Sergio Gaut vel Hartman
Hasta donde soy
capaz de recordar, la premisa de hierro está grabada a fuego en nuestros
cuerpos desde siempre: el silencio, la obediencia, el cumplimiento, la sumisión
son obligatorios. Pensar diferente es traición y los himnos que nos hacen
cantar antes del trabajo son la prueba palpable de nuestra fe en el orden
establecido.
En la planta, la consigna se repite
como un mantra: creer, obedecer, callar. Las cámaras en cada pasillo son ojos
sin párpados. Los altavoces mezclan órdenes con sermones de la Iglesia Única,
esa que el gobierno ha adoptado a rajatabla para proteger “nuestra forma de
vida basada en el bien”. No hay separación de bloques, no hay fisuras: El Líder
Supremo es el Sumo Maestro de la Fe. La cabeza de la Iglesia Única conduce el
Estado con mano de hierro.
Yo creí, con convicción, con
firmeza, como se me enseñó a creer. La creencia es todo; lo demás es nada,
menos que nada, es basura, podredumbre. Yo siempre creí, como se me ordenó… hasta
que conocí a Mateo. Mateo no me dijo nada, ni siquiera me miró; sólo dejó un
dibujo en el muro húmedo del vestuario: un sol con mil rayos y una palabra mínima,
solo dos sílabas: pensar. Al día siguiente el sol y la palabra ya no estaban. Mateo
tampoco estaba, había desaparecido. Mateo se había esfumado, como hubiera sido
una nube de humo, vapor, niebla; nunca volvió.
Pero a partir de la noche del día
en que desapareció Mateo algo cambió. Mi padre había muerto convencido de que
todo era voluntad divina y eso me inculcó, como se marca con hierro al rojo al
ganado. Mi madre rezaba para que no nos faltara pan y para que el morir
pudiéramos acceder a la Esfera de los Buenos. La promesa de un futuro
espléndido nos esperaba a la vuelta de la esquina… cuando el alma, prisionera
del cuerpo, lograra por fin liberarse y ascender.
Pero yo encontré un libro, no el
Libro, otro libro. Ni siquiera sé cómo llegó a mis manos. Comencé a leer ese textos
prohibido a escondidas y descubrí extrañas palabras: filosofía, ciencia, pensamiento
crítico, duda, rebelión, inconformismo, viejas formas de vida en comunidad
basadas en la solidaridad y no en el egoísmo, sociedades donde la palabra
libertad no era pecado mortal.
Un día tocó a la puerta de mi casa el
inspector religioso. Revisó los armarios y se aseguró de que el Libro fuera el
único libro; quería asegurarse de que nadie vacilara a la hora de adherir en
cuerpo y alma a los dictados del Líder Supremo y Sumo Maestro de la Fe, que por
una milagrosa casualidad son la misma persona. Preguntó mi nombre, miró mis
manos manchadas de grasa y me sonrió sin calor. Me habló de salvación y
obediencia.
—Quien se aparta del dogma pierde
su lugar en la sociedad —dijo.
Asentí. Callar era sobrevivir.
Pero la semilla ya estaba. Cada golpe
del martillo en la fábrica era una disyuntiva: obedecer o ser libre. En el
comedor se empezaron a escuchar murmullos, a pesar de que cada día desaparecía
un compañero. Empecé que otros también habían leído algo, otros también dudaban,
aunque nadie se atreviera a hablar en voz alta.
Como todas las semanas nos
ordenaron asistir a la gran misa del Estado. En la plaza, bajo la estatua del
Líder Supremo y Sumo Maestro de la Fe, el mensaje enérgico y oscuro repitió las
consignas eternas: unidad y sumisión; paz, obediencia, pacado. Dijo que las
leyes divinas y las humanas eran una. Dijo que la conciencia libre era una
blasfemia que debía ser castigada.
Yo alcé los ojos hacia el cielo
nublado. Pensé en Mateo, en mi padre. Algo dentro de mí cambió de posición.
Cuando el sermón terminó, casi todos
inclinaron la cabeza y repitieron el juramento de fe. Yo la mantuve erguida.
Sólo un segundo. Pero bastó. Percibí que alguien a mi lado también la alzaba.
Otro más dos filas atrás. Un gesto minúsculo, casi invisible, pero vivo. No nos
conocíamos, no hablábamos; sin embargo, nos reconocimos.
El guardia que patrullaba me miró,
confundido. Quizá creyó que había sido un error. Quizá no quiso ver.
Desde ese día, cada vez que se
exige obediencia, unos pocos ya no bajamos la cabeza. Todavía no gritamos, no marchamos,
no hacemos ruido. Sólo pensamos, y sabemos que pensar es el primer acto de
libertad.
Llegará el castigo, y muchos desapareceremos como Mateo. Pero habremos vivido como personas y no como sombras. Y aunque sea pequeño, el espacio que se abre en la mente no se vuelve a cerrar. Y aunque al principio solo sea una chispa, la débil llama no tardará en convertir en una hoguera que ilumine la noche.
Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es un escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novela corta Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS. En las últimas semanas ha sido finalista en varios concursos literarios, aunque no ganó ninguno de ellos.

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