Laura Irene Ludueña
Nadie
regresaba del archipiélago. Ni exploradores, ni exiliados, ni los valientes, ni
los desesperados. Pero cuando el tercer sol empezó a titilar como una vela en
su última exhalación, el Consejo volvió a abrir los mapas prohibidos. Fue
entonces cuando Lira, la última cartógrafa viva, recibió la orden de partir. Lo
hizo temprano, cuando el cielo tenía ese color especial que le daba la mezcla
del crepúsculo y el ocaso. La joven sentía que los dos soles en lo alto y el
que estaba muriendo en el horizonte la observaban, como si quisieran
preguntarle adónde iba.
Lira sabía que la historia oficial decía
que ese mar estaba muerto. Pero al tocar la orilla de una de las islas
flotantes, dudó. Desembarcó observando las formaciones de hielo y roca, los
monolitos gastados por milenios de viento, las torres quebradas recubiertas por
cristales vivos que vibraban a su paso. ¿Serían las ruinas de la civilización
de la que tanto había oído hablar?
Se decía que los velatrios habían creado
una civilización superior. No eran humanos ni dioses, pero sus conocimientos
habían dado origen a la ciencia de los campos gravitatorios y a la agricultura
sin materia. Pensando en ello, miró las paredes cubiertas de escrituras que
parecían hechas de luz, porque cambiaban de forma según desde dónde las mirara.
Un idioma vivo, pensó la cartógrafa. Entendió que la habían mandado allí no
solo para mapear el terreno. Su verdadera misión era encontrar el Coral del
Silencio, un artefacto de los velatrios que, según las leyendas,
podía detener el colapso de los soles.
De pronto, Lira sintió que el aire se
volvía más denso al atravesar uno de los umbrales de piedra. No era humedad, ni
frío, sino un peso sutil, como si las paredes la reconocieran y calcularan el
valor de su existencia. Siguió avanzando hasta que algo llamó su atención: era
un símbolo tallado profundamente en la roca, un círculo atravesado por tres
líneas ondulantes. El signo de los velatrios.
La historia los recordaba como una
civilización que jamás había usado un arma, como los únicos que habían podido
gobernar utilizando diferentes formas de energía que respondían al pensamiento
y a la armonía. Pero cuando el tercer sol fue sembrado, porque no había nacido,
algo en su equilibrio se quebró. Los velatrios desaparecieron en
silencio, tan rápido como se decía que habían aparecido, como si se hubieran
disuelto en la luz.
Y sin embargo pensó Lira, en las noches
más claras solían escucharse cantos en una lengua que moldeaba la materia. Es
el Cantus Primus, decía su padre. Lira nunca había creído la historia,
pero empezaba a dudar.
La joven cartógrafa siguió avanzando hasta
toparse con una cámara esférica. Una especie de burbuja gigante, rodeada de
cristales suspendidos en el aire. De inmediato lo supo, eso era lo que había
venido a buscar, el Coral del Silencio. Una estructura viva que latía
con luz ámbar, como un corazón atrapado en el tiempo que parecía responder a su
presencia, como si la hubiese estado esperando. Sin saber por qué, quiso
presentarse.
—Soy Lira, cartógrafa de la nueva
generación de humanos que emigró a este planeta hace trescientos ciclos, cuando
la Tierra dejó de ser habitable y se buscó refugio en sistemas estables.
Elegimos este mundo creyéndolo deshabitado. Pero ahora veo que solo estaba
dormido.
De pronto, escuchó un canto. Cada nota
hacía vibrar el coral, cada pausa parecía abrir un recuerdo. Quizás era la voz
de un velatrio que no había muerto, sino que había elegido esperar desde
el último eclipse triple, cuando su especie selló los secretos del Cantus
Primus para que no cayeran en manos impacientes. Y ahora, al oír su canto,
Lira entendió que el Coral no era un objeto, era una llave. Y ella no
había sido enviada a encontrarlo, sino que había sido convocada.
El canto llenó la cámara. No con volumen,
sino con existencia. Era como si la estructura misma del lugar vibrara en
respuesta a esa melodía. Lira cayó en un sueño profundo por la inmensidad de lo
que estaba percibiendo. Entonces vio, no con los ojos, sino con la conciencia.
Una ciudad suspendida en el cielo, como si flotara sobre el eco de una palabra.
El tercer sol aún no brillaba. El equilibrio era perfecto. Y luego, el error.
No por una guerra o una traición. Solo por un deseo desmedido de prolongar la armonía
a cualquier costo. Fue entonces cuando el tercer sol fue sembrado, y su luz
comenzó a alterar la frecuencia del lenguaje. Lo que antes creaba, ahora
desgarraba. Los cantos comenzaron a fragmentar la realidad, y los velatrios,
sabiendo que no podían coexistir con ello, eligieron desvanecerse, disolverse
en el recuerdo y dejar atrás ecos como custodios, como advertencias.
Lira despertó. El canto había cesado. A su
lado, el Coral del Silencio latía con fuerza. Estaba esperando algo, una
orden, una voz. ¿Su voz? En ese momento lo comprendió todo. Si cantaba la nota
correcta, si pronunciaba la secuencia exacta, el Coral absorbería el
colapso del tercer sol. Pero también reactivaría el lenguaje velatrio y
con él, fuerzas que ningún humano entendería del todo. La luz podría volver. O
todo podría quebrarse otra vez. El espacio entero parecía contener la
respiración del tiempo. Tenía que elegir entre cantar o callar.
La joven cerró los ojos y, por primera
vez, no pensó en mapas, ni en soles, ni en órdenes. Solo en lo que había
percibido en su sueño, la memoria del equilibrio.
Y entonces cantó. La cámara entera se llenó de luz, pero no había más Lira.
Solo una nueva melodía, suspendida en el aire. Un nuevo eco. Un nuevo comienzo.
Los humanos que la esperaban notaron que
el tercer sol ya no titilaba. Lira nunca volvió. Sin embargo, en las noches más
claras, sobre el mar inmóvil del archipiélago, aún puede oírse un canto. Algunos
dicen que es su voz. Otros, que es el principio de una nueva armonía. Una
melodía que dibuja, sin palabras, la cartografía del alma.
Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

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