Oscar De Los Ríos
El bar oscila entre blanco y negro, sensación acentuada por el piso en damero. Sin embargo, no se parece a una postal antigua, su corte arquitectónico es más bien futurista.
Sentado a una mesa, cercana a la puerta de entrada,
paseo la vista por el interior del local. Muchas mesas, pocas ocupadas, llenan
el gran salón. En un principio mi atención en ellas descansa del trajín del
día. Muy pronto pierdo el interés, nada inquietante sucede en este sector.
El día de hoy ha sido agobiante, rutinario… y ya dudo que mejore. Giro lentamente la
cabeza y descubro un espectáculo más atractivo, alineados unos tras otros se
extienden, ocultos a las miradas indiscretas, los reservados. En ellos se
desenvuelve normalmente el mundo de la intriga y de la trampa. Muchos cuernos
han terminado de coronarse sobre los cojines, aterciopelados y acariciantes, de
los cómplices sillones. Ocultos a la vista de los transeúntes por pesadas
cortinas negras, y a los parroquianos del bar por finos biombos de bambú, en
forma de paralelogramo con su borde superior cayendo de mayor a menor hacia las
cortinas.
Rápidamente decido cambiar de lugar para observar con
mayor comodidad el nuevo panorama. Mi accionar lo realizo en forma más lenta, a
fin de no levantar sospechas. La gente tras los biombos es muy susceptible a
todo movimiento que atente contra su intimidad. Me levanto despacio y me
encamino hacia el baño de hombres, el recorrido realizado me permite observar
cuidadosamente el interior de estos privados: dos de ellos, únicamente, están
ocupados. Al regresar, me cambio de sitio a una mesa ubicada a escasos tres
metros del reservado donde una pareja, ambos ya maduros, parecen discutir.
A pesar del cambio de lugar no es mucho lo que puedo
observar, tampoco puedo escuchar algo de lo que hablan. Estas supuestas
dificultades hacen aún más curiosa la situación.
El corte oblicuo de los biombos me permite atisbar una
melena rubia y unos ojos azules, acuosos por su color y por las lágrimas que
vierten. A su lado una mata rala de cabellos desteñidos, con profundas
entradas, delatan la presencia de un hombre que aparenta ser mayor que la
mujer. Un diálogo de cine mudo es lo único que me es permitido entrever. La
mujer calla todo el tiempo, lo cual le permite un mayor lenguaje gestual: sus
ojos se mueven inquietos, por la inclinación de la cabeza imagino que esta
descansa en la mano izquierda y en los labios se esboza un reproche amargo. De
pronto se vuelve hacia las cortinas negras, pareciendo distante y distraída. El
hombre, por su parte, se aferra a un monólogo tratando de ser convincente
mediante enérgicos cabeceos. Ella, saliendo de su ausencia, vuelve la faz
consternada e, inclinando la cabeza, niega con vehemencia. No sé si ha dejado
de llorar, ahora su rostro permanece oculto por la esterilla del biombo.
De pronto, el aire se carga de una energía tan densa
que casi se puede palpar, y la situación cambia. Ella, levantando la cabeza,
pronuncia algunas palabras duras, contundentes como un cros a la mandíbula. No
sé cuáles son, pero su efecto es demoledor. El hombre deja caer su frente
abatida y, un segundo después, la levanta tan alto que me deja ver sus ojos
suplicantes.
Ella, levantándose con presteza, recoge el abrigo y
trata de alejarse del lugar. Solo una mirada de asco dirige al hombre, que
permanece sentado.
Con una reacción tardía él trata de detenerla, de
abrazarla; ella se resiste, lo empuja, lo insulta... lo abofetea.
El insiste en contenerla. Ahora los parroquianos del
bar comienzan a señalarlos; la mayoría se ríe de la escena, que sacude sus
tristes vidas aburridas. Es una actitud lamentable, ajena al drama por mí
presenciado. Deberían comenzar por preocuparse de sus problemas y tratar de no
molestar; ser más discretos.
De repente todo cambia. En la mano de Ella aparece un
arma. La situación grotesca se vuelve dramática. Ya nadie ríe, el miedo asoma a
esos rostros alterados, algunos de los cuales han quedado a mitad de camino
entre la risa y el terror. El tiempo parece romperse en ese instante... fracturarse, repartiéndose de forma diferente
a cada uno de los presentes.
El silencio, instaurado como único tirano de la
presentida tragedia, es derrocado por el estampido violento del arma y el
hombre cae como una marioneta a la que han cortado los hilos, sobre el duro
piso de cerámicos, ahora rojos.
Con paso lento, mientras los demás corren hacia el
hombre abatido, pues la mujer, ha arrojado el arma lejos de su alcance,
abandono el bar.
A partir de hoy me encerraré por un mes en mi casa. No
hablaré con nadie, no prenderé la radio ni la televisión, tampoco usaré el
celular ni interactuaré en las redes sociales. No quiero recibir ninguna
noticia que me rebele quiénes eran, ni por qué discutían. Los prefiero así:
lejanos, extraños...
Oscar Luis De Los Ríos es un escritor argentino nacido en Rosario, provincia de Santa Fe. Comenzó a escribir después de los cuarenta años y a partir de entonces sus cuentos aparecieron en la revista Cametsa de Perú, en el blog Sinergia, en el podcasts El buen cruel de México, donde sacó el segundo lugar en el concurso de crónica literaria, y en la antología Argentino-boliviana Estaño y plata. Publicó, en colaboración con el escritor Alejandro Bentivoglio el libro de microficciones Esta historia continuará (O no). Un buen número de sus trabajos, tanto en solitario como en "complicidad" con compañeros del TALLER 9 fueron publicados en este blog.

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