domingo, 16 de noviembre de 2025

LA LUZ EN LA GRIETA

Sergio Gaut vel Hartman

 

Hasta donde soy capaz de recordar, la premisa de hierro está grabada a fuego en nuestros cuerpos desde siempre: el silencio, la obediencia, el cumplimiento, la sumisión son obligatorios. Pensar diferente es traición y los himnos que nos hacen cantar antes del trabajo son la prueba palpable de nuestra fe en el orden establecido.

En la planta, la consigna se repite como un mantra: creer, obedecer, callar. Las cámaras en cada pasillo son ojos sin párpados. Los altavoces mezclan órdenes con sermones de la Iglesia Única, esa que el gobierno ha adoptado a rajatabla para proteger “nuestra forma de vida basada en el bien”. No hay separación de bloques, no hay fisuras: El Líder Supremo es el Sumo Maestro de la Fe. La cabeza de la Iglesia Única conduce el Estado con mano de hierro.

Yo creí, con convicción, con firmeza, como se me enseñó a creer. La creencia es todo; lo demás es nada, menos que nada, es basura, podredumbre. Yo siempre creí, como se me ordenó… hasta que conocí a Mateo. Mateo no me dijo nada, ni siquiera me miró; sólo dejó un dibujo en el muro húmedo del vestuario: un sol con mil rayos y una palabra mínima, solo dos sílabas: pensar. Al día siguiente el sol y la palabra ya no estaban. Mateo tampoco estaba, había desaparecido. Mateo se había esfumado, como hubiera sido una nube de humo, vapor, niebla; nunca volvió.

Pero a partir de la noche del día en que desapareció Mateo algo cambió. Mi padre había muerto convencido de que todo era voluntad divina y eso me inculcó, como se marca con hierro al rojo al ganado. Mi madre rezaba para que no nos faltara pan y para que el morir pudiéramos acceder a la Esfera de los Buenos. La promesa de un futuro espléndido nos esperaba a la vuelta de la esquina… cuando el alma, prisionera del cuerpo, lograra por fin liberarse y ascender.

Pero yo encontré un libro, no el Libro, otro libro. Ni siquiera sé cómo llegó a mis manos. Comencé a leer ese textos prohibido a escondidas y descubrí extrañas palabras: filosofía, ciencia, pensamiento crítico, duda, rebelión, inconformismo, viejas formas de vida en comunidad basadas en la solidaridad y no en el egoísmo, sociedades donde la palabra libertad no era pecado mortal.

Un día tocó a la puerta de mi casa el inspector religioso. Revisó los armarios y se aseguró de que el Libro fuera el único libro; quería asegurarse de que nadie vacilara a la hora de adherir en cuerpo y alma a los dictados del Líder Supremo y Sumo Maestro de la Fe, que por una milagrosa casualidad son la misma persona. Preguntó mi nombre, miró mis manos manchadas de grasa y me sonrió sin calor. Me habló de salvación y obediencia.

—Quien se aparta del dogma pierde su lugar en la sociedad —dijo.

Asentí. Callar era sobrevivir.

Pero la semilla ya estaba. Cada golpe del martillo en la fábrica era una disyuntiva: obedecer o ser libre. En el comedor se empezaron a escuchar murmullos, a pesar de que cada día desaparecía un compañero. Empecé que otros también habían leído algo, otros también dudaban, aunque nadie se atreviera a hablar en voz alta.

Como todas las semanas nos ordenaron asistir a la gran misa del Estado. En la plaza, bajo la estatua del Líder Supremo y Sumo Maestro de la Fe, el mensaje enérgico y oscuro repitió las consignas eternas: unidad y sumisión; paz, obediencia, pacado. Dijo que las leyes divinas y las humanas eran una. Dijo que la conciencia libre era una blasfemia que debía ser castigada.

Yo alcé los ojos hacia el cielo nublado. Pensé en Mateo, en mi padre. Algo dentro de mí cambió de posición.

Cuando el sermón terminó, casi todos inclinaron la cabeza y repitieron el juramento de fe. Yo la mantuve erguida. Sólo un segundo. Pero bastó. Percibí que alguien a mi lado también la alzaba. Otro más dos filas atrás. Un gesto minúsculo, casi invisible, pero vivo. No nos conocíamos, no hablábamos; sin embargo, nos reconocimos.

El guardia que patrullaba me miró, confundido. Quizá creyó que había sido un error. Quizá no quiso ver.

Desde ese día, cada vez que se exige obediencia, unos pocos ya no bajamos la cabeza. Todavía no gritamos, no marchamos, no hacemos ruido. Sólo pensamos, y sabemos que pensar es el primer acto de libertad.

Llegará el castigo, y muchos desapareceremos como Mateo. Pero habremos vivido como personas y no como sombras. Y aunque sea pequeño, el espacio que se abre en la mente no se vuelve a cerrar. Y aunque al principio solo sea una chispa, la débil llama no tardará en convertir en una hoguera que ilumine la noche. 

Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es un escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novela corta Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS. En las últimas semanas ha sido finalista en varios concursos literarios, aunque no ganó ninguno de ellos. 

 

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