Joyce Barker
Era el primer día de José como
trabajador del Centro de Investigaciones Extraordinarias (CIE). No era un gran
puesto, pero debido a los efectos de sus antiguos vicios, no podía ambicionar
un cargo mejor.
Lo recibió
Mario, un obeso científico que lo supervisaría, y tuvo que firmar un juramento
que prohibía comentar cualquier cosa que se hablara o viera adentro del CIE. Además,
le comentó que si hacía bien su trabajo durante la primera semana, quedaría efectivo
con un aumento de sueldo, y si no, el puesto volvería estar vacante.
—Sígame, por
favor —dijo Mario, apurado: había vuelto recién de sus vacaciones y tenía que
ponerse al día en el CIE. Dejó a José en una caseta, luego de explicarle
vagamente el trabajo que debía realizar, y se retiró.
El puesto
consistía en cuidar la bodega de objetos mitológicos, mirándolos desde una
ventanilla de la caseta. La bodega contenía una vitrina perimetral llena de
cajas, y un gran mueble metálico del tamaño de un congelador de supermercado. “Ese
debe ser el congelador del que me habló el gordo”, pensó José.
Durante la
mañana, José se mantuvo en su cubículo, sentado frente a la ventanilla, como
debía estar la jornada completa. Tenía prohibido entrar a la bodega y esa era
una más de las normas inquebrantables del CIE, le dijo Mario, pero su curiosidad
por ver qué había en el congelador lo puso ansioso, provocándole pensamientos que
siempre tomaban un rumbo divergente de la realidad, haciendo de José un
trabajador incumplidor e irresponsable.
Entró a la
bodega. Sonó la alarma. Se acercó al congelador. Lo abrió; en su interior encontró
una barra de hielo no muy grande, con una cuerda adentro. Tocó: el bloque era
una masa húmeda y blanda. No era hielo.
—¡Qué haces! —gritó
Mario, que llegó primero al sonar la alarma de la bodega—. ¡Te dije que no
podías tocar nada!
—Discúlpeme, pero
tuve que entrar porque se movió una caja, pero creo que me confundí, no se
había movido nada; y al entrar, aproveché de revisar el resto… —mintió, como
solía hacerlo. Mario lo miraba con desaprobación, mientras callaba la alarma desde
su dispositivo personal, para evitar que se activara el protocolo de urgencias.
Este es el primer y último día que veré a este inepto, pensó, pero al acercarse
al congelador abierto, vio que la cuerda se contorneaba en el interior de la
barra, bajo el calor de la mano de José.
—¡Qué es esto! ¡Es
un milagro! —tartamudeó Mario, y en un acto casi instintivo, se arrodilló ante
el cuidador—. Es un honor conocerlo…
La cuerda –de dudoso
aspecto– había salido del bloque, subiendo por el brazo de José, hasta enrollarse
en su cabeza.
—Perdón, pero ¿es
normal que pase algo así? ¿Qué es esto? —preguntó José, sin darle mucha
importancia a la confusa actitud del científico.
—Señor, debe
esperar un momento así—respondió Mario como si le hablara a una criatura
celestial—. La cuerda lo eligió: ni se imagina lo que le espera…
—¿En serio? —La
cuerda apretaba con más fuerza, José intentó quitársela pero era imposible, parecía
estar pegada a su piel—. No creo que sea el elegido de nada, además, me está doliendo…
¡Sáquemela, por favor! —exclamó José, ya desesperado, pero Mario ignoró por
completo los alegatos del cuidador.
Los mitos y
leyendas eran algo sin importancia para los científicos del CIE; sólo se usaban
para obtener información. En este caso, el mito consistía en que si alguien
lograba que la cuerda se moviera, era el real dueño del objeto. La
reencarnación de algún dios fenicio.
Mario sacó su
teléfono y llamó a su colega, Antonio, todavía arrodillado frente a José.
—Debes venir a
la bodega de objetos.
—No puedo, estoy
ocupado —respondió Antonio—. Y fue una falsa alarma: así me lo indica el
sistema de seguridad. Además, la bodega de…
—¡Ven ahora! —.
Mario lo interrumpió, y cortó.
Antonio, suponiendo que Mario aún no estaba
actualizado con los cambios que se habían hecho durante sus vacaciones, fue a
la bodega del primer piso.
—¡Qué haces
arrodillado! —exclamó Antonio al ver la extraña escena—. ¿Quién es usted? —Miró
a José.
—¡No le hables
así! ¿Que no te das cuenta? Deberías arrodillarte también. ¡Estás frente a un
milagro! José, el nuevo cuidador de la bodega, es el elegido por la cuerda, ¡logró
que saliera del hielo!
—¿Me estás
hablando en serio? ¡No seas absurdo, Mario! ¿Cómo es posible que creas en eso?
Además, ¡la cuerda roja está en el tercer piso! Está claro que no leíste las
actualizaciones en la redistribución de las bodegas. Ésta es ahora la bodega de
criaturas, ¡no de objetos! Y esto —dijo apuntando a la cuerda—, es un parásito que
le extraje hace poco a una investigadora en la Antártica; y de los parásitos
legendarios, este es uno de los más crueles. Ahora, párate, no seas ridículo.
Mario, dominado
por la vergüenza, se levantó del piso:
—Y… ¿pudiste
salvarla? —le preguntó rápidamente, para no ahondar en el error que podría
costarle, fácilmente, el despido.
—No, no pude
llegar a tiempo —respondió Antonio mientras ambos miraban el largo parásito
deslizarse por la cara de José, que se mantenía erguido y con la mirada
perdida, como si estuviera bajo un efecto hipnótico—. Mario —continuó impávido
ante el espectáculo que, por protocolo, no podían tocar sin trajes especiales—:
Esta es la última vez que te dejo pasar una equivocación así, o tendré que informar
al comité. —El parásito casi había desaparecido por la boca de José.
—Seré más
cuidadoso, no volverá a pasar —dijo Mario, aún avergonzado, mientras José se
desvanecía con los ojos en blanco—. ¿Lo llevamos al pabellón quirúrgico? Hay
que sacárselo antes de… ¿Le diste comida en la mañana? —La consulta de Mario
era fundamental para saber cuánto duraría José con un parásito hambriento.
—No me
corresponde esa tarea; pero supongo que sí… ahora necesito un momento para comer
algo antes de la cirugía. ¿Me acompañas al casino?
—Pero, ¿estás seguro
que José podrá soportar media hora así?
—Sí… —respondió
Antonio mirando su reloj—. ¿Vienes?
—¡Claro!
Joyce Barker Bucat es una arquitecta y escritora nacida en Santiago de Chile. Se dedica a los cuentos cortos de ficción. Ha publicado en antologías y en el fanzine Estrellita mía.
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