso desde el baño
hacia el dormitorio. Las voces de Rómulo y el alemán intercambiaban risas allá
en el living, donde la oprobiosa campanada del reloj de pared tañía el aire
justo al caer las... doce de la noche. La doceava nota del bronce rompió lejana
en el imperio de la medianoche. Allí afuera todo debía ser un paisaje de
soledades dolientes hasta la lágrima. Se detuvo en mitad del pasillo.
Tiritando... mojada... los oyó poniéndose de pie y cambiando palabras
ininteligibles por sobre la estática del televisor y el sonido del viento,
afuera; creyó entender que el alemán le pedía otra botella a Rómulo, quien con
tanta bebida encima y pasadas las doce debía ser ya un vampiro o algo más
monstruoso aún... los gritos del otro se lo confirmaron. La sobresaltaron sus
voces cada vez más altas y el insulto desgargantado por un ataque histérico,
seguido o respondido por una murmuración gutural. Y un silencio tremebundo... ICH WEISS NICHT!!!!! ARRRGGGHHH!!!!!
Shhhhhh......
Corrí hacia el cuarto; temiendo que, quizás, me hubiesen visto por un
instante al pasar a través del dintel de la puerta que proyectaba su sombra
hasta la cocina; un relumbre de ojos rojos me siguió como un rayo. Fue inútil
apresurarme hasta la cama y cubrirme debajo de las sábanas como niña asustada,
como si no supiera lo que ocurriría y la forma en que los había seducido con la
visión de mi cuerpo desnudo envuelto en la toalla húmeda...
Y en ese momento, un horror mayor se apoderó de mi mente y las
interrogaciones más agudas estremecieron mi interior. Quien era yo, por
ejemplo, era la pregunta que pugnaba por no hacerme mientras esos dos brutos se
aproximaban a mi cuarto... y ya no recordaba quién era Rómulo; me esforzaba por
ordenar las ideas que giraban a mi alrededor, pero tampoco estaba claro para mí
quién realizaba este esfuerzo, arropada entre sábanas húmedas o quizá aún en el
baño, apoyando mis manos temblorosas en los azulejos fríos.
Razonaba estas cosas, padeciendo esos horrores en mi carne; mi ser se
estremecía por entero en la visión de ideas lúgubres y se descomponía en
retortijones sin abandonar aquel estado de alucinada lucidez que surgía con
cada espasmo de dolor, acerca de la vinculación intrínseca entre pensamientos y
carne, renunciado el origen, sabiendo que bajo la misma piel y en toda la
extensión de mi cuerpo éste mismo era quien pensaba, sufría y visionaba todo
derramamiento de sangre; alarido agónico, desgarro visceral y multitud de
tormentos pero ¿más allá de mí? En las afueras, en el bosque, una musiquilla
delirante vuelve a sonar. Es el runrún de un golpe de viento entre las hojas,
quebrantamientos cortos y ásperos de ramillas de arbustos violentadas por
brisas nocturnas. No se escuchan los pasos de quien ande por ahí, los pies
suelen hundirse en la broza húmeda sin hacer el menor ruido. Pero quien camina,
como lo hacen el viento y los reptiles describiendo precisas rutas a través de
enmarañadas cuestas, oye la voz del misterio en todas sus formas. La voz de los
espíritus de la naturaleza entona himnos engañosos; el croar de la rana se
funde con el último graznido del pájaro muerto.
Todo vuelve a ser reboño y descomposición. Lejos, bajo la tierra mora, lo
que acabará por llegar a la superficie. No puede sentirse sino hasta que
alcanza un cielo de humus. Pero el instante llega, fatal y lóbrego, cuando La
Parca viene a reclamar lo que le pertenece desde siempre. El roer del gusano y
el ladrido del cánido la conocen ya; solo la desoyen aquellos que caminan sin
el temor a Dios palpitando en sus corazones; los paseantes nocturnos. Aquella
noche ella retornó al bosque; la sangre manaba por entre sus piernas y reía
como loca. Llorando una tristeza extraña por lo que había olvidado. Sin rencor
hacia nadie. No le dolían los magullones; no le mortificaban las culpas; no
gruñía de rabia. Atinó a responder el llamado de la noche. La voz de Pan entonando
una sinfonía profana en las aflautadas gargantas del cañaveral cercano a la
orilla de un río; y en las murmuraciones de éste, eran las arias de un rapsoda
en la hora del duelo. El hombrecito de la horca, pálido niño, arrojó una soga
desde la copa del árbol de mandrágoras donde vivía, para que ella pudiera subir
a jugar con él. Y ella, sonriéndole, la anudó a su cuello...
Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”. Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird, y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.

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