Laura Irene Ludueña
Nadie imagina cuánto
pesa un número hasta que tiene que forjarlo. Para los demás, las matemáticas
son sólo abstracción, pero para mí son algo vivo. Las trabajo como el herrero
trabaja el hierro: calentando la idea hasta el rojo, sosteniéndola, martillando
hasta que toma forma.
A
veces sueño con Tales midiendo sombras, con Pitágoras escuchando la música
silenciosa del cosmos; otras, con Sophie Germain escribiendo desde su cuarto
helado, desafiando al mundo entero con las letras de un seudónimo. Quisiera
estar a su altura.
Quisiera que mis cálculos dejaran marca. Quisiera que un día alguien pronuncie
mi nombre sin sospechar que alguna vez temí no ser suficiente.
Pero
hay noches en las que todo se resiste. Los símbolos se amontonan, los axiomas
se contradicen, los límites no convergen. Los sueños pesan. Y yo, con mi café
ya frío, me quedo frente a la ecuación como si fuera un abismo.
—No
es posible —murmuro al ver la divergencia que arruina el resultado.
Y
entonces aparece Ada, mi gata. Blanca, majestuosa, con la mirada de quien sabe
demasiado para ser un animal doméstico. La llamé así por Ada Lovelace, la
matemática que descifró la máquina analítica antes de que el mundo supiera
siquiera lo que era un algoritmo. A veces pienso, en secreto, que no fue casual
ponerle ese nombre.
Cuando
siento que mi cerebro no soporta más, ella salta sobre la mesa sin pedir
permiso y se sienta arriba de mis apuntes, como si su peso fuera una decisión
exacta.
—Muévete
—le digo, acariciándola sin convicción.
No
se mueve. En cambio, empuja con la pata una hoja hacia mí. La hoja correcta.
La que había pasado por alto. La que contiene el paso olvidado entre la
hipótesis y la demostración. Siento el corazón latir en el cuello. Vuelvo a
escribir la fórmula.
Todo converge. Todo cierra. La solución aparece, limpia y luminosa, como si
hubiera estado esperándome desde siempre ¿Un truco de la mente o de mi gata?
Entonces
Ada estira el lomo como si nada extraordinario hubiera ocurrido y se acurruca a
mi lado, ronroneando con un ritmo lento, profundo, casi calculado.
Yo paso todo en limpio, eufórica, mientras el amanecer entra por la ventana
después de otra noche en vela. Miro el símbolo final. No sé si cambiará el mundo,
pero me cambió a mí.
Me
pregunto si Tales tenía gatos. Si Pitágoras recibió alguna vez la revelación de
una fórmula en el ronroneo de un animal. Si Sophie Germain no escondía también
un secreto al otro lado de la puerta cerrada de su habitación.
Quizá
la genialidad sea una fragua silenciosa. Quizá todo pensamiento necesite una
chispa externa para encenderse. Quizá nadie trabajó realmente solo. Me seco las
lágrimas de cansancio, alivio, esperanza, todo junto, solo para escucharlo.
—Soy
matemática —digo en voz alta.
Ada,
sin abrir los ojos, ronronea. Y siento, de un modo que no sabría formalizar en
ninguna ecuación, que no estoy tan sola en mis descubrimientos como creí. Durante
días, vuelvo a la rutina del laboratorio y la universidad como si nada hubiera
ocurrido. Pero algo cambió. Cada vez que miro a Ada, siento una inquietud dulce
y punzante, como cuando se intuye un resultado, pero todavía no se lo puede
demostrar.
Es
la semana más tranquila del semestre: exámenes corregidos, clases terminadas,
silencio académico. Sin embargo, yo no descanso. La nueva fórmula dejó en mi
cabeza un zumbido constante. La que logré no era solo una solución elegante. Era…
demasiado elegante. Como si no la hubiera encontrado yo.
Una
tarde decido guardar todas mis anotaciones: carpetas nuevas, marcadores
distintos, incluso cambio de mesa. Quiero comprobar, aunque me avergüence
admitirlo, si la convergencia de aquella noche fue simple casualidad. Entonces
ocurre.
Encuentro
una tarjeta de papel, de esas viejas que uso para recordatorios, apoyada sobre
el teclado de mi computadora. No recuerdo haber escrito nada en ella.
La tomo. Hay sólo una ecuación, dibujada con tinta azul:
∑n=1∞1(n+a)2\sum_{n=1}^{\infty}
\frac{1}{(n+a)^2}n=1∑∞(n+a)21
Reconozco
la letra. Es mía. Pero no recuerdo haberla escrito.
Mi
primera reacción es racionalizarlo: estaba cansada, habré anotado esto y me
olvidé. Sin embargo, la variable no es “x”, ni “k”, ni ninguna de las que
suelo elegir.
Es “a”. “A” de “Ada”. La gata está en la ventana, observándome con calma. Ronronea
y
aparta la mirada. Me obligo a reír y pienso: estás proyectando.
Guardo
la tarjeta en un cajón. No pienso en ella el resto del día. Pero la noche
siguiente, cuando intento resolver otra ecuación que me obsesiona desde hace
meses, la solución aparece como si hubiera estado esperándome. La sustituyo
casi por capricho.
Y la demostración se abre, clara, inevitable. Hermosa. Cierro la computadora de
golpe.
Esto ya no es gracioso.
Al
día siguiente escondo mis papeles en una caja, lejos de la mesa donde Ada suele
dormir. Trabajo en silencio. La gata no aparece. Cuando por fin me levanto para
buscar agua, regreso al escritorio con una sensación en el estómago, como si
supiera lo que voy a encontrar antes de verlo. La caja está abierta. Y, justo
arriba del montón de apuntes, hay otra tarjeta. Doblemente inquietante en su
simpleza. No es una fórmula esta vez.
Es una frase: “Revisá el cuarto paso.”
No
puedo respirar. No leo mi letra ahí. No leo la letra de nadie que conozca. Al
girar la cabeza, Ada está sentada sobre el respaldo de la silla. Me mira fija,
sin parpadear, la cola moviéndose como un péndulo. No parece buscar caricias.
Parece
esperar mi reacción.
—¿Qué
eres? —susurro, sin darme cuenta de que lo dije en voz alta.
La
gata baja del respaldo y camina hacia la puerta. Me mira una vez más y sale. No
la sigo, no puedo. La tarjeta queda en mis manos, temblando. Sé que tengo dos
opciones:
Guardarla y fingir que nada ocurrió, o hacer exactamente lo que dice... pero a
un matemático no se le escapa una directiva tan precisa. Reviso el cuarto paso.
Lo
leo una vez. Lo leo dos. A la tercera ya estoy temblando. No era un error.
Era… un vacío. Un lugar que yo había dejado sin nombrar, sin definir, sin
siquiera advertir. Una grieta entre dos razonamientos que siempre había dado
por conectados. Era tan pequeña que cualquiera la habría pasado por alto. O,
quizás, todos lo habían hecho.
No
sé cuánto tiempo pasa. Reformulo todo desde el principio.
Si
cierro esa grieta –no con intuición, sino con lógica pura– la teoría entera
cambia. No es un pequeño ajuste, sino un puente. Un puente hacia algo más
grande. Resuelvo. Compruebo. Vuelvo a calcular. Cada resultado sostiene al
anterior. Cada vértice encaja. Es… verdadero.
Cuando
termino, ya es casi de noche. Ada está en el mismo sitio donde la dejé, sentada
en la alfombra, mirándome. Ahora no parece esperar nada. No parece exigir nada.
Solo observa.
—No
lo hiciste —digo, en voz casi inaudible, como explicándomelo a mí misma—. Lo
hice yo.
Sin
embargo, una parte de mí sabe que sola no hubiera llegado a ese resultado. No
en ese momento. No con ese impulso. No de esa manera. ¿Qué fue lo que Ada me
dio?
¿Una pista? ¿Un empujón? ¿O solo la excusa de creer que podía hacerlo? La
respuesta no importa. Me digo que las matemáticas no son actos de fe, son
demostraciones.
Me
inclino hacia la gata y la acaricio. Su pelo está tibio, suave, terrenal.
Cierra los ojos con una calma antigua, como si lo supiera todo. O nada.
—Gracias
—susurro. Ella ronronea, pero esta vez el sonido no me desconcierta. Me
acompaña.
Entrego
el artículo una semana después. El comité tardará meses en evaluarlo. Soy
consciente de que tal vez nadie entienda de inmediato la importancia, o tal vez
quieran refutarlo primero, o tal vez se pierda en la avalancha de
investigaciones anuales. Pero yo sé lo que logré. Y si un día mi nombre está
junto al de Tales, de Pitágoras o de Sophie Germain, nadie sospechará lo que
ocurrió. Ni tendrán por qué hacerlo.
Esa
noche duermo con la puerta abierta. Ada entra sola, sin saltar sobre papeles ni
dejar notas. Se recuesta a los pies de mi cama, como cualquier gata común.
Cierro
los ojos, confiada. Cansada. Feliz. Instantes antes de dormirme, escucho un
sonido leve: una tarjeta cayendo al suelo. Por un momento me incorporo. Quiero
ir a verla, pero no lo hago. Mañana, cuando amanezca y el café vuelva a estar
frío, la ciencia me estará esperando. Y yo sabré –con una certeza que ninguna
ecuación puede medir– que llegue lo que llegue, lo resolveré. Con Ada o sin
ella.
Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

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